–¡Hola, ya estamos en casa! –Patrik cerró la puerta y dejó a Maja sentada en el suelo del vestíbulo. La pequeña puso enseguida rumbo al interior de la casa y Patrik tuvo que agarrarla del abrigo para detenerla.

–Oye, oye, señorita, antes de ir a ver a mamá hay que quitarte los zapatos y el abrigo. –Una vez que hubo terminado, la dejó ir.

–¿Erica? ¿Estás en casa? –gritó Patrik. No obtuvo respuesta pero aguzó el oído y percibió un parloteo procedente de la primera planta. Cogió a Maja en brazos y subió al despacho de Erica.

–¡Hola! Estás aquí…

–Sí, hoy he adelantado unas cuantas páginas. Y luego ha venido Anna y nos hemos tomado un café. –Erica sonrió con los brazos extendidos hacia Maja. La pequeña se le acercó tambaleándose y le plantó en la boca un beso lleno de saliva. Erica frotó la nariz con la de Maja, que hipaba de risa. Los besos de esquimal eran su especialidad.

–¿Cómo es que habéis estado fuera tanto tiempo? –comentó Erica dirigiéndose a Patrik.

–Pues es que tuve que intervenir un poco en el trabajo –explicó Patrik lleno de entusiasmo–. La nueva colega parece muy buena, pero no habían pensado en todos los aspectos, claro, así que me fui con ellos a Fjällbacka a hacer unas entrevistas, que nos han llevado a establecer la fecha en la que pudieron asesinar a Erik Frankel y… –Se detuvo en mitad de la frase al ver la expresión de Erica. Y cayó enseguida en la cuenta de que debería habérselo pensado dos veces antes de abrir la boca.

–¿Y dónde ha estado Maja mientras tú «intervenías un poco en el trabajo»? –preguntó Erica destilando hielo en la voz.

Patrik se retorcía preguntándose si no tendría la gran suerte de que saltara la alarma de incendios, por ejemplo. Pero no, era evidente que no. Respiró hondo y se lanzó al abismo.

–Annika se quedó cuidándola un rato. En la comisaría. –No se explicaba cómo podía sonar tan mal ahora que lo expresaba con palabras y en voz alta, cuando antes ni se había planteado que no fuese lo ideal.

–O sea, que Annika se quedó cuidando de nuestra hija en la comisaría mientras tú salías a trabajar un par de horas, ¿lo he entendido bien?

–Esto… sí… bueno… –balbució Patrik buscando febrilmente algún modo de utilizar la situación a su favor–. Maja se lo ha pasado estupendamente. Al parecer, ha comido muy bien y luego Annika se la llevó a dar un breve paseo hasta que se durmió en el cochecito.

–Estoy convencida de que Annika ha hecho un excelente trabajo como canguro. No se trata de eso. Lo que me indigna es que tú y yo habíamos acordado que tú cuidarías de Maja mientras yo me concentraba en el trabajo. Y no digo que tengas que pasar con ella todos y cada uno de los minutos del día hasta el mes de enero, seguramente tendremos que recurrir a alguna canguro. Pero a mí me parece que es algo pronto para que se la dejes a la secretaria de la comisaría y te largues a trabajar después de tan sólo una semana de baja paternal, ¿no crees?

Patrik sopesó un instante si no sería aquella una pregunta retórica, pero, puesto que parecía estar esperando una respuesta, comprendió que no era el caso.

–Pues… ahora que lo dices… bueno, sí, claro que no ha sido muy buena idea… Pero es que ni siquiera habían comprobado si Erik tenía pareja o se veía con alguien, me entraron tantas ganas de hacer algo que… Bueno, ha sido una tontería por mi parte –reconoció rematando así su perorata incoherente. Acto seguido, se pasó la mano por el pelo, que quedó tan desgreñado como sus razones.

–A partir de este momento, nada de trabajo. Te lo prometo. Sólo la pequeña y yo. Es un pacto –aseguró levantando los dos pulgares en un intento por parecer tan digno de confianza como fuese posible. Erica parecía tener más cosas que decirle, pero luego dejó escapar un hondo suspiro y se levantó de la silla.

–Bien, cariño, tú no pareces haber sufrido lo más mínimo. ¿Le decimos a papá que está perdonado y bajamos a hacer la comida? –Maja asintió vehemente–. Papá nos preparará espaguetis a la carbonara, para compensar –añadió Erica bajando los peldaños con Maja en la cadera. Maja volvió a asentir con más entusiasmo aún: los espaguetis a la carbonara de papá eran uno de sus platos favoritos.

–¿Y, entonces, qué habéis averiguado? –preguntó Erica unos minutos más tarde, cuando, sentada a la mesa de la cocina, observaba cómo Patrik freía el beicon y ponía a cocer los espaguetis. Maja se había instalado delante del televisor y del programa infantil Bolibompa, lo que les permitía un respiro de conversación adulta.

