Kristiansand, 1943

No era que a Axel le gustara correr riesgos. Ni que tuviese un valor excepcional. Claro que tenía miedo. De lo contrario, sería un loco. Pero, sencillamente, era algo que estaba obligado a hacer. No podía quedarse mirando mientras el mal se adueñaba de todo sin hacer nada por evitarlo.

Echado en la regala del barco, sentía el viento azotándole el rostro. Amaba el aroma del agua salada. En realidad, siempre había envidiado a los pescadores, a los hombres que salían de madrugada y volvían ya anochecido, y dejaban que el barco los llevase donde estaban los peces. Axel sabía que se reirían de él si se le ocurría mencionar sus pensamientos. Que él, el hijo del doctor, el mismo que debía estudiar y convertirse en alguien elegante, les tuviese envidia. De los callos de las manos, del olor a pescado perenne en la ropa, de la inseguridad sobre si volverían o no a casa cada vez que se hacían a la mar. Pensarían que era tan absurdo como arrogante desear la vida que ellos llevaban. Jamás lo comprenderían. Pero él sentía en cada fibra de su cuerpo que aquella era la vida para la que estaba destinado. Cierto que tenía buena cabeza para los estudios, pero jamás se sentía tan a gusto entre libros y conocimiento como allí, en la cubierta de un barco que se balanceaba, con el cabello al viento y el aroma a mar en la nariz.

En cambio a Erik le encantaba el mundo de los libros. Irradiaba un brillo de felicidad a su alrededor cuando, sentado en la cama, por la noche, dejaba vagar los ojos por las páginas de algún volumen demasiado grueso y demasiado viejo como para despertar el entusiasmo de nadie más que de Erik. Devoraba el saber, se zambullía en él, engullía como un hambriento hechos, fechas, nombres y lugares. A Axel le resultaba fascinante, pero también lo entristecía. Su hermano y él eran tan distintos… Quizá por la diferencia de edad. Se llevaban cuatro años. Jamás jugaron juntos, jamás compartieron los juguetes. Además, le preocupaba ver que sus padres hacían distinciones entre los dos. A él lo encumbraban de un modo tan excesivo que alteraba el equilibrio de la familia, convertían a Axel en lo que no era y disminuían la figura de Erik. Pero ¿cómo podía evitarlo? Él sólo hacía aquello para lo que había nacido.

–Pronto arribaremos a puerto.

La voz seca de Elof a su espalda lo hizo dar un respingo. No lo había oído llegar.

–Bajaré a tierra en cuanto atraquemos. Me ausentaré una hora, más o menos.

Elof asintió.

–Ten cuidado, muchacho –le dijo antes de dirigirse a popa para relevarlo en el timón.

Diez minutos más tarde, Axel bajó al muelle no sin antes haber mirado bien a su alrededor. En tierra se atisbaban uniformes alemanes por doquier, aunque la mayoría de los soldados parecían ocupados en alguna tarea, principalmente el control de los barcos que habían atracado en el muelle. Sintió que se le aceleraba el pulso. Algunos marineros trajinaban en tierra con la carga y descarga de mercancía y él intentó caminar con el mismo descuido con que ellos realizaban su trabajo sin llevar encima ningún secreto. En esta ocasión, Axel no llevaba nada. En este viaje tenía que recoger algo. Axel ignoraba qué contenían los documentos que le habían pedido que introdujera secretamente en Suecia. Y tampoco quería saberlo. Sólo sabía a quién debía entregárselos.

Tenía instrucciones precisas. El hombre que buscaba se hallaría en el extremo más alejado del puerto, llevaría gorra azul y camisa marrón. Con mirada atenta y escrutadora, Axel fue caminando hacia el lugar del puerto donde debía encontrarse el hombre. Todo parecía ir bien por el momento. Nadie se fijaba en un pescador que se movía por la zona con naturalidad. Los alemanes estaban a lo suyo y no le prestaron atención. Por fin vio al hombre. Estaba amontonando cajas y parecía concentrado exclusivamente en acabar la tarea. Axel se le acercó resuelto. El truco consistía en dar la impresión de que tenías algo que hacer allí. De ninguna manera podía cometer el error de empezar a mirar claramente indeciso a su alrededor. Sería tanto como llevar una diana en el pecho.

Una vez junto al hombre, que aún no se había percatado de su presencia, cogió la caja que tenía más cerca y se puso a ayudarle. Vio con el rabillo del ojo que, tras la protección de las cajas, su contacto había dejado caer algo al suelo. Axel fingió agacharse para coger otra caja, pero antes, pescó el documento enrollado y se lo guardó en el bolsillo. Se había producido la entrega. El hombre y él no habían intercambiado todavía ni una sola mirada.

Sintió una sensación de alivio que le recorría las venas y casi le produjo vértigo. La entrega era siempre el momento más crítico. Una vez efectuada, era mucho menor el riesgo de que algo…

Halt! Hände hoch!

La orden en alemán no procedía de ningún punto concreto. Axel miró desconcertado al hombre que tenía delante, y su mirada culpable lo hizo comprender qué estaba pasando. Era una trampa. O bien toda la misión era un engaño para cogerlo, o bien los alemanes habían conseguido información sobre lo que iba a suceder y habían obligado a los implicados a colaborar para tender la trampa. En cualquier caso, Axel sabía que el juego había terminado. Seguramente, los alemanes lo habían estado vigilando desde que bajó a tierra hasta el momento de la entrega. Y el documento le quemaba en el bolsillo. Alzó las manos en un gesto de sumisión. Los hombres que tenía delante pertenecían a la Gestapo. Se había acabado el juego.