Gösta acababa de empezar una partida de golf en el ordenador cuando oyó los zapatazos de Mellberg en el pasillo. Guardó el juego a toda prisa y abrió un informe y trató de fingir concentración. Los pasos de Mellberg se acercaban, pero había en ellos algo distinto. ¿Y a qué se debería aquel extraño lamento del jefe? Gösta empujó hacia atrás la silla lleno de curiosidad y asomó la cabeza al pasillo. Lo primero que vio fue a Ernst, que caminaba indolente detrás de Mellberg, con la lengua colgándole fuera de la boca, como de costumbre. Luego vio a un ser ondulante y enroscado que se abría paso con esfuerzo. Muy parecido a Mellberg, la verdad. Y, al mismo tiempo, muy distinto.

–¿Y tú qué coño miras?

Ajá, la voz y el tono eran, sin duda, los del jefe.

–¿Y a ti qué te ha pasado? –preguntó Gösta cuando también Annika se asomó desde la cocina, donde estaba dándole de comer a Maja.

Mellberg masculló algo casi inaudible.

–¿Perdón? –preguntó Annika–. ¿Qué has dicho? No te hemos oído bien.

Mellberg la miró iracundo y dijo alto y claro:

–He estado bailando salsa. ¿Alguna pregunta al respecto?

Gösta y Annika se miraron estupefactos y tuvieron que hacer un gran esfuerzo para mantener bajo control las facciones de su rostro.

–¿Y bien? –rugió Mellberg–. ¿Algún comentario jocoso? ¿Nadie? Porque he de decir que hay bastante margen para reducciones salariales en esta comisaría. –Dicho esto, entró en su despacho y cerró dando un portazo.

Annika y Gösta se quedaron mirando la puerta cerrada unos segundos, al cabo de los cuales no pudieron aguantarse más. Ambos estallaron en un ataque y, aunque lloraban de risa, procuraron hacerlo lo más silenciosamente posible. Gösta cruzó hasta la cocina y, tras comprobar que la puerta de Mellberg seguía cerrada, dijo en un susurro:

–¿De verdad que ha dicho que ha estado bailando salsa? ¿Es eso lo que ha dicho?

–Me temo que sí –respondió Annika secándose las lágrimas con la manga de la camisa. Maja los observaba fascinada, sentada a la mesa con el plato de comida delante.

–Pero ¿cómo? ¿Por qué? –preguntó incrédulo Gösta, que empezaba a recrear el espectáculo en su mente.

–Pues no sé, es la primera noticia que tengo. –Annika meneó la cabeza entre risas y se sentó con la intención de seguir dándole de comer a Maja.

–¿Te has fijado en que iba descoyuntado? Se parecía al personaje ese de El señor de los anillos, Gollum, ¿no? –Gösta puso todo su empeño en imitar los movimientos de Mellberg y Annika se tapó la boca con la mano para que no se la oyera reír.

–Sí, ha debido de provocarle una conmoción a su cuerpo. Supongo que lleva sin hacer deporte… Bueno, toda la vida.

–Pues sí, eso creo yo también. Para mí es un misterio cómo superó las pruebas físicas en la Academia.

–Claro que, quién sabe, tal vez fuese un verdadero atleta en su juventud. –Annika sopesó lo que acababa de decir y meneó la cabeza pensativa–. Aunque no, no lo creo. Pero por Dios santo, es el momento del día, Mellberg en un curso de salsa. En fin, es mucho lo que hay que oír antes de que se le caigan a uno las orejas. –Intentó meterle a Maja una cucharada en la boca, pero la pequeña se negaba en redondo–. Bueno, pues esta jovencita se niega a comer. Si no consigo que coma un poco por lo menos, no volverán a confiármela nunca más –presagió lanzando un suspiro e intentándolo de nuevo. Pero la boca de Maja se presentaba tan inaccesible como Fort Knox.

–¿Me dejas que pruebe yo? –se ofreció Gösta alargando la mano en busca de la cuchara. Annika lo miró perpleja.

–¿Tú? Claro, inténtalo. Pero no te hagas grandes ilusiones.

Gösta se sentó al lado de Maja en lugar de Annika, pero sin pronunciar palabra. Devolvió al plato la mitad del contenido que Annika tenía en la cuchara y la levantó en el aire.

–Brum-brum-brum, aquí viene un avión… –Movió la cuchara en el aire describiendo círculos como un aeroplano y se vio recompensado con la atención inequívoca de la pequeña–. Brum-brum-brum, aquí viene el avión que vuela dereeeeecho a… –La boca de Maja se abrió como por un resorte y el avión entró en la pista de aterrizaje con su carga de espaguetis y carne picada.

–Mmmm… ¿A que estaba rico? –dijo Gösta cogiendo un poco más con la cuchara–. Chucu-chucu-chucu-chu, ahora es el tren el que se acerca… Chucu-chucu-chucu-chu y dereeeeecho al interior del túnel. –La boca de Maja volvió a abrirse y los espaguetis entraron en el túnel.

–Lo que me faltaba por ver –declaró Annika boquiabierta–. ¿Y tú dónde has aprendido eso?

–Bah, esto no es nada –repuso Gösta fingiendo humildad, aunque sonrió la mar de ufano cuando el coche de carreras entró en el circuito con la cucharada número tres.