–Lo más probable es que muriera entre el 15 y el 17 de junio –declaró removiendo el contenido de la sartén–. ¡Ay, joder! –Parte de la mantequilla derretida le salpicó y le quemó el brazo–. Mierda, cómo duele. Suerte que no se pone uno a freír beicon desnudo.

–¿Sabes qué, querido? Yo también opino que es una suerte que no te pongas a freír el beicon desnudo… –Erica le guiñó un ojo y él se le acercó y la besó en la boca.

–O sea, que vuelvo a ser «querido», ¿no? ¿Vuelvo a tener puntos de sobra?

Erica fingió reflexionar.

–Bueno, tanto como de sobra no diría yo, pero vuelves a estar a cero. Aunque, si la carbonara te sale buena de verdad, volverás a estar por encima…

–Y tú, ¿qué tal te ha ido hoy? –se interesó Patrik volviendo a los fogones para continuar con la cena. Con mucho cuidado, fue retirando de la sartén las tiras de beicon y poniéndolas sobre una hoja de papel de cocina para que escurrieran. El truco de una buena carbonara era que el beicon estuviese crujiente de verdad: no existía nada más asqueroso que el beicon blandengue.

–Pues, no sé por dónde empezar… –dijo Erica exhalando un suspiro. En primer lugar, le refirió el motivo de la visita de Anna y le habló de los problemas que llevaba aparejados la condición de madrastra de una adolescente. Luego se armó de valor y le contó su visita a casa de Britta. Patrik dejó la sartén y se la quedó mirando perplejo.

–¿Fuiste a su casa para interrogarla? ¿Y resultó que la buena mujer tiene Alzheimer? No me extraña que su marido se pusiera furioso contigo, yo habría reaccionado igual.

–Sí, ya, muchas gracias, Anna me dijo lo mismo, así que ya he recibido bastantes recriminaciones por hoy, gracias, gracias. –Erica se ensombreció–. Debo decir que, cuando fui a verla, no lo sabía.

–¿Y qué te dijo? –quiso saber Patrik mientras echaba los espaguetis en el agua hirviendo.

–Sabrás que esa cantidad bastaría para un regimiento, ¿verdad? –observó Erica al ver cómo caían en la cacerola casi dos tercios del paquete.

–¿Quién está cocinando, tú o yo? –preguntó Patrik haciéndole un gesto de advertencia con la rasera–. Bueno, cuéntame, ¿qué te dijo?

–Pues, para empezar, parece que mi madre y ella se veían mucho de jóvenes. Resulta que formaban una pandilla bastante unida, ellas dos, Erik Frankel y un tal Frans.

–¿Frans Ringholm? –preguntó Patrik muy interesado sin dejar de remover los espaguetis.

–Sí, creo que se llama asi. Frans Ringholm. ¿Por qué? ¿Lo conoces? –Erica lo observaba llena de curiosidad, pero Patrik se encogió de hombros y negó con un gesto.

–¿Te dijo algo más? ¿Tenía algún contacto con Erik o con Frans en la actualidad? O con Axel, claro.

–No lo creo –respondió Erica–. No parecía que ninguno de ellos hubiese mantenido el contacto con los demás, pero puede que me equivoque. –Enarcó una ceja y adoptó una expresión reflexiva, como si estuviese repasando mentalmente la conversación.

–Hubo algo… –añadió Erica despacio. Patrik dejó de remover y se concentró en escucharla con atención.

–Es que dijo algo… En fin, dijo algo sobre «viejos huesos» de Erik. Y algo así como que debían descansar en paz. Y que Erik había dicho… Bueno, nada, porque luego se perdió en la bruma y ya no pude averiguar nada más. A esas alturas estaba bastante perturbada, así que no sé cuánta importancia debo concederle a sus palabras. Seguro que no eran más que sinsentidos.

–Yo no estaría tan seguro –opinó Patrik pensativo–. No estaría tan seguro. Es la segunda vez que oigo hoy la expresión «viejos huesos» en relación con Erik. Viejos huesos… ¿Qué demonios significará?

Y mientras Patrik reflexionaba, el agua de la pasta se salió de la cacerola.

Frans se había preparado a conciencia para la reunión. El consejo de administración se reunía una vez al mes, y eran muchos los puntos del orden del día. Pronto habría elecciones, y tenían por delante uno de los mayores retos que se les presentaban.

–¿Ya estamos todos? –Miró en torno a la mesa y contó en silencio a los otros cinco miembros del consejo. Todos eran hombres. La balanza de la igualdad aún no había alcanzado las organizaciones neonazis. Seguramente tampoco llegara a hacerlo nunca.

Bertolf Svensson les había cedido el local de Uddevalla: ahora se hallaban en el sótano del bloque de su propiedad. Por lo general, se usaba como local de reuniones de la comunidad y para las celebraciones de los vecinos, y aún se apreciaban las consecuencias de la fiesta organizada por alguno de ellos. Además, tenían acceso a una oficina en el mismo edificio, pero se trataba de una sala demasiado pequeña para asambleas de grupo.

