Desde hacía unos días, Erica miraba con más atención siempre que se cruzaba con un coche de policía. Y le pareció ver a Martin en el coche al que adelantó justo antes de Torp, cuando, por segunda vez aquel mismo día, iba rumbo a Uddevalla. Se preguntó llena de curiosidad dónde habrían estado.
Claro que no era en absoluto necesario ocuparse de aquello inmediatamente, pero sabía que, de todos modos, no tendría la tranquilidad necesaria para escribir hasta que no llegase al fondo de la nueva información recabada en la biblioteca. Y se preguntaba por qué Kjell Ringholm, periodista del Bohusläningen, también se había interesado por el joven de la resistencia noruega.
Cuando, poco después, lo esperaba en la recepción del periódico, fue cavilando sobre los posibles motivos de su interés, pero al final decidió abandonar la especulación hasta que tuviese la oportunidad de preguntarle a él directamente. Unos minutos más tarde, le indicaron cuál era su despacho. Kjell Ringholm la escrutó lleno de curiosidad, al verla entrar y saludarla.
–¿Erica Falck? Eres escritora, ¿verdad? –dijo señalándole una silla. Erica se sentó y colgó la cazadora en el respaldo.
–Así es.
–Bueno, por desgracia, no he leído ninguno de tus libros, pero dicen que son buenos –añadió cortésmente–. ¿Has venido en busca de información para tu nuevo libro? Yo no soy investigador de sucesos, así que no sé cómo podría serte útil… Porque tú escribes sobre casos de asesinatos reales, si no me equivoco.
–Confieso que mi visita no tiene nada que ver con el nuevo libro –declaró Erica–. Resulta que, por varias razones que no vienen al caso, empecé a indagar en el pasado de mi madre. Era muy amiga de tu padre, por cierto.
Kjell frunció el entrecejo.
–¿Y eso cuándo fue? –preguntó inclinándose interesado.
–Estaban siempre juntos de niños y de adolescentes, por lo que he podido averiguar. Me he concentrado principalmente en los años de la guerra, cuando, como sabes, rondaban todos ellos los quince años.
Kjell asintió en silencio para que continuase.
–Era un grupo de cuatro amigos que parecían andar siempre juntos, como las cerezas. Aparte de tu padre, formaban la pandilla Britta Johansson y Erik Frankel. Y, como seguramente sabrás, los dos últimos han muerto asesinados en un espacio de tiempo de tan sólo dos meses. Una coincidencia un tanto extraña, ¿no?
Kjell seguía sin pronunciar palabra, pero Erica vio que se ponía tenso y que la miraba con interés.
–Y… –hizo una pausa–. Luego se incorporó otra persona. En 1944, un joven noruego de la resistencia se unió a ellos. Un niño casi, que vino a parar a Fjällbacka. Se había escondido a bordo del barco de mi abuelo materno, que lo alojó en su casa. Se llamaba Hans Olavsen. Pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad? Porque sé que también has empezado a interesarte por él, y me pregunto por qué.
–Soy periodista, no puedo revelar ese tipo de información –protestó Kjell reacio.
–Eso es falso, no puedes revelar tus fuentes –replicó Erica con calma–. Pero no comprendo por qué no podemos ayudarnos en este asunto. A mí también se me da muy bien indagar y obtener información, y tú estás más que acostumbrado, debido a tu profesión. A los dos nos interesa Hans Olavsen. Acepto que no me cuentes por qué, pero al menos podríamos intercambiar información, tanto lo que ya tenemos como lo que saquemos cada uno por su lado, ¿no crees? –Guardó silencio y esperó expectante la respuesta.
Kjell reflexionó unos minutos. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa mientras parecía sopesar todas las posibles ventajas e inconvenientes.
–Vale –consintió al fin, al tiempo que abría el primer cajón del escritorio–. En realidad, no existe razón alguna para que no colaboremos. Y mi fuente ha muerto, de modo que no veo por qué no debería contártelo todo. Sucedió de la siguiente manera: me puse en contacto con Erik Frankel por un… asunto privado. –Carraspeó un poco y empujó hacia Erica la carpeta que había sacado del cajón–. Me dijo que quería contarme algo a lo que yo quizá pudiera hallarle utilidad, algo que debía salir a la luz.
–¿Se expresó así exactamente? –quiso saber Erica inclinándose para coger la carpeta–. ¿Que se trataba de algo que debía salir a la luz?
–Sí, si no recuerdo mal –asintió Kjell retrepándose de nuevo en la silla–. Luego vino a verme unos días más tarde. Traía los artículos que hay en la carpeta y me los entregó sin más. No me ofreció ninguna explicación. Naturalmente, yo le hice un montón de preguntas, pero él se empeñaba en asegurar que, si yo era tan habilidoso como decían a la hora de recabar información, me bastaría con lo que había en la carpeta.
Erica hojeó los documentos que había en la funda de plástico. Eran los mismos artículos que le había dado Christian, los que estaban en los archivos y en los que se mencionaba a Hans Olavsen y su estancia en Fjällbacka.
–¿Sólo esto? –preguntó con un suspiro.
–Sí, yo me sentí igual. Si sabía algo, ¿por qué no me lo dijo abiertamente? Pero, por alguna razón, era importante para él que yo mismo averiguase el resto. Y eso es lo que he intentado hacer. Y mentiría si negara que mi grado de interés no se disparó cuando encontraron muerto a Erik Frankel. Y, claro, me he preguntado si el asesinato no guardaría alguna relación con esto… –reconoció señalando la carpeta que Erica tenía sobre las piernas–. Naturalmente, también me enteré la semana pasada del asesinato de la anciana, pero no tenía la menor idea de la conexión… Bueno, es obvio que suscita muchas preguntas.
–¿Has averiguado algo sobre el noruego? –lo interrogó Erica ansiosa–. Yo aún no he llegado muy lejos, en realidad, sólo he sabido que mi madre y él mantuvieron una relación amorosa, y que luego él la dejó, al parecer, y se marchó de Fjällbacka. El próximo paso que pensaba dar es intentar localizarlo, averiguar adónde se dirigió, si volvió a Noruega o si… Pero quizá tú te hayas adelantado, ¿no?
Kjell hizo un gesto con la cabeza, indicando que no podía contestar ni que sí, ni que no. Le habló de su conversación con Eskil Halvorsen y le dijo que el experto no identificó a Hans Olavsen así, directamente, pero que le había prometido seguir haciendo averiguaciones.
–También cabe la posibilidad de que se quedara en Suecia –apuntó Erica reflexiva–. En tal caso, deberíamos poder averiguarlo a través de las instituciones suecas. Yo podría mirarlo. Pero, si se dirigió a otro país, tendremos un problema.
Kjell cogió la carpeta que Erica le devolvía.
–Es una buena idea. No existe razón alguna para pensar que regresara a Noruega. Fueron muchos los que se quedaron en Suecia después de la guerra.
–¿Le enviaste a Eskil Halvorsen alguna foto suya? –preguntó Erica.
–Oye, pues no, la verdad es que no le mandé ninguna –repuso Kjell hojeando los artículos–. Pero tienes razón, debería hacerlo. Nunca se sabe, cualquier detalle, por nimio que sea, puede resultar útil. Me pondré de nuevo en contacto con él en cuanto acabemos nosotros y veré si puedo enviarle, preferentemente por fax, alguna de estas fotografías. ¿Esta, tal vez? Es la más nítida, ¿no crees? –Le pasó el artículo ilustrado con la foto de grupo que Erica había examinado con tanto detenimiento hacía unos días.
–Sí, esa está bien. Y mira, aquí está todo el grupo. Esta es mi madre –dijo señalando a Elsy.
–¿Y dices que se veían mucho por aquel entonces? –preguntó Kjell pensativo. Se maldecía por no haber relacionado a la Britta de la foto del artículo con la Britta asesinada, pero la mayoría de las personas lo habrían pasado por alto, se dijo para consolarse. No era fácil detectar semejanzas entre la Britta de quince años y la señora de setenta y cinco.
–Bueno, por lo que he averiguado, eran una pandilla bastante unida, aunque no muy aceptada como tal en aquel tiempo. Las diferencias de clase en Fjällbacka eran a la sazón muy claras, y Britta y mi madre pertenecían, creo yo, a la más baja, mientras que los chicos, Erik Frankel y, bueno… tu padre, procedían de la clase «elegante» –explicó Erica indicando las comillas con un gesto.
–Sí, muy elegante… –masculló Kjell. Erica intuyó que aquellas palabras ocultaban más de una verdad.
–¡Por cierto! No había caído en la cuenta de hablar con Axel Frankel –añadió Erica entusiasmada–. Puede que él sepa algo de Hans Olavsen. Aunque él era un poco mayor, pero parece que también andaba con ellos de alguna manera, y quizá… –La mente de Erica bullía de ideas y expectativas, pero Kjell alzó la mano para calmarla.
–Yo no abrigaría muchas esperanzas por ese lado. A mí también se me ocurrió pero, por suerte, primero investigué un poco sobre Axel Frankel y, bueno, seguramente sabrás que lo apresaron los alemanes durante un viaje a Noruega.
–No, la verdad es que no sé mucho al respecto –admitió Erica con sumo interés–. De modo que, todo lo que sepas… –calló con un gesto de resignación.
–Pues sí, como te decía, a Axel lo capturaron los alemanes cuando iba a hacer entrega a la resistencia de unos documentos. Lo llevaron a la prisión de Grini, cerca de Oslo, donde estuvo hasta principios de 1945, año en que los alemanes trasladaron a una serie de prisioneros de Grini a Alemania, en barco y en tren, y Axel Frankel fue a parar, en primer lugar, a un campo llamado Sachsenhausen, donde había muchos prisioneros nórdicos. Luego, hacia el final de la guerra, lo condujeron a Neuengamme.
Erica estaba muy interesada.
–No tenía la menor idea… ¿Quieres decir que Axel Frankel pasó unos años en campos de concentración alemanes? Ni siquiera sabía que hubiese habido suecos y noruegos en esos lugares.
Kjell asintió.
–Sí, la mayoría de los que acababan allí eran noruegos. Y algunos, pocos, de los demás países nórdicos, capturados por los alemanes cuando participaban en actividades de la resistencia. Los llamaban presos «NN», Nacht und Nebel, noche y niebla. El nombre tiene su origen en un decreto promulgado por Hitler en 1941, donde se proclamaba que no debían juzgar ni condenar en su país de origen a los civiles de los países ocupados, sino que los llevarían a Alemania, donde se perderían «en la noche y la niebla». A algunos los condenaron a muerte y los ejecutaron, los demás tuvieron que trabajar hasta la extenuación. En cualquier caso, la cuestión es que Hans Olavsen y Axel Frankel no coincidieron en Fjällbacka en el mismo período.
–Pero no sabemos cuándo exactamente se marchó de aquí el noruego, ¿no? –repuso Erica frunciendo el ceño–. Al menos yo no he encontrado ningún dato al respecto. Y no tengo ni idea de cuándo dejó a mi madre.
