Gösta dejó escapar un hondo suspiro. El verano iba dejando paso al otoño lo que, para él, implicaba en la práctica que sus rondas de golf se verían drásticamente reducidas al mínimo. Cierto que el ambiente aún era cálido y que, en teoría, todavía le quedaba un mes para jugar sin problemas. Pero la experiencia le decía cómo eran las cosas en realidad. En ese mes la lluvia aguaría un par de rondas. Las tormentas arruinarían otras cuantas. Y luego, de un día para otro, la temperatura bajaría de agradable a insoportable. Ese era el inconveniente de vivir en Suecia. Y tampoco es que viese las ventajas que lo compensaran. En todo caso, el arenque fermentado[6]. Pero claro, podía llevarse un par de latas en el equipaje, si decidía mudarse al extranjero. Así tendría lo mejor de esos dos mundos.

Al menos, aquel día reinaba la calma en la comisaría. Mellberg había salido con Ernst, y Martin y Paula se fueron a Grebbestad para hablar con Frans Ringholm. Gösta intentó una vez más hacer memoria de dónde habría oído aquel nombre con anterioridad y, para su sorpresa, le hizo clic el cerebro. Ringholm. Así se llamaba el periodista del Bohusläningen. Alargó el brazo en busca del periódico que tenía sobre la mesa y buscó hasta que, con aire triunfal, puso el índice en el nombre: «Kjell Ringholm». Un tipo irascible que disfrutaba apretándoles las tuercas a las personas influyentes y a los políticos de la zona. Claro que podía ser una coincidencia, pero se trataba de un apellido poco común. ¿Sería el hijo de Frans? Gösta archivó la información en su cerebro, por si resultaba de utilidad más adelante.

Pero, por el momento, tenía cosas más urgentes que solucionar. Una vez más, suspiró. Con el transcurso de los años, había desarrollado su capacidad para suspirar hasta convertirla en un arte. Quizá debiera esperar a que Martin regresara. De hacerlo así, no sólo se repartirían la carga de trabajo, sino que, además, dispondría de una hora de prórroga, como mínimo, quizá incluso dos, si Martin y Paula decidían almorzar por el camino antes de volver a la comisaría.

Pero ¡qué puñetas! , pensó Gösta. También sería un alivio haber terminado con ello, en lugar de tenerlo ahí pendiente. Gösta se levantó y se puso la cazadora. Le dijo a Annika adónde iba, cogió uno de los coches del garaje y puso rumbo a Fjällbacka.

En cuanto llamó al timbre, tomó conciencia de lo necio que había sido. Eran poco después de las doce. Naturalmente, los chicos estaban en la escuela. Ya estaba a punto de darse media vuelta cuando la puerta se abrió y en el resquicio apareció Adam, que no paraba de sorberse los mocos. Tenía la nariz enrojecida y, en los ojos, el brillo propio de quienes tienen fiebre.

–¿Estás enfermo? –preguntó Gösta. El chico asintió y confirmó su respuesta con un sonoro estornudo, antes de sonarse en el pañuelo que llevaba en la mano.

–Estoy resfriado –respondió Adam con una voz que, con toda la claridad deseable, indicaba que tenía la nariz completamente taponada.

–¿Puedo entrar?

Adam se hizo a un lado.

–Bajo su responsabilidad –advirtió estornudando de nuevo.

Gösta notó una fina lluvia de saliva con carga vírica que le rociaba la mano; y se secó tranquilamente en la manga de la camiseta. Un par de días de baja por enfermedad no tenían por qué ser mala idea. Aguantaría de buen grado el moqueo con tal de poder quedarse en casa unos días, bien abrigado en el sofá, viendo la grabación del último torneo. Así tendría la posibilidad de estudiar con calma y a cámara lenta el swing de Tiger.

–Bi badre no esdá en gasa –dijo Adam.