–No han limpiado bien después de la fiesta. Tendré que mantener una conversación con ellos cuando acabe la reunión –masculló Bertolf dándole una patada a una botella vacía de cerveza, que salió rodando por el suelo.

–Venga, centrémonos en el orden del día –ordenó Frans. No tenían tiempo que perder hablando de tonterías.

–¿Cómo llevamos los preparativos? –Frans se dirigió a Peter Lindgren, el más joven de los miembros del consejo. Lo habían elegido como coordinador de la campaña, pese a la protesta expresa de Frans. Sencillamente, no confiaba en él. Ese mismo verano lo habían detenido por agresión a un somalí en la plaza de Grebbestad, y Frans no creía que fuese capaz de conservar la calma en la medida necesaria en aquellos momentos.

Como para confirmar sus sospechas, Peter evitó la pregunta y dijo:

–¿Os habéis enterado de lo que ha ocurrido en Fjällbacka? –preguntó riendo–. Al parecer, alguien ha aplicado el procedimiento abreviado con ese puto traidor a la raza de Frankel.

–Sí, pero puesto que confío en que ninguno de los nuestros haya tenido nada que ver con ese asunto, propongo que volvamos al orden del día –atajó Frans clavándole a Peter la mirada. Se hicieron unos minutos de silencio, mientras los dos se batían en un combate sin palabras.

Hasta que Peter bajó la vista.

–Vamos por buen camino. Últimamente hemos conseguido buenos resultados en el reclutamiento y nos hemos asegurado de que todos, tanto los nuevos miembros como los antiguos, estén dispuestos a llevar a cabo parte del trabajo de campo y a difundir el mensaje en mayor medida hasta las elecciones.

–Bien –aprobó Frans parcamente–. ¿Y el registro del partido? ¿Las papeletas para la votación?

–Bajo control. –Peter tamborileaba en la mesa con los dedos, manifiestamente irritado al ver que lo interrogaban como a un colegial. No pudo desaprovechar la ocasión de darle a Frans un golpe bajo.

–Así que fracasaste a la hora de proteger a tu viejo amigo. ¿Tan importante era que pensabas que valía la pena dar la cara por él? La gente ha estado hablando de ello, ¿sabes? Y cuestionando tu lealtad…

Frans se levantó y clavó los ojos en Peter. Werner Hermansson, que estaba sentado enfrente, lo agarró del brazo.

–No le hagas caso, Frans. Y tú, Peter, a ver si te tranquilizas, joder. Esto es ridículo. Hemos venido a hablar de cómo abrirnos paso, no a ponernos verdes unos a otros. Venga, estrechaos la mano. –Werner miró a Peter y a Frans con expresión suplicante. Aparte de Frans, él era el socio más antiguo de Amigos de Suecia y el que más lo conocía. Y, en esta ocasión, no era el bienestar de Frans lo que le preocupaba, sino el de Peter. Werner sabía lo que Frans era capaz de hacer.

Por un instante, la situación pareció congelarse, como esperando a resolverse. Al cabo de unos segundos, Frans volvió a sentarse.

–Aun a riesgo de parecer pesado, sugiero que volvamos al orden del día. ¿Alguna objeción? ¿Alguna otra chorrada en la que debamos perder nuestro tiempo? ¿Bien? –Fue clavando la mirada en todos y cada uno de los congregados hasta que bajaron la vista. Entonces continuó.

»Parece que la mayor parte de los aspectos prácticos están bien encauzados. De modo que, ¿qué os parece si hablamos de las cuestiones que debemos subrayar en la declaración del partido? He estado hablando con una serie de personas de la comarca, y tengo la clara sensación de que en esta ocasión podemos llegar hasta el consejo municipal. La gente se ha dado cuenta de lo blandos que han sido el Gobierno y el ayuntamiento en las cuestiones de inmigración. Ven que sus puestos de trabajo van a parar a manos de no suecos. Ven que las ayudas sociales destinadas al mismo grupo absorben la economía municipal. Reina el descontento general con cómo se han gestionado las cosas en el plano municipal, y esa es una circunstancia que debemos aprovechar.

El teléfono de Frans resonó estridente en el bolsillo.

–Joder. Perdonad, se me había olvidado apagarlo. Lo haré ahora mismo. –Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y miró la pantalla. Reconocía el número, era el de la casa de Axel. Cortó la llamada y apagó el teléfono.

–Perdón. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, se nos presenta una situación de lo más halagüeña para poder utilizar la ignorancia de que ha dado muestras el ayuntamiento a la hora de abordar la cuestión de los refugiados…

Y así continuó hablando. Todos los allí reunidos lo miraban con suma atención. Pero en sus cabezas los pensamientos tomaban otro rumbo muy distinto.

