Los cubiertos tintineaban al chocar contra la porcelana mientras comían. Los tres intentaban no mirar de reojo hacia la silla vacía, pero para ninguno de ellos era fácil.
–Mira que tener que irse otra vez, tan pronto. –Gertrud le alargó la fuente de patatas a Erik con mirada inquisitiva, y el muchacho se sirvió una en el plato, ya lleno de comida. Era lo más sencillo. De lo contrario, su madre empezaría a insistir y a insistir, hasta que al fin tendría que ponerse más. La comida no le interesaba. Sólo comía porque era necesario. Y porque su madre decía que le daba vergüenza verlo tan delgado. La gente pensaría que no le daban de comer, solía decir.
Axel, en cambio… Él siempre comía con mucho apetito. Erik miró de soslayo la silla vacía mientras, a disgusto, se llevaba el tenedor a la boca. La comida le crecía una vez dentro. La salsa convertía la patata en una pasta empapada y empezó a masticar enseguida para liberarse del bocado lo antes posible.
–Tiene que hacer lo que le corresponde. –Hugo Frankel miró a su mujer con severidad, aunque también él dirigía la vista a la silla vacía de Axel, que estaba frente a Erik.
–Sí, bueno, yo sólo digo que podría tomarse un par de días para descansar en casa tranquilamente.
–Eso lo decide él. Nadie decide ni manda en lo que hace Axel, salvo el propio Axel. –La voz de Hugo estallaba de orgullo, y Erik sintió la punzada de siempre en el pecho. La que solía sentir cuando sus padres hablaban de su hermano. Como si él no fuese más que una sombra en la familia, una sombra de Axel, alto y fuerte y rubio, siempre en el centro de atención, aunque él no se esforzaba por conseguirlo. Erik se llevó otro bocado a la boca. Ojalá se acabara pronto la cena. Así podría irse a leer a su habitación. Leía sobre todo libros de Historia. Todos esos hechos, nombres, fechas y lugares, tenían algo que le encantaba. No eran aleatorios, eran algo que se podía memorizar, algo con lo que contar.
A Axel nunca le había gustado mucho leer. Aun así, se las había arreglado para terminar el instituto con la máxima calificación. Erik también tenía buenas notas. Pero él tenía que trabajar para conseguirlas. Y nadie le daba palmaditas en la espalda ni irradiaba orgullo y satisfacción por él ante amigos y conocidos. Nadie alardeaba de Erik.
Pese a todo, no era capaz de no querer a su hermano. A veces deseaba serlo. Deseaba poder detestarlo, odiarlo, que la punzada pasara a su pecho. Pero la verdad era una: Erik quería a Axel. Más que a nadie en el mundo. Axel era el más fuerte, el más valiente y el único que merecía que se alardease de él. No Erik. Eso era un hecho. Como en los libros de Historia. Tanto como que la batalla de Hastings tuvo lugar en 1066. Era algo indiscutible, no era opinable ni alterable. Así era y punto.
Erik miró el plato. Vio con asombro que estaba vacío.
–Papá, ¿puedo retirarme de la mesa? –preguntó esperanzado.
–¿Has terminado de comer? Vaya, pues sí, mira… Está bien, vete. Tu madre y yo nos quedaremos aquí un rato más.
Cuando Erik subía la escalera camino de su habitación, oyó a sus padres hablando en el comedor.
–Espero que Axel no se arriesgue demasiado, yo…
–Gertrud, tienes que dejar de sobreprotegerlo. Axel tiene diecinueve años y el comerciante dijo esta mañana que no ha visto un muchacho tan… Hemos de estar satisfechos de tener un…
Las voces se apagaron cuando cerró la puerta de su dormitorio. Se tiró en la cama y cogió el primer libro de la pila, uno que trataba sobre Alejandro Magno. Él también fue un valiente. Exactamente igual que Axel.