Gösta seguía al chico hasta la cocina con el ceño fruncido hasta que se le hizo la luz: «Mi madre no está en casa» era, sin duda, la información que Adam quería transmitirle. Le cruzó por la mente alguna que otra cuestión sobre la idoneidad de interrogar a un menor sin la presencia del tutor legal, pero pasó tan rápido como vino. Las normas solían ser un engorro que, en su opinión, obstaculizaban el trabajo. Si Ernst hubiese estado allí, habría contado con todo su apoyo. El agente Ernst, claro, no el perro, precisó Gösta para sí con una risita. Adam lo miró extrañado.

Se sentaron a la mesa de la cocina, que aún presentaba indicios del desayuno. Migas de pan, pegotes de mantequilla, salpicaduras de leche con cacao, allí estaba todo.

–Bien. –Gösta tamborileó con los dedos sobre la mesa, pero se arrepintió enseguida, pues se le llenaron de migas pegajosas. Se limpió la mano en la pernera del pantalón e hizo un nuevo intento.

–Bien. ¿Cómo… has llevado el asunto? –La pregunta sonó extraña incluso a sus oídos. A él no se le daba muy bien hablar ni con jóvenes ni con lo que solían llamar personas traumatizadas. Y no es que creyese demasiado en esas historias. Por favor, si el tipo estaba muerto cuando lo encontraron, no podía constituir ningún peligro. Él había visto a algún que otro moribundo durante sus años de policía, y no por eso había quedado traumatizado.

Adam se sonó y se encogió de hombros.

–¿El qué? Bien, creo. Los de la clase dicen que es una pasada.

–¿Y cómo es que se os ocurrió ir allí?

–Fue idea de Mattias. –Adam pronunciaba «Battias», pero el cerebro de Gösta estaba ya programado para ello y traducía directamente todo lo que decía el muchacho.

–Aquí todos saben que los viejos están pirados y que andan siempre con lo de la Segunda Guerra Mundial y esas cosas, y un chico de la escuela dijo que tenían un montón de cosas chulas en su casa, y Mattias dijo que podíamos entrar y echar un ojo y… –Su locuaz explicación se vio interrumpida por un estornudo tal que Gösta dio un respingo en la silla.

–Es decir, que lo de asaltar la casa fue idea de Mattias –precisó Gösta reconviniendo al muchacho con la mirada.

–Bueno, asaltar, tanto como asaltar… –Adam se retorcía nervioso–. O sea, nosotros no íbamos a robar ni nada por el estilo, sólo queríamos curiosear un poco entre sus cosas. Y creíamos que los dos estaban de viaje, así que pensamos que ni siquiera se darían cuenta de que habíamos estado allí.

–Bueno, sobre ese particular, tendré que creerte –reconoció Gösta–. ¿Y no habíais estado antes en la casa?

–¡No, lo prometo! –exclamó Adam mirando suplicante al policía–. Era la primera vez que íbamos.

–Necesitaría tomarte las huellas dactilares. Para verificar lo que estás diciendo. Y para poder excluirte. No te importa, ¿verdad?

–¡Qué va! –respondió Adam con el entusiasmo en los ojos–. Yo siempre veo CSI. Y sé lo importantes que son esas cosas. Descartar gente. Y luego pasáis todas las huellas por el ordenador y así averiguáis quiénes son los otros que han estado allí, ¿verdad?

–Exacto. Así es como trabajamos –asintió Gösta muy serio, aunque por dentro se retorcía de risa. Pasar todas las huellas por el ordenador. Sí, vamos hombre.

Sacó el equipo necesario para tomarle las huellas a Adam: un tampón de tinta y una tarjeta con diez campos donde, con mucho cuidado, fue plasmando una a una las huellas del muchacho.

–Muy bien, eso es –declaró satisfecho una vez que hubo terminado.

–¿Qué hacéis después? ¿Las escaneáis? –preguntó Adam lleno de curiosidad.

