Fjällbacka, 1945

–¿No es una delicia estar de descanso? –preguntó Britta melosa al tiempo que le acariciaba el brazo a Hans. Después de algo más de seis meses de relacionarse con el grupo, sabía perfectamente cuándo lo estaba utilizando para darle celos a Frans. Y la mirada sonriente que Frans le dedicó indicaba que también él sabía a ciencia cierta cuáles eran las pretensiones de Britta. Pero su tenacidad era muy digna de admiración, jamás dejaría de suspirar por Frans. Claro que, en parte, era culpa suya, puesto que a veces animaba el enamoramiento de Britta concediéndole algo, unas migajas de atención, sólo para luego volver a tratarla con la frialdad habitual. En opinión de Hans, el juego de Frans rayaba en la crueldad, pero no quería inmiscuirse. Lo que sí lo incomodaba era que, desde hacía un tiempo, se había dado perfecta cuenta de quién atraía de verdad el interés del chico. La contemplaba allí sentada a unos metros de él y se le encogió el corazón al ver que, en ese preciso momento, le decía algo a Frans con una sonrisa. Elsy tenía una sonrisa tan bonita… Bueno, no sólo la sonrisa; también los ojos, el alma, los brazos bien torneados que dejaba al descubierto con el vestido de manga corta, el hoyuelo que se le formaba en el lado izquierdo al sonreír. Todo, todo, cada detalle en Elsy, ya fuese interior o exterior, era hermoso.

Ella y su familia se habían portado muy bien con él. Pagaba un alquiler ridículo, apenas simbólico, y Elof le había buscado trabajo en uno de los barcos. Además, lo invitaban a cenar con frecuencia, bueno, casi todas las tardes, y había algo en su calidez, en su unión, que lo colmaba por dentro. Los sentimientos perdidos durante la guerra volvían lentamente. Y Elsy. Hans había intentado combatir los pensamientos, luchar contra las imágenes y los sentimientos que lo invadían cuando se acostaba por las noches y se la imaginaba antes de dormirse. Pero, al final, comprendió que debía capitular ante la certeza de que estaba perdidamente enamorado de ella sin remedio. Y los celos le destrozaban el corazón cada vez que veía a Frans mirarla igual que, seguramente, la miraría él. Y luego estaba Britta, que no entendía lo que pasaba, pero que notaba de forma instintiva que no era ella la que estaba en el punto de mira ni de él ni de Frans. Hans sabía que eso la atormentaba. Era una chica egocéntrica y superficial, y en realidad, no entendía por qué se relacionaba con ella alguien como Elsy. Sin embargo, mientras Elsy quisiera tenerla en su grupo de amistades, tendría que soportarla.

El que mejor le caía de aquellos cuatro amigos nuevos era Erik, aparte de Elsy, claro. Tenía algo de alma vieja, una gravedad que atraía a Hans poderosamente. Le gustaba sentarse a charlar con él apartado de los demás. Hablaban de la guerra, de historia, de política y economía, y Erik se alegró al comprender que tenía en él un alma gemela que había echado en falta. Cierto que no estaba tan informado como él sobre datos objetivos, sobre cifras, pero sabía mucho del mundo y de la historia, y de cómo estaba organizado y relacionado todo. De modo que sus conversaciones duraban horas. Elsy solía bromear diciendo que eran como dos abueletes contándose batallitas, y que habían dado con la horma de su zapato.

El único tema que no tocaban era el del hermano de Erik. Hans jamás lo sacaba y, después de aquella primera vez, tampoco Erik lo hizo.

–Creo que mi madre tendrá pronto lista la cena –dijo Elsy al tiempo que se levantaba y se sacudía la falda. Hans asintió y se puso de pie también.

–Será mejor que me vaya contigo, de lo contrario, tendré que vérmelas con ella –observó mirando a Elsy que sonrió condescendiente y empezó a bajar de la roca. Hans sintió que se ruborizaba. Era dos años mayor que ella, tenía diecisiete años, pero siempre le hacía sentirse como un escolar consentido.

Se despidió de los otros tres, que se quedaron allí sentados tranquilamente y se deslizó tras Elsy por la superficie de la roca. La muchacha miró antes de cruzar la calle y de abrir la verja del camposanto. Atajando por allí, el camino era más corto.

–Qué buen tiempo hace esta tarde –comentó Hans sin poder ocultar su nerviosismo. Se maldijo y se advirtió que debía dejar de comportarse como un tonto. Elsy caminaba deprisa por el sendero de gravilla y él la seguía medio corriendo hasta que la alcanzó y siguió andando a su lado con las manos metidas en los bolsillos. Elsy no respondió a su comentario sobre el tiempo, de lo cual se alegraba, teniendo en cuenta lo lamentable de su intervención.

De repente se sintió profunda y sinceramente feliz. Caminaba junto a Elsy, incluso podía mirarle la nuca y el perfil a hurtadillas de vez en cuando; el viento soplaba sorprendentemente templado y los guijarros del camino emitían un crujido agradable bajo sus pies. Era la primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, que experimentaba aquel sentimiento. Felicidad pura. Si es que alguna vez la había sentido tan destilada. Había encontrado tantos impedimentos en el camino… Tanta humillación, odio y miedo que le escocían por dentro… Hacía cuanto estaba en su mano para no pensar en lo ocurrido. En el momento en que se coló en el barco de Elof, decidió dejarlo todo tras de sí. No mirar atrás.

Pero ahora volvían las imágenes. Caminaba en silencio junto a Elsy y trataba de apartarlas en los resquicios a los que las había relegado, pero ellas presionaban y saltaban las barreras de su conciencia. Quizá fuese el precio que debía pagar por el instante de felicidad de hacía un momento. Ese instante fugaz y agridulce de felicidad. En tal caso, quizá hubiese valido la pena. Pero eso a él no le servía mientras iba al lado de Elsy y notaba los rostros, las visiones, los olores, los recuerdos, los sonidos que se empeñaban en aflorar. Presa del pánico, sintió que debía hacer algo. Tenía un nudo en la garganta y empezó a hiperventilar. Ya no podía contener esas sensaciones, pero tampoco abrirles paso. Tenía que hacer algo.

En ese instante, la mano de Elsy rozó la suya. Y el contacto lo sobresaltó. Fue suave y eléctrico y, en su simpleza, lo único necesario para ahuyentar los recuerdos en los que no deseaba pensar. Se detuvo de pronto en medio de la pendiente del cementerio. Elsy iba un paso por delante de él y, cuando se volvió, la diferencia de altura dejó su cara justo a la altura de la de Hans.

–¿Qué pasa? –preguntó preocupada y, en ese momento, movido por no sabía qué impulso, adelantó el pie, le cogió la cara entre las manos y le besó los labios con suavidad. Ella se quedó rígida al principio y Hans notó que volvía a caer presa del pánico. Luego, Elsy se tranquilizó de pronto, se abandonó al beso y lo acogió sin reservas. Despacio, muy despacio, Elsy abrió la boca y él, muerto de miedo pero lleno de alegría, buscó la lengua de ella con la suya. Comprendió que no la habían besado nunca antes, pero el instinto guiaba la lengua de Elsy hacia la de Hans, que sintió que le flaqueaban las rodillas. Con los ojos cerrados, la atrajo hacia sí y no los abrió hasta unos segundos más tarde. Lo primero que vio fueron los ojos de Elsy. Y en ellos, un reflejo de lo que él mismo sentía.

Mientras reemprendían el camino a casa uno junto al otro, despacio, en silencio, las imágenes se mantuvieron apartadas. Era como si ni siquiera hubiesen existido.