Annika se sentó a la mesa de la cocina a mirar cómo Gösta vaciaba el plato de Maja, que se comió hasta la última miga.

–Qué quieres que te diga, Gösta –observó Annika dulcemente–. La vida es muy injusta a veces.

–¿No habéis pensado en adoptar? –preguntó Gösta sin mirarla–. En mi época no era nada habitual, pero hoy no me lo habría pensado. Ahora uno de cada dos críos es adoptado.

–Hemos hablado del tema –contestó Annika pensativa, mientras describía círculos en el mantel con el dedo índice–. Pero nunca hemos pasado de ahí. Hemos procurado llenar nuestras vidas con otras cosas, pero…

–Bueno, aún estáis a tiempo –la animó Gösta–. Si empezáis ahora, quizá no tarde tanto en llegar. Y el color del niño no tiene la menor importancia, así que elegid el país donde haya menos lista de espera. Son tantos los niños que necesitan un hogar… Y si yo fuera niño, me habría alegrado tener la buena estrella de caer contigo y con Lennart.

Annika tragó saliva y bajó la vista hacia el dedo índice que aún tenía sobre el mantel. Las palabras de Gösta habían despertado un sentimiento en su pecho, algo en lo que Lennart y ella habían estado evitando pensar los últimos años. Quizá porque tenían miedo. Tantos abortos, tantas esperanzas defraudadas una y otra vez les habían reblandecido el corazón, lo habían vuelto frágil. No se atrevieron a abrigar nuevas esperanzas, ni a arriesgarse a fracasar una vez más. Pero quizá ya hubiesen recobrado las fuerzas. Quizá ahora sí pudieran o sí estuviesen en condiciones de atreverse. Porque las ganas seguían ahí. Con la misma intensidad y el mismo ardor de antes. No había logrado sofocar la añoranza de un niño al que tener en el regazo, de un niño al que amar.

–Bueno, tendré que ir a ver si hago algo. –Gösta se levantó sin mirarla y le dio una torpe palmadita a Maja en la cabeza–. Ya está, ya ha comido un poco al menos, así que Patrik no tendrá que pensar que pasa hambre cuando nos la deja aquí.

Casi había alcanzado la puerta cuando Annika le dijo quedamente:

–Gösta, gracias.

Gösta asintió algo avergonzado. Luego desapareció hacia su despacho y cerró la puerta tras de sí. Se sentó ante el ordenador, pero se quedó con la mirada perdida en la pantalla. En realidad veía a Maj-Britt. Y al niño. Aquel que sólo llegó a vivir unos días. Hacía tanto tiempo de aquello… Una eternidad. Casi una vida entera. Pero él aún podía sentir la manita del pequeño aferrada a su dedo índice.

Gösta exhaló un suspiro y volvió a abrir la partida de golf.

Después de tres horas había conseguido ahuyentar el recuerdo de la catastrófica visita a casa de Britta. Y durante ese tiempo logró escribir cinco páginas del nuevo libro. Luego, la imagen de la anciana volvió a invadirle el pensamiento y Erica abandonó la idea de seguir escribiendo.

Se marchó de casa de Britta muerta de vergüenza. Le costó lo indecible apartar de la mente la mirada de Herman al verla allí sentada a la mesa de la cocina junto a su mujer, que se encontraba al borde de un ataque de nervios. Erica comprendía a Herman. Había pecado de insensible al no reparar en los indicios, pero, al mismo tiempo, se resistía a lamentar la visita. Despacio, muy despacio, iba recabando cada vez más piezas sobre su madre. Imprecisas y confusas, pero muchas más de las que tenía antes.

En realidad, era extraño. Jamás había oído los nombres de Erik, Britta y Frans. Aun así, debieron de ser muy importantes durante todo un período de la vida de su madre. Sin embargo, ninguno parecía haber mantenido contacto con los demás desde que se hicieron adultos. Pese a que todos siguieron viviendo en un pueblo tan pequeño como Fjällbacka, era como si hubiesen coexistido en mundos paralelos. Y la imagen de Elsy que Axel había empezado a brindarle coincidía bastante bien con la de Britta, pero no encajaba en absoluto con la imagen de la madre severa que Erica recordaba. Ella jamás la vio como a una persona cálida, ni solícita ni cualquier otro de los calificativos que ambos emplearon para describir a la joven Elsy. Erica no podía decir que su madre hubiese sido una mala persona, pero era distante, hermética. La calidez que sin duda poseyó un día fue desapareciendo por el camino, mucho antes de que ella y Anna nacieran. Y Erica sintió de pronto un dolor terrible por todo aquello de lo que se había visto privada. Todo aquello que nunca lograría recuperar. Su madre ya no estaba desde hacía cuatro años, desde el accidente que se llevó también a Tore, su padre. No había nada que pudiera despertar a la vida, nada por lo que exigir compensación, nada que pudiera suplicar y rogar ni de lo que acusar a su madre. Sólo esperaba comprender. ¿Qué fue de la Elsy que describían sus amigos? ¿Qué ocurrió con la Elsy agradable, cálida y cariñosa?

Unos toquecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilación. Erica bajó a abrir.