–Pero yo sí sé cuándo se marchó Hans Olavsen –declaró Kjell triunfal, poniéndose a rebuscar entre los documentos que atestaban la mesa–. Aproximadamente al menos –añadió–. ¡Ajá! –Sacó un papel y lo puso delante de Erica. Luego señaló un pasaje del centro de la página. Erica se inclinó y leyó en voz alta:
–«La asociación de Fjällbacka ha organizado con notable éxito…».
–No, no, la columna de al lado –dijo Kjell señalando de nuevo.
–¡Ah! –Erica hizo un nuevo intento–. «Más de una persona se sintió desconcertada al enterarse de la brusca marcha del ciudadano noruego que halló refugio en Fjällbacka. Muchos habitantes del pueblo lamentan no haber podido despedirse de él ni darle las gracias por su labor durante la guerra que, finalmente, acaba de terminar…» –Erica miró la fecha y alzó la vista–. «19 de junio de 1945.»
–O sea, que se marchó justo después de terminada la guerra, si no lo interpreto mal –aclaró Kjell volviendo a dejar el artículo en el montón.
–Pero ¿por qué? –Erica ladeó la cabeza mientras reflexionaba–. De todos modos, creo que puede ser una buena idea hablar con Axel. Puede que su hermano le dijera algo. No me importa encargarme de ello. Y tú, ¿no tienes posibilidad de hablar con tu padre?
Kjell guardó silencio un buen rato. Al final, aseguró:
–Por supuesto que sí. Además, te avisaré si tengo noticias de Halvorsen. Y tú me avisarás a mí si consigues algo. ¿Entendido? –dijo con un dedo acusador. No estaba acostumbrado a trabajar en equipo, pero en este caso, veía claramente las ventajas de contar con la ayuda de Erica.
–Comprobaré también los datos con las autoridades –aseguró Erica levantándose–. Y te lo prometo, en cuanto sepa algo, te llamaré. –Empezó a ponerse la cazadora, pero se detuvo a mitad de camino.
–Por cierto, Kjell, hay algo más. No sé si tendrá alguna importancia, pero…
–Dilo, todo puede ser importante –la animó lleno de curiosidad.
–Pues sí, estuve hablando con Herman, el marido de Britta. Se diría que sabe algo de todo esto… Aún no tengo la certeza, pero sí la sensación… Y cuando le hablé de Hans Olavsen, reaccionó de un modo muy extraño, pero me dijo que preguntase a Paul Heckel y a Friedrich Hück. He intentado localizarlos, pero no he encontrado nada. Aunque…
–¿Sí? –preguntó Kjell animándola a seguir.
–Nada, no sé. Juraría que jamás me he topado con ninguno de los dos nombres, pero, aun así, hay algo que me resulta familiar… En fin, no sabría decir qué es.
Kjell tamborileaba en la mesa con el bolígrafo.
–¿Paul Heckel y Friedrich Hück, dices? –preguntó Kjell. Erica asintió y él anotó los nombres en un bloc.
–De acuerdo, lo comprobaré yo también. Pero a mí no me suenan de nada.
–Pues entonces tenemos mucho que hacer –observó Erica sonriendo en el umbral. Era un alivio ser dos en aquella empresa.
–Sí, eso parece –convino Kjell, aunque en tono ausente.
–Nos llamamos –dijo Erica.
–Sí, quedamos en eso –asintió Kjell cogiendo el auricular ya sin mirarla mientras ella se marchaba. Ardía en deseos de llegar al fondo de todo aquello. Su olfato de periodista le decía que allí había gato encerrado.
–¿Nos reunimos para revisarlo todo de nuevo? –Era la mañana del lunes y en la comisaría reinaba la calma.
–Claro –respondió Gösta levantándose a disgusto–. ¿Paula también?
–Por supuesto –repuso Martin antes de ir a buscarla. Mellberg había salido a pasear con Ernst, y Annika parecía ocupada en recepción, de modo que sólo ellos tres se sentaron en la cocina, con todo el material disponible encima de la mesa.
–Erik Frankel –comenzó Martin poniendo el bolígrafo sobre una hoja en blanco del bloc.
–Lo asesinaron en su casa, con un objeto que había allí –dijo Paula, mientras Martin iba escribiendo febrilmente.
–Lo que podría indicar que no fue premeditado –apuntó Gösta. Martin asintió.
–No hay huellas dactilares en el busto que utilizaron como arma homicida, pero tampoco parece que lo hayan limpiado, de modo que el asesino debía de llevar guantes, lo que, por otro lado, podría contradecir la hipótesis de que no fue premeditado –intervino Paula observando lo que Martin anotaba.
–¿De verdad que vas a entender lo que estás escribiendo? –preguntó escéptica, puesto que más bien parecían jeroglíficos o taquigrafía.
–Siempre que luego lo pase a limpio en el ordenador –contestó Martin sonriendo sin dejar de escribir–. Si no, lo llevo claro.
–Erik Frankel murió de un único golpe contundente en la sien –continuó Gösta cogiendo las fotografías del lugar del crimen–. El asesino dejó allí el arma.
–Lo que también induce a pensar que no se trata de un crimen particularmente frío ni calculado de antemano –observó Paula levantándose para servir unos cafés.
–Lo único que hemos podido identificar como fuente de amenazas es su conocimiento del nazismo y el conflicto con la organización neonazi Amigos de Suecia. –Martin echó mano de las cinco cartas, las sacó de la funda de plástico y las extendió sobre la mesa–. Y, además, tenía un vínculo personal con la organización, a través de Frans Ringholm, amigo de la infancia.
–¿Tenemos algo que relacione a Frans con el asesinato? ¿Lo que sea? –Paula contemplaba las cartas como si quisiera hacerlas hablar.
–Pues no sé. Tres de sus amigos nazis aseguran que estaba con ellos en Dinamarca cuando se cometió el asesinato. Desde luego, no es una coartada sin fisuras, si es que alguna lo es, pero no tenemos pruebas físicas en que apoyarnos. Las pisadas que hallamos en el lugar del crimen pertenecían a los dos muchachos que encontraron el cadáver; por lo demás, no había ni pisadas ni huellas dactilares ni nada por el estilo, salvo lo que esperábamos encontrar.
–¿Vas a traer el café o piensas quedarte ahí con la cafetera en la mano? –preguntó Gösta, pues Paula no se había movido de donde estaba.
–Di «por favor» y te pongo un café –lo retó Paula. Gösta gruñó disgustado y masculló un «por favor».
–Luego está el tema de la fecha –prosiguió Martin dándole a Paula las gracias por el café con un gesto–. Hemos podido establecer con bastante certeza que Erik Frankel murió entre el 15 y el 17 de junio. Dos días de margen. Y luego siguió allí, puesto que su hermano estaba de viaje y él no había quedado con nadie. Podría haberlo hecho con Viola, con la que Erik había roto poco antes, según nos contó ella.
–¿Y nadie ha visto nada? Gösta, ¿has hablado con los vecinos de los alrededores? ¿Ningún coche desconocido que alguien viese por allí, quizá? ¿Ningún sospechoso al que hayan visto merodeando? –Martin lo miraba inquisitivo.
–No hay tantos vecinos a los que preguntar –masculló Gösta.
–¿Debo interpretarlo como una negativa?
–He hablado con todos los vecinos y ninguno ha visto nada.
–Vale, entonces no nos ocuparemos más de eso, por ahora –resolvió Martin con un suspiro antes de tomar un sorbo de café.
–Bien, veamos el caso de Britta Johansson. Desde luego, resulta muy curioso el hecho de que tuviera relación con Erik Frankel. Y con Frans Ringholm, por cierto. Claro que se trata de una relación de hace muchos años, pero tenemos listas de llamadas telefónicas que demuestran que hubo cierto contacto entre ellos en junio, y que tanto Frans como Erik vieron a Britta por esa fecha. –Martin hizo una pausa y miró a los demás animándolos–. ¿Por qué eligieron justo aquel momento para retomar el contacto después de sesenta años? ¿Debemos creer al marido de Britta cuando afirma que fue porque su mujer se hallaba cada vez más enferma y que, por esa razón, deseaba recordar los viejos tiempos?
–Es mi opinión personal, pero yo creo que eso es mentira –aseveró Paula cogiendo un paquete de galletas Ballerina sin empezar. Tiró del hilo de plástico para abrirlo y cogió tres galletas antes de pasar el paquete–. No me creo ni una palabra de esa historia. Creo que, si pudiéramos averiguar por qué se vieron, este caso estaría mucho más claro. Pero Frans calla como una tumba, y Axel se aferra a la misma versión que Herman.
–Otro dato que no debemos olvidar es el de las transferencias –apuntó Gösta al tiempo que, con precisión quirúrgica, retiraba la galleta en forma de rosquilla de la galleta de debajo y lamía con fruición la crema de chocolate que la cubría–. En lo que se refiere al asesinato de Frankel, quiero decir.
Martin miró a Gösta con asombro. Ignoraba que estuviese al corriente de esa parte de la investigación, puesto que, por lo general, adoptaba la estrategia de «yo sólo me entero de la información que me obligan a conocer».
–Sí, Hedström nos echó una mano con eso el sábado –dijo Martin sacando las notas que había tomado cuando Patrik lo llamó para informar de lo sucedido en casa de Wilhelm Fridén.
–Ajá, ¿y qué sacó en limpio? –Gösta cogió otra galleta e hizo la misma operación. Retiró con mucho cuidado la superior y lamió la crema de chocolate, dejando a un lado la rosquilla y la galleta.
–Pero Gösta, no puedes hacer eso, comerte el relleno de chocolate y dejar la galleta, ¿no? –protestó Paula enojada.
–¿Qué te pasa? ¿Eres la policía de las galletas Ballerina? –replicó Gösta cogiendo, retador, otra galleta. Paula resopló por toda respuesta, pero apartó el paquete de galletas y lo dejó en la encimera, fuera del alcance de Gösta.
–Por desgracia, no sacó mucho en claro –admitió Martin–. Wilhelm Fridén murió hace un par de semanas y ni su viuda ni su hijo sabían nada de las transferencias. Desde luego, no es posible saber si dijeron la verdad, pero a Patrik le pareció verosímil cuanto dijeron. En cualquier caso, el hijo ha prometido pedirle al abogado de la familia que envíe los documentos del padre, así que, con un poco de suerte, puede que ahí encontremos algo.
–¿Y el hermano de Erik? ¿Tampoco él sabía nada de los pagos? –preguntó Gösta con una mirada lujuriosa hacia el paquete de galletas que estaba en la encimera, como sopesando si mover el trasero e ir a buscarlo.
–Llamamos por teléfono a Axel y le preguntamos –respondió Paula lanzándole a Gösta una mirada de advertencia–. Pero no tenía ni idea de a qué podían deberse.
–¿Y nosotros nos lo creemos? –Gösta calculaba la distancia entre la silla y la encimera. Un salto veloz quizá funcionase.
–Pues no lo sé, la verdad. Me cuesta calibrarlo. ¿Qué te pareció a ti, Paula? –Martin se volvió hacia la colega. Y mientras ella reflexionaba, Gösta vio su oportunidad. Se levantó de un salto y se abalanzó sobre el paquete. Pero Paula reaccionó con la velocidad de un reptil y lo agarró con la mano izquierda.
–De eso nada, amigo, ese truco no funciona… –repuso desafiante guiñándole un ojo. Gösta no pudo evitar sonreírle. Empezaba a gustarle su forma de comunicarse.
