Gösta se sentía ligeramente culpable. Si él hubiese cumplido con su obligación, quizá el tal Mattias no se encontrara ahora en el hospital. O, bueno, en realidad, ignoraba si eso había tenido algo que ver. Pero quizá, de haberlo hecho, hubiese averiguado que Per se había colado en la casa de los Frankel ya la primavera pasada, y quizá eso habría dado otra dirección al curso de los acontecimientos. De hecho, cuando estuvo en casa de Adam tomándole las huellas, el chico mencionó que alguien había estado ya allí y que, según ese alguien, la casa estaba llena de «cosas chulas». Y eso era lo que había estado rumiando inconscientemente, la idea que lo acechaba y se le escapaba todo el tiempo. Si hubiese estado un poco más atento. Si hubiese sido más exhaustivo… En definitiva, si hubiese hecho su trabajo. Exhaló un suspiro. Ese suspiro especial a lo Gösta que había perfeccionado gracias a años enteros de entrenamiento. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Debía intentar enderezar las cosas en la medida de lo posible.
Salió del garaje y cogió el coche de policía que quedaba. Martin y Paula se habían llevado el otro a Uddevalla. Cuarenta minutos más tarde, aparcaba delante del hospital de Strömstad. La recepcionista lo informó de que el estado de Mattias era estable y le indicó cómo llegar a su habitación.
Respiró hondo antes de abrir la puerta. Seguramente habría allí alguien de su familia. A Gösta no le gustaba ver a los familiares. Todo resultaba siempre tan emocionalmente cargado, era tan difícil mantener la distancia con respecto al trabajo… Aun así, en algunas ocasiones había sorprendido a sus colegas y a sí mismo dando muestras de cierta sensibilidad en el contacto con personas que se hallaban en situaciones difíciles. Si tuviese fuerza y energía, tal vez habría podido usar ese talento en el trabajo y convertirlo en un recurso. Ahora, en cambio, era como un huésped raro al que él mismo no acogía demasiado bien.
–¿Lo habéis cogido? –Un hombre corpulento con traje y la corbata torcida se levantó al ver entrar a Gösta. Hasta ese momento, el hombre abrazaba a una mujer llorosa que, por la semejanza con el chico que yacía en la cama, debía de ser su madre. Aunque el parecido que Gösta advirtió procedía más bien del recuerdo del encuentro con el muchacho ante la casa de los Frankel. Porque, en efecto, el muchacho que yacía en la cama no se parecía a nadie. La cara era una pura inflamación, completamente llena de heridas con una zona amoratada. Tenía los labios tan hinchados que estaban al doble de su tamaño normal y no parecía capaz de ver más que parcialmente y por un ojo. El otro se veía totalmente cerrado por la inflamación.
–Cuando yo pille a ese… pandillero asqueroso… –maldijo el padre de Mattias cerrando los puños. Tenía los ojos llenos de lágrimas y Gösta volvió a reparar en el detalle de que aquello de las víctimas y los familiares y sus sentimientos era algo con lo que prefería no tener nada que ver.
Pero allí estaba. Y cuanto antes acabase, tanto mejor. Sobre todo, teniendo en cuenta que los remordimientos crecían por segundos mientras contemplaba el rostro maltratado de Mattias.
–Deje que la policía haga su trabajo –respondió Gösta sentándose en la silla que había junto a los padres del chico. Se presentó con su nombre y apellido, y miró a los ojos a los padres de Mattias a fin de asegurarse de que lo estaban escuchando.
–Hemos estado interrogando a Per Ringholm en la comisaría. Se ha confesado autor de la agresión, lo que tendrá consecuencias para él. En estos momentos, ignoro cuáles serán, eso es decisión del juez.
–Pero, lo tendrán encerrado, ¿verdad? –preguntó la madre de Mattias con voz trémula.
–Ahora mismo, no. El juez dictamina el encarcelamiento de un menor sólo en casos excepcionales. En la práctica, es una medida insólita. De modo que Per se ha ido a casa con su madre, mientras continúa la investigación. De todos modos, nos hemos puesto en contacto con los servicios sociales.