La decisión de saltarse la clase de matemáticas no le costó el menor esfuerzo. Si había alguna clase a la que ni soñaba con asistir, esa era la de matemáticas. Tanto número y esas cosas le producían un desagradable hormigueo. Sencillamente, no entendía nada. En cuanto intentaba sumar o restar algo, se hacía un lío fenomenal en la cabeza. Y, además, ¿para qué quería él tanta cuenta? Él no pensaba ser un tío de esos que se dedican a la economía ni a ninguna otra cosa igual de aburrida, era una pérdida de tiempo pasarse los días sudando tinta china con los números.

Per encendió otro cigarrillo y oteó el patio del colegio. Los demás se habían largado a Hedemyrs para ver si podían pillar algo que meterse en los bolsillos. Pero a él no le apetecía acompañarlos. Se había quedado a dormir en casa de Tomas y estuvieron jugando a Tomb Raider hasta las cinco de la mañana. Su madre lo llamó por teléfono varias veces, así que al final terminó por apagarlo. Él habría preferido quedarse en la cama holgazaneando, pero la madre de Tomas los puso en la puerta cuando ella se fue al trabajo, así que se fueron a la escuela, a falta de otra cosa mejor que hacer.

Pero ya empezaba a sentir un aburrimiento tremendo. Quizá debería haberse ido con la pandilla, a pesar de todo. Se levantó del banco para ir con ellos, pero volvió a sentarse al ver que Mattias salía por la puerta de la escuela, seguido de aquella tía relamida tras la cual iban todos, por alguna razón. Y él, que nunca había pillado qué le veían a Mia… Aquel rubio tipo santa Lucía no era lo suyo.

Prestó atención por si oía la conversación. El que más hablaba era Mattias, y debía de estar diciendo algo interesante, porque los ojos maquillados de Mia, de un azul infantil, irradiaban fascinación. Cuando estuvieron más cerca, Per oyó algún retazo de la conversación. Se mantuvo inmóvil. Mattias estaba tan ocupado en conseguir meterse dentro del pantalón de Mia que no se percató de que Per estaba a unos metros.

–Ja, ja, tendrías que haber visto la cara que se le quedó a Adam cuando lo vio. Pero yo me di cuenta enseguida de lo que había que hacer y le dije que se apartara despacio, para no destruir ninguna huella.

–¡Oh…! –exclamó Mia llena de admiración.

Per se rio para sus adentros. Joder, qué bien se lo había montado Mattias.

Continuó prestando atención.

–Y ya te digo, lo más guay es que nadie, salvo nosotros, se atrevió a presentarse allí. Los demás hablaban mucho, pero ya te digo, una cosa es decirlo y otra es hacerlo, claro…

Per ya había oído bastante. Dejó el banco de un salto y alcanzó a Mattias. Antes de que este hubiese podido comprender lo que pasaba, Per se le abalanzó por detrás y lo tiró al suelo. Se sentó sobre su espalda, le retorció un brazo hasta que empezó a gritar de dolor y luego le agarró un buen mechón de la melena. Aquella ridícula pelambrera de surfista le venía que ni pintada para ese fin. Luego levantó la cabeza de Mattias y la aplastó contra el asfalto. Ignoró el hecho de que Mia gritaba a tan sólo unos metros; luego echó a correr en dirección a la escuela para pedir ayuda. En lugar de detenerse, le dio otro golpe contra el duro suelo y, al ritmo de los cabezazos, le susurró:

–¿Qué coño es esa mierda que estás contando? Eres una mierda de tío y no te vayas a creer que pienso permitirte que vayas por ahí dándote pisto, puto… tontaina… –Per estaba tan iracundo que lo veía todo negro a su alrededor, ya no existía nada, salvo él y Mattias. Y lo único que sentía era el pelo de Mattias en la mano, la fuerza del retroceso, que le atravesaba la mano cada vez que la cabeza de Mattias se estrellaba contra el asfalto. Lo único que veía era la sangre que empezaba a teñir la capa negra que se extendía bajo la cabeza de Mattias. La contemplación de aquellas manchas rojas lo llenó de bienestar. Y ese bienestar alcanzó lo más recóndito de su pecho, acariciándolo, cuidándolo, proporcionándole una calma que rara vez solía sentir. No intentó combatir la rabia, sino que permitió que inundase su ser, cedió a ella con avidez, disfrutando de la sensación de algo primitivo que anulaba todo lo demás, todo lo complejo y triste y pequeño. No quería parar, no podía parar. Siguió gritando y golpeando, siguió mirando la masa roja, pastosa y húmeda cada vez que levantaba la cabeza de Mattias, hasta que notó que alguien lo agarraba por detrás y lo apartaba de un tirón.

–¿Qué demonios estás haciendo? –Per se dio la vuelta y miró casi con asombro el semblante airado y horrorizado del profesor de matemáticas. Arriba, desde todas las ventanas de la escuela, asomaban montones de ojos inquisitivos y en el patio ya se había congregado un pequeño grupo de curiosos. Per miraba impávido el cuerpo inerte de Mattias y se dejó arrastrar otros cuantos metros lejos de su víctima.

