Paula iba encantada en el asiento trasero. La riña de Patrik y Martin, que iban delante, le infundía cierta seguridad y creaba un ambiente agradable. Justo en aquel momento, Martin se estaba extendiendo en su explicación de que el modo de conducir de Patrik no se contaba entre las cosas que él añoraba. Sin embargo, era obvio que los dos colegas se apreciaban mutuamente, y ella misma ya había empezado a sentir respeto por Patrik.

En general, Tanumshede había resultado un acierto por ahora. No sabía a qué se debía, pero desde que se mudaron allí, tenía la sensación de hallarse en casa. Llevaba tantos años en Estocolmo que había olvidado la sensación de vivir en un pueblecito. Quizá fuese porque, en más de un sentido, Tanumshede le recordaba al pueblo chileno en el que vivió los primeros años de su vida, antes de que huyeran rumbo a Suecia. No se le ocurría ninguna otra explicación de por qué se había adaptado tan a la perfección al ritmo y al ambiente de Tanumshede. No había en Estocolmo nada que ella añorase. Quizá se debiera a que, durante sus años como policía en la capital, había presenciado lo peor de lo peor, lo cual marcaba su visión de la ciudad. Pero en realidad, nunca encajó allí. Ni de niña, ni de adulta. A su madre y a ella les asignaron un pequeño apartamento a las afueras de Estocolmo. Ambas pertenecían a una de las primeras oleadas de inmigrantes, y Paula era la única alumna de la clase que no era de origen sueco. Y tuvo que pagar por ello. Cada día, cada minuto, tuvo que pagar por el hecho de haber nacido en otro país. De nada sirvió que, en tan sólo un año, hubiese aprendido a hablar sueco perfectamente, sin rastro de acento. El castaño oscuro de sus ojos y el pelo negro la delataban.

Sin embargo, en contra de lo que tantos creían, nunca sufrió el menor amago de racismo cuando entró en la policía. A aquellas alturas, los suecos estaban más que acostumbrados a ver gente de otros países, y a ella ya apenas la consideraban una inmigrante. En parte, por el tiempo que llevaba viviendo en Suecia, y en parte porque, al ser latinoamericana, no resultaba tan extraña como los refugiados que llegaban de países árabes o del continente africano. De lo más absurdo, solía pensar ella. Que la salida a su condición de inmigrante hubiese sido el que la considerasen menos rara que a los inmigrantes actuales.

Por esa razón, los hombres como Frans Ringholm le parecían aterradores. No veían los matices, ni las variaciones, simplemente observaban la superficie un segundo, antes de aplicarle los prejuicios de milenios. Era la misma falta de criterio que las había obligado a ella y a su madre a huir. Alguien había decidido que sólo había un camino correcto, sólo uno. Un poder absoluto decidía que todo lo demás no eran sino variaciones erróneas. Siempre habían existido personas como Frans Ringholm. Gente que se creía en posesión de la inteligencia, la fuerza o el poder para decidir cuál era la norma.

–¿Qué número dijiste? –Martin se volvió hacia Paula, sacándola de sus cavilaciones. La policía leyó el papel que sostenía en la mano.

–Número siete.

–Ahí está –anunció Martin señalándole la casa a Patrik, que giró para aparcar. Estaba en la zona de Kullen, un complejo de apartamentos justo por encima del polideportivo de Fjällbacka.

El letrero habitual que todo el mundo tenía en la puerta era aquí mucho más personal: tallado en madera, con el nombre de Viola Ellmander escrito con letra rebuscada, enmarcado en una guirnalda de flores pintadas a mano. Y la mujer que les abrió la puerta encajaba con el letrero. Viola era rellenita, pero estaba bien proporcionada y tenía una cara que irradiaba amabilidad. Al ver el romántico traje estampado que llevaba, Paula se imaginó cómo le quedaría un sombrero de paja coronando la cabellera gris, que la mujer llevaba recogida en un moño.