–O sea, que él se va a casa con su madre, mientras que mi hijo está aquí con… –La voz del padre de Mattias se quebró de pronto. El hombre miraba alternativamente a Gösta y a su hijo, sin comprender nada.
–Por el momento, sí. Pero habrá consecuencias. Se lo garantizo. En cualquier caso, ahora quisiera hacerle unas preguntas a su hijo, si es posible, para comprobar que no hemos dejado ningún cabo suelto.
Los padres de Mattias se miraron y asintieron.
–Vale, pero sólo si se siente con fuerzas. Sólo está despierto a ratos. Está tomando analgésicos.
–Iremos al ritmo que él aguante –aseguró Gösta en tono tranquilizador, al tiempo que acercaba la silla a la cama. Le costó un poco entender las palabras que el muchacho iba balbuciendo, pero finalmente su versión le confirmó cómo había sucedido todo. Y coincidía al cien por cien con lo que les había confesado Per.
–¿Podría tomarle las huellas dactilares?
Una vez más, los padres intercambiaron una mirada inquisitiva. Y, una vez más, el padre de Mattias tomó la palabra:
–Sí, supongo que no hay problema. Siempre que sea necesario para… –No concluyó la frase, sino que miró a su hijo con los ojos nuevamente anegados en lágrimas.
–Tardaré apenas un minuto –dijo Gösta sacando el material necesario.
Poco después, se hallaba de nuevo en el coche, aún en el aparcamiento, mirando la caja con las huellas de Mattias. Quizá no tuviese ninguna importancia para la investigación. Pero él había hecho su trabajo. Por fin. Era un flaco consuelo.
–Última parada por hoy, ¿no? –comentó Martin mientras se bajaban del coche ante la redacción del Bohusläningen.
–Sí, dentro de poco tendríamos que ir volviendo –convino Paula, mirando el reloj. Había recorrido en silencio todo el trayecto desde la oficina de los Amigos de Suecia, y Martin la dejó reflexionar tranquilamente. Comprendía que debía de ser difícil para ella verse frente a ese tipo de personas. Gente que la condenaba antes de que hubiese dicho «hola», y que sólo veía el color de su piel, nada más. También a él le resultaba desagradable, pero con su piel blanquísima llena de pecas y el pelo de un rojo encendido, no pertenecía al grupo de los que se veían expuestos a las miradas que sí le dedicaban a Paula. Cierto que, durante sus años escolares, había sufrido alguna que otra cancioncilla vejatoria por el color del pelo, pero de eso hacía ya mucho tiempo y no era lo mismo.
–Hola, buscamos a Kjell Ringholm –dijo Paula apoyándose en el mostrador de recepción.
–Un momento, le aviso enseguida. –La recepcionista cogió un auricular y anunció a Kjell Ringholm que tenía visita–. Pueden sentarse, no tardará en bajar a buscarlos.
–Gracias. –Ambos se sentaron a esperar en unos sillones que había dispuestos en torno a una mesa baja. Transcurridos unos minutos, vieron acercarse a un hombre con barriga incipiente y cabello oscuro y una barba muy poblada. Paula pensó que se parecía mucho a Björn*. O a Benny[7]. Nunca atinaba a distinguirlos.
–Kjell Ringholm –se presentó estrechándoles la mano con un apretón firme, casi doloroso, y Martin no pudo evitar un mohín–. Vengan, iremos a mi mesa. –El hombre los precedió y los fue guiando por la redacción, hasta que llegaron a su despacho.
–Por favor, tomen asiento. Creía que conocía a todos los policías de Uddevalla, pero debo confesar que ustedes son caras nuevas para mí. ¿Para quién trabajan? –Kjell se sentó detrás del escritorio, que tenía atestado de papeles.
–No somos de la policía de Uddevalla, sino de la comisaría de Tanumshede.
–Ajá, ¿no me diga? –preguntó Kjell sorprendido. Pero Paula tuvo la fugaz impresión de haber atisbado algo más que asombro, aunque desapareció como había venido–. ¿Y qué es lo que quieren? –Quiso saber Kjell, retrepado en la silla y con las manos cruzadas sobre la barriga.
–Ante todo veníamos a comunicarle que hoy hemos llevado a su hijo a comisaría porque ha agredido a un compañero de clase –comenzó Martin.