Paula se volvió hacia Martin con el paquete de Ballerina bien sujeto entre las rodillas.
–Sí, estoy de acuerdo, Axel resulta difícil de interpretar… Así que bueno, no lo sé –reconoció Paula meneando la cabeza.
–Volvamos a Britta –intervino Martin al tiempo que escribía en el bloc «BRITTA», con mayúsculas y subrayado–. La que considero nuestra mejor pista es que, por suerte, Pedersen ha encontrado bajo las uñas lo que seguramente es el ADN del asesino. Y lo más probable es que le diera unos buenos arañazos en los brazos o en la cara a quien la asfixió. Esta mañana hemos estado interrogando a Herman un momento, y no presentaba ningún arañazo. Además, nos dijo que ya estaba muerta cuando llegó a casa, que tenía la almohada en la cara.
–Pero insiste en que es responsable de su muerte –apuntó Paula.
–¿Y qué quiere decir con eso? –preguntó Gösta con el ceño fruncido–. ¿Estará protegiendo a alguien?
–Sí, eso es lo que pensamos. –Paula se ablandó un poco y le pasó a Gösta el paquete de galletas–. Ahí tienes, knock yourself out.
–¿Cómo que «noc»? –se extrañó Gösta, cuyos conocimientos de inglés se limitaban a los términos relacionados con el golf, aunque, también en ese ámbito, la pronunciación dejase mucho que desear.
–Eh… Olvídalo, tú lame el chocolate, anda –dijo Paula.
–Luego tenemos las huellas –continuó Martin, que escuchaba divertido la cariñosa discusión entre Gösta y Paula. O mucho se equivocaba, o el viejo colega empezaba a ablandarse.
–Hemos encontrado una única huella en uno de los botones del almohadón. No es para tirar cohetes –objetó Gösta sombrío.
–Así, aislada, no es mucho. Pero si la huella procede de la misma persona que ha dejado el ADN bajo las uñas de Britta, a mí me parece muy esperanzador –observó Martin subrayando la sigla «ADN» en el bloc.
–¿Cuándo estará listo el perfil del ADN? –quiso saber Paula.
–El jueves, según el laboratorio –respondió Martin.
–Vale, pues luego hacemos una ronda de toma de muestras de saliva –propuso Paula estirando las piernas. A veces se preguntaba si no serían contagiosos los síntomas del embarazo de Johanna. Hasta ahora, había sufrido tirones en las piernas, pequeñas contracturas y un apetito voraz.
–¿Y tenemos algún candidato para la prueba de saliva? –preguntó Gösta, que ya iba por la quinta galleta.
–Yo pensaba principalmente en Axel y Frans.
–¿De verdad que vamos a esperar hasta el jueves? Luego nos llevará un tiempo obtener el resultado. Y las heridas se curan, así que deberíamos echarles un vistazo cuanto antes –sugirió Gösta.
–Bien pensado, Gösta –lo felicitó Martin muy asombrado–. Lo haremos mañana mismo. ¿Algo más? ¿Qué es eso que hemos pasado por alto?
–¿Qué es eso que hemos pasado por alto? –Se oyó una voz desde la puerta. Mellberg entró seguido de Ernst, que iba jadeando ligeramente. El animal olisqueó enseguida los trozos de galleta que Gösta había desechado y se acercó corriendo a sentarse suplicante a sus pies. La actitud pedigüeña del chucho dio resultado y las galletas se esfumaron de un lametón.
–Sólo estábamos haciendo un repaso, tratamos de averiguar si hemos pasado algo por alto –contestó Martin señalando los documentos que tenían encima de la mesa–. Justo estábamos diciendo que mañana tendremos que tomarle una muestra de saliva a Axel y a Frans.
–Sí, sí, adelante –aprobó Mellberg impaciente, temeroso de que lo arrastraran al trabajo real–. Seguid con lo que tenéis entre manos. Tiene buena pinta. –Dicho esto, llamó a Ernst, que, meneando la cola, lo siguió hasta su despacho. Una vez allí, el animal se tumbó en su lugar habitual, a los pies de Mellberg, bajo el escritorio.
–Lo de encontrar a alguien que se haga cargo del chucho parece haber caído en el olvido –comentó Paula riendo.
–Creo que podemos contar con que el perro ya tiene quien se haga cargo de él. Aunque a saber quién se ocupa de quién, en realidad. Además, corre el rumor en el pueblo de que Mellberg se ha convertido en el rey de la salsa, a su edad –dijo Gösta entre risitas.
Martin bajó la voz y les reveló en un susurro:
–Sí, ya nos hemos dado cuenta… Y esta mañana, cuando entré en su despacho, me lo encontré sentado en el suelo «haciendo estiramientos».
–Anda ya, estás de broma –repuso Gösta con los ojos como platos–. ¿Y cómo coño se las arreglaba?
–Pues mal –admitió Martin muerto de risa–. Se supone que quería tocarse con las manos las puntas de los pies, pero se lo impedía la barriga. Eso por nombrar sólo una razón.
–Oye, que es mi madre la que da el curso de salsa al que asiste Mellberg –advirtió Paula en tono recriminatorio. Gösta y Martin la miraron perplejos–. Y mi madre lo invitó el otro día a comer en casa… y he de decir que fue bastante agradable –concluyó.
Martin y Gösta estaban boquiabiertos.
–¿Que Mellberg va a las clases de salsa que organiza tu madre? ¿Y que ha ido a almorzar a tu casa? Te veo llamando a Mellberg «papá» –dijo Martin entre carcajadas, que Gösta secundó de buena gana.
–Venga, ya vale –protestó Paula poniéndose de pie malhumorada–. Bueno, ya hemos terminado, ¿no? –Dicho esto, salió muy digna de la habitación. Martin y Gösta se miraron desconcertados, pero enseguida estallaron en nuevas carcajadas. Aquello era demasiado bueno para ser verdad.
El fin de semana había desencadenado la guerra declarada. Dan y Belinda se lo pasaron gritándose y Anna pensó que iba a estallarle la cabeza con tanto jaleo. Tuvo que llamarlos al orden varias veces y pedirles que tuvieran consideración con Emma y Adrian, y, por suerte, el argumento resultó efectivo. Aunque Belinda no estuviese dispuesta a admitirlo sin ambages, Anna se había percatado de que le gustaban sus hijos, lo que, a sus ojos, redimía a la jovencita de su rebeldía adolescente. Además, en ciertas ocasiones le parecía que Dan no comprendía exactamente lo que la mayor de sus hijas estaba pasando ni por qué reaccionaba así. Era como si hubiesen llegado a un punto muerto, del que ninguno de los dos supiera salir. Anna suspiraba mientras iba recogiendo los juguetes que los niños, con precisión admirable, habían logrado esparcir por cualquier espacio libre de mobiliario.
Por si fuera poco, los últimos días había tenido que asimilar la certeza de que Dan y ella iban a tener un hijo. Las ideas se precipitaban en su mente como un huracán y tuvo que invertir no poca energía en aplacar el miedo que aquello le inspiraba. Además, había empezado a sentirse tan mareada como en los embarazos anteriores. No vomitaba con la misma frecuencia, pero se pasaba los días con una pertinaz sensación de angustia en el estómago, como de mareo a bordo de un barco. Dan se mostró preocupado al advertir que Anna no tenía tanto apetito como era habitual en ella, y la perseguía como la mamá gallina a sus polluelos, intentando tentarla con diversos platos.
Anna se sentó en el sofá y apoyó la cabeza en las rodillas, mientras trataba de concentrarse en respirar para mantener a raya las náuseas. Durante el último embarazo, el de Adrian, las náuseas persistieron hasta el sexto mes. Aquello se le hizo eterno… En el piso de arriba volvió a oír voces airadas que subían y bajaban de volumen, como acompañamiento a la música atronadora de Belinda. No lo soportaba más. Sencillamente, no lo soportaba más. Sintió las arcadas y la boca se le llenó del agrio sabor a bilis. Se levantó a toda prisa y se dirigió corriendo al baño de la planta baja y, de rodillas ante el retrete, intentó deshacerse de aquello que subía y bajaba por la garganta… Pero sin resultado. Sólo produjo arcadas vacías que no le procuraron el menor alivio.
Se levantó resignada, se limpió la boca con la toalla y se miró en el espejo del baño. Se asustó al verse. Estaba tan pálida como la toalla blanca que tenía en la mano y tenía los ojos abiertos y desencajados. Más o menos como cuando vivía con Lucas. Aun así, ahora era todo bien distinto. Mucho mejor. Se pasó la mano por la barriga, aún plana. Tantas esperanzas. Y tanto miedo. Todo concentrado en un punto diminuto alojado en su barriga, en su vientre. Algo tan indefenso, tan pequeño. Claro que había acariciado la idea de tener hijos con Dan, pero aún no, no tan pronto. Algún día, en un futuro lejano y por determinar. Cuando las cosas se hubiesen calmado y estabilizado. Pese a todo, no se le pasó por la cabeza ponerle remedio ahora que había ocurrido. El lazo estaba ya establecido. Ese lazo invisible y frágil, y, al mismo tiempo, inquebrantable entre ella y aquello que aún no era visible al ojo humano. Respiró hondo y salió del baño. Fuera, las voces airadas se trasladaban escaleras abajo, hacia el vestíbulo.
–O sea, que sólo voy a ir a casa de Linda, ¿cómo coño puede ser tan difícil de entender? Amigas sí podré tener, ¿no? ¿O es que ni eso puedo hacer, viejo pesado?
Anna oyó literalmente a Dan tomar impulso para darle una respuesta contundente, cuando se le acabó la paciencia. Con un par de zancadas, llegó hasta donde se encontraban padre e hija y proclamó a los cuatro vientos:
–¡Vosotros dos, cerrad la BOCAZA ahora mismo! ¿Entendido? ¡Os estáis portando como dos niños pequeños, y eso se va a terminar a la de YA! ¡Ahora mismo! –Hablaba amonestándolos con un dedo acusador, y continuó antes de que ninguno de los dos atinase a interrumpirla–. ¡Tú, Dan, vas a dejar de gritarle a Belinda, y comprenderás que no puedes encerrarla en una torre y arrojar la llave al mar! ¡Tiene diecisiete años y es normal que quiera salir y ver a sus amigas!
El rostro de Belinda se iluminó con una amplia sonrisa de satisfacción, pero Anna no había terminado.
–¡Y tú vas a dejar de comportarte como una niña pequeña y vas a empezar a actuar como una adulta, si es que quieres que se te trate como tal! Y no quiero oír ni una queja más sobre el hecho de que los niños y yo vivamos aquí, porque así son las cosas, vivimos aquí quieras o no, y estamos dispuestos a ser amigos tuyos, ¡si nos das una oportunidad!