–Adelante –los invitó Viola haciéndose a un lado para que entraran. Paula miró a su alrededor apreciando la decoración del vestíbulo. Era un hogar muy distinto del suyo, pero le gustaba. Jamás había estado en Provenza, pero se imaginaba que sería así. Muebles rústicos, combinados con telas y cuadros con motivos florales. Estiró el cuello para ver el interior de la sala de estar y comprobó que tenía el mismo estilo.

–He preparado café –declaró Viola precediéndolos por el pasillo en dirección a la sala de estar. En la mesa había unas tazas con flores rosa claro y una bandeja con galletas.

–Vaya, gracias –dijo Patrik sentándose en el sofá. Una vez hechas las presentaciones, Viola sirvió el café de una hermosa cafetera y guardó silencio como esperando a que continuasen.

–¿Cómo consigue que sus geranios estén tan bonitos? –se oyó Paula preguntar antes de dar un sorbito de café. Patrik y Martin la miraron perplejos–. Es que a mí, si no se me pudren, se me secan –explicó. Las cejas de Martin y Patrik se enarcaron aún más.

Viola se irguió ufana.

–Bueno, en realidad no es tan difícil. Tienes que procurar que la tierra esté bien seca antes de volver a regar, y bajo ningún concepto debes regarlos con mucha agua. Y además, Lasse Anrell me contó un truco increíblemente bueno; puedes abonarlos con un poco de orina de vez en cuando, eso hace maravillas cuando se te resisten.

–¿Lasse Anrell? –repitió Martin–. ¿El comentarista deportivo del Aftonbladet? ¡Y de Canal 4! ¿Qué tiene que ver él con los geranios?

Viola puso cara de no tener intención de molestarse en contestar a una pregunta tan absurda. Por lo que a ella se refería, Lasse era ante todo un experto en geranios y que, además, fuese periodista deportivo era un dato que para ella quedaba en la periferia de su conciencia.

Patrik carraspeó.

–Por lo que hemos sabido, Erik Frankel y usted se veían con regularidad –dudó un instante, y prosiguió–: Sí, lo siento, lo siento de veras.

–Gracias –dijo Viola bajando la vista hacia la taza–. Sí, solíamos vernos. Erik se quedaba unos días a veces, un par de veces al mes, más o menos.

–¿Cómo se conocieron? –preguntó Paula. Resultaba un tanto difícil imaginar cómo habrían coincidido aquellas dos personas, teniendo en cuenta lo distintos que eran sus hogares.

Viola sonrió. Paula advirtió que se le formaban dos hoyuelos encantadores.

–Erik pronunció una conferencia en la biblioteca, hace unos años. ¿Cuántos hace? ¿Cuatro? Trataba sobre la región de Bohuslän en la Segunda Guerra Mundial, y yo no quería perdérmela. Después de la conferencia, empezamos a hablar y… bueno, una cosa llevó a la otra –contó sonriendo al recordar el encuentro.

–¿Nunca se veían en su casa? –quiso saber Martin alargando el brazo en busca de una galleta.

–No, Erik pensaba que era mejor vernos aquí. Él comparte… compartía la casa con su hermano y, aunque Axel se ausentaba mucho, pues… En fin, que prefería venir aquí.

–¿Mencionó alguna vez si había sufrido algún tipo de amenazas? –preguntó Patrik.

Viola negó con vehemencia.

–No, jamás. No puedo ni imaginarme… Quiero decir, ¿por qué iba nadie a querer amenazar a Erik, un profesor de Historia jubilado? La sola idea es absurda.

–Sin embargo, el hecho es que recibió amenazas o, en fin, al menos de forma indirecta. A causa de su interés por la Segunda Guerra Mundial y el nazismo. A ciertas organizaciones no les hace gracia que se pinte una imagen de la Historia con la que no están de acuerdo.

–Erik no pintaba ninguna imagen, como dice tan a la ligera –protestó Viola y, de repente, le brilló un destello de ira en los ojos–. Era un historiador veraz, meticuloso con los datos y riguroso con la verdad tal como era, no como él o como cualquier otro desearía que hubiera sido. Erik no pintaba. Componía rompecabezas. Despacio, muy despacio, pieza a pieza, iba sacando a la luz cuál era el aspecto de la verdad. Una pieza con un cielo azul aquí, otra con un campo verde allá, hasta que al final podía mostrarle al mundo el resultado. No porque sintiera que había concluido el trabajo –aclaró, de nuevo con el brillo amable de antes en los ojos–. El trabajo de un historiador no termina nunca. Siempre hay más datos, algo más de realidad que averiguar.