El hombre se irguió en la silla.
–¿Qué demonios están diciendo? ¿Han llevado a Per a comisaría? ¿A quién…? ¿Y cómo está…? –Se le entrecortaban las palabras, que le surgían de la garganta a borbotones, y Paula aguardó serena a que hiciera una pausa para despejar sus incógnitas.
–Golpeó a Mattias Larsson, un compañero de clase, en el patio del instituto. El chico está en el hospital de Strömstad y, según el último informe, se encuentra estable, aunque ha sufrido lesiones graves.
–¿Qué…? –A Kjell parecía costarle asimilar lo que le decían–. Pero ¿por qué no me ha llamado nadie antes? Me da la impresión de que ha sucedido hace tan sólo un par de horas.
–Per prefirió que llamáramos a su madre. Así que ella acudió a la comisaría y acompañó a Per durante el interrogatorio. Luego, lo dejamos ir a casa con ella.
–Sí, bueno, no es la situación ideal, como quizá hayan comprobado. –Kjell miraba con atención a Paula y a Martin.
–No, ya comprendimos durante el interrogatorio que había ciertos… problemas –Martin vaciló un instante–. De modo que le hemos pedido a los servicios sociales que vigile el tema.
Kjell dejó escapar un suspiro.
–Ya, tendría que haber tomado cartas en el asunto mucho antes… Pero siempre había algo que se interponía… No sé… –Hablaba con la vista fija en la foto de una mujer rubia con dos niños de algo menos de diez años. Durante unos instantes, reinó el silencio.
–¿Y qué pasará ahora?
–El juez estudiará el caso y emitirá una resolución sobre cómo debemos proceder. Pero el asunto es grave…
Kjell hizo un gesto con la mano.
–Lo sé, lo comprendo. Créanme si les digo que no me lo tomo a la ligera. Soy plenamente consciente de la gravedad. Pero, me gustaría saber de forma más concreta qué piensan que… –Volvió a mirar la foto, pero enseguida dirigió la vista de nuevo a los policías.
Fue Paula quien respondió.
–Es difícil decirlo. Pero supongo que tendrá que ir a un centro de rehabilitación para jóvenes.
Kjell asintió con gesto cansino.
–Sí, en cierto modo quizá sea lo mejor. Per lleva tiempo siendo… difícil, y quizá esto le haga comprender la gravedad de sus actos. Aunque no lo ha tenido fácil. Yo no siempre he estado ahí, como debía, y su madre… Bueno, ya vieron cuál es la situación. Claro que ella no siempre ha sido así, fue a raíz de la separación cuando… –Se le murió la voz y sus ojos buscaron de nuevo la instantánea–. Le afectó muchísimo.
–Hay otro asunto –continuó Martin inclinándose sin apartar la vista de Kjell.
–¿Sí?
–Pues sí, durante el interrogatorio salió a relucir el hecho de que Per asaltó una casa poco antes del verano, en junio. Y que el propietario de dicha casa, Erik Frankel, lo sorprendió. Por lo que nos dijo Per, usted no desconocía estos hechos, ¿no es así?
Kjell guardó silencio unos instantes, luego meneó despacio la cabeza.
–No, es cierto. Erik Frankel me llamó después de encerrar a Per en la biblioteca. Y yo fui a su casa. –Kjell Ringholm exhibió una sonrisa de amargura–. Fue muy gracioso, la verdad, ver a Per encerrado entre todos aquellos libros. Creo que es la única vez que ha estado cerca de ellos en toda su vida.
–No creo que un atraco tenga nada de gracioso –intervino Paula cortante–. Pudo haber terminado muy mal.
–Sí, lo sé, lo siento. Una broma de mal gusto –repuso Kjell excusándose con una sonrisa.
–Pero tanto Erik como yo estuvimos de acuerdo en no darle demasiada importancia. Él pensaba que sería suficiente con un escarmiento. No creía que Per fuese a repetir la hazaña, pero no fue así. Yo recogí a Per, lo reprendí duramente y, bueno… –Se encogió de hombros con un gesto de resignación.
–Aunque, al parecer, usted y Erik Frankel hablaron también de otro asunto, no sólo del intento de atraco de Per. El chico oyó a Erik decir que poseía cierta información que podía interesarle para su actividad periodística, y que habían acordado verse algo después. ¿Le suena?