–¡Qué coño! ¿Es que estás mal de la cabeza? –El rostro del profesor de matemáticas estaba a tan sólo unos centímetros del suyo. Le gritaba en voz muy alta, pero Per le volvió la cara con indiferencia.

Había sido tan agradable durante unos minutos… Ahora sólo sentía vacío.

Se quedó un buen rato mirando las fotos del pasillo. Tantos momentos de alegría. Tanto amor. La foto en blanco y negro de la boda, en la que se los veía más rígidos de lo que en realidad se sentían. Anna-Greta en los brazos de Britta y él detrás de la cámara. Si no recordaba mal, después de hacer la instantánea dejó la cámara y cogió en brazos a su hija por primera vez. Britta se puso algo nerviosa y le rogó que le apoyase bien la cabeza, pero fue como si supiera hacerlo por instinto. Y, a partir de aquel momento, siempre se implicó en el cuidado de las hijas, mucho más de lo que se esperaba de un hombre en su época. En numerosas ocasiones lo reconvino su suegra, porque, según decía, cambiar pañales o bañar bebés no era cosa de hombres. Pero él no podía evitarlo. Le resultaba tan natural hacerlo, y tampoco le parecía justo que Britta cargase con todo el trabajo de tres niñas que, además, se llevaban tan poco. En realidad, les habría gustado tener más hijos, pero después del tercer parto, que resultó diez veces más complicado que los dos primeros juntos, el doctor se lo llevó a un lado y le dijo que el cuerpo de Britta no aguantaría uno más. Y Britta lloró. Bajó la cabeza y, sin mirarlo y sin dejar de llorar, le pidió perdón por no haberle dado un varón. Él se quedó atónito. Jamás se le habría ocurrido desear nada distinto de lo que tenían. Rodeado de sus cuatro chicas, se sentía más rico de lo que debería estar permitido. Le llevó un rato convencerla de ello, pero cuando Britta comprendió que le hablaba con total sinceridad, enjugó sus lágrimas y ambos se concentraron en las niñas que juntos habían traído al mundo.

Ahora tenían a muchos más a los que amar. Las niñas habían tenido hijos, que Herman y Britta adoraban, y, una vez más, él tuvo ocasión de demostrar sus habilidades a la hora de cambiar pañales cuando sus hijas y sus familias necesitaban ayuda. Pero Britta y él se sentían agradecidos y felices de tener un sitio, de tener a quien ayudar, a quien amar. Y ahora tenía hijos incluso alguno de los nietos. Cierto que los dedos de Herman se comportaban de un modo algo más torpe, pero con esos pañales nuevos y tan ingeniosos que llamaban Up and Go sí que se las arreglaba para cambiarlos aún de vez en cuando. Meneó la cabeza. ¿Adónde habían ido a parar los años?

Subió al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Britta estaba echando el sueñecito de mediodía. Habían tenido un mal día. En varias ocasiones, Britta no lo reconoció y, a ratos, creía encontrarse en casa de sus padres. Preguntó por su madre. Y, luego, con el terror en la voz, por su padre. Herman le acarició la cabeza y le aseguró una y otra vez que hacía ya muchos años que su padre no estaba. Que ya no podía lastimarla.

Le acarició la mano que descansaba sobre la colcha de ganchillo. Arrugada, con las mismas manchas que a él le habían salido con el paso del tiempo. Pero aún conservaba los dedos largos y elegantes. Sonrió para sí al observar que se había pintado las uñas de rosa. Britta siempre había sido un tanto presumida, jamás abandonó esa propensión. Pero él no se quejaba. Su mujer siempre había sido hermosa y, en cincuenta y cinco años de matrimonio, jamás había dedicado a otra ni un pensamiento ni una mirada.

Los párpados cerrados revelaron un leve movimiento de los ojos. Estaría soñando. A Herman le habría gustado poder entrar en sus sueños. Vivir en ellos con ella y fingir que todo era como antes.

Hoy, en su estado de perturbación, Britta había hablado de aquello que habían acordado no volver a mencionar jamás. Pero su cerebro se descomponía y se corrompía, y con él los diques y muros que, a lo largo de los años, habían levantado en torno a su secreto. Llevaban tanto tiempo compartiéndolo que, en cierto modo, se había entremezclado con el brocado de sus vidas hasta hacerse invisible. Finalmente, se permitieron relajarse y olvidar.

La visita de Erik no le sentó nada bien. En absoluto. Abrió en el muro una grieta que ahora se ensanchaba por momentos. Si no la sellaba bien, un aluvión torrentoso irrumpiría arrollándolos a todos.

Pero ya no tenían que preocuparse más por él. No, ya no tenían que preocuparse más. Herman continuó acariciándole la mano.

–Ah, por cierto. Ayer se me olvidó decirte que Karin llamó. Habéis quedado para dar un paseo a las diez. En la farmacia.