Anna hizo una pausa para recobrar el aliento y continuó en un tono que dejó aterrados a Dan y a Belinda, y firmes como soldaditos de plomo:
–Y, además, si tu plan es que mis hijos y yo nos larguemos de aquí, ya puedes olvidarlo, porque tu padre y yo vamos a tener un hijo, de modo que mis hijos y tú y tus hermanas quedaréis unidos por un medio hermano. Y yo tengo muchísimo interés en que nos llevemos bien, pero no puedo hacerlo sola, ¡tenéis que ayudarme! Pase lo que pase y me aceptes o no, en esta casa nacerá un bebé en primavera, y ¡os garantizo que no pienso aguantar esta situación hasta entonces, joder! –Anna rompió a llorar sin poder contenerse mientras padre e hija la miraban como petrificados. Al cabo de unos instantes, Belinda dejó escapar un sollozo, clavó la mirada en Dan y Anna y salió a todo correr hacia la calle, dando un portazo.
–Estupendo, Anna. ¿De verdad crees que ha sido lo mejor? –preguntó Dan en tono cansino. Emma y Adrian también habían reaccionado al alboroto y se habían asomado al pasillo totalmente desconcertados.
–Bah, vete a la mierda –le soltó Anna cogiendo una cazadora. Por segunda vez en pocos minutos, la puerta se cerró de un portazo.
–¡Hola! ¿Dónde has estado? –Patrik le abrió la puerta a Erica y le dio un beso en los labios. Maja también quería un beso, y corrió hacia ella tambaleándose con los brazos extendidos.
–Podría decir sin exagerar que he mantenido dos conversaciones interesantes –declaró Erica quitándose la cazadora antes de seguir a Patrik camino de la sala de estar.
–Ajá, ¿sobre qué? –preguntó Patrik con curiosidad. Se sentó en el suelo y continuó con lo que estaban haciendo Maja y él cuando llegó Erica, a saber: construir la torre de bloques más alta del mundo.
–¿No sería más bien Maja quien debería practicar con los bloques? –rio Erica sentándose con ellos. Observó muerta de risa cómo su marido, muy concentrado, intentaba colocar un bloque rojo en la cima de una torre que ya era más alta que Maja.
–Chist… –le advirtió Patrik con la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios, mientras con toda la firmeza de que era capaz colocaba la pieza en la cima de tan inestable construcción.
–Maja, ¿le alcanzas a mamá el bloque amarillo? –le susurró Erica a la pequeña en plan teatral, señalando el bloque que había en la base. A Maja se le iluminó la cara ante la idea de hacerle un favor a mamá, se inclinó y sacó rauda la pieza, lo que provocó el derrumbe inmediato de la construcción que con tanto cuidado había levantado papá.
Patrik se quedó con la pieza en el aire.
–Oye, muchas gracias –dijo escuetamente mirando a Erica con fingido encono–. ¿Tienes idea de cuánta habilidad es preciso desplegar para construir una torre tan alta como esa? ¿La precisión milimétrica y la firmeza necesarias?
–Vaya, parece que hay alguien aquí que empieza a entender a qué me refería todo el año pasado cuando me quejaba de estar infravalorada, ¿no?
–Ummm… Sí, empiezo a comprenderlo –reconoció Patrik besando a su mujer, aunque con algo de lengua en esta ocasión. Erica correspondió al envite y lo que empezó como un beso fue ampliándose a tímidas caricias que no se interrumpieron hasta que Maja tiró una de las piezas a la cabeza de Patrik con certera puntería.
–¡Ay! –exclamó llevándose la mano a la cabeza y señalando a Maja con un dedo acusador–. ¿Qué comportamiento es ese? ¡Mira que tirarle bloques de madera a papá! Para una vez que tiene ocasión de morrearse con mamá…
–¡Patrik! –exclamó Erica dándole un manotazo en el hombro–. ¿Tú crees que es apropiado enseñarle a la niña la palabra «morrearse», a su edad?
–Si quiere tener hermanitos, no le quedará más remedio que acostumbrarse al espectáculo de ver morrearse a papá y a mamá –sentenció Patrik. Y Erica le vio ese destello tan particular en la mirada…
Y se puso de pie.
–Lo de los hermanitos vamos a tomárnoslo con calma por un tiempo. Pero lo que sí podemos hacer es practicar un poco esta noche… –Le propuso con un guiño antes de encaminarse a la cocina. Por fin habían logrado reactivar en serio esa parte de la vida en común. Era inenarrable el efecto devastador que la llegada de un bebé podía desencadenar en la vida sexual de la pareja, pero después de un año de gran penuria en ese ámbito, la cosa empezaba a rodar de nuevo. Aunque, claro, tras haber pasado un año en casa con la pequeña, a Erica ni se le había pasado por la cabeza lo de darle hermanitos. Sentía la necesidad de aterrizar de nuevo en la vida adulta, antes de volver al mundo infantil.
–Bueno, ¿y qué conversaciones tan interesantes son esas que decías? –quiso saber Patrik dirigiéndose también a la cocina.
Erica le refirió las dos excursiones que había hecho aquel día a Uddevalla, y lo que había sacado en claro de ellas.
–Es decir, que no te suenan los nombres, ¿no? –preguntó Patrik con el ceño fruncido tras oír lo que le había dicho Herman.
–Sí, eso es lo más extraño. No recuerdo haberlos oído y, aun así, hay algo que… No sé. Paul Heckel y Friedrich Hück. Me suenan de algo, a pesar de todo.
–Y Kjell Ringholm y tú habéis hecho frente común para intentar localizar al tal… Hans Olavsen, ¿no es eso? –preguntó Patrik escéptico. Erica comprendió adónde quería ir a parar.
–Sí, ya sé que parece rebuscado. No tengo ni idea de cuál fue su papel, pero algo me dice que es importante. Y, bueno, aunque no guarde relación con los asesinatos, pareció ser importante para mi madre y, por lo que a mí respecta, así fue como empezó todo. Lo único que me interesa es averiguar más cosas sobre ella.
–Sí, vale, pero ten cuidado –le aconsejó Patrik mientras ponía una olla con agua al fuego–. En fin, ¿quieres un té?
–Sí, gracias –Erica se sentó a la mesa–. ¿Cuidado? ¿A qué te refieres?
–Pues que, según tengo entendido, Kjell es un periodista bastante curtido, así que procura que no te utilice sin dar nada a cambio.
–Bah, no sé cómo iba a hacer tal cosa. Claro que puede quedarse con la información que yo le dé y no darme nada a cambio, pero eso es lo peor que podría pasar, supongo. Hemos acordado que yo hablaré del noruego con Axel Frankel y, además, comprobaré si figura en los archivos suecos; y él hablará con su padre. Aunque no asumió la tarea con gritos de júbilo, precisamente.
–No, esos dos no parecen mantener buenas relaciones –convino Patrik mientras servía el agua hirviendo en dos tazas con sendas bolsitas de té–. He leído bastantes de los artículos que ha escrito, y la verdad es que crucifica a su padre de todas todas.
–Pues entonces será una charla interesante –repuso Erica lacónica cogiendo la taza que le daba Patrik. Mientras sorbía el té ardiendo, se quedó mirándolo. En la sala de estar se oía el parloteo de Maja con un interlocutor desconocido. Seguramente la muñeca, que, en los últimos días, siempre había tenido consigo.
–¿Cómo te sientes al no participar en el trabajo de la comisaría, dadas las circunstancias? –preguntó.
–Mentiría si dijera que no es difícil, pero soy consciente de la oportunidad que supone poder estar en casa con Maja, y el trabajo seguirá esperándome cuando vuelva. Bueno, no es que desee que se produzcan más asesinatos que investigar, pero… en fin, ya sabes a qué me refiero.
–¿Y qué tal le va a Karin? –se interesó Erica esforzándose por usar el tono más neutro posible.
Patrik tardó unos segundos en responder. Luego dijo:
–No lo sé. Parece… triste. No creo que las cosas hayan resultado como ella esperaba, y ahora se encuentra en una situación que… no, no sé. La verdad es que me da un poco de pena.
–¿Se arrepiente de haberte perdido? –quiso saber Erica aguardando tensa la respuesta. En realidad, nunca habían hablado de su matrimonio con Karin, y las pocas veces que intentó preguntarle algo, Patrik respondió en tono seco y con monosílabos.
–No, no lo creo. O bueno… no sé. Creo que lamenta lo que hizo, y que yo los sorprendiera como los sorprendí. –Se rio y su voz resonó con un punto de amargura al recrear en la mente una imagen que llevaba mucho tiempo sin recordar y que creía superada–. Pero no sé… El que hiciera lo que hizo dependió en gran medida de que ya no estábamos del todo bien.
–¿Y tú crees que ahora se acuerda de aquello? –insistió Erica–. A veces tenemos tendencia a magnificar las cosas al cabo del tiempo.
–Sí, claro, a mí me parece que lo recuerda. Seguro que sí –afirmó, aunque un tanto dudoso–. Bueno, ¿y cuál es el plan para mañana? –dijo para cambiar de tema.
Erica comprendió que esa era su intención y decidió respetarlo.
–Estaba pensando en ir a casa de Axel y hablar con él. Y llamar al censo y a las autoridades tributarias, para preguntar por Hans.
–Oye, oye, ¿y tú no ibas a escribir un libro? –rio Patrik, aunque sonó un tanto preocupado.
–Aún tengo tiempo de sobra para eso, sobre todo cuando ya he hecho la mayor parte del trabajo de investigación. Y me cuesta concentrarme en el libro mientras no me libre de esta idea fija, así que tú déjame…
–Vale, vale –aceptó Patrik con las manos en alto, como si acabara de rendirse–. Ya eres mayorcita y sabes distribuir el tiempo. La pequeña y yo nos ocupamos de lo nuestro, y tú, de lo tuyo. –Se levantó y le dio un beso a Erica en la cabeza al pasar a su lado.
–Voy a construir otra obra de arte. Había pensado en una copia del Taj Mahal en tamaño natural.
Erica meneó la cabeza riéndose. A veces se preguntaba si el hombre con el que se había casado no estaría loco de remate. Lo más probable, se dijo.
Anna la divisó de lejos. Una figura menuda y solitaria en el extremo de uno de los pontones. No había salido con la intención de ir en busca de Belinda, pero en cuanto la vio, al bajar la loma de Galärbacken, decidió que debía ir a hablar con ella.
Belinda no la oyó llegar. Estaba sentada fumándose un cigarro y tenía al lado un paquete de Gula Blend y una caja de cerillas.
–Hola –la saludó Anna.
Belinda se sobresaltó. Miró el cigarrillo que tenía en la mano como sopesando por un instante si esconderlo, pero finalmente resolvió llevárselo a los labios con gesto rebelde antes de dar una buena calada.
–¿Me das uno? –preguntó Anna sentándose a su lado.
–¿Pero tú fumas? –dijo Belinda extrañada, aunque le ofreció el paquete.
–Fumaba. Fui fumadora durante cinco años. Pero mi… exmarido… A él no le gustaba –dijo por decir algo. Al principio, en una ocasión en que Lucas la sorprendió fumando a escondidas, le apagó el cigarrillo en el pliegue interior del codo. Aún se apreciaba vagamente la cicatriz.
–No le dirás nada de esto a mi padre, ¿verdad? –preguntó Belinda con descaro agitando el cigarrillo. Aunque luego añadió un sumiso «por favor».
–Si tú no te chivas de lo mío, yo no me chivo de lo tuyo –le aseguró Anna cerrando los ojos mientras aspiraba el humo de la primera calada.