Silencio total. Al cabo de unos instantes, Kjell meneó la cabeza.
–No, debo decir que no lo recuerdo, la verdad. Per debe de habérselo inventado, o quizá lo malinterpretó. Lo que acordamos Erik y yo fue que, si necesitaba datos sobre el nazismo, podría ponerme en contacto con él.
Martin y Paula lo observaron escépticos. Ninguno de los dos creía una palabra de lo que acababa de decir. Era obvio que mentía, pero no podían demostrarlo.
–¿Sabe si Erik y su padre tenían algún contacto? –preguntó Martin al cabo.
Kjell se relajó visiblemente, como aliviado al ver que abandonaban el tema anterior.
–No, que yo sepa. Pero, por otro lado, no tengo ni control sobre las actividades de mi padre ni excesivo interés en ellas. Salvo lo que incumbe a mis artículos.
–¿Y no le resulta extraño? –preguntó Paula llena de curiosidad–. Me refiero al hecho de condenar públicamente a su propio padre de ese modo.
–Usted más que nadie debería comprender la importancia de combatir la xenofobia –replicó Kjell–. Es como una metástasis cancerosa en nuestra sociedad, y debemos oponernos a ella con todos los medios a nuestro alcance. Y si resulta que mi padre forma parte de esa metástasis… Bueno, pues es su opción personal –aseguró subrayando su impotencia con un gesto–. Por lo demás, entre mi padre y yo no existe ningún vínculo, salvo el hecho de que dejó embarazada a mi madre. Durante toda mi infancia, no lo vi más que en salas de visita de la cárcel y, en cuanto me hice lo bastante mayor para pensar por mí mismo y tomar mis propias decisiones, comprendí que no es una persona a la que quiera incluir en mi vida.
–O sea, ¿ustedes dos no tienen ningún contacto? Pero ¿y Per, suele verlo? –intervino Martin, más por curiosidad que porque pensase que tuviera relevancia para la investigación.
–No, yo no tengo ningún contacto con él. Por desgracia, mi padre ha conseguido inculcarle a mi hijo un montón de tonterías. Cuando Per era pequeño, podíamos controlar que no tuviesen relación, pero ahora que es mayor y se mueve libremente… Bueno, no hemos podido evitarlo en la medida en que lo hubiésemos deseado.
–Bien, en fin, pues ya no tenemos mucho más que preguntar. Por ahora –añadió Martin al tiempo que se levantaba. Paula siguió su ejemplo. Ya en el umbral, Martin se dio media vuelta y preguntó:
–Está completamente seguro de que no tiene ninguna información sobre Erik Frankel que pudiera sernos de utilidad, ¿verdad?
Sus miradas se cruzaron un instante y se diría que Kjell dudaba. Pero finalmente, meneó la cabeza con firmeza y dijo:
–No, nada. Nada en absoluto.
Tampoco en esta ocasión lo creyeron los dos agentes.
Margareta estaba preocupada. Nadie cogía el teléfono en casa de sus padres desde que su padre estuvo en la suya el día anterior. Era muy extraño; e inquietante. Solían avisar siempre que iban a viajar a algún sitio, aunque últimamente no salían mucho. Y ella solía llamarlos todas las tardes para hablar con ellos un rato. Era como un ritual que llevaban muchos años manteniendo y no recordaba una sola ocasión en la que no hubiesen contestado. Ahora, en cambio, después de marcar un número que sus dedos conocían ya de memoria, el tono de llamada parecía resonar en el vacío, repitiéndose una y otra vez sin que nadie cogiese el auricular al otro lado del hilo telefónico. En realidad, le hubiese gustado acercarse a su casa la noche anterior, pero Owe, su marido, la convenció de que lo dejara para el día siguiente. Seguramente, le dijo, se habrían ido a dormir temprano. Pero ahora era de día, pronto sería media mañana, y seguían sin coger el teléfono. Margareta sintió crecer el desasosiego en su interior, hasta que se convirtió en la certeza de que algo había sucedido. No se le ocurría ninguna otra explicación.