–¿Anna? Pasa. –Se hizo a un lado para que entrara su hermana y, con la agudeza de la hermana mayor, se percató enseguida de que Anna tenía los ojos enrojecidos.

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó más preocupada de lo que pretendía. Anna había sufrido tanto los últimos años… Y Erica nunca logró abandonar el papel de madre que, desde la niñez, había adoptado con su hermana.

–Los problemas que acarrea mezclar dos familias, sólo eso –respondió Anna tratando de sonreír–. Nada que yo pueda controlar, pero me sentaría bien poder hablar un poco.

–Pues siéntate y habla todo lo que quieras –la animó Erica–. Pondré café. Y si miro bien en la despensa, seguro que encuentro algo rico con lo que consolarnos.

–En otras palabras, ahora que eres una mujer casada, has abandonado el ideal de la línea esbelta –observó Anna.

–Ni lo menciones –suspiró Erica–. Tras una semana de trabajo sedentario, pronto tendré que ir a comprarme pantalones. Estos me están a reventar.

–Sí, te comprendo –asintió Anna sentándose a la mesa–. Yo tengo la sensación de que la vida en pareja me ha puesto algunos kilos en la cintura. Y no creo que mejore, puesto que Dan parece poder comerse lo que haga falta sin engordar un gramo.

–Sí, ya, ¿verdad que es odioso? –bromeó Erica al tiempo que ponía en la mesa una bandeja de bollos–. ¿Sigue tomando bollos de canela para desayunar?

–Ajá, de modo que cuando estabais juntos ya lo hacía, ¿no? –rio Anna meneando la cabeza–. Ya te puedes figurar lo fácil que resulta inculcar a los niños la importancia de un desayuno saludable, cuando él se pone a mojar bollos de canela en el chocolate delante de sus narices.

–Oye, que los bocadillos de caviar y queso de Patrik, que él también moja en el chocolate, tampoco se quedan cortos… En fin, cuéntame, ¿qué ha pasado? ¿Otra discusión con Belinda?

–Sí, supongo que eso es la base de todo, pero es que todo sale mal y, al final, Dan y yo hemos tenido una pelea a causa de ello y… –Anna estaba muy triste y echó mano de un bollo–. Aunque, en realidad, no es culpa de Belinda, eso es lo que intento explicarle a Dan. Ella no hace más que reaccionar ante una situación nueva que, además, no ha elegido por sí misma. La pobre tiene razón. Ella no quería tenernos a mí y a mis dos niños sueltos por la casa.

–No, claro, en eso llevas razón. Pero, por otro lado, tenéis que poder exigirle que se comporte de un modo civilizado. Y eso es competencia de Dan. El doctor Phil dice que ni el padrastro ni la madrastra deben involucrarse en imponer disciplina a un hijo tan mayor…

–El doctor Phil… –Anna se rio tan de buena gana que se atragantó con el bollo y sufrió un terrible ataque de tos–. Pero, Erica, por favor, desde luego que ya era hora de que dejaras la baja maternal. ¿El doctor Phil?

–Que sepas que he aprendido mucho viendo su programa –replicó Erica ofendida. Nadie bromeaba con su gurú del hogar impunemente. El doctor Phil había constituido su gran momento del día durante la baja maternal, y había pensado que, en lo sucesivo, seguiría tomándose una pausa a la hora del almuerzo y dejaría de escribir justo cuando empezara el programa.

–Bueno, puede que lleve razón –admitió Anna a disgusto–. Tengo la sensación de que Dan no se lo toma lo bastante en serio, o de que se lo toma demasiado en serio. Llevo desde el viernes tratando de convencerlo de que no se ponga a discutir con Pernilla por la custodia de las niñas. Pero empezó a desvariar diciendo que no se fiaba de que Pernilla pudiese cuidarlas bien y… En fin, que se fue encendiendo. Y en medio de todo el lío, bajó Belinda y se armó la gorda. En resumen, Belinda dice que no quiere venir a casa, así que Dan la metió en el autobús a Munkedal.

–¿Y qué dicen Emma y Adrian de todo esto? –Erica cogió otro bollo. Ya empezaría a preocuparse por la alimentación la semana siguiente. Seguro. Sólo necesitaba esta semana para empezar con la rutina de escribir y luego…

–Pues, tocaré madera, pero a ellos les parece de fábula –aseguró Anna dando un golpecito en la mesa–. Adoran a Dan y a las niñas, y les parece fantástico tener hermanas mayores. Así que, por el momento, ese frente no ha dado problemas.

–Y Malin y Lisen, ¿qué tal lo llevan? –Erica se interesó por las hermanas menores de Belinda, de once y ocho años.

–Pues también muy bien, la verdad. Les gusta jugar con Emma y con Adrian, y a mí me parece que me soportan, por lo menos. No, lo complicado es Belinda. Claro que también está en la edad en que las cosas han de ser complicadas. –Anna dejó escapar un suspiro y cogió otro bollo–. ¿Y tú? ¿Qué tal te va? ¿Avanzas con el libro?

