Fjällbacka, 1944

–Estaba muy bueno –dijo Vilgot sirviéndose otra porción de caballa a la plancha–. Realmente bueno, Bodil.

La mujer no respondió, sólo agachó la cabeza aliviada. Siempre le infundía una sensación de paz transitoria el que su marido se mostrase momentáneamente de buen humor y satisfecho con ella.

–Sí, hijo, eso es algo en lo que debes pensar, la mujer con la que te cases debe ser competente en la cocina y en la cama –aseguró señalando a Frans con el tenedor y estallando en una risotada tal que se le vio la comida en la boca.

–¡Vilgot! –exclamó Bodil débilmente, aunque no se atrevió más que a expresarse en un tono de blanda protesta.

–Bah, más vale que el muchacho aprenda –repuso llevándose a la boca una buena cucharada de puré de patata–. Por cierto, que ya puedes estar orgulloso de tu padre. Acabo de recibir una llamada de Gotemburgo y me he enterado de que la empresa del judío ese, Rosenberg, ha quebrado gracias a la cantidad de clientes que le fui quitando el año pasado. ¡Eso sí que hay que celebrarlo! Así es como hay que tratarlos. Debemos obligarlos a que se arrodillen uno tras otro, ¡en los negocios y con el látigo! –rompió en una risa tan irreprimible que le temblaba la barriga. La mantequilla del arenque le corría por la barbilla, que brillaba llena de grasa.

–Pues no le será fácil ganarse la vida ahora, con los tiempos que corren –intervino Bodil sin poder remediarlo, aunque comprendió su error en el mismo momento en que lo dijo.

–¿Y cuál es tu razonamiento, querida? –preguntó Vilgot en un engañoso tono afable, al tiempo que dejaba los cubiertos junto al plato–. Puesto que sientes compasión por un tipo como ese, me gustaría oírte desarrollar la idea.

–No, si no es nada –replicó la mujer bajando la vista con la esperanza de librarse de las consecuencias ante tal muestra de capitulación. Sin embargo, ya había prendido la chispa en los ojos de Vilgot, que ahora centraba toda su atención en su mujer.

–No, no, me interesa tu opinión. Venga, rápido, explícate.

Frans miraba alternativamente a sus padres y sentía crecer el nudo en el estómago. Vio que su madre temblaba ligeramente bajo la mirada de Vilgot. Y que su padre tenía un brillo extraño en los ojos, el mismo brillo que Frans había visto tantas veces. Se planteó la posibilidad de preguntar si podía retirarse de la mesa, pero comprendió que era demasiado tarde.

La voz de Bodil sonó quebrada por los nervios y la mujer tuvo que tragar saliva varias veces, antes de poder articular:

–Bueno, estaba pensando en su familia, que les puede resultar difícil encontrar otro medio de ganarse la vida en estos tiempos…

–Estamos hablando de un judío, Bodil –le espetó en tono recriminatorio y muy despacio, como si hablara con un niño. Y justo ese tono despertaba en su mujer un impulso… Bodil alzó la vista y, con cierta rebeldía, objetó:

–Pero los judíos también son personas. Y necesitan alimentar a sus hijos, exactamente igual que nosotros.

Frans sintió que el nudo adquiría proporciones ciclópeas. Sentía deseos de gritarle a su madre que se callara, que no le hablase así a su padre. Que la cosa nunca terminaría bien si le hablaba así a su padre. ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía hablarle así? ¿Y defender a un judío? ¿De verdad merecía la pena pagar el precio que él sabía que tendría que pagar? De repente, sintió por su madre un odio irracional. ¿Cómo podía ser tan tonta? ¿No sabía que no valía la pena retar a su padre? ¿Que lo mejor era bajar la cabeza y hacer lo que él decía y no oponerse jamás? Así se libraría de las consecuencias, al menos por un tiempo. Pero qué mujer más tonta… Acababa de exhibir justo lo que nadie debía exhibir ante Vilgot Ringholm: un destello de rebeldía. Un destello diminuto de oposición. Frans temía el polvorín que aquel destello iba a encender sin duda.

En un primer momento se hizo un silencio absoluto en la sala. Vilgot la miraba fijamente, como si no asimilase del todo lo que la mujer acababa de decir. La sangre le bombeaba en la vena del cuello y Frans lo vio cerrar los puños. Quería huir, sólo eso. Alejarse corriendo de la mesa y seguir corriendo hasta que le faltasen las fuerzas. Sin embargo, se sentía como pegado a la silla, incapaz de moverse.

Y entonces estalló. El puño cerrado de Vilgot cruzó el aire y fue a estrellarse en la barbilla de Bodil, que cayó hacia atrás. Se volcó la silla y la mujer aterrizó en el suelo con estruendo. Lanzó un grito de dolor, un aullido que Frans sintió hasta el tuétano pero que, en lugar de compasión, despertó en él más ira aún. ¿Por qué no pudo mantener la boca cerrada? ¿Por qué lo obligaba a presenciar aquello?

–Así que eres una verdadera defensora de los judíos, ¿no? –la desafió Vilgot poniéndose de pie–. ¿Eh? ¿No es eso lo que eres?

Bodil había logrado darse la vuelta y ahora estaba a gatas en el suelo, tratando de recobrar el aliento.

Vilgot tomó impulso y le asestó una patada en el estómago.

–¡Eh! ¡Contéstame! ¿Tengo a una defensora de los judíos en mi propia casa? ¿En mi propia casa? ¿Es eso?

La mujer no respondió, sólo intentaba alejarse arrastrándose como podía. Vilgot fue tras ella y le propinó otra patada en el costado. Bodil se estremeció y se derrumbó en el suelo, pero logró enderezarse a duras penas e hizo un nuevo intento por arrastrarse.

–¡Una zorra asquerosa es lo que tú eres! ¡Una maldita zorra defensora de los judíos! –Vilgot escupía las palabras. Al observar el rostro de su padre, Frans vio que disfrutaba. Vilgot volvió a tomar impulso y pateó otra vez a su madre sin dejar de insultarla y maldecirla. Luego miró a Frans. Irradiaba un deseo irrefrenable que Frans conocía demasiado bien.

–Mira, muchacho, ahora tienes la oportunidad de aprender cómo se trata a las zorras. La única lengua que comprenden. Mira y aprende. –Dicho esto, respiró hondo y, con la mirada clavada en Frans, se desabrochó el cinturón y se desabotonó los pantalones. Luego dio unos pasos hacia donde se encontraba Bodil, que había logrado arrastrarse un par de metros, y le agarró el pelo con una mano mientras le levantaba la falda con la otra.

–No, no, no… piensa en… Frans… –rogó implorante.

Vilgot estalló en una risotada salvaje y le echó hacia atrás la cabeza mientras la penetraba con un grito.

A Frans le crecía el nudo en el estómago. Un nudo grande y frío, de odio. Y cuando su madre, a cuatro patas, levantó la cabeza y lo miró a la cara mientras su padre la embestía una y otra vez, supo que lo único que podía hacer para sobrevivir era preservar aquel odio.