Se puso los zapatos y el chaquetón y salió resuelta en dirección a la casa de sus padres. Estaba a diez minutos a pie, pero cada segundo que transcurría se recriminaba haberle hecho caso a Owe en lugar de ir a verlos la noche anterior. Allí había algo raro, lo presentía.
Cuando se encontraba a unos metros de la casa de sus padres, vio a alguien delante de la puerta. Entornó los ojos para distinguir quién era, pero, hasta que no estuvo más cerca, no comprobó que se trataba de la escritora aquella, Erica Falck.
–¿Puedo hacer algo por ti? –preguntó Margareta con tono amable, aunque su voz traslucía la preocupación que sentía.
–Pues…, bueno, venía a ver a Britta, pero parece que no hay nadie… –La mujer rubia parecía un tanto despistada al pie de la escalinata.
–Yo llevo llamándolos desde ayer noche, y nadie contesta, de modo que he venido a comprobar que están bien –explicó Margareta–. Puedes entrar conmigo y esperar en el vestíbulo. –Sobre la puerta de la casa había un voladizo. Margareta estiró el brazo por encima de una de las vigas que lo sostenían y cogió una llave. Le temblaba la mano levemente mientras intentaba abrir.
–Pasa, yo iré a ver –dijo sintiendo cierto alivio al no verse allí sola. En realidad, debería haber llamado a alguna de sus hermanas, o a las dos, antes de ir a casa de sus padres. Pero no habría podido ocultarles lo grave que le parecía la situación ni la preocupación que la devoraba por dentro.
Recorrió la planta baja y miró a su alrededor. Todo estaba limpio y ordenado, como de costumbre.
–¿Mamá? ¿Papá? –gritó sin obtener respuesta. Presa de un pánico incipiente, notó que le costaba respirar. Debería haber llamado a sus hermanas, debería haberlas llamado.
–Aguarda aquí, subiré a mirar –le dijo a Erica al tiempo que enfilaba la escalera. No apremió el paso, sino que fue subiendo despacio, muy despacio, hacia el piso de arriba. Reinaba una calma tan poco natural… Pero cuando llegó al último peldaño, oyó un ruido vago. Sonaba como si alguien estuviese sollozando. Como el llanto de un niño pequeño. Se quedó inmóvil un instante, para localizar el origen del sonido, y comprendió enseguida que procedía del dormitorio de sus padres. Con el corazón desbocado se dirigió apresuradamente hacia allí y abrió la puerta despacio. Le llevó unos segundos comprender la escena. Luego oyó, como de lejos, su propia voz pidiendo ayuda.
Fue Per quien abrió la puerta cuando llamó.
–Abuelo… –imploró el muchacho con la expresión de un cachorro necesitado de una palmadita.
–¿Qué demonios has hecho? –le espetó Frans con brusquedad apartándolo para entrar en el vestíbulo.
–Pero si yo… ese… ese idiota no decía más que un montón de basura. ¿Qué querías que hiciera? ¿Aguantarme y ya está? –Per sonaba herido. Creía que, si había alguien capaz de comprenderlo, ese sería el abuelo–. Además, no es nada comparado con las cosas que tú has hecho –replicó en tono rebelde, aunque sin atreverse a mirar a Frans a los ojos.
–¡Precisamente por eso, yo sé lo que digo! –Frans lo cogió por los hombros, lo zarandeó y lo obligó a mirarlo a los ojos.
–Vamos a sentarnos y a charlar un rato tú y yo, a ver si puedo inculcar algo de sentido común en esa cabeza tan dura que tienes. Por cierto, ¿dónde está tu madre? –Frans miró a su alrededor buscando a Carina, dispuesto a luchar por su derecho a estar allí y a hablar con su nieto.
–Supongo que estará durmiendo la mona –respondió Per dirigiéndose indolente a la cocina–. Empezó a beber ayer, en cuanto llegamos de la comisaría, y anoche, cuando me fui a la cama, aún seguía. Ahora llevo sin oírla unas horas.
–Voy a ver dónde está. Tú, entre tanto, pon una cafetera –le ordenó Frans.
–Pero si yo no sé cómo… –comenzó Per con voz quejumbrosa y protestona.
–Pues ya es hora de que aprendas –le espetó Frans ya camino del dormitorio de Carina.