–Pues sí, bueno, no va mal. Siempre va lento al principio, pero tengo mucho material escrito sobre el que trabajar y, además, ya tengo cita para varias entrevistas. Todo empieza a cobrar forma. Sólo que… –Erica vaciló un instante. Tenía un instinto protector, una ambición tan arraigada de preservar a su hermana de todas las situaciones… Pero al final decidió que Anna tenía derecho a saber qué estaba haciendo. Así pues, se lo contó rápidamente desde el principio, le habló de la medalla y de los demás objetos que había encontrado en el baúl de Elsy, de los diarios y de las conversaciones que había mantenido con algunas personas del pasado de su madre.

–¿Y hasta ahora no me habías contado nada? –se sorprendió Anna.

Erica se retorcía abrumada.

–Sí, bueno, ya sé… Pero te lo estoy contando ahora, ¿no?

Anna pareció sopesar si seguir riñendo a su hermana, pero finalmente, resolvió dejarlo pasar.

–Me gustaría ver lo que encontraste –dijo secamente. Erica se levantó enseguida, aliviada al comprobar que su hermana no pensaba seguir discutiendo por no haber sido partícipe de la información desde el principio.

–Por supuesto. Voy a buscarlo. –Erica subió corriendo al piso de arriba y bajó con las pertenencias de Elsy, que había guardado en su despacho. De vuelta en la cocina, las dejó sobre la mesa: los diarios, la camisita de bebé y la medalla.

Anna se quedó mirando los objetos.

–¿De dónde demonios sacó esto? –preguntó con la medalla en la palma de la mano, observándola detenidamente–. ¿Y esto de quién es? –Anna sostenía la camisita mugrienta–. ¿Son manchas de óxido? –Sostenía la camisa cerca de la cara, para estudiar detalladamente las manchas que cubrían la mayor parte de la prenda.

–Patrik cree que es sangre –respondió Erica. Anna apartó horrorizada la prenda.

–¿Sangre? ¿Por qué iba a guardar mamá en un baúl una camisita de bebé manchada de sangre? –Anna dejó la camisa en la mesa con un mohín de repugnancia y cogió los diarios.

–¿Hay en ellos algo para adultos? –preguntó Anna blandiendo los cuadernos azules–. ¿Ninguna historia de sexo que me traumatice para el resto de mi vida si los leo?

–No –rio Erica–. Estás como una cabra. No, nada de lo que contienen es para adultos. La verdad es que no dicen mucho. Tan sólo historias cotidianas de lo más anodinas. Pero… para ser sincera, he estado pensando en una cosa… –Erica formulaba por primera vez una idea que llevaba un tiempo fraguándose en los límites de su conciencia.

–¿Ajá? –dijo Anna con curiosidad mientras hojeaba los diarios.

–Pues verás, me pregunto si no habrá más diarios en algún sitio… Terminan en mayo de 1944, con el final del cuarto cuaderno. Luego, ni una palabra más. Y, por supuesto, puede ser que mamá se cansara de escribir diarios, pero ¿justo cuando terminó el cuarto? Me resulta un tanto extraño.

–Así que crees que hay más, ¿no? ¿Y qué íbamos a sacar de ellos, de ser así, salvo lo que ya has sabido por estos? Quiero decir que mamá no parece haber vivido una vida apasionante. Nació y se crio aquí, conoció a papá, nacimos nosotras y… bueno, no hay mucho más.

–Yo no estaría tan segura –objetó Erica meditabunda. Pensaba en si no debería revelarle algo más a su hermana. En realidad, no tenía nada concreto. Pero la intuición le decía… Sabía que lo que había averiguado desvelaba un perfil de mucha más envergadura, algo que había proyectado su sombra sobre sus vidas. Y, ante todo, la medalla y la camisa debieron de desempeñar un papel relevante en la vida de su madre y, pese a todo, ninguna de las dos había oído una palabra al respecto.

Erica se armó de valor y le habló con detalle de las conversaciones que había mantenido con Erik, con Axel y con Britta.

–¿Quieres decir que fuiste a casa de Axel Frankel para pedirle que te devolviera la medalla de mamá? ¿Un par de días después de que encontraran muerto a su hermano? Joder, debió de pensar que eras un buitre –aseveró Anna con la sinceridad descarnada que sólo era capaz de emplear una hermana menor.

–Oye, oye, ¿quieres saber lo que dijeron o no? –replicó Erica dolida, aunque, hasta cierto punto, estaba de acuerdo con Anna. No podía decirse que hubiese tenido mucho tacto.

Cuando Erica terminó de referirle las tres visitas, Anna se quedó mirándola con el ceño fruncido:

–Pues se diría que ellos conocieron a una persona totalmente distinta. ¿Y qué dijo Britta de la medalla? ¿Sabía ella por qué tenía mamá una medalla nazi?

Erica negó con un gesto.

–No llegué a preguntárselo. Tiene Alzheimer y, al cabo de un rato, empezó a delirar. Luego llegó su marido, que se enojó muchísimo, y… bueno… –Erica carraspeó un poco– …me pidió que me marchara de allí.

–¡Pero Erica! –exclamó Anna–. ¿Fuiste a casa de una pobre mujer enferma? ¡Y diste pie a que su marido te echara de su casa! Desde luego, comprendo que lo hiciera… Creo que todo esto te ha perturbado –aseguró Anna meneando la cabeza con expresión incrédula.