–¿Por qué ese interés desmesurado por la Segunda Guerra Mundial? –intervino Paula.

–¿Por qué algo despierta nuestro interés? ¿Por qué este interés mío por los geranios? –Viola hizo un gesto de resignación, aunque con una mirada reflexiva–. Claro que, en el caso de Erik, no hay que ser Einstein para saber por qué. Las experiencias de su hermano durante la guerra lo marcaron más que ninguna otra circunstancia, diría yo. Él nunca hablaba de eso conmigo, aunque algo captaba yo entre líneas. Una sola vez me habló de lo que le sucedió a su hermano, por cierto, la única vez que vi a Erik beber de más. Fue la última vez que nos vimos. –Se le quebró la voz y tuvo que guardar silencio y serenarse durante unos minutos, antes de proseguir:

»Vino a verme sin avisar, algo totalmente insólito, y, además, estaba claramente bebido. Lo cual era más insólito si cabe, o al menos yo no lo había visto nunca así. Cuando entró, se fue derecho al mueble bar y se sirvió un buen vaso de whisky. Luego se sentó en el sofá y empezó a contármelo todo sin dejar de beber. Yo no comprendía mucho de lo que me decía, era un tanto incoherente y parecía más bien la verborrea de un borracho. Pero hablaba de Axel, eso sí me quedó claro. Hablaba de lo que había vivido cuando estuvo preso. Y cómo había afectado todo ello a su familia.

–¿Y fue la última noche que lo vio, dice? ¿Cómo es eso? ¿Por qué no se vieron más durante el verano? ¿Cómo es que no se interesó por saber dónde estaba?

El rostro de Viola se distorsionó con una mueca en su intento por contener el llanto. Con la voz empañada, contó al fin:

–Porque Erik se despidió de mí. Hacia medianoche se marchó de aquí, o bueno, es un decir, más bien se fue haciendo eses. Y lo último que me dijo fue que aquella era nuestra despedida. Me dio las gracias por el tiempo que habíamos pasado juntos y me besó en la mejilla. Luego se marchó. Y yo pensé que no eran más que tonterías fruto de la borrachera. Al día siguiente, me comporté como una verdadera tonta, me lo pasé sentada mirando el teléfono, esperando que me llamara y me diera una explicación o me pidiera perdón o… Cualquier cosa… Pero no me llamó. Y yo y mi absurdo orgullo, claro, yo me negué a llamarlo. De haberlo hecho, no sólo habría dado mi brazo a torcer, sino que él no habría estado así… –El llanto salió a borbotones y Viola no fue capaz de concluir la frase.

Pero Paula sabía perfectamente lo que quería decir. Posó la mano sobre la de Viola y le dijo con dulzura:

–Usted no podía hacer nada. ¿Cómo iba a saberlo?

Viola asintió a disgusto y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

–¿Sabe qué día estuvo aquí? –preguntó Patrik esperanzado.

–Puedo mirar la agenda –respondió Viola poniéndose de pie, con alivio manifiesto ante aquel respiro–. Hago anotaciones a diario, así que no me será difícil dar con la fecha. –Salió de la habitación y se ausentó un rato.

–Fue el 15 de junio –declaró de nuevo en la sala de estar–. Lo recuerdo porque esa tarde había estado en el dentista, así que estoy completamente segura.

–Bien, gracias –dijo Patrik antes de levantarse.

Tras despedirse de Viola y ya en la calle, todos tenían en mente la misma idea. ¿Qué sucedió el 15 de junio? ¿Qué hizo que Erik, en contra de su modo de ser, bebiese de más y, por si fuera poco, pusiera un brusco final a su relación con Viola? ¿Qué pudo haber ocurrido?

–¡Es obvio que no tiene el menor control sobre ella!