–Claro, las escaneamos –afirmó Gösta–. Y luego las contrastamos con la base de datos que decías. Tenemos almacenadas en el ordenador las de todos los ciudadanos suecos. Y algunos extranjeros también. Ya sabes, a través de la Interpol y esas cosas. Estamos conectados con ellos. Con la Interpol, quiero decir. Por enlace directo. Y con el FBI y la CIA.

–¡Qué pasada! –exclamó Adam sin poder ocultar su admiración.

Gösta no paró de reír durante todo el trayecto de regreso.

Fue poniendo la mesa con esmero. El mantel amarillo que tanto le gustaba a Britta. La vajilla blanca con decoración en relieve. Los candelabros que les habían regalado para la boda. Y flores en un jarrón. Britta siempre insistía en ello. Con independencia de la estación, siempre ponía flores en la mesa. Era cliente habitual de la floristería o, al menos, lo había sido. Últimamente era Herman el que se pasaba por allí casi siempre. Y es que él quería que todo fuese como de costumbre. Si todo en su entorno continuaba inalterado, la espiral descendente quizá pudiera retrasarse, si no detenerse del todo.

Lo peor fue al principio. Antes de conocer el diagnóstico. Britta había sido siempre tan ordenada. Nadie comprendía por qué, de repente, no encontraba las llaves del coche, cómo podía equivocarse de nombre al llamar a los niños, por qué no recordaba el número de teléfono de sus amigas de toda la vida. Lo achacaban al cansancio y al estrés. Britta empezó a tomar hierro y complejos multivitamínicos, porque creían que quizá tuviese algún tipo de anemia. Pero no pudieron seguir cerrando los ojos al hecho, algo grave estaba ocurriendo.

El diagnóstico los dejó sin habla un buen rato. Luego, a Britta se le escapó un sollozo. Sólo eso. Un sollozo. Le apretó a Herman la mano con fuerza, y él le correspondió con otro apretón. Ambos comprendían lo que aquello implicaba. La vida que habían compartido durante cincuenta y cinco años iba a cambiar de forma drástica. Paulatinamente, la enfermedad le destrozaría el cerebro, le haría perder todo aquello que constituía la esencia de Britta: sus recuerdos, su personalidad. Un abismo inmenso y profundo se abría ante ellos.

Ya había pasado un año desde entonces. Los buenos ratos eran cada vez menos frecuentes. A Herman le temblaban las manos mientras intentaba doblar las servilletas como Britta. Solía hacerlo en forma de abanico. Pero, pese a que la había visto hacerlo millones de veces, a él no le quedaba bien. Después del cuarto intento, la rabia y la frustración se apoderaron de él y rompió la servilleta en mil pedazos. Trocitos pequeños, muy pequeños, que cayeron despacio sobre el plato. Se sentó en la silla e intentó serenarse. Se enjugó una lágrima que se abrió paso por la comisura del ojo.

Cincuenta y cinco años juntos. Años buenos. Años felices. Claro que habían tenido sus altibajos a veces, como en todos los matrimonios. Pero la base siempre existió. Evolucionaron juntos, Britta y él. Estaba tan increíblemente orgulloso de ella entonces. Antes de que naciera su hija, Herman había juzgado a su mujer como superficial y un poco boba, lo admitía. Sin embargo, desde el día en que tuvo en sus brazos a Anna-Greta, se convirtió en otra persona. Era como si, al ser madre, hubiese adquirido una profundidad de la que antes carecía. Tuvieron tres hijas. Tres bendiciones y el amor de Herman por su mujer fue creciendo con cada una de ellas.

Notó una mano en el hombro.

–¿Papá? ¿Qué tal estás? No me has oído llamar a la puerta, así que he entrado sin más.

Herman se secó los ojos rápidamente e intentó obligarse a sonreír al ver la expresión preocupada de la mayor de sus hijas. Pero no consiguió engañarla. Ella lo abrazó y pegó la mejilla a la de él.

–¿No lo llevas bien hoy, papá?