–Ya, bueno, pero ¿no sientes curiosidad? ¿Por qué tendría mamá guardadas todas estas cosas? ¿Y por qué la gente que la conoció nos describe a un ser totalmente distinto? La Elsy de la que ellos hablan no es la que nosotras conocimos. En algún punto del camino sucedió algo… Britta iba a entrar en materia cuando empezó a divagar, algo de viejos huesos y… bah, no me acuerdo bien, pero tuve la sensación de que lo usaba como una especie de metáfora de algo oculto y… No, puede que todo sean figuraciones mías, pero aquí hay algo extraño y pienso llegar al fondo del misterio, y…

En ese momento sonó el teléfono y Erica dejó a medias su incoherente explicación para ir a atenderlo.

–Aquí Erica. Ah, hola, Karin. –Erica se volvió hacia Anna con los ojos como platos–. Sí, gracias, todo bien. Sí, yo también me alegro de hablar contigo por fin. –Le hizo una mueca a Anna, que no parecía entender de qué iba el asunto–. ¿Patrik? No, en estos momentos no está en casa. Se fue con Maja a la comisaría para saludar a los colegas y luego no sé adónde iban. Ajá, vaya… Sí… Claro, seguro que les apetecerá ir a pasear mañana contigo y con Ludde. A las diez. En la farmacia. De acuerdo, se lo diré. Ya te llamará él si tiene otros planes, pero no lo creo. Bueno, pues gracias. Claro, seguro que estaremos en contacto. Gracias, gracias.

–¿Qué pasa? –preguntó Anna desconcertada–. ¿Quién es Karin? ¿Y qué va a hacer Patrik con ella mañana en la farmacia?

Erica se sentó a la mesa. Tras una larga pausa, explicó:

–Karin es la ex mujer de Patrik. Ella y Leffe, el de la banda de música, se han mudado a Fjällbacka. Y da la casualidad de que la baja paternal de Patrik ha coincidido con su baja, de modo que mañana saldrán juntos a pasear.

Anna estaba a punto de morirse de risa.

–¿Me estás diciendo que acabas de concertarle a Patrik una cita para que salga de paseo con su ex mujer? ¡Por Dios santo, esto es increíbleeee! ¿Y no tiene por ahí ninguna ex novia que quiera sumarse? Para que el pobre no se aburra mientras está de baja paternal.

Erica clavó en su hermana una mirada iracunda.

–Por si no te has dado cuenta, ha sido ella la que ha llamado. Y tampoco creo que haya nada de extraño. Los dos están separados. Desde hace varios años. Y de baja al mismo tiempo. No, no tiene nada de extraño. Vamos, que a mí no me supone ningún problema.

–Ya, claro –se reía Anna con las manos en el estómago–. Ya oigo, ya, que no te supone ningún problema… Te está creciendo la nariz por segundos.

Erica sopesó la posibilidad de tirarle a su hermana uno de los bollos, pero al final resolvió contenerse. Anna era muy dueña de creer lo que quisiera, ella no era celosa.

–¿Vamos a hablar con la mujer de la limpieza ahora mismo? –propuso Martin. Patrik vaciló un instante y sacó el móvil.

–Antes voy a comprobar que todo va bien con Maja.

Recibido el informe de Annika, se guardó el móvil en el bolsillo y asintió.

–Vale, tranquilo. Annika acaba de dormirla en el cochecito. ¿Tienes la dirección? –le preguntó a Paula.

–Sí, aquí la tengo –respondió Paula hojeando el bloc de notas, antes de leerla en voz alta.

–Se llama Laila Valthers. Aseguró que estaría en casa todo el día –añadió–. ¿Sabes dónde queda?

–Sí, es una de las casas que hay junto a la rotonda de la entrada sur de Fjällbacka.

–¿Las casas amarillas? –quiso asegurarse Martin.

–Exacto, sabrás llegar, ¿verdad? Sólo tienes que girar a la derecha ahí delante, cerca de la escuela.

No les llevó más de un par de minutos llegar al edificio en cuestión. Laila estaba en casa, como había prometido. Se la veía un tanto asustada cuando les abrió la puerta. Y no parecía muy dispuesta a dejarlos entrar, por lo que se quedaron todos en el vestíbulo. En realidad, no tenían tantas preguntas que hacerle, de modo que no vieron motivo para pedirle que les permitiese entrar en su casa.

–Es usted la asistenta de los hermanos Frankel, ¿es correcto? –preguntó Patrik con voz serena y tranquilizadora, como poniendo todo su empeño en hacer que su presencia allí resultase lo menos amenazadora posible.

–Sí, pero espero no tener problemas por eso… –contestó Laila con voz queda y susurrante. Era una mujer menuda y de baja estatura, y parecía haberse vestido como para estar en casa todo el día, con ropa cómoda de color marrón de un material similar a la lana. Tenía el pelo de ese color indefinido que suele llamarse gris ratón, y llevaba un corte seguramente muy práctico, pero cuyo efecto estético dejaba mucho que desear. La mujer se balanceaba nerviosa de un lado a otro, con los brazos cruzados, y parecía muy interesada por oír la respuesta a su pregunta. Patrik creyó comprender dónde le apretaba el zapato.