–¿De verdad que vas a fumar? Por lo del niño… digo… –observó Belinda sonando de pronto como una ancianita indignada.
Anna rompió a reír.
–Este será el primer cigarrillo y el último que me fume durante el embarazo, te lo prometo.
Guardaron silencio un rato soltando el humo hacia las aguas del mar. Ya se había esfumado del todo el calor estival, ahora reemplazado por el crudo frío del mes de septiembre. Pero al menos no soplaba el viento, y el agua yacía reluciente ante ellas. El puerto aparecía desolado, con tan sólo unos barcos en los amarraderos en lugar de, como en verano, dobles hileras de embarcaciones.
–No es fácil, ¿verdad? –continuó Anna sin apartar la vista del mar.
–¿El qué? –soltó Belinda con acritud, aún insegura de qué actitud adoptar.
–Ser pequeño. Y casi adulto al mismo tiempo.
–Bah, ¿y qué sabrás tú de eso? –replicó Belinda arrojando una piedrecilla al agua de una patada.
–No, claro, yo nací con la edad que tengo ahora –rio Anna dándole a Belinda un empujón cómplice en el costado. Anna vio recompensado el gesto con una sonrisa leve, levísima, que, no obstante, desapareció enseguida. Anna la dejó tranquila; que ella decidiera el ritmo. Permanecieron en silencio varios minutos, hasta que Anna vio con el rabillo del ojo que Belinda empezaba a mirarla.
–¿Tienes muchas náuseas?
Anna asintió.
–Como un turón mareado en un barco.
–¿Y por qué iba un turón a marearse en barco? –resopló Belinda.
–¿Por qué no? ¿Tienes pruebas de que los turones no se mareen a bordo? En ese caso, quiero pruebas. Porque yo me siento así, exactamente, como un turón mareado.
–Bah, estás de broma –repuso Belinda, sin poder evitar la risa.
–Bueno, bromas aparte, me encuentro fatal.
–Mi madre lo pasó fatal con Lisen. Yo era lo bastante mayor para recordarlo. Estaba… Perdón, tal vez no debería hablar de cuando mi madre y mi padre… –Guardó silencio, un tanto avergonzada, echó mano de otro cigarrillo y lo encendió cubriéndolo con las manos.
–¿Sabes qué? No tengo ningún inconveniente en que hables de tu madre. Puedes hablar de ella todo lo que quieras. No me plantea ningún problema que Dan haya tenido su vida antes de conocerme a mí. Además, en esa vida os tuvo a vosotras tres. Con tu madre. Así que créeme, no tienes por qué sentirte como si estuvieras traicionando a tu padre por querer a tu madre. Y te prometo que no me tomaré a mal que hables de Pernilla. Lo más mínimo. –Anna posó una mano en la mano que Belinda tenía apoyada en el muelle. Al principio, la muchacha pareció seguir el impulso de retirarla, pero luego la dejó. Al cabo de unos segundos, Anna levantó la mano y cogió otro cigarrillo. Serían dos los palitos venenosos de este embarazo. Pero luego, se acabó. Se acabó por completo.
–A mí se me da estupendamente echar una mano con los niños pequeños –aseguró Belinda mirando a Anna a la cara–. Cuando Lisen era pequeña, ayudé un montón a mi madre.
–Sí, Dan me lo ha contado. Me dijo que tu madre y él casi tenían que mandarte a la calle a jugar, porque preferías quedarte cuidando a tu hermanita. Y, además, me dijo que lo hacías fenomenal, o sea, que espero poder contar con algo de ayuda para la primavera. Te reservaré todos los pañales de caca –prometió dándole otro empujón en el costado a Belinda, que, en esta ocasión, se lo devolvió risueña.
Con la sonrisa en los ojos, repuso:
–Lo siento, sólo aceptaré pañales de pipí. Deal? –preguntó ofreciéndole la mano.
–Deal. Los de pipí son para ti. –Luego añadió–: Los de caca, para tu padre.
Sus risas resonaron sobrevolando el puerto desolado.
Anna recordaría siempre aquel instante como uno de los mejores de su vida. El instante en que empezó el deshielo.
Axel estaba haciendo la maleta cuando llegó. La recibió en la puerta con una camisa en cada mano; de una de las puertas del pasillo colgaba un portatrajes.
–¿Se va de viaje? –se sorprendió Erica.
Axel asintió mientras colgaba las camisas con cuidado, para evitar que se arrugaran.
–Sí, tengo que volver al trabajo. Regreso a París el viernes.
–¿Y puede marcharse sin saber quién…? –dejó la pregunta flotando en el aire, inconclusa.
–No tengo elección –respondió él con amargura–. Por supuesto que volveré a casa en el primer vuelo disponible tan pronto como la policía me necesite para lo que sea. Pero tengo que volver al trabajo. Y… no es muy constructivo que digamos pasarse los días sentado cavilando. –Se frotó los ojos con gesto cansino y Erica advirtió lo agotado que parecía. Era como si hubiese envejecido varios años desde la última vez que lo vio.
–Sí, puede que le siente bien apartarse un poco de todo esto –le dijo en tono amable. Luego vaciló un instante, pero al fin se atrevió–: Tengo unas preguntas que hacerle sobre varios temas que me gustaría comentar con usted. ¿Podríamos hablar unos minutos? Si se encuentra con fuerzas…
Axel asintió cansado, resignado, y la invitó a pasar. Erica se detuvo junto al sofá del porche donde se sentaron la última vez, pero en esta ocasión Axel la condujo hasta la sala.
–¡Qué habitación más bonita! –exclamó mirando a su alrededor sobrecogida. Era como entrar en un museo de un tiempo remoto. Todo en aquella estancia respiraba la atmósfera de los años cuarenta, y aunque estaba ordenada y limpia, flotaba en el ambiente un aroma a antigüedad.
–Sí, bueno, ni a mis padres ni a Erik ni a mí nos entusiasman los objetos modernos. Mis padres nunca emprendieron grandes reformas en la casa, y mi hermano y yo, tampoco. Además, a mí me parece que fue un período en el que había objetos muy hermosos, así que no veo la necesidad de cambiar ninguno de los muebles por otros más modernos y, para mi gusto, más feos –aseguró acariciando pensativo un escritorio elegantísimo.
Se sentaron en un sofá en tonos marrones. No era muy cómodo, sino que obligaba a quien lo usaba a mantenerse tieso y bien erguido.
–Quería preguntarme algo, ¿no? –inquirió Axel amable, aunque con un tono de impaciencia.
–Sí, eso es –respondió Erica un tanto avergonzada de repente. Era la segunda vez que iba a importunar a Axel Frankel con sus preguntas, cuando el hombre tenía muchas otras cosas por las que preocuparse… Pero, al igual que en la ocasión anterior, resolvió que, ya que se encontraba en su casa, bien podía solventar lo que la había llevado allí.
–Verá, he estado buscando documentación sobre mi madre y, por tanto, también sobre sus amigos: su hermano, Frans Ringholm y Britta Johansson.
Axel asintió, y giraba los pulgares mientras esperaba a que Erica continuase.
–Hubo una persona que se convirtió en parte del grupo.
Axel seguía en silencio.
–Hacia el final de la guerra, llegó a Fjällbacka un joven de la resistencia noruega a bordo del barco de mi abuelo… El mismo barco en el que sé que usted también viajó muchas veces.
Axel la miraba sin pestañear, pero Erica se percató de que se ponía tenso cuando la oyó mencionar aquellos viajes suyos a Noruega.
–Su abuelo era un buen hombre –aseguró Axel en voz baja al cabo de un instante, con las manos quietas sobre las rodillas–. Una de las mejores personas que he conocido jamás.
Erica no conoció a su abuelo y le encantó oír palabras tan elogiosas sobre su persona.
–Tengo entendido que cuando Hans Olavsen vino aquí en el barco de mi abuelo usted estaba prisionero. Él llegó en 1944 y, por lo que hemos averiguado, se quedó hasta poco después del final de la guerra.
–Perdone, ¿«hemos averiguado»? –la interrumpió Axel–. ¿Quiénes han averiguado? –interrogó en tono suspicaz.
Erica dudó un instante, antes de responder:
–Me refiero a la persona que me ha ayudado a documentarme, Christian, el bibliotecario de Fjällbacka. Sólo eso. –No quiso mencionar a Kjell y Axel pareció aceptar su explicación.
–Sí, entonces estaba prisionero –confirmó Axel, de nuevo un tanto rígido, como si todos los músculos del cuerpo recordasen de repente a qué los habían expuesto y reaccionasen encogiéndose.
–¿Llegó a conocerlo?
Axel negó con un gesto.
–No, cuando yo volví, él ya se había marchado.
–¿Y cuándo regresó usted a Fjällbacka?
–En junio de 1945, en los autobuses blancos.
–¿Los autobuses blancos? –preguntó Erica, aunque enseguida le acudió a la mente el recuerdo de algo que había aprendido en las clases de historia, y en lo que Folke Bernadotte estuvo involucrado en alguna medida.
–Fue una acción emprendida por Folke Bernadotte[9] –explicó Axel, confirmando así el vago recuerdo de Erica–. Organizó la retirada de prisioneros escandinavos de los campos de concentración alemanes. Eran autobuses blancos con cruces rojas pintadas en el techo y en los laterales, para que no los confundieran con objetivos militares.
–Pero ¿existía el riesgo de que los tomaran por objetivos militares cuando recogían a prisioneros después de finalizada la guerra? –preguntó Erica desconcertada.
Axel sonrió afable ante su ignorancia y empezó a girar los pulgares de nuevo.
–Los primeros autobuses empezaron a recoger presos ya en marzo y abril de 1945, tras una serie de negociaciones con los alemanes. Quince mil prisioneros regresaron a casa en ese viaje. Desde el fin de la guerra, recogieron a otros diez mil en mayo y junio. Yo vine con la última tanda. En junio de 1945. –El cúmulo de datos le otorgó un toque impersonal, pero bajo el tono distante de su voz Erica percibió el eco del horror vivido.
–Pero Hans Olavsen desapareció en junio de 1945. Es decir, debió de partir justo antes de que usted volviera, ¿no?
–Debió de ser cuestión de días –asintió Axel–. Pero me perdonarás si se me enturbia la memoria a la hora de recordar ese dato. Digamos que estaba muy… que estaba extenuado cuando volví.
–Sí, lo comprendo –dijo Erica bajando la mirada. Estar hablando con una persona que había visto los campos de concentración desde dentro le producía una sensación muy extraña–. ¿Le dijo su hermano algo de él? ¿Algo que recuerde? Cualquier cosa. En realidad, no tengo datos que lo confirmen, pero sí la sensación de que Erik y sus amigos salían a menudo con Hans Olavsen mientras estuvo en Fjällbacka.
Axel miró por la ventana, como intentando hacer memoria. Ladeó la cabeza y frunció ligeramente el ceño.
–Creo recordar que hubo algo entre el noruego y su madre, y espero que no le moleste que lo diga.
–En absoluto –aseguró Erica subrayando su respuesta con un gesto–. Hace una eternidad y, además, se trata de una información que ya tenía.
–Vaya, entonces no tengo la memoria tan endeble como a veces temo –repuso sonriendo y volviendo la vista hacia Erica–. Sí, estoy bastante seguro de que Erik me contó que entre Elsy y Hans hubo un romance.