Patrik se detuvo en seco.

–¿Karin? ¿Hoy dentro de… –hizo una pausa para mirar el reloj– …media hora?

Sorry –replicó Erica en un tono que indicaba claramente que no lo lamentaba lo más mínimo. Luego lo dulcificó y añadió:

–Pensaba ir a la biblioteca para buscar algo de información, así que si Maja y tú estáis listos dentro de veinte minutos, puedo llevaros.

–¿Y a ti… –Patrik vaciló un instante– …no te molesta?

Erica se le acercó y lo besó en los labios.

–Los paseos con tu ex mujer son una bagatela en comparación con esa tendencia tuya a usar la comisaría como guardería para nuestra hija.

–Ja, ja, muy gracioso –replicó Patrik enfurruñado, más que nada porque era consciente de que Erica tenía razón. No había sido muy sensato por su parte.

–¡Pues no te quedes ahí parado sin hacer nada! ¡Venga, a vestirse! Desde luego, si fueras a ver a tu ex mujer con esa pinta sí que protestaría –reconoció Erica entre risas, examinando a su marido de pies a cabeza, en calzoncillos y calcetines largos.

–Sí, estoy demasiado sexy, ¿verdad? –dijo Patrik posando como un culturista. Erica estalló en tal ataque de risa que tuvo que sentarse en la cama.

–¡Por Dios, no hagas eso!

–¿El qué? –preguntó Patrik fingiéndose ofendido–. Si estoy de un cachas que tira de espaldas. Esto es sólo para engañar a los cacos, para que crean que pueden sentirse seguros –afirmó al tiempo que se daba una palmadita en la barriga, que tembló más de lo que lo habría hecho de haber estado constituida sólo por músculos. No podía decirse que el matrimonio hubiese reducido el perímetro de la cintura en absoluto.

–¡Para ya! –chilló Erica–. Si sigues así, no podré excitarme contigo nunca más… –Patrik respondió arrojándose sobre ella y, con un alarido animal, empezó a hacerle cosquillas por todas partes.

–¡Retira eso! ¡Retira eso ahora mismo!

–Sí, sí, bueno, lo retiro, ¡pero para ya! –gritó Erica, que tenía muchísimas cosquillas.

–¡Mamá! ¡Papá! –se oyó llamar con entusiasmo desde la puerta. Maja palmoteaba encantada de presenciar aquel espectáculo. El alboroto en el dormitorio de sus padres le estaba resultando tan interesante que acudió a investigar.

–Ven aquí, que papá te haga cosquillas a ti también –dijo Patrik subiéndola a la cama. Un segundo después, madre e hija chillaban entre risas. Al cabo de un rato, los tres descansaban agotados en la cama remoloneando hasta que Erica se levantó de un salto.

–Se acabó, hay que darse prisa. Yo visto a Maja mientras tú te adecentas.

Veinte minutos después, Erica conducía hacia el edificio municipal de servicios sociales, que alojaba tanto la biblioteca como la farmacia. Sentía cierta curiosidad. Era la primera vez que veía a Karin, aunque, naturalmente, había oído hablar bastante de ella. Pero, en honor a la verdad, Patrik había sido bastante discreto con el tema de su primer matrimonio.

Aparcó el coche, ayudó a Patrik a sacar el cochecito del maletero y fueron juntos a saludar a Karin. Respiró hondo y le estrechó la mano.

–Hola, soy Erica –se presentó–. Hablamos ayer por teléfono.

–¡Cómo me alegro de conocerte! –exclamó Karin. Erica notó, no sin cierta sorpresa, que la mujer que tenía delante le caía bien. Vio con el rabillo del ojo que Patrik se balanceaba incómodo de un lado a otro, y no pudo evitar ceder a la flaqueza de disfrutar un poco de la situación. Sinceramente, era de lo más divertida.

Escrutó curiosa a la ex mujer de Patrik y constató enseguida que Karin estaba más delgada que ella, era un poco más baja y tenía el cabello oscuro recogido en una sencilla cola de caballo. No iba maquillada, era de facciones bonitas, pero tenía aspecto de estar… algo cansada. Por la vida de ama de casa con niños pequeños, pensó Erica diciéndose que tampoco ella habría superado una inspección minuciosa antes de conseguir que Maja durmiese bien por las noches.

Charlaron unos minutos, hasta que Erica se despidió y se encaminó a la biblioteca. En cierto modo, fue un alivio ver por fin la cara de la mujer que había constituido una parte importante de la vida de Patrik durante ocho años. Ni siquiera la había visto en fotografía. Dadas las circunstancias en las que se separaron y comprensiblemente, Patrik no quiso conservar ningún documento gráfico de su vida en común.

En la biblioteca el ambiente era tan apacible como de costumbre. Había pasado allí muchas horas: las bibliotecas tenían algo que le infundía una sensación de infinita satisfacción.

–¡Hola, Christian!