–Trabajaba con ellos sin contrato y cobraba en negro, ¿verdad? ¿Se refiere a eso? Le aseguro que nosotros no nos metemos en esas cosas y que no vamos a denunciarlo ni nada por el estilo. Estamos investigando un asesinato, así que nuestro interés se centra en asuntos muy distintos. –Patrik trató de tranquilizarla con una sonrisa y consiguió que Laila cesara en su nervioso balanceo.

–Pues sí, sencillamente, cada dos semanas me dejaban un sobre con dinero en la consola de la entrada. Habíamos acordado que iría todos los miércoles de las semanas pares.

–¿Tenía llave?

Laila negó con la cabeza.

–No, ellos la dejaban bajo el felpudo, y allí la dejaba yo también una vez terminado el trabajo.

–¿Y cómo es que no ha ido a limpiar en todo el verano? –Fue Paula quien hizo la pregunta cuya respuesta tanto deseaban conocer. La incógnita que debían despejar.

–Yo creía que tendría que ir. No habíamos acordado nada en otro sentido. Pero cuando me presenté allí como siempre, la llave no estaba debajo del felpudo. Llamé a la puerta, pero no me abrieron. Y entonces intenté telefonear, por si se trataba de algún malentendido, pero nadie cogió el teléfono. Bueno, yo sabía que Axel, el mayor, estaría fuera todo el verano, como llevaba haciendo todos los años que llevo limpiando en su casa. Al ver que no había nadie, supuse que el otro hermano también se habría marchado a pasar el verano fuera. Aunque me pareció una desfachatez que no se molestaran en avisarme. Pero claro, ahora comprendo el porqué… –dijo bajando la mirada.

–¿Y no vio nada fuera de lo normal? –intervino Martin.

Laila negó con vehemencia.

–No, no podría afirmar que fuera así. No, nada que me llamase la atención.

–¿Recuerda qué fecha era? –quiso saber Patrik.

–Sí, claro que lo sé. Porque fue el día de mi cumpleaños. Y pensé que vaya mala suerte, no tener trabajo justo el día de mi cumpleaños. Había pensado comprarme algo con el dinero que me pagaran ese día. –Laila guardó silencio y Patrik insistió discretamente:

–¿Y bien? ¿Qué día era?

–¡Ah, sí, qué tonta! –repuso algo incómoda–. Era el 17 de junio. Completamente seguro. El 17 de junio. Y, además, fui a mirar en otras dos ocasiones. Pero seguía sin haber nadie y la llave seguía sin estar donde debía. Así que supuse que se habían olvidado de avisarme de que no estarían en casa este verano. –Se encogió de hombros con un gesto que indicaba que estaba acostumbrada a que la gente no le avisara de nada.

–Gracias, es una información sumamente valiosa. –Patrik le tendió la mano para despedirse y se estremeció al notar el flácido apretón. Era como si alguien le hubiese puesto en la mano un pescado muerto.

–Bueno, ¿qué opináis vosotros? –preguntó Patrik una vez en el coche, ya rumbo a la comisaría.

–Creo que podemos sacar la conclusión bastante fundada de que Erik Frankel fue asesinado entre el 15 y el 17 de junio –declaró Paula.

–Sí, coincido contigo –convino Patrik asintiendo mientras tomaba la curva cerrada que había justo antes de Anrås a una velocidad excesiva, con lo que estuvo a punto de estrellarse contra el camión de la basura. Leif, el de la basura, lo amenazó con el puño y Martin se agarró aterrado al asidero que había sobre la puerta.

–¿Es que te regalaron el permiso de conducir por Navidad? –preguntó Paula desde el asiento trasero, en apariencia impertérrita ante la experiencia mortal que acababan de vivir.

–¿Qué insinúas? Soy un conductor de primera –replicó Patrik ofendido, buscando apoyo en la mirada de Martin.

–¡Desde luego! –terció este con sorna volviéndose hacia Paula–. ¿Sabes? Intenté apuntarlo en el programa «Los peores conductores de Suecia», pero supongo que consideraron que le sobraba cualificación y que, si él participaba, no habría competición propiamente dicha.

Paula soltó una risita y Patrik resopló airado.

–No comprendo a qué te refieres. Con la de horas que hemos pasado juntos en el coche, ¿he chocado alguna vez o he tenido acaso el menor incidente? No, ¿verdad? Llevo años y años conduciendo de forma impecable, así que eso que dices es absolutamente insultante –volvió a resoplar y miró a Martin con encono, lo que hizo que casi se estrellara con el Saab que iba delante y tuviera que meter el freno de mano.

I rest my case –declaró Martin tapándose la cara con las manos mientras Paula se desternillaba de risa en el asiento trasero.

Patrik estuvo enfurruñado todo el camino de regreso a la comisaría, pero, al menos, se atuvo a los límites de velocidad.