Herman asintió y, por un instante, se permitió sentirse como un niño en el regazo de su hija. Britta y él la habían educado bien. Anna-Greta era cariñosa y solícita, y madre entregada de dos de los nietos de Herman y Britta. A veces no se lo explicaba, que aquella mujer de cabello cano que rondaba los cincuenta fuese la niña que alborotaba por la casa y le vendaba el dedo meñique.

–Los años vuelan, Anna-Greta –dijo al cabo dándole una palmadita en el brazo.

–Sí, papá, los años vuelan –admitió ella abrazándolo con fuerza y dándole un apretón extra antes de soltarlo.

–¿Quieres que arreglemos esta mesa como es debido? A mamá no le gustará nada ver la que has organizado. –Anna-Greta se echó a reír, y Herman no pudo por menos de corresponder con una sonrisa.

–Yo doblaré las servilletas en forma de abanico y tú pones los cubiertos. Creo que será lo mejor, a juzgar por esta muestra –propuso guiñándole un ojo y señalando los trozos de papel que cubrían la mesa como confeti.

–Sí, será lo mejor –convino Herman con una sonrisa de agradecimiento–. Será lo mejor.

–¿A qué hora iban a venir? –Patrik gritaba desde el dormitorio en el que, a instancias de Erica, había ido a cambiarse los vaqueros y la camiseta por una vestimenta más adecuada. La objeción: «Si la cena es sólo para tu hermana y para Dan», no surtió el menor efecto. Era una invitación a cenar un viernes por la noche, había que ser consecuente. Sencillamente, había que tener un poco de estilo.

Erica abrió la puerta del horno para echarle un vistazo al solomillo en hojaldre. Tenía cargo de conciencia por haberse enfadado tanto con Patrik el día anterior, y quería compensarlo con su plato favorito, solomillo en hojaldre con salsa de Oporto y patatas machacadas. El plato que cocinó la primera vez que lo invitó a cenar en su casa. La primera noche que… Se rio un poco para sí y cerró el horno. Aquello se le antojaba ya muy lejano, aunque sólo habían pasado unos años. Quería a Patrik con toda su alma, pero era extraño comprobar la rapidez con que la vida cotidiana y los hijos aniquilaban el deseo de hacer el amor cinco veces seguidas, como hicieron aquella noche. Hoy por hoy, Erica se sentía agotada ante la sola idea de tanta actividad en la cama. Una vez a la semana ya le parecía una proeza.

–Llegarán dentro de media hora –le gritó a Patrik cuando empezaba a preparar la salsa. Ella ya se había cambiado y llevaba un pantalón negro y una blusa lila, su prenda favorita de cuando vivía en Estocolmo y aún tenía un buen repertorio de tiendas para ir a comprar. Por si acaso, se había puesto un delantal y Patrik la obsequió con un silbido lisonjero al bajar la escalera.

–Pero ¿sobre qué descansan la vista mis fatigados ojos? Una aparición. Un ser divino y glamuroso, aunque con un toque de paño casero y de culinariedad.

–La palabra culinariedad no existe –repuso Erica riendo cuando Patrik la besó en la nuca.

–Existe a partir de ahora –le respondió él con un guiño. Luego dio un paso atrás e hizo una pirueta en medio de la cocina.

–¿Y bien? ¿Estoy pasable? ¿O me toca subir y cambiarme otra vez?

–Vaya, suena como si yo fuera la cruz de esta casa… –Erica fingió inspeccionarlo rigurosamente de arriba abajo, pero se echó a reír y dijo–: Eres un ornamento para nuestro hogar. Si, además, pones la mesa, quizá empiece a comprender por qué me casé contigo.

–Que ponga la mesa. Eso está hecho.

Media hora más tarde, a las siete en punto, cuando llamaron a la puerta, lo tenían todo listo, la cena y la mesa. Anna y Dan llegaron con Emma y Adrian, que entraron en tromba gritando el nombre de Maja. Su prima pequeña era sumamente popular…

–Pero ¿quién es este hombre tan guapo? –preguntó Anna–. ¿Y qué has hecho con Patrik? Desde luego, no sé cómo has tardado tanto en cambiarlo por este magnífico ejemplar.

