–¡Hilma! –El tono de voz de Elof hizo que tanto su mujer como su hija salieran corriendo a su encuentro.
–¡Por Dios, qué manera de gritar! ¿Qué pasa? –preguntó Hilma, que se paró en seco al ver que su marido venía acompañado.
–Vaya, tenemos visita –dijo la mujer secándose las manos nerviosamente en el delantal–. Y yo que estaba fregando los platos…
–No pasa nada –la tranquilizó Elof–. A este muchacho no le importa mucho cómo tengamos la casa. Ha venido con nosotros en el barco. Ha huido de los alemanes.
El joven le estrechó la mano a Hilma y se inclinó levemente.
–Hans Olavsen –se presentó el joven en perfecto noruego, saludando también a Elsy, que le estrechó torpemente la mano y se inclinó.
–Tiene a sus espaldas una dura travesía hasta Suecia y he pensado que quizá pudiéramos ofrecerle alguna vianda –continuó Elof mientras colgaba la gorra marinera y le daba el abrigo a Elsy, que se quedó con él en el regazo.
–No te quedes ahí, chiquilla, cuélgale el abrigo a tu padre –le ordenó severo, aunque no pudo reprimir el impulso de acariciarle la mejilla. Dados los peligros que, en aquellos momentos, arrostraban cada vez que se hacían a la mar, se le antojaba un regalo volver a casa y verlas otra vez a ella y a Hilma. Se aclaró la garganta, un tanto azorado por haber mostrado tales sentimientos ante el forastero y le indicó con un gesto que entrase.
–Pasa, pasa. Creo que Hilma tendrá algo para nosotros, tanto sólido como líquido –aseguró sentándose en una de las sillas que había alrededor de la mesa de la cocina.
–No tenemos mucho que ofrecer –repuso su mujer bajando la vista–. Pero no nos importa compartir lo poco que tenemos.
–Muchísimas gracias, de corazón –dijo el muchacho sentándose enfrente de Elof, sin dejar de observar con avidez el pan con viandas que Hilma acababa de servir en una bandeja.
–Venga, adelante, a comer –lo animó Hilma antes de dirigirse al mueble para servirles también un trago a cada uno. Era un lujo muy caro, pero no menos apropiado en una ocasión como aquella.
Durante un rato, comieron en silencio. Cuando sólo quedaba un trozo de pan, Elof empujó la bandeja hacia el noruego y lo animó con un gesto a que lo cogiera. Elsy los miraba a hurtadillas desde el fregadero, mientras ayudaba a su madre. Aquello era de lo más emocionante. El que allí mismo, en su cocina, hubiese una persona que había logrado huir de los alemanes desde Noruega, nada menos. Se moría de ganas de contárselo a los demás. Una idea surgió en su mente y apenas podía contener las palabras que querían salir solas de la boca, pero su padre debió de pensar lo mismo, porque, justo en ese momento, formuló la pregunta:
–Verás, resulta que hay un muchacho del pueblo que está en poder de los alemanes. Hace ya más de un año, pero puede que tú… –Elof hizo un gesto de resignación con la mano, pero miró esperanzado al muchacho que tenía enfrente.
–Bueno, no es muy probable que lo conozca, hay mucha gente que va y viene. ¿Cómo se llama? –preguntó el joven.
–Axel Frankel –respondió Elof observándolo ansioso. Pero la decepción le coloreó los ojos al ver que, tras reflexionar unos instantes, el muchacho negaba despacio.
–No, lo siento. En la resistencia no lo conocemos. O eso creo yo. ¿No tenéis ninguna noticia de qué ha sido de él? ¿Algo que pueda proporcionarme algún otro dato…?
–Nada, por desgracia –contestó Elof meneando también la cabeza–. Los alemanes lo apresaron en Kristiansand y luego no hemos oído ni una palabra. Por lo que sabemos, es posible que esté…
–¡No, papá! ¡Eso no puede ser! –Elsy sintió que no podría detener el llanto y, a toda prisa, subió avergonzada la escalera camino de su habitación. Vaya manera de hacer el ridículo, y de poner en ridículo a sus padres… Ponerse a lloriquear como una niña delante de una persona totalmente extraña.
–¿Conoce su hija a ese muchacho… Axel? –preguntó el noruego preocupado, con la vista clavada en la escalera por donde ella había desaparecido.
–Ella y el hermano menor de Axel son amigos. Erik está sufriendo mucho. Bueno, toda la familia, naturalmente –explicó Elof con un suspiro.
De pronto, se le ensombreció la mirada.
–Sí, son muchos los que están sufriendo las consecuencias de esta guerra –asintió el muchacho. Elof comprendió que por su cabeza desfilaban imágenes que ningún joven de su edad debería haber visto.
–¿Tu familia…? –le preguntó con cautela. Hilma, que estaba secando un plato junto al fregadero, se quedó inmóvil.
–No sé dónde están –dijo Hans al cabo con la mirada en la mesa–. Cuando acabe la guerra, si es que acaba alguna vez, me pondré a buscarlos. Hasta entonces, no puedo volver a Noruega.
Hilma miró a Elof a los ojos, por encima de la melena clara del muchacho. Tras una muda conversación que sólo se produjo con ayuda de sus miradas, estaban de acuerdo. Elof carraspeó un poco.
–Verás, resulta que nosotros solemos alquilar la casa en verano, y entonces nos trasladamos al sótano. Pero el resto del año está vacío. Quizá quieras quedarte un tiempo y descansar y pensar con detenimiento adónde quieres ir después. Y creo que podré buscarte un trabajo. Puede que no para llenar las horas del día, pero al menos para que tengas algo con lo que llenarte el bolsillo. Claro que tengo que informar al gobernador de que te he traído aquí, pero prometo intentar que no suponga ningún problema.
–Sólo si me prometen que podré pagar la habitación con el dinero que gane –aceptó Hans mirándolo con una expresión mezcla de gratitud y del sentimiento de estar en deuda con ellos.
Elof miró a Hilma otra vez y asintió.
–Supongo que sí, que puedes pagar. En estos tiempos de guerra, cualquier ayuda es bienvenida.
–Voy a prepararle el sótano –declaró Hilma poniéndose el abrigo.
–De verdad, muchas gracias. De verdad –aseguró el muchacho en su noruego cantarín, inclinando la cabeza. Aunque no tan aprisa como para impedir que Elof viese que le brillaban los ojos.
–No tiene importancia –repuso conmovido–. No tiene importancia.