Después de ver a su padre, aún le duraba la ira. Frans siempre había provocado en él el mismo efecto. O quizá no, no siempre. Cuando era pequeño, la sensación dominante era de decepción. Decepción mezclada con un amor que, con el transcurso de los años, se convirtió en un núcleo duro de odio y de rabia. Era consciente de que había permitido que esos sentimientos gobernasen sus opciones en la vida, lo que en la práctica era tanto como haber permitido que su padre gobernase su vida. Pero era algo ante lo que se sentía totalmente impotente. Bastaba con recordar la sensación que experimentaba de niño, en las incontables ocasiones en que su madre lo llevaba a ver a Frans a la cárcel. La sala de visitas, fría y gris. Totalmente impersonal, exenta de todo sentimiento. Los torpes intentos de su padre de hablar con él, de fingir que participaba en su vida y que no sólo la miraba desde lejos. Desde detrás de los barrotes.

Hacía ya muchos años que su padre terminó el último asalto en el ring de la cárcel. Claro que eso no implicaba que se hubiese vuelto mejor persona. Sólo que se había vuelto más listo. Había elegido otro camino. Y, como consecuencia de ello, Kjell había tomado el diametralmente opuesto. Y empezó a escribir sobre las organizaciones xenófobas con tal pasión y frenesí que cobró fama y reputación más allá de las fronteras del Bohusläningen. Con no poca frecuencia, cogía un avión de Trollhättan a Estocolmo para participar en algún programa de televisión en el que exponía cuáles eran las fuerzas destructivas del nazismo y cómo podía combatirlas la sociedad. A diferencia de muchos otros, que, en consonancia con el espíritu blandengue del momento, habrían querido invitar al plató a las organizaciones neonazis para ofrecer una discusión abierta, él preconizaba una línea más dura. No había que tolerarlas en absoluto. Había que combatirlas en todos los órdenes, presentarles oposición allí donde decidieran expresarse y, sencillamente, tratarlos como a la inmundicia indeseable que de hecho eran.

Aparcó el coche ante la casa de su ex mujer. En esta ocasión, no se molestó en avisar. Cuando lo hacía, ella aprovechaba a veces para salir de casa antes de que él llegara. Pero en esta ocasión, quiso asegurarse de que estaría en casa. Estuvo sentado en el coche un buen rato, a cierta distancia, hasta que la vio. Al cabo de una hora, apareció con el coche, que aparcó ante la entrada de la casa. Al parecer, venía de hacer la compra, porque sacó del vehículo un par de bolsas del Konsum. Kjell aguardó hasta verla entrar antes de recorrer los cien metros que lo separaban de la vivienda. Salió del coche y aporreó la puerta con decisión. Carina adoptó una expresión de cansancio en cuanto vio quién llamaba.

–¿Así que eres tú? ¿Qué quieres? –le dijo parcamente. Kjell sintió crecer la irritación. Que aquella mujer no pudiese comprender la gravedad de la situación… Comprender que era hora de actuar con mano de hierro. Sentía en el pecho la quemazón de los remordimientos, que encendía aún más su rabia. ¿Por qué tiene que parecer siempre tan… destrozada? Aún. Después de diez años.

–Tenemos que hablar; de Per. –Kjell se coló bruscamente en el vestíbulo y empezó a quitarse los zapatos y la cazadora, haciéndole ver que pensaba entrar. Por un instante pareció que Carina iba a protestar, pero luego se encogió de hombros y se encaminó a la cocina, donde se colocó de brazos cruzados y de espaldas a la encimera, como preparada para el combate. Era un juego al que habían jugado infinidad de veces.

–¿Y qué es lo que pasa ahora? –Meneó la cabeza de tal modo que la corta melena oscura le cayó sobre los ojos, y tuvo que retirarse el flequillo con el dedo índice. Kjell había visto aquel gesto tantas veces… Era una de las cosas que más le gustaban de ella cuando se conocieron. Los primeros años. Hasta que el día a día y la tristeza se adueñaron de su relación, hasta que el amor palideció, empujándolo a buscar otro camino. Aún se preguntaba si hizo bien.

Kjell se sentó en una de las sillas.

–Tenemos que tomar las riendas de la situación. Tienes que comprender que no se solucionará por sí solo. Una vez dentro de ese mundillo…

Carina lo interrumpió alzando la mano.

–¿Quién ha dicho que yo crea que se resolverá solo? Sencillamente, yo tengo otra visión de cómo se han de arreglar las cosas. Y mandar a Per lejos de aquí no es una solución, como tú mismo deberías comprender.

–¡Lo que tú no comprendes es que tiene que apartarse de este ambiente! –exclamó pasándose la mano por el cabello con gesto iracundo.

–Y al decir este ambiente, te refieres a tu padre, ¿no? –la voz de Carina rezumaba desprecio–. Pues en mi opinión, deberías procurar resolver tus problemas con tu padre antes de involucrar a Per en todo esto.

–¿Qué problemas? –Kjell se dio cuenta de que estaba levantando la voz y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse–. En primer lugar, cuando digo que debe alejarse de este ambiente no me refiero sólo a mi padre. ¿Crees que no me doy cuenta de lo que está pasando en esta casa? ¿Crees que no sé que tienes botellas escondidas aquí y allá por toda la casa? –Kjell señaló los muebles de la cocina. Carina tomó aire dispuesta a protestar, pero él la detuvo con un gesto de la mano–. Y entre Frans y yo no hay nada que resolver –añadió apretando los dientes–. Por lo que a mí respecta, preferiría no tener nada que ver con ese tío, y no tengo la menor intención de permitir que ejerza ningún tipo de influencia sobre Per. Pero puesto que no podemos tenerlo vigilado cada minuto del día, y tú tampoco pareces preocuparte demasiado por tenerlo controlado, no veo otra solución que encontrar una escuela con internado donde haya personal capacitado para enfrentarse a este tipo de situaciones.