El bibliotecario levantó la vista y le respondió con una amplia sonrisa, antes de saludarla:

–¡Hola, Erica! Qué alegría verte por aquí. ¿Qué puedo hacer por ti? –Su acento de Småland sonaba, como de costumbre, de lo más agradable. Erica se preguntaba a menudo por qué la gente de Småland no tenía más que abrir la boca para resultar simpática. Pero, en el caso de Christian, la primera impresión era perfectamente válida. Siempre se comportaba de un modo amable y solícito, y, además, era muy bueno en su trabajo. Había ayudado a Erica en un sinfín de ocasiones a obtener, como por arte de magia, información que dudaba mucho haber podido localizar sin su colaboración.

–¿Se trata del mismo caso cuyos datos buscabas la última vez? –preguntó mirándola esperanzado. Las cuestiones de Erica siempre eran bienvenidas, ya que constituían una interrupción muy grata de su, por lo demás, monótono quehacer, consistente en buscar información sobre peces, barcos de vela y la fauna de la región de Bohuslän.

–No, hoy no –negó sentándose en la silla que había ante el mostrador de información tras el cual atendía Christian–. Hoy se trata de recabar información sobre personas de Fjällbacka. Personas y sucesos.

–¿Personas? ¿Sucesos? ¿No podrías ser algo más concreta? –le dijo con un guiño.

–Lo intentaré. –Erica le soltó la retahíla de nombres–. Britta Johansson, Frans Ringholm, Axel Frankel, Elsy Falck, no, perdona, Elsy Moström y… –dudó un instante, pero añadió enseguida–: Erik Frankel.

Christian hizo un gesto de asombro.

–¿No es ese el hombre al que hallaron asesinado?

–Pues sí –respondió Erica parcamente.

–¿Y Elsy? ¿Es tu…?

–Mi madre, sí. Necesito algo de información sobre la vida de estas personas en torno a los años de la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabes qué te digo? Mejor limita la selección a los años de la guerra.

–O sea entre 1939 y 1945.

Erica asintió y observó esperanzada mientras Christian tecleaba los datos solicitados en su ordenador.

–Por cierto, ¿cómo van las cosas con ese proyecto tuyo?

Una sombra cubrió el semblante del bibliotecario. Pero el hombre se repuso enseguida y respondió:

–Pues bien, gracias, estoy a mitad de camino. Y, en gran medida, a ti y a tus sugerencias debo el haber llegado tan lejos.

–Anda, hombre, si no fue nada –repuso Erica minimizando el elogio un tanto avergonzada–. No tienes más que decírmelo, si necesitas más consejos sobre escritura, o si quieres que luego le eche un vistazo al manuscrito. A propósito, ¿tienes ya título?

–La sirena –contestó Christian sin mirarla de frente–. Se llamará La sirena.

–¡Qué buen nombre! ¿De dónde…? –comenzó Erica. Pero Christian la interrumpió bruscamente. Ella lo miró sorprendida, no era propio de él. Se preguntaba si le habría dicho algo que hubiese podido molestarlo, pero no se le ocurría qué podía ser.

–Aquí hay unos cuantos artículos que creo que pueden interesarte –dijo Christian–. ¿Quieres que los imprima?

–Sí, por favor –respondió Erica aún intrigada. Sin embargo, unos minutos más tarde, cuando Christian volvió de la impresora con un puñado de copias para ella, era otra vez la amabilidad personificada.

–Aquí tienes con qué entretenerte. Y si necesitas otra cosa, dímelo.

Erica le dio las gracias y salió de la biblioteca. Tuvo suerte. La cafetería que había enfrente acababa de abrir y, antes de sentarse a leer, pidió un café. Pero la lectura resultó tan interesante que se le enfrió sin haberlo probado.

–Bien, ¿qué tenemos por el momento? –Mellberg estiró las piernas con una mueca de dolor. ¿Por qué durarían tanto las malditas agujetas? A ese paso, no habría terminado de recuperarse cuando ya tendría encima el momento de machacarse de nuevo el cuerpo en la próxima clase de salsa del viernes. Aunque, curiosamente, la idea no le resultaba tan aterradora. Había algo en la combinación de aquella música fascinante, la proximidad del cuerpo de Rita y el hecho de que, al final de la clase de la semana anterior, los pies empezaran a pillar el ritmo. No, no pensaba rendirse a la primera de cambio. Si había alguien con el potencial necesario para convertirse en el rey de la salsa de Tanumshede, ese era él.

–Perdona, ¿qué decías? –Mellberg se sobresaltó. Se había perdido por completo la respuesta de Paula, absorto como estaba soñando despierto al son de ritmos latinos.

–Sí, decía que hemos conseguido determinar el intervalo de tiempo en el que debieron de asesinar a Erik Frankel –dijo Gösta–. El 15 de junio estuvo en casa de su… novia, o como queramos llamarla a su edad. Cortó con ella y, al parecer, estaba claramente bebido, lo que, según la mujer, no sucedía jamás.