–¿Y cómo reaccionó ella cuando él se marchó? ¿Recuerda cómo se comportó mi madre después?
–No mucho, la verdad. Aunque, claro, no era la misma muchacha a la que conoció su abuelo. Además, también ella se marchó muy pronto, para estudiar en una «escuela de hogar», creo que se llamaba, si mal no recuerdo. Y luego nos perdimos la pista. Cuando, un par de años más tarde, Elsy volvió a Fjällbacka, yo ya había empezado a trabajar en el extranjero y no venía mucho por aquí. Y Erik y ella tampoco mantuvieron el contacto, por lo que recuerdo. No es nada inusual. Eran amigos de niños y de adolescentes, pero luego, con la irrupción de la vida adulta y sus responsabilidades, la gente se va alejando. –Axel volvió a mirar por la ventana.
–Sí, comprendo lo que dice –reconoció Erica decepcionada. Tampoco Axel parecía poseer información sobre Hans–. ¿Y nadie mencionó nunca adónde se marchó el joven noruego? ¿No le dijo nada a Erik?
Axel meneó la cabeza excusándose.
–Lo siento muchísimo. De verdad que me gustaría ayudarle, pero, cuando volví, no era ni la sombra de mí mismo, y además, tenía otras cosas en las que pensar. Pero supongo que podrá dar con él consultando a las autoridades, ¿no? –sugirió queriendo infundirle esperanzas antes de ponerse de pie. Erica comprendió sus intenciones y se levantó también.
–Sí, ese será el paso siguiente. Con un poco de suerte, lo resolveré todo por esa vía. Tal vez no se mudara muy lejos, ¿quién sabe?
–Bueno, pues le deseo mucha suerte, de verdad –dijo Axel cogiéndole la mano–. Sé perfectamente lo importante que es el pasado para poder vivir en paz con el presente. Créame, lo sé. –Le dio una palmadita en la mano y Erica le sonrió, llena de gratitud al ver que intentaba consolarla.
–Por cierto, ¿ha sabido algo más de la medalla? –le preguntó cuando estaba a punto de abrir la puerta.
–No, por desgracia –negó Erica, que se sentía cada vez más abatida–. Hablé con un experto de Gotemburgo, pero se trata de una medalla demasiado común para poder rastrear en el pasado.
–Vaya, pues siento muchísimo no haberle sido de más ayuda.
–No se preocupe, era un tiro al aire –respondió ella despidiéndose.
Lo último que vio fue a Axel en el umbral, siguiéndola con la mirada. Le inspiraba mucha, muchísima pena aquel hombre. Pero algo de lo que había dicho le dio una idea. Erica echó a andar resuelta en dirección a Fjällbacka.
Kjell dudó antes de llamar. Delante de la puerta de su padre se sentía de nuevo como un niño asustado. Los vericuetos de la memoria lo trasladaron al pasado, a todas las ocasiones en que se halló ante las puertas imponentes de la cárcel, bien agarrado a la mano de su madre y tan asustado como esperanzado por ver a su padre. Porque al principio había esperanza. Añoraba a Frans. Lo echaba de menos. Sólo recordaba los buenos momentos, los breves períodos en que su padre se encontraba fuera de los muros de la cárcel, y cómo lo cogía en volandas, daban paseos por el bosque cogidos de la mano mientras él le hablaba de las setas, los árboles y los arbustos. Kjell pensaba que su padre lo sabía todo en este mundo. Sin embargo, por las noches tenía que taparse bien los oídos con el almohadón para mantenerse inaccesible a los ruidos de las disputas, aquellas horribles disputas llenas de odio que nunca parecían tener principio y que, por la misma razón, tampoco tenían fin. Sencillamente, su madre y su padre lo retomaban allí donde lo habían dejado la última vez que Frans iba a parar a la cárcel, y así continuaban en la misma línea, con las mismas peleas y los mismos golpes, una y otra vez, hasta la siguiente vez que la policía llamaba a su puerta y se llevaba a su padre.
Y así se fue esfumando la esperanza a medida que pasaban los años, hasta que, finalmente, sólo quedaba el miedo cuando se veía de nuevo en la sala de visitas, contemplando la expresión esperanzada de su padre. Y luego, el miedo se transformó en odio. En cierto sentido habría sido más fácil no tener que rememorar aquellos paseos por el bosque. Porque lo que engendraba el odio, lo que lo alimentaba, era la cuestión que siempre se planteaba de pequeño. ¿Cómo podía su padre preferir siempre lo otro antes que a él? En lugar de un mundo gris y frío que le arrebataba algo a la mirada de su padre cada vez que volvía.
Kjell aporreó la puerta, irritado por haberse dejado envolver en recuerdos.
–¡Sé que estás en casa! ¡Ábreme! –le gritó aguzando el oído. Luego oyó el ruido de la cadena y la puerta se abrió.
–Para protegerte de tus colegas, supongo –dijo Kjell con amargura colándose hacia el interior de la casa de Frans.
–¿Qué quieres esta vez? –preguntó Frans.
De repente lo sorprendió el aspecto que tenía su padre. Tan viejo, tan frágil. Luego ahuyentó ese pensamiento. El viejo era más duro que la mayoría. Seguramente, los sobreviviría a todos.
–Quiero que me proporciones cierta información –contestó entrando y sentándose en el sofá, sin que nadie lo hubiera invitado.
Frans se sentó en el sillón que había enfrente sin decir una palabra. A la espera.
–¿Qué sabes de un hombre llamado Hans Olavsen?
Frans se sobresaltó, pero recobró enseguida el control de sí mismo. Se arrellanó en el sillón con pose indolente y se apoyó el brazo en el reposabrazos.
–¿Por qué? –quiso saber mirando a su hijo a los ojos.
–Eso no te incumbe.
–¿Y por qué iba a ayudarte, con semejante actitud?
Kjell se inclinó de modo que se quedó a unos centímetros de la cara de su padre. Le clavó una larga e intensa mirada antes de decirle con total frialdad:
–Porque me lo debes. Debes aprovechar cualquier ocasión para ayudarme, por nimia que sea, si quieres reducir el riesgo de que baile sobre tu tumba el día que mueras.
Un destello fugaz brilló en los ojos de Frans. Un destello de algo perdido. Quizá los recuerdos de los paseos por el bosque y de un niño pequeño que unos brazos fuertes levantaban por los aires. Pero enseguida desapareció. Y mirando a su hijo, le dijo tranquilamente:
–Hans Olavsen era un joven noruego de la resistencia. Tenía diecisiete años cuando llegó a Fjällbacka. En 1944, creo. Luego se marchó, un año más tarde. Es cuanto sé.
–Mentira –dijo Kjell retrepándose en el sofá–. Sé que os visteis mucho con él tú, Elsy Moström, Britta Johansson y Erik Frankel. Y ahora resulta que dos personas de ese grupo han muerto asesinadas en el transcurso de dos meses. ¿No lo encuentras un tanto extraño?
Frans hizo caso omiso de la pregunta y preguntó a su vez:
–¿Y qué tiene que ver con eso el noruego?
–No lo sé, pero pienso averiguarlo –masculló Kjell apretando los dientes, en un intento por mantener a raya la rabia–. Así que dime, ¿qué más sabes de él? Háblame del tiempo que pasasteis juntos y qué ocurrió cuando se fue. Cada detalle que recuerdes.
Frans dejó escapar un suspiro y pareció hacer un esfuerzo por retrotraerse en el tiempo.
–Así que quieres detalles… Veamos qué soy capaz de recordar. Ah, sí, vivía en casa de los padres de Elsy, llegó en el barco de su padre.
–Eso ya lo sabía –replicó Kjell–. Quiero más.
–Consiguió trabajo en los buques que llevaban mercancías costa abajo, pero pasaba todo el tiempo libre con nosotros. En realidad, éramos dos años menores que él, pero eso no parecía importarle, lo pasábamos bien. Algunos más que otros –puntualizó. Era obvio que los sesenta años transcurridos no habían borrado la amargura que sintió entonces.
–Él y Elsy –declaró Kjell en tono seco.
–¿Cómo lo sabías? –preguntó Frans, sorprendido de que todavía le doliese el corazón ante el recuerdo de haberlos visto juntos. Sin duda, el corazón tenía mejor memoria que la cabeza.
–Lo sé y punto. Continúa.
–Pues sí, como decía. Él y Elsy se ennoviaron y, como seguramente sabrás, a mí no me hizo ninguna ilusión.
–No, eso no lo sabía.
–Pues así fue. Yo tenía debilidad por Elsy, pero ella lo eligió a él. Lo irónico era que Britta bebía los vientos por mí, pero a mí ella no me interesaba lo más mínimo. Claro que no me habría importado acostarme con ella, pero algo me decía que eso me acarrearía más molestias que satisfacciones, así que me abstuve.
–Qué gentil por tu parte –ironizó Kjell. Frans enarcó una ceja–. ¿Y qué sucedió después? Si Hans y Elsy estaban juntos, ¿por qué se marchó?
–Ya, bueno, es la historia más antigua del mundo, él le prometió lo que no se ha escrito y, después de la guerra, le dijo que iba a Noruega a buscar a su familia, y que volvería. Pero luego… –Frans se encogió de hombros y sonrió burlón.
–Tú crees que la engañó, ¿no?
–No lo sé, Kjell. De verdad que no lo sé. Hace sesenta años de eso, y éramos jóvenes. Quizá pensaba cumplir lo que le prometió a Elsy, pero se encontró en casa con una serie de obligaciones insoslayables. O quizá su única intención era largarse en cuanto se presentara la oportunidad. –Frans se encogió de hombros–. Lo único que sé es que se despidió de nosotros y que nos dijo que volvería en cuanto hubiese comprobado cómo estaba su familia. Y luego se marchó. Y, si quieres que te sea sincero, apenas he vuelto a pensar en él desde entonces. Sé que Elsy estuvo destrozada un tiempo, pero su madre la mandó interna a una escuela y a partir de ahí ignoro lo que sucedió. Para entonces, yo ya había abandonado Fjällbacka y… bueno, ya sabes lo que pasó después.
–Sí, claro que lo sé –respondió Kjell con un punto de amargura en la voz, recreando una vez más en su mente el gran portón gris de la cárcel.
–Pues eso, sencillamente, no entiendo por qué te interesa este asunto –repuso Frans–. El noruego vino y se marchó, y no creo que ninguno de nosotros haya tenido contacto con él desde entonces. Así que, ¿a qué viene tanto interés? –insistió mirando fijamente a Kjell.
–No puedo decírtelo –respondió el hijo enojado–. Pero si hay algo, llegaré hasta el fondo del asunto, créeme –añadió retando a su padre con la mirada.
–Te creo, Kjell, te creo –aseguró Frans con tono cansino.
Kjell observó la mano de su padre sobre el reposabrazos. Era la mano de un hombre viejo. Arrugada y huesuda y llena de pecas, encogida. Tan distinta de la mano que agarraba la suya durante los paseos por el bosque, que era fuerte, lisa, cálida en torno a su mano diminuta. Que era segura.
–Parece que será un buen año de setas –se oyó decir a sí mismo. Frans lo miró perplejo, antes de contestar con expresión afable:
–Sí, eso creo yo también, Kjell, eso creo yo también.