–Carina –dijo en voz alta antes de entrar en la habitación. No obtuvo más que un fuerte ronquido por respuesta. La mujer estaba a punto de caerse de la cama y tenía un brazo en el suelo. Olía a alcohol revenido y a vómito.
–Joder –maldijo Frans en voz alta. Pero luego respiró hondo y se le acercó. Le puso una mano en el hombro y la zarandeó un poco.
–Carina, es hora de despertarse. –Ella seguía sin reaccionar. Frans miró a su alrededor. Se accedía al baño desde el dormitorio, de modo que entró y empezó a llenar la bañera. Mientras caía el agua, se puso a desnudarla con expresión asqueada. No tardó mucho, sólo llevaba el sujetador y las bragas. La llevó a la bañera envuelta en la colcha y la dejó caer en el agua sin más contemplaciones.
–¡Qué coño…! –bufó su ex nuera medio dormida–. ¿Qué coño haces?
Frans no respondió, sino que se acercó al armario, abrió la puerta y sacó ropa limpia que dejó sobre la tapa del retrete, junto a la bañera.
–Per ha puesto café. Lávate, vístete y baja a la cocina.
Por un instante, pareció que Carina quería protestar, pero al final asintió sumisa.
–Bueno, ¿has conseguido la proeza de poner una cafetera? –le preguntó a Per, que se examinaba las uñas sentado a la mesa de la cocina.
–Seguro que sabe a rayos –protestó enojado–, pero al menos parece que está saliendo algo.
Frans examinó la negrísima bebida que había empezado a gotear en la jarra.
–Sí, y parece que estará lo bastante concentrado, desde luego.
Abuelo y nieto se quedaron un buen rato sentados en silencio. Era tan extraño ver la propia historia reflejada en la de otra persona… Porque era innegable que veía en el chico rasgos de su padre. Del mismo padre al que hoy lamentaba no haber matado en su día. De haberlo hecho, quizá todo hubiese resultado diferente. Si hubiera utilizado la rabia que le hervía dentro contra quien en realidad la merecía. En cambio, se le disparó sin rumbo, sin destino. Aún llevaba dentro aquella rabia. Lo sabía. Sólo que no dejaba que arrasara sin ton ni son, como hacía cuando era más joven. Ahora era él quien controlaba la ira, no al revés. Y era lo que debía hacer comprender a su nieto. La ira no tenía nada de malo, pero se trataba de ser uno mismo quien decidiese el momento de dejarla libre. Que la rabia era como una flecha arrojada con puntería, no como un hacha que uno iba blandiendo de un lado a otro sin dirección. Él había probado aquel camino. Y lo único que le había reportado era una vida transcurrida principalmente en la cárcel y un hijo que apenas soportaba mirarlo siquiera. No había nadie más. Los miembros de la asociación no eran amigos. Jamás cometió el error de tomarlos por tales ni de intentar que llegaran a serlo. Todos rebosaban su propia ira personal, que impedía que se estableciesen entre ellos ese tipo de vínculos. Compartían un objetivo. Eso era todo.
Miraba a Per y veía a su padre. Pero también a sí mismo. Y a Kjell. Al hijo al que se esforzó por conocer durante las breves visitas en las salas de las instituciones penitenciarias y en los no menos breves períodos que pasaba fuera de ellas. Una empresa condenada al fracaso. Como así sucedió, de hecho. En honor a la verdad, ni siquiera sabía si quería a su hijo. Quizá lo quiso en su día. Quizá le saltaba el corazón en el pecho cuando Rakel llegaba a la cárcel con el hijo de ambos. Ya no lo recordaba.
Lo extraño era que ahora, sentado en la cocina con su nieto, el único amor que era capaz de recordar como tal era el que había sentido por Elsy. Un amor de sesenta años de edad y, aun así, el único que se había grabado a fuego en su memoria. Ella y su nieto. Eran las únicas personas por las que se preocupó en su vida. Las únicas que habían logrado provocar en él algún sentimiento. Por lo demás, todo estaba muerto. Su padre lo había matado todo. Hacía mucho que Frans no pensaba en ello. Que no pensaba en su padre. Que no pensaba en todo lo demás. Hasta ahora que el pasado había resucitado de nuevo a la vida. Y ya era hora de pensar en ello.