–Pero Dan, de verdad que creo que estás siendo injusto. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que tú no habrías caído en su artimaña? –Con los brazos cruzados y apoyada en la encimera de la cocina, Anna miraba a Dan con expresión airada.

–¡Qué va! ¡Yo no me habría dejado engañar! –Presa de la mayor frustración, Dan no dejaba de pasarse la mano por el pelo, que tenía completamente despeinado.

–No, claro… Tú, que sopesaste muy en serio la posibilidad de que alguien hubiese entrado en casa por la noche para comerse todo el chocolate que había en la despensa. Si yo no hubiera encontrado el papel debajo del almohadón de Lina, tú aún estarías buscando a una panda de ladrones con los bigotes manchados de chocolate… –Anna ahogó una risita y olvidó la rabia por un instante. Dan la miró: él tampoco pudo evitar un amago de sonrisa.

–Pero admitirás que fue muy convincente cuando aseguraba su inocencia, ¿verdad?

–Desde luego. Esa niña ganará un Oscar cuando sea mayor. Pues imagínate que Belinda puede ser igual de convincente, como mínimo. Y, de ser así, no resulta tan extraño que Pernilla la creyera. No creo que puedas estar del todo seguro de que tú no hubieses caído en el engaño.

–No, supongo que tienes razón –admitió Dan enfurruñado–. Pero debería haber llamado a la madre de la amiga para cerciorarse. Yo al menos lo hubiera hecho.

–Sí, claro, seguro que sí. Y a partir de ahora Pernilla también lo hará.

–¿Qué estáis diciendo de mamá? –se oyó preguntar a Belinda, que bajaba las escaleras aún en camisón y con un peinado que recordaba a un troll de goma. Se había negado a salir de la cama desde que la recogieron en casa de Erica y Patrik el sábado por la mañana, tan resacosa como abatida. En cualquier caso, daba la impresión de que la mayor parte del arrepentimiento había dado paso a una dosis mayor de la ira que últimamente parecía ser su más fiel seguidor.

–No estamos diciendo nada de tu madre –contestó Dan con tono cansino y plenamente consciente de que se estaba fraguando un conflicto insoslayable.

–¿Entonces eres tú la que está hablando pestes de mi madre otra vez? –le espetó Belinda a Anna, que dirigió a Dan una mirada de resignación. Luego se volvió a Belinda y le dijo con voz serena:

–Yo nunca he hablado mal de tu madre. Y lo sabes. Y, además, a mí no me hables en ese tono.

–Yo hablo en el tono que me da la puta gana –vociferó Belinda–. Esta es mi casa, no la tuya. Así que ya puedes llevarte a tus mocosos y largarte de aquí.

Dan dio un paso al frente con la mirada sombría.

–¡No le hables así a Anna! Ella también vive aquí. Exactamente igual que Adrian y Emma. Y si no te gusta, pues… –En cuanto comenzó la frase se dio cuenta de que era lo peor que podía decir en aquellos momentos.

–¡Pues no, no me gusta! ¡Así que hago la maleta y me voy a casa de mamá! ¡Y allí me pienso quedar! ¡Hasta que esa y sus enanos se larguen de aquí! –Belinda dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba. Tanto Dan como Anna se sobresaltaron al oír el portazo.

–Puede que tenga razón, Dan –observó Anna con un hilo de voz–. Puede que nos hayamos precipitado un poco. Quiero decir que no ha tenido mucho tiempo para acostumbrarse desde que hemos venido a invadir su vida.

–Pero joder, tiene diecisiete años y actúa como si tuviera cinco.

–Tienes que comprender a Belinda. No ha debido de ser muy fácil para ella. Cuando Pernilla y tú os separasteis, ella estaba en una edad difícil y…

–Ya, muchas gracias, no necesito que me eches en cara todo el rollo para que me dé cargo de conciencia. Ya sé que la separación fue culpa mía, y no hace falta que me lo recrimines.

Dan pasó por delante de Anna con gesto brusco y salió a la calle. Por segunda vez en pocos minutos, se oyó un portazo tal en la casa que temblaron los cristales de las ventanas. Anna permaneció inmóvil unos segundos ante la encimera. Luego se vino abajo y rompió a llorar.