Patrik le dio un abrazo a Anna.

–Yo también me alegro de verte, querida cuñada… Bueno, contadme, ¿qué tal les va a los tortolitos? Erica y yo nos sentimos honrados de que hayáis logrado alejaros del dormitorio para venir a visitarnos en nuestra humilde morada.

–¡Anda ya! –exclamó Anna ruborizándose al tiempo que hacía amago de darle a Patrik un puñetazo en el pecho. Sin embargo, por el modo en que su cuñada miraba a Dan, no cabía la menor duda de que Patrik tenía algo de razón.

Pasaron una velada estupenda. Emma y Adrian tuvieron a Maja entretenida de mil amores, hasta que llegó la hora de dormir a la pequeña. Luego, ellos mismos cayeron rendidos cada uno en un rincón del sofá. La cena recibió los elogios que merecía, el vino era excelente y fue desapareciendo de las botellas y Erica disfrutó pasando con su hermana y con Dan una noche normal y agradable. Sin nubarrones negros en el horizonte. Sin dedicar un solo pensamiento a lo que tenían a sus espaldas. Tan sólo charla inocua y discusión llena de cariño.

De pronto, el sonido estridente del móvil de Dan vino a alterar la calma.

–Perdón, voy a ver quién llama a estas horas… –se disculpó antes de levantarse para coger el teléfono que tenía en el bolsillo de la cazadora. Frunció el entrecejo al ver el número que aparecía en la pantalla, pues no lo reconocía.

–Hola, aquí Dan –dijo vacilante.

–¿Quién dices?

–Perdona, no te oigo bien…

–¿Belinda? ¿Dónde?

–¿Cómo?

–Pero… si he bebido. No puedo…

–¡Metedla en un taxi ahora mismo! Sí, yo lo pago en cuanto llegue. Tú procura que venga aquí. –A juzgar por la arruga de su frente, estaba muy preocupado y, cuando colgó el teléfono después de decir la dirección de Patrik y Erica, soltó una maldición.

–¡Joder!

–Pero ¿qué ha pasado? –preguntó Anna llena de inquietud.

–Es Belinda. Al parecer ha estado en no sé qué fiesta y tiene una borrachera de órdago. La que llamaba era una amiga. La mandarán aquí en un taxi.

–Pero ¿dónde estaba? Se suponía que tenía que estar con Pernilla en Munkedal, ¿no?

–Pues sí, se suponía, pero no es así. La amiga llamaba de Grebbestad. –Dan marcó un número y luego se oyó que acababa de despertar a su ex mujer. Se fue a la cocina y todos pudieron oír palabras sueltas de la conversación. No eran palabras amables. Minutos más tarde, Dan volvió al comedor y se sentó a la mesa con cara de frustración.

–Se ve que Belinda había dicho que iba a dormir en casa de una amiga. Y la amiga habrá dicho lo mismo, claro, que ella dormiría en casa de Belinda. Lo que han hecho es arreglárselas para llegar a Grebbestad e ir a esa fiesta. ¡Maldita sea! Creía que podía contar con que la tuviese controlada. –Se lamentó pasándose la mano por el pelo con gesto desesperado.

–¿Te refieres a Pernilla? –dijo Anna acariciándole el brazo para calmarlo–. No es tan fácil, ¿sabes? Tú también habrías podido caer en la misma trampa. Es el truco más viejo del mundo.

–¡No, a mí no me habría ocurrido! –exclamó Dan con rabia en la voz–. Yo habría llamado a los padres de la amiga para comprobar que todo estaba en orden. Jamás habría confiado en una niña de diecisiete años. ¿Cómo se puede ser tan tonto? ¿No voy a poder confiar en su capacidad para cuidar de las niñas?