–¿Y cómo piensas hacerlo, eh? –Carina formuló la pregunta a gritos, y el flequillo volvió a taparle los ojos–. A los adolescentes no los mandan a los centros juveniles así, sin más, tienen que haber hecho algo antes. Pero claro, puede que tú te pases los días frotándote las manos y deseando que eso suceda, así podrías…

–Un atraco –la interrumpió Kjell–. Ha cometido un atraco.

–¿De qué coño hablas? ¿A qué atraco te refieres?

–A primeros de junio. El propietario de la casa lo cogió en flagrante delito. Y me llamó. Fui y me llevé a Per. Había entrado por una de las ventanas del sótano y estaba haciéndose con un montón de cosas de la casa cuando lo sorprendieron. El propietario lo encerró, sencillamente. Amenazó con llamar a la policía si no le facilitaba el teléfono de sus padres. Y bueno, le dio el mío. –No pudo evitar sentir cierta satisfacción ante la mezcla de estupefacción y decepción de Carina.

–¿Le dio tu número? ¿Y por qué no le dio el mío?

Kjell se encogió de hombros.

–¿Quién sabe? La figura del padre siempre es la figura del padre.

–¿Y dónde cometió el atraco? –preguntó Carina, aún tratando de digerir el que Per hubiese dado el teléfono de su padre en lugar del suyo.

Kjell tardó en responder unos segundos, al cabo de los cuales dijo:

–Ya sabes, en la casa del viejo que encontraron muerto en Fjällbacka la semana pasada. Erik Frankel. Fue en su casa.

–Pero ¿por qué? –preguntó Carina meneando la cabeza.

–¡Es lo que trato de decirte! Erik Frankel era experto en la Segunda Guerra Mundial, tenía montones de objetos de aquella época, y supongo que Per quería impresionar a sus amigos enseñándoles un par de cosas genuinas.

–¿Lo sabe la policía?

–No, aún no –respondió Kjell impasible–. Pero eso depende sólo de…

–¿Harías algo semejante contra tu propio hijo? ¿Lo denunciarías por robo? –se inquietó Carina en un susurro con la mirada clavada en Kjell.

De repente, notó que se le hacía un nudo en el estómago. La vio como el día en que se conocieron. Fue en una fiesta de la Escuela Superior de Periodismo. Carina había acudido con una amiga que estudiaba allí, pero la amiga se perdió con un chico nada más llegar, y Carina estaba sentada en un sofá, sola y despistada. Se enamoró de ella nada más verla. Llevaba un vestido amarillo y una cinta del mismo color en el pelo, que entonces llevaba largo, tan oscuro como ahora, aunque sin las canas que ya empezaban a apuntar. Había en ella algo que lo impulsó a querer protegerla, cuidarla, amarla. Recordaba la boda. El vestido que, entonces, a ella le había parecido tan increíblemente hermoso, pero que hoy se consideraría una reliquia de los años ochenta, con tanto volante y las mangas farol. Desde luego, a él le pareció un milagro. Y la primera vez que la vio con Per. Cansada, sin maquillar y con el horrendo camisón del hospital. Pero lo miró y le sonrió con el hijo de ambos en el regazo, y Kjell se sintió capaz de luchar contra un dragón, o de enfrentarse a todo un ejército y vencer.

Ahora que estaban allí, en la cocina de ella, como dos combatientes enfrentados, cada uno percibía en los ojos del otro un destello fugaz de lo que fue. Por un instante recordaron los momentos en que rieron juntos, en que se amaron, antes de que el amor cayese en el olvido, se hiciese débil, frágil. Empezaba a ablandarse. El nudo creció en el estómago.

Intentó ahuyentar esos pensamientos.

–Si tengo que hacerlo, procuraré que la información llegue a la policía –aseguró–. O bien nos encargamos nosotros de que Per se aleje de este ambiente, o dejaré que la policía haga el trabajo.

–¡Eres un cerdo! –le increpó Carina con la voz quebrada por el llanto y por la decepción de tanta promesa incumplida.

Kjell se levantó. Forzó la voz para hacer que sonara fría:

–Así son las cosas. Tengo varias propuestas de lugares adonde podemos enviar a Per. Te las enviaré por correo electrónico, para que les eches un vistazo. Y recuerda, bajo ninguna circunstancia debes permitirle que vaya a ver a mi padre. ¿Entendido?

Carina no le respondió, pero bajó la cabeza en señal de rendición. Hacía demasiado tiempo que no tenía fuerzas para oponerse a Kjell. El día que él se resignó a perderla, a perder lo que tenían, también ella se resignó a perderse.

Una vez en el coche, Kjell recorrió un tramo de varios cientos de metros y aparcó a un lado. Con la frente apoyada en el volante, cerró los ojos. Desfilaron por su retina imágenes de Erik Frankel. Y de lo que Erik Frankel le había revelado. La cuestión era qué haría con dicha información.