–Kjell se pondrá hecho una furia si se entera de que has estado aquí –advirtió Carina desde el umbral. Se tambaleaba levemente, pero estaba limpia y vestida. Tenía el pelo mojado y le goteaba, pero se había puesto una toalla en los hombros para no mojarse el jersey.
–No me importa lo que piense Kjell –replicó Frans levantándose para servirse un café y ponerle otro a Carina.
–No parece que eso pueda beberse… –objetó Carina, que ya se había sentado y ahora estudiaba el contenido de la taza, llena hasta el borde de un café negro como la pez.
–Bébetelo sin rechistar –ordenó Frans mientras abría armarios y cajones.
–¿Qué haces? –preguntó Carina antes de tomar un sorbo de café. Hizo una mueca de disgusto–. ¡Eh, deja en paz mis armarios!
Frans no respondió, sino que empezó a sacar una a una las botellas y a vaciarlas en el fregadero.
–¡No tienes derecho a inmiscuirte en esto! –le gritó Carina. Per se levantó con la intención de marcharse.
–Tú te quedas ahí –lo conminó Frans señalándolo con un dedo imperioso–. Ahora vamos a ir al fondo de todo esto.
Per obedeció en el acto y se desplomó de nuevo en la silla.
Una hora más tarde, cuando Frans había terminado de verter todo el alcohol, sólo quedaban las verdades.
Kjell miraba fijamente la pantalla. Los remordimientos lo importunaban sin tregua. Desde que los policías fueron a verlo el día anterior, había pensado en ir a casa de Per y Carina. Pero no tuvo fuerzas para ello. No sabía por dónde iba a empezar. Lo que más pavor le causaba era notar que empezaba a rendirse. Podía combatir a enemigos externos hasta la saciedad. Podía enfrentarse a los políticos y a los neonazis y luchar contra molinos de viento, por gigantescos que fueran, sin sentir el menor atisbo de agotamiento. Pero cuando se trataba de la que fue su familia, cuando se trataba de Per y Carina, era como si no le quedase un ápice de fortaleza. Debían de haberla devorado los remordimientos.
Contempló la fotografía de Beata y los niños. Claro que quería a Magda y a Loke, y que no le gustaría perderlos… Pero, al mismo tiempo, todo sucedió tan rápido y terminó tan mal. Se vio abocado a una situación en la que sólo cabía él, y aún se preguntaba si no entrañaría más perjuicios que beneficios. Quizá no fue el momento adecuado. Tal vez se encontraba en la crisis de los cuarenta o algo así, y Beata apareció en el momento más inoportuno. Al principio no podía creerse que fuera cierto. Que una chica joven y guapa se interesara por él, que debía de ser un viejo a sus ojos. Pero así era. Y él no supo resistirse. Acostarse con ella, sentir su cuerpo desnudo y firme, y la admiración que le profesaba como un foco potente, todo ello fue como una embriaguez. No fue capaz de pensar con claridad, ni de dar un paso atrás y adoptar ninguna decisión racional, sino que se dejó llevar, se dejó embriagar. Lo irónico, no obstante, era que acababa de experimentar los primeros síntomas de la desaparición de aquella embriaguez justo cuando la situación se le escapaba de las manos. Había empezado a cansarse de no hallar nunca oposición real en las discusiones, de que ella no supiese nada ni de los viajes a la Luna ni de la revolución en Hungría. Incluso había empezado a cansarse de la sensación de su piel tersa en los dedos.
Aun recordaba con claridad el instante en que todo ocurrió. Lo recordaba como si hubiese sido ayer. La cita en la cafetería. Sus ojos azules cuando, radiante de alegría, le reveló que iba a ser padre, que iban a tener un hijo. Y que ahora tenía que contárselo a Carina, tal y como le había prometido.
Recordaba cómo, en ese instante, comprendió perfectamente su error. Recordaba la sensación de pesadumbre en el corazón, la certeza de que el error era irreparable. Por un instante, sopesó la posibilidad de dejarla allí sentada a la mesa, sin más. Dejarla e irse a casa a tumbarse con Carina en el sofá, a ver con ella las noticias mientras su hijo Per, de cinco años, dormía tranquilo en su cama.