–Tranquilízate, ya está bien –repuso Anna en tono severo–. Vamos a ir por partes. Lo principal es ocuparse de Belinda cuando llegue. –Dan hizo amago de ir a decir algo y ella lo cortó–. Y no vamos a reprenderla esta noche. Trataremos el asunto mañana, cuando se haya despabilado, ¿vale? –Aunque dijo la última palabra en tono interrogativo, a ninguno de los presentes en torno a la mesa, Dan incluido, le cupo la menor duda de que no era negociable. Dan asintió sin más.

–Voy a preparar la cama de la habitación de invitados –dijo Erica poniéndose de pie.

–Y yo iré a buscar un cubo o algo… –declaró Patrik con la esperanza de no tener que repetir aquella frase cuando Maja fuese adolescente.

Minutos más tarde se oyó el motor de un coche en la entrada y Dan y Anna se apresuraron a abrir la puerta. Anna pagó al taxista, mientras Dan cogía a Belinda, que yacía como un pelele en el asiento trasero.

–Papá… –balbució la muchacha. Luego, rodeó con los brazos el cuello de su padre y escondió la cara en su pecho. Dan sintió náuseas por el hedor a vómito que exhalaba, pero al mismo tiempo sintió una ternura inmensa por su hija que, de repente, le parecía menuda y frágil. Hacía muchos años que no la llevaba en brazos.

Un movimiento convulso de Belinda lo indujo instintivamente a sostenerle la cabeza retirándola a un lado. Un potingue apestoso y rojizo se estrelló contra la escalinata de Erica y Patrik. No cabía la menor duda de qué era lo que la joven había bebido en exceso. O, al menos, el vino tinto constituía una parte significativa de su consumo de alcohol.

–Llévala dentro; deja eso ahora, ya lo limpiaremos luego –dijo Erica haciéndole señas a Dan y a Belinda para que entraran–. Métela en la ducha, Anna y yo nos encargaremos y le pondremos ropa limpia.

Una vez en la ducha, Belinda rompió a llorar. Un llanto desgarrador. Anna le acariciaba la cabeza mientras Erica la secaba despacio con la toalla.

–Calla… Tranquila, todo irá bien, ya verás –la calmó Anna al tiempo que le ponía una camiseta limpia.

–Kim iba a estar allí… Y yo creía que… Le dijo a Linda que yo le parecía… feaaaaaaaaaaaa… –Hablaba entrecortadamente, haciendo pausas para llorar.

Anna miró a Erica por encima de la cabeza de Belinda. Ninguna de las dos habría querido estar en el lugar de la muchacha por nada del mundo. No hay nada más doloroso que un corazón adolescente roto. Ambas lo habían vivido y comprendían a la perfección por qué, en esa tesitura, resultaba fácil caer en la tentación de ahogar las penas en vino. Pero se trataba de un consuelo terriblemente provisional. Al día siguiente, Belinda se encontraría peor si cabe, las dos lo sabían por experiencia muy a su pesar. Pero lo único que podían hacer era meterla en la cama. Ya se encargarían del resto mañana.

Mellberg tenía la mano en el picaporte. Sopesaba los pros y los contras. Y tenía la innegable sensación de que los contras ganaban por goleada. Sin embargo, dos circunstancias lo habían conducido hasta allí. En primer lugar, no tenía otra cosa mejor que hacer un viernes por la tarde. En segundo lugar, no veía más que los oscuros ojos de Rita. No obstante, seguía preguntándose si eran motivo suficiente para hacer algo tan absurdamente ridículo como asistir a un curso de salsa. Además, no habría allí más que un puñado de señoras desesperadas, que creerían que conquistarían a algún hombre asistiendo a un curso de baile. Patético. Por un instante, estuvo a punto de darse media vuelta y pasar por la gasolinera, comprar unas patatas fritas y sentarse delante del televisor a ver un episodio grabado de la serie Full Frys, con Stefan y Christer. El solo recuerdo le hacía morirse de risa. Sí, caramba, esos dos muchachos sí que sabían qué era el humor. Mellberg acababa de decidirse por aquel plan B cuando la puerta se abrió delante de sus narices.