Hacía la maleta con disciplina militar. Tantos años viajando le habían enseñado lo importante que era no dejar nada al azar. Un pantalón colocado con premura significaría un penoso proceso de planchado en la minúscula mesa de planchar de la habitación del hotel. Un tubo de pasta de dientes mal cerrado acarrearía una pequeña catástrofe que lo obligaría a realizar una colada urgente. Así que todo lo que llevaba en la gran maleta había que colocarlo con suma precisión.
Axel se sentó en la cama. Era la misma habitación de cuando era niño, pero allí sí que había cambiado la decoración a lo largo de los años. Las maquetas de avión y los tebeos no le parecían adecuados para el dormitorio de un hombre adulto. Se preguntaba si volvería a aquella casa algún día. Le había resultado muy duro permanecer allí las últimas semanas. Al mismo tiempo, sentía que era su deber.
Se levantó y entró en la habitación de Erik, al fondo del largo pasillo de la primera planta. Axel entró y se sentó en el borde de la cama, sonriendo. Era un dormitorio repleto de libros. Por supuesto. Las estanterías atestadas, pilas de libros en el suelo, muchos de ellos con pequeñas notas adhesivas asomando por entre las páginas. Erik jamás se cansó de sus libros, de sus datos, sus fechas y de la realidad imperturbable que podían ofrecerle. Todo ello le facilitaba las cosas a su hermano. La realidad podía leerse sobre el papel. Nada de zonas grises, nada de divagaciones políticas ni de ambigüedades morales, que eran el pan nuestro de cada día en el mundo de Axel. Sólo hechos concretos. La batalla de Hastings en 1066. Napoleón muere en 1821. La rendición de Alemania en mayo de 1945. Axel alargó el brazo para coger un libro que seguía en la cama de Erik. Un grueso volumen sobre la reconstrucción de Alemania después de la guerra. Axel volvió a dejarlo sobre la cama. Lo sabía todo sobre el tema. Su vida llevaba sesenta años girando en torno a la guerra y sus secuelas. Aunque, seguramente y ante todo, había girado en torno a sí mismo. Erik era consciente de ello. Él señaló las carencias de la vida de Axel y las de su propia vida. Dio cuenta de ellas como si se tratase de fríos datos. Sin ningún trasunto sentimental, al menos en apariencia. Pero Axel conocía a su hermano lo bastante bien como para saber que, tras todos aquellos datos, había más sentimientos que en la mayoría de las personas a las que había conocido en su vida.
Se enjugó una lágrima solitaria que había empezado a resbalarle por la mejilla. Allí, en la habitación de Erik, todo se le presentaba de pronto con tanta claridad como él deseaba. Toda la vida de Axel se basaba en que no se dieran ambigüedades, había construido su existencia sobre lo correcto y lo incorrecto. Y se había erigido en un juez capaz de señalar a cuál de los dos equipos pertenecían las personas. Aun así, era Erik quien, en su pequeño mundo apacible de los libros, lo sabía todo sobre lo correcto y lo incorrecto. Axel siempre lo intuyó. Intuyó que su lucha por salir de la zona gris entre el bien y el mal quebrantaría más a su hermano que a él mismo.
Pero Erik luchó. Durante sesenta años, vio ir y venir a Axel, lo oyó hablar de las acciones emprendidas al servicio del bien. Permitió que se construyese una imagen en la que su hermano era quien todo lo enderezaba. Erik observaba, escuchaba en silencio. Lo miraba con ojos afables tras las gafas y lo dejaba vivir en su ilusión. Pero en algún lugar impreciso de su fuero interno, Axel siempre supo que no era a Erik a quien engañaba, sino a sí mismo.
Y ahora seguiría viviendo en esa mentira. Vuelta al trabajo. Vuelta a la laboriosa caza que debía continuar. No debía aminorar el ritmo, pronto sería demasiado tarde, pronto no quedaría con vida nadie capaz de recordar, ni quedaría con vida nadie a quien castigar. Pronto no quedarían más que los libros de historia como únicos portadores del testimonio de lo sucedido.
Axel se levantó y miró a su alrededor una vez más, antes de volver a su habitación. Aún le faltaba mucho para terminar de hacer el equipaje.
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que visitó la tumba de sus abuelos. La conversación con Axel se lo recordó, y decidió que, por el camino de regreso a casa, tomaría el del cementerio. Erica abrió la verja y oyó el crujido de la gravilla cuando sus pies enfilaron el sendero.
Se acercó primero a la tumba de sus padres, situada a la izquierda, en el pasillo, frente a la entrada. Se acuclilló y retiró los hierbajos que orlaban el túmulo para adecentarlo un poco, y se dijo que debería llevar unas flores. Se quedó mirando el nombre de su madre en la lápida: «Elsy Falck». Eran tantas las preguntas que habría querido hacerle… De no ser por el accidente de hacía cuatro años, habría podido hablar con ella y se habría ahorrado las indagaciones y los palos de ciego que iba dando para averiguar por qué era como ella la recordaba.
Cuando era niña, Erica se culpaba a sí misma. Y de adulta también. Siempre pensó que la responsable era ella, que era ella la que fallaba. ¿Cómo era posible, si no, que su madre no la tocase jamás, que le hablase a ella, pero sin hablar con ella? ¿Cómo era posible, si no, que su madre no la quisiera, que ni siquiera la apreciara? Soportó durante años la sensación de no ser suficiente, de no ser lo bastante buena. Es verdad que su padre compensó en gran parte el desequilibrio. Tore, que tanto tiempo y amor les había dedicado a ella y a Anna. Tore, que siempre escuchaba, siempre estaba dispuesto a soplar en una rodilla desollada, y cuyo regazo siempre era amplio, seguro y acogedor. Pero no fue suficiente. No cuando su madre sufría períodos en los que apenas soportaba verlas, menos aún tocarlas.
De ahí que la imagen que iba reconstruyendo de la joven Elsy la tuviese tan desconcertada. ¿Cómo pudo transformarse una muchacha taciturna, pero tan cálida y dulce, en una mujer tan fría, tan distante, que incluso a sus propias hijas las trataba como a extrañas?
Erica extendió la mano y pasó el dedo por el nombre grabado de su madre.
–¿Qué fue lo que te pasó, mamá? –susurró con un nudo en la garganta. Cuando se levantó al cabo de unos minutos, estaba aún más resuelta a seguir la historia de su madre tan lejos como le fuera posible. Había algo en todo aquello que se le resistía, que tenía que salir a la luz. Y por mucho que le costase, lo encontraría.
Erica echó un último vistazo a las lápidas de sus padres y se apartó unos metros en dirección a las de sus abuelos. Hilma y Elof Moström. Nunca los conoció. La tragedia que acabó con la vida de su abuelo sucedió antes de que ella naciera, y su abuela murió diez años después que él. Elsy jamás les habló de ellos. Pero Erica se alegraba de que todo lo que había oído de ellos en sus investigaciones indicase que fueron personas buenas y queridas. Se acuclilló de nuevo y miró la lápida, como si quisiera invocarlos y hacerlos hablar. Pero la lápida estaba muda. Nada sacaría de ella. Si quería dar con la verdad, tendría que buscar en otro sitio.
Se dirigió a la pendiente que conducía a la casa parroquial con la idea de atajar por allí. Al pie de la loma, echó una ojeada instintiva a la derecha, hacia la gran lápida gris cubierta de moho que, un tanto apartada, se alzaba justo donde arrancaba la montaña colindante con el cementerio. Dio un paso más en dirección a la loma, pero se detuvo en seco. Retrocedió hasta quedar justo delante de la gran lápida con el corazón desbocado en el pecho. Datos inconexos, frases inconexas le inundaban la mente como en un torbellino. Entornó los ojos para cerciorarse de que no se engañaba, dio otro paso al frente para estar más cerca, mucho más cerca de la lápida, y hasta siguió el texto con el dedo, dispuesta a asegurarse de que el cerebro no le estuviese jugando una mala pasada.
Luego, de repente, todos los hechos encajaron ruidosamente en su cabeza. Naturalmente. Ahora sabía lo que había sucedido, al menos en parte. Cogió el teléfono y llamó a Patrik. Le temblaban las manos. Ahora sí que había llegado el momento de que Patrik interviniera.
Sus hijas habían ido a verlo otra vez y acababan de irse. Iban a diario, las buenas, las buenas de sus hijas. Le alegraba tanto el corazón verlas juntas sentadas a su lado. Tan iguales y, pese a todo, tan distintas. Y en todas ellas veía a Britta. Anna-Greta tenía su nariz, Birgitta, sus ojos y, la más pequeña, Margareta, había heredado los hoyuelos que se le formaban a Britta en la cara cuando sonreía.
Herman cerró los ojos para evitar el llanto. No tenía fuerzas para llorar más. No le quedaban lágrimas. Pero se vio forzado a abrirlos de nuevo porque, cada vez que los cerraba, veía la imagen de Britta tal y como la halló cuando levantó el almohadón que le tapaba la cara. No habría tenido que retirarlo para saber, pero lo hizo de todos modos. Quiso comprobarlo. Quiso ver qué le había hecho con un solo acto irreflexivo. Porque bien que lo había comprendido él. En el instante mismo en que entró en el dormitorio y la vio allí tumbada, inmóvil, con el almohadón en la cara, lo comprendió todo.
Cuando lo retiró y vio la mirada muerta de ella, él también se sintió morir. En ese mismo momento, él también murió. Sólo tuvo fuerzas para tumbarse a su lado, muy pegadito, y rodearla con sus brazos. Si por él hubiera sido, aún estaría así. Habría querido seguir abrazándola mientras ella se enfriaba paulatinamente y él dejaba los recuerdos danzar libres por la memoria.
Herman miraba al techo mientras recordaba. Días de verano en que salían con la lancha hasta la playa de Valö, con las niñas a bordo y Britta en la proa, delante del cristal, de cara al sol. Las largas piernas estiradas y el cabello suelto y rubio por la espalda. La vio abrir los ojos y volverse a mirarlo para sonreírle feliz. Él la saludó con la mano desde la caña del timón, con una sensación de plenitud en el pecho.
Luego se le enturbió la mirada. Le vino a la mente el recuerdo de la primera vez que ella le habló de lo innombrable. Una tarde tenebrosa de invierno, mientras las niñas estaban en la escuela. Britta le dijo que se sentara, que tenía que hablar con él de algo importante. A Herman casi se le paró el corazón en el pecho y su primer pensamiento fue, para su vergüenza, que Britta pensaba dejarlo, que había conocido a otro hombre. Por eso le resultó poco menos que un alivio cuando oyó lo que le tenía que contar. Él la escuchó. Y ella le habló. Largo rato. Y cuando llegó la hora de ir a recoger a las niñas, acordaron no volver a hablar de ello nunca más. Lo pasado, pasado estaba. Él no empezó a verla de otro modo después de aquello. Ni cambió lo que sentía por ella ni le habló de forma diferente. ¿Cómo iba a hacer tal cosa? ¿Cómo iba aquello a ahuyentar las imágenes de días que discurrían en una plácida y feliz existencia, o de las noches maravillosas que habían compartido? Aquello otro no podía compararse. Ni remotamente. De ahí que hubiesen acordado no volver a abordar el asunto.
