Había vivido el traslado como en una espesa niebla. Lo que mejor recordaba era que el oído le dolía y le supuraba. Iba en el tren a Alemania, hacinado con un montón de presos de Grini, y no podía concentrarse en otra cosa más que en el dolor de cabeza, que parecía que iba a estallarle en mil pedazos. Ni siquiera reaccionó ante la noticia de que iban a trasladarlos a Alemania más que con una lánguida indolencia. En cierto modo, lo vivió como una liberación. Comprendía lo que implicaba. Alemania significaba la muerte. No era un hecho comprobado, nadie sabía en realidad qué les esperaba. Pero circulaban habladurías. E insinuaciones. Y rumores sobre que allí los aguardaba la muerte. Sabían que los llamaban presos «NN». Nacht und Nebel. La idea era que desaparecieran, que muriesen sin juicio, sin sentencia. Que se deslizasen sin más en la noche y en la niebla. Todos habían oído esas historias y se habían preparado para lo que pudieran encontrarse en la estación final.
Pero nada de lo que habían oído habría podido prepararlos para la realidad. Habían aterrizado en el infierno mismo. Un infierno sin fuego ardiendo bajo sus pies, pero un infierno al fin y al cabo. Ya llevaba allí varias semanas y lo que había visto lo perseguía durante el inquieto sueño nocturno y lo llenaba de angustia cada mañana, cuando lo obligaban a levantarse a las tres para trabajar ininterrumpidamente hasta las nueve de la noche.
Los presos «NN» no lo tenían fácil. Los veían como muertos en vida y eran los últimos en la cadena de aniquilamiento del campo. A fin de que no cupiese la menor duda de quiénes eran, llevaban en la espalda una «N» de color rojo. El rojo indicaba que eran presos políticos. Los presos criminales, en cambio, llevaban símbolos de color verde y las luchas entre uno y otro color por el predominio en el campo eran constantes. El único consuelo era que los presos nórdicos se habían unido. Se hallaban dispersos por el campo, pero cada noche, después del trabajo, se reunían para hablar de lo que estaba sucediendo. Quienes podían guardaban un trozo de la ración diaria de pan. Luego, juntaban todos los trozos y se los llevaban a los nórdicos que se encontraban en la enfermería. Tantos escandinavos como fuera posible debían regresar a casa, esa era la consigna. Aunque para una gran mayoría no sirvió de gran cosa. Ya habían caído muchos más de los que Axel recordaba.
Se miró la mano que sostenía la pala. No era más que huesos, nada de carne, sólo piel que se tensaba sobre las articulaciones. Se apoyó exhausto en la pala un instante, mientras el vigilante más próximo miraba en otra dirección, pero se apresuró enseguida a tratar de cavar de nuevo cuando lo vio volverse hacia él. Jadeaba por el esfuerzo a cada golpe de pala. Axel se obligaba a no mirar hacia el lugar donde se hallaba la razón por la que él y los demás prisioneros estaban cavando. Fue un error que cometió sólo el primer día. Y era una imagen que aún se le imponía cada vez que cerraba los ojos. El cúmulo de personas. De cadáveres. Esqueletos escuálidos amontonados como escoria que ahora iban a arrojar a un hoyo de cualquier manera. Resultaba más fácil no mirar. Lo veía con el rabillo del ojo, mientras hacía un esfuerzo por apartar la cantidad de tierra suficiente para no provocar el descontento de los vigilantes.
A su lado, un prisionero cayó al suelo vencido. Tan escuálido, tan desnutrido como el propio Axel, se vino abajo exánime y no pudo volver a levantarse. Axel sopesó la posibilidad de acercarse a ayudarle, pero esas ideas ya no arraigaban en su cerebro, no desembocaban en acción alguna. Porque, a aquellas alturas, se trataba simplemente de sobrevivir. Sólo para ese objetivo bastaba la escasa energía que aún le quedaba. Cada uno tenía que arreglárselas solo, sobrevivir como pudiera. Recordaba los consejos de los presos políticos alemanes, «Nie auffallen», no destacar nunca, no llamar nunca la atención. Al contrario, se trataba de mantenerse en el centro discretamente y de mantener la cabeza gacha cuando estallaba algún altercado. De ahí que Axel se limitase a contemplar con indiferencia cómo el vigilante se dirigía al preso que tenía a su lado, lo cogía del brazo y lo arrastraba hasta el centro del hoyo, hasta el punto más profundo, hasta el lugar donde ya habían terminado de cavar. El vigilante salió trepando tranquilamente del agujero, tras haber dejado al preso allí dentro. No malgastó en él una sola bala. Corrían tiempos de escasez y sería un despilfarro efectuar un disparo contra alguien que, en principio, ya estaba muerto. Sencillamente, arrojarían los cadáveres encima y, si no había muerto antes, moriría entonces, asfixiado. Axel apartó la vista del preso del hoyo y continuó cavando en su rincón. Ya no pensaba en su familia. Si quería sobrevivir, no debía albergar tales pensamientos.