–Y después, el 17 de junio, estuvo allí la mujer de la limpieza, pero no pudo entrar –continuó Martin–. Eso no quiere decir que ya estuviera muerto, pero podemos tomarlo como un claro indicio de ello. Según nos dijo la asistenta, nunca le había ocurrido. Si los hermanos no estaban en casa, le dejaban una llave.

–Vale, bien, entonces seguiremos trabajando partiendo de la hipótesis de que murió entre el 15 y el 17 de junio. Comprobad dónde se encontraba su hermano entonces. –Mellberg se inclinó y le acarició las orejas a Ernst, que estaba tumbado bajo la mesa de la cocina, a sus pies, como de costumbre.

–Pero ¿tú crees de verdad que Axel Frankel tuvo algo que…? –Paula se interrumpió en mitad de la frase al ver la expresión malhumorada de Mellberg.

–Yo no creo nada en estos momentos. Pero sabes tan bien como yo que la mayoría de los asesinatos los comete algún miembro de la familia. Así que a zarandear al hermano. ¿Está claro?

Paula asintió. Por una vez en la vida, Mellberg tenía razón. Y Paula se dijo que no podía permitir que el hecho de que Axel Frankel le hubiese resultado un hombre agradable le impidiese hacer su trabajo.

–¿Y los muchachos que estuvieron en la casa? ¿Tenemos ya sus huellas? –Mellberg miraba exigente a su alrededor. Las miradas de todos se centraron en Gösta, que se retorció incómodo en la silla.

–Pues… bueno… Sí y no… Tomé las huellas de pisada y las dactilares de uno de los chicos, de Adam, pero no he tenido tiempo… para el otro…

Mellberg le clavó una mirada elocuente.

–O sea, que has tenido varios días para llevar a cabo esa tarea tan sencilla y, te cito, «no has tenido tiempo». ¿Lo he entendido bien?

Gösta asintió desanimado.

–Sí, bueno, esto… sí, lo has entendido bien. Pero pienso solucionarlo hoy mismo. –Otra mirada de Mellberg–. Ahora, en el acto –añadió Gösta con la cabeza gacha.

–Será lo mejor para ti –aseguró Mellberg, y centró toda su atención en Martin y Paula.

–¿Algo más? ¿Cómo va el asunto del tal Ringholm? ¿Por ahí tenemos algo? Personalmente, me parece la pista más prometedora y, desde luego, deberíamos poner patas arriba a los Amigos de Suecia o como quiera que se llamen.

–Estuvimos hablando con Frans en su casa y no nos dio la impresión de que hubiera nada contundente. Según él, ciertos elementos de la organización enviaron cartas de amenaza a Erik Frankel, y él intentó mediar y protegerlo, por su vieja amistad.

–Y esos «elementos» –Mellberg representó en el aire unas comillas al pronunciar la última palabra–, ¿hemos hablado ya con ellos?

–No, aún no –dijo Martin con calma–. Pero lo tenemos en la agenda de hoy.

–Bien, bien –aprobó Mellberg al tiempo que intentaba apartar a Ernst con los pies, pues ya empezaba a sentir un picor incómodo. Pero sólo consiguió que el animal dejase escapar una sonora ventosidad canina, para luego volver a acomodarse tranquilamente sobre los pies de su dueño provisional.

–Bien, en ese caso, sólo nos queda un punto por tratar. Y es que ¡esto no es ninguna guardería! ¿Entendido? –Miró con encono a Annika, que, sin pronunciar una sola palabra, no había hecho sino anotar cuanto habían dicho hasta el momento. Annika le devolvió la mirada por encima de las gafas. Al cabo de unos largos minutos de silencio durante los cuales Mellberg había empezado a ponerse nervioso preguntándose si no habría utilizado un tono demasiado agrio, se oyó la respuesta de Annika:

–No dejé de cumplir con mi obligación mientras cuidaba de Maja un rato. Y creo que eso es lo único que debe preocuparte, Bertil.

Una muda lucha de poder dio comienzo cuando Annika miró a Mellberg fijamente y muy serena. Hasta que él apartó la vista y murmuró:

–Sí, bueno, claro, quizá tú seas la más indicada para juzgarlo…

–Además, gracias a que Patrik vino, caímos en la cuenta de que habíamos olvidado comprobar los extractos bancarios de Erik… –Paula le guiñó un ojo a Annika, en señal de apoyo.

–Claro, seguro que, tarde o temprano, se nos habría ocurrido… pero al venir Patrik, fue más temprano que tarde… –añadió Gösta mirando también a Annika antes de bajar la vista y concentrarse en el tablero de la mesa.

–Ya, sí, pero yo creía que cuando uno está de baja paternal, está de baja paternal –puntualizó Mellberg enojado, aunque consciente de haber perdido la batalla–. Bueno, en todo caso, tenemos mucho que hacer. –Se levantaron y colocaron las tazas en el lavaplatos.

En ese momento, sonó el teléfono.