Pero la enfermedad cambió las cosas. Lo cambió todo. Arrasó sus vidas como un tifón arrancándolo todo de raíz. Y él se dejó arrastrar también. Cometió un error. Un único error fatal. Hizo una llamada que no debió haber hecho. Pero fue un ingenuo. Creyó que ya era hora de airear aquella cosa putrefacta y corrupta. Creyó que sólo con demostrarle a Britta cuánto la había hecho sufrir lo que ocultaba en lo más recóndito de aquel cerebro suyo que ahora se descomponía gradualmente, resultaría obvio que había llegado la hora. Que había llegado el momento. Que era un error seguir resistiéndose. Que debían sacar a la luz aquel viejo asunto, para que sus almas recobrasen la paz. ¡Por Dios santo, qué ingenuo! Era como si él mismo le hubiese aplastado el almohadón en la cara y lo hubiese mantenido así. Herman lo sabía. Y esa certeza le procuraba un dolor imposible de soportar. Cerró los ojos para mantenerlo apartado y, en esta ocasión, no vio la mirada muerta de Britta. Al contrario, la vio en la cama del hospital, pálida y cansada, pero feliz. Con Anna-Greta en el regazo. Alzó la mano y le hizo señas para que se acercara.
Con un último suspiro, se liberó de aquello que dolía y echó a andar hacia ellas sonriente.
Patrik estaba perplejo. ¿Tendría razón Erica? Sonaba completamente descabellado, pero, aun así… lógico. Exhaló un suspiro, consciente de la dificultad de la tarea que tenía por delante.
–Ven aquí, cariño, vamos a salir de excursión –dijo cogiendo a Maja en brazos y llevándola al vestíbulo–. Y recogeremos a mamá por el camino.
Unos minutos más tarde giraba y se detenía ante la verja del cementerio, donde Erica lo aguardaba prácticamente dando saltos de impaciencia. Patrik empezaba a sentirse igual y tuvo que contenerse para no pisar de más el acelerador cuando se dirigían a Tanumshede. Desde luego, por lo general no era un modelo conduciendo, pero cuando llevaba a Maja, ponía siempre el máximo cuidado.
–Hablaré yo, ¿vale? –propuso Patrik mientras aparcaba delante de la comisaría–. Te permito que vengas sólo porque no tengo fuerzas para discutir contigo y, además, sé que no me saldría con la mía de todos modos. Pero es mi jefe y ya tengo experiencia en estas lides, ¿entendido?
Erica asintió a disgusto mientras sacaba a Maja del coche.
–¿No quieres que vayamos a casa de mi madre y veamos si puede quedarse con Maja un rato? Lo digo porque como no te gusta que esté en la comisaría… –sugirió Patrik en un tono provocador que le valió la mirada enconada de Erica.
–Bah, ya sabes que quiero terminar con esto cuanto antes. La niña no parece haber sufrido ningún trauma después de su primera jornada laboral aquí –repuso Erica con un guiño.
–¡Pero bueno! ¡Hola! Vosotros por aquí –exclamó Annika perpleja y encantada al ver que Maja la reconocía y la premiaba con una sonrisa.
–Tenemos que hablar con Bertil –declaró Patrik–. ¿Está aquí?
–Sí, está en su despacho –respondió Annika con expresión intrigada, aunque les dio paso enseguida y Patrik se encaminó raudo al despacho de Mellberg, mientras Erica le pisaba los talones con Maja en brazos.
–¡Hedström! ¿Qué coño haces tú aquí? Vaya, y te has traído a toda la familia, por lo que veo –observó Mellberg irritado sin levantarse para saludar.
–Hay un asunto que tenemos que discutir contigo –afirmó Patrik, que se sentó sin que nadie lo invitara. Maja y Ernst se habían echado ya el ojo y se los veía entusiasmados.
–¿Está acostumbrado a estar con niños? –preguntó Erica dudando si dejar en el suelo a Maja, que manoteaba enérgicamente para que la soltara.
–¿Y cómo coño iba yo a saberlo? –le espetó Mellberg, aunque se corrigió enseguida–. Es el perro más bueno del mundo. No sería capaz de matar una mosca. –Resonaba en su voz cierto orgullo, y Patrik arqueó una ceja, divertido y asombrado. Desde luego, lo tenía completamente en el bote.
Aún con alguna reserva, Erica dejó a Maja en el suelo, al lado de Ernst, que empezó a lamerle la cara con afán mientras ella daba muestras de una mezcla de entusiasmo y de terror.
–Bueno, ¿y qué querías? –Mellberg miraba a Patrik no sin cierta curiosidad.
–Quiero que solicites la licencia para una exhumación.
Mellberg sufrió un ataque de tos, como si se le hubiera atragantado algo, y se fue poniendo cada vez más rojo mientras intentaba volver a respirar con normalidad.
–¿Una exhumación? Pero, hombre, ¿has perdido el juicio? –Atinó a articular al fin, una vez que dejó de toser–. Lo de la baja paternal ha debido de afectarte al cerebro. ¿Tienes idea de lo insólito que es solicitar una exhumación? Y aquí hemos tenido ya dos en los últimos años. ¡Si pido una tercera, me declararán idiota y me llamarán al orden! Y, además, ¿a quién coño hay que exhumar esta vez?
–A un joven de la resistencia noruega que desapareció en 1945 –aclaró Erica con calma desde el suelo, donde se había acuclillado para acariciar a Ernst detrás de la oreja.
–¿Perdón? –Mellberg la miraba con expresión bobalicona, como considerando la posibilidad de haber oído mal.
En un alarde de paciencia, Erica le expuso cuanto había averiguado de los cuatro amigos y el noruego que llegó a Fjällbacka un año antes del fin de la guerra. Y le contó cómo la búsqueda del paradero del joven noruego se perdía en junio de 1945, y que aún no habían logrado dar con él.
–¿Y no será que se quedó en Suecia? ¿O que volvió a Noruega? ¿Has comprobado sus datos con las autoridades de los dos países? –preguntó Mellberg con manifiesto e infinito escepticismo.
Erica se incorporó y se sentó en la otra silla. Se quedó mirando a Mellberg como si, con un acto de voluntad, pudiese hacer que la tomara en serio. Luego, le refirió lo que Herman le había contado. Que Paul Heckel y Friedrich Hück podrían decirle dónde estaba Hans Olavsen.
–Los nombres me sonaban vagamente familiares, pero no tenía ni idea de dónde los había oído. Hasta hoy. Fui al cementerio para visitar las tumbas de mis padres y mis abuelos. Y entonces lo vi.
–¿El qué viste? –preguntó Mellberg confuso.
Erica le hizo una seña para aplacar su impaciencia.
–Llegaremos a eso si me dejas continuar.
–Sí, claro, continúa –la animó Mellberg, que, muy a su pesar, empezaba a interesarse por el asunto.
–Hay una tumba singular en el cementerio de Fjällbacka. Es de la Primera Guerra Mundial y en ella están enterrados diez soldados alemanes, siete identificados y con sus nombres, y tres que son desconocidos.
–Te has olvidado de contarle lo del texto ese –intervino Patrik, que ya se había resignado a que fuese su mujer la encargada de la argumentación. Un buen marido sabe cuándo debe doblegarse.
–Exacto, hay una pieza más en este rompecabezas –explicó Erica, que le habló entonces de la frase «Ignoto militi», que había descubierto al examinar con la lupa la fotografía del lugar del crimen.
–¿Y cómo es que tú tuviste acceso a examinar la fotografía del lugar del crimen? –preguntó Mellberg mirando a Patrik con visible indignación.
–De eso podemos hablar después –repuso Patrik–. Pero ahora, escúchala atentamente, por favor.
Mellberg lanzó un gruñido de protesta, pero se resignó y animó a Erica a continuar.
–Erik Frankel había escrito esas palabras en un bloc, una y otra vez, y consulté su significado. Es una inscripción que puede leerse en el Arco del Triunfo de París, en concreto, en la tumba del Soldado Desconocido. Y eso es, justamente, lo que significa la cita: «Al soldado desconocido».
No pareció que a Mellberg se le encendiese ninguna bombilla, de modo que Erica continuó sin dejar de gesticular.
–Estuve dándole vueltas al asunto. Tenemos a un joven de la resistencia noruega desaparecido en 1945, cuyo destino nadie conoce. Tenemos los garabatos de Erik al soldado desconocido. Britta decía algo de «viejos huesos» y además tenemos los nombres que me dio Herman. Y a lo que voy: cuando, hace unos minutos, pasé por la gran tumba del cementerio de Fjällbacka, comprendí por qué esos nombres me resultaban tan familiares. Y es que están grabados en la lápida –Erica hizo una pausa para tomar aliento. Mellberg la miraba expectante.
–Es decir, que Paul Heckel y Friedrich Hück son los nombres de dos soldados alemanes de la Primera Guerra Mundial enterrados en el cementerio de Fjällbacka, ¿no es eso?
–Sí –confirmó Erica preguntándose si debía continuar con la argumentación, pero Mellberg se le adelantó.
–O sea, que lo que estás diciendo es…
Erica tomó aire y miró a Patrik de reojo antes de proseguir:
–Lo que estoy diciendo es que, con toda probabilidad, en esa tumba hay un cadáver más. Creo que se trata del cadáver del joven noruego Hans Olavsen. Y, no sabría explicar cómo, pero diría que es la clave de los asesinatos de Erik y Britta.
Se hizo un espeso silencio. Nadie pronunciaba ni una palabra y los únicos ruidos que resonaban en el despacho de Mellberg eran los grititos de los juegos de Maja y de Ernst. Al cabo de unos instantes, Patrik tomó la palabra:
–Sé que puede parecer un despropósito, pero lo he estado hablando con Erica y creo que tiene mucha base lo que dice. Me es imposible presentar pruebas concretas, pero existen indicios suficientes. Y existen además muchas posibilidades de que los dos asesinatos tengan ahí su origen. No sé cómo ni sé por qué, pero el primer paso es averiguar si de verdad hay en esa tumba alguien más y, de ser así, cómo murió ese alguien y por qué fue a parar allí.
Mellberg no respondió. Cruzó las manos y estuvo reflexionando en silencio. Finalmente, exhaló un hondo suspiro.
–En fin, seguramente he perdido el juicio, pero creo que cabe la posibilidad de que tengáis razón. No puedo garantizar que lo consiga, ya sabéis que estamos a punto de alcanzar el récord en exhumaciones, y el juez se llevará las manos a la cabeza, pero voy a intentarlo. Es lo único que puedo prometer.
–Es lo único que pedimos –aseguró Erica tan esperanzada que pareció que quisiera abrazar a Mellberg.
–Bueno, bueno, calma. No creo que llegue a lograrlo, pero ya os digo que voy a intentarlo. Aunque, para eso, necesito que me dejéis trabajar.
–Nos vamos ahora mismo –dijo Patrik poniéndose de pie–. Comunícanos lo que consigas en cuanto sepas algo.
Mellberg no respondió, sino que los animó a salir con un gesto de la mano para emprender lo que, seguramente, sería la campaña de persuasión más difícil de toda su carrera.