–¡Bertil! ¡Qué bien que hayas venido! Entra, estábamos a punto de empezar. –Y, sin saber cómo ni cuándo, Rita lo llevó de la mano hasta la sala de baile. La música latina resonaba procedente de un altavoz gigantesco que había en el suelo y cuatro parejas lo observaron con curiosidad al verlo entrar. Parejas mixtas, advirtió Mellberg con sorpresa, borrando de su mente la imagen de sí mismo como un trozo de carne despedazado por una jauría de lobas.

–Tú bailarás conmigo. Me ayudarás a mostrarles cómo se hace –decidió Rita tirando resuelta de Mellberg hasta llevarlo al centro de la pista. Se colocó enfrente de él, le cogió una mano y le colocó la otra alrededor de su cintura. Mellberg tuvo que lidiar consigo mismo para resistir la tentación de agarrarse bien a sus exuberancias. Sencillamente, no comprendía a los hombres que preferían notar huesos bajo la palma de la mano.

–Bertil, concéntrate –lo exhortó Rita irguiéndose–. Mirad cómo lo hacemos Bertil y yo –les dijo a las demás parejas–. Para las damas: pie derecho delante, el peso en el pie izquierdo, y otra vez el pie derecho. Para los caballeros es lo mismo, pero al contrario, pie izquierdo delante, el peso en la derecha, y otra vez el izquierdo. Practicaremos ese paso hasta que lo tengamos bien aprendido.

Mellberg se esforzaba al máximo por comprender lo que quería decir, pero era como si el cerebro hubiese optado por eliminar incluso una información tan elemental como dónde estaba la derecha y dónde la izquierda. Sin embargo, Rita era muy buena maestra. Con movimientos decididos, lo iba guiando adelante y atrás y, al cabo de unos minutos, Mellberg notó encantado que empezaba a dominar los vaivenes.

–Y ahora… vamos a empezar a mover también las caderas –dijo Rita conminando a sus alumnas con la mirada–. Los suecos sois de un rígido… Pero la salsa es movimiento, ductilidad, suavidad.

Ilustró lo que quería decir moviéndose al ritmo de la música con un meneo tal que se diría que las caderas se deslizaban adelante y atrás como una ola. Mellberg observaba fascinado cómo movía el cuerpo. Cuando ella lo hacía, parecía facilísimo. Totalmente resuelto a impresionarla, intentó imitar sus movimientos de caderas acompañándolos de los pasos que él creía ya impresos en su memoria. Pero, de repente, ya no funcionaba. Sentía las caderas totalmente rígidas y todo intento de coordinar sus movimientos con los de los pies lo abocó al más absoluto bloqueo. Se paró en seco con la frustración pintada en la cara. Y, para terminar de empeorar las cosas, su mechón de pelo eligió aquel momento para desbaratarse y descolgarse sobre la oreja izquierda. Raudo como un rayo volvió a colocarlo en su sitio, con la esperanza de que nadie se hubiese percatado del incidente. Las risitas de las otras parejas defraudaron de inmediato dicha esperanza.

–Sé que es difícil, Bertil, que exige práctica –convino Rita alentadora y animándolo a intentarlo de nuevo–. Escucha la música, Bertil, escúchala. Y deja que el cuerpo la siga. Y no te mires los pies, mírame a mí. Cuando se baila salsa, hay que mirar siempre a los ojos de la mujer. Es el baile del amor, el baile de la pasión.

Clavó la vista en la de Mellberg, que concitó toda su fuerza de voluntad para mirarla a ella en lugar de mirarse los pies. Al principio la cosa no funcionaba en absoluto, pero al cabo de un rato, con la suave dirección de Rita, empezó a notar el cambio. Era como si su cuerpo empezase a oír la música de verdad. Las caderas empezaron a moverse despacio y dócilmente. Se perdió más hondo aún en los ojos de Rita. Y, mientras los ritmos latinos retumbaban en la sala, se sintió desfallecer.