Pero su instinto viril le decía que no existía para él alternativa. Había amantes que no se lo contaban a las mujeres. Y había otras que sí lo hacían. Y él sabía también por instinto a qué categoría pertenecía Beata. Ella no se detendría a pensar qué vidas destrozaba si él destrozaba la suya. Beata pisotearía su vida, destruiría toda su existencia sin volver la vista atrás. Y lo dejaría allí, en medio de los despojos.
Kjell lo sabía y había elegido el camino del hombre cobarde. No soportó la idea de quedarse solo. De verse en un triste piso de soltero mirando las paredes y preguntándose adónde demonios había ido a parar su vida. De modo que eligió el único camino que se le ofrecía. El camino de Beata. Ella ganó la batalla. Y él dejó a Carina y a Per. Como desechos en el camino. Despreciados por sus propios ojos. Insuficientes. Había humillado y herido a Carina. Y había perdido a Per. Ese fue el precio que tuvo que pagar por la sensación de una piel joven en las yemas de los dedos.
Tal vez hubiese podido conservar a Per. Si hubiera tenido la fuerza suficiente de imponerse a la culpa que le pesaba como una losa en el pecho cada vez que pensaba en aquellos a los que había abandonado. Pero no fue capaz. Hizo apariciones esporádicas, jugó a representar el papel de autoridad, jugó a ser padre en contados momentos con un resultado lamentable.
Y ahora ya había perdido a su hijo. Era un extraño para él. Y Kjell se sentía incapaz de volver a intentarlo. Se había vuelto como su padre. Esa era la amarga verdad. Había dedicado toda la vida a odiar a su padre por haberlos relegado a él y a su madre y haber elegido una vida que los excluía.
Y ahora se daba cuenta de que él había hecho exactamente lo mismo.
Kjell dio un puñetazo en la mesa, con la idea de que el dolor físico sustituyese al que sentía en el corazón. No sirvió de nada, así que abrió el último cajón para echarle un vistazo a lo único que podía apartar sus pensamientos de aquel lugar que tan tortuoso le resultaba visitar.
Se quedó mirando la carpeta. Por un instante, estuvo tentado de dejarle el material a la policía, pero el profesional que llevaba dentro puso el freno en el último momento. No era mucho lo que le había proporcionado Erik. Cuando fue a visitarlo a su despacho, se anduvo por las ramas un buen rato, como si dudara de qué era lo que quería contar, y de cuánto quería revelar. Durante unos segundos, dio la impresión de que daría media vuelta y se marcharía sin haberle transmitido ninguna información.
Kjell abrió la carpeta. Le habría gustado hacerle a Erik más preguntas y averiguar qué quería que hiciera exactamente, en qué dirección debía buscar. Lo único que tenía eran unos artículos de periódico que Erik le había entregado, sin más comentarios, sin más aclaraciones.
–¿Qué se supone que tengo que hacer con esto? –le preguntó Kjell cuando Erik se lo entregó.
–Ese es tu trabajo –le respondió Erik–. Comprendo que pueda resultar extraño, pero me es imposible darte todas las respuestas. No soy capaz. Te facilito las herramientas, tú tendrás que hacer el resto.
Y luego se marchó. Dejó a Kjell ante el escritorio con una carpeta que contenía tres artículos.
Kjell se rascó la barba y abrió la carpeta. Ya había leído el material varias veces, pero siempre sucedía algo que le impedía ponerse a trabajar con él a fondo. En honor a la verdad, también se había cuestionado la utilidad de dedicarle a aquello un montón de horas. Tal vez el viejo estuviese chocheando, ¿y por qué no le hablaba claramente, si es que de verdad tenía el material explosivo que le había dado a entender que poseía? Sin embargo, ahora la situación había cambiado por completo. Ahora Erik Frankel había muerto asesinado. Y, de repente, aquella carpeta ardía en las manos de Kjell.
Había llegado el momento de remangarse y ponerse a trabajar. Y, además, ya sabía perfectamente por dónde empezar. El único denominador común de los tres artículos. Un hombre de la resistencia noruega llamado Hans Olavsen.