A ella siempre le habían gustado los aeropuertos. Experimentaba una sensación tan distinta al estar allí, entre tantos aviones que aterrizaban y despegaban. Gente con maletas y las miradas llenas de expectativas, camino de sus vacaciones o de un viaje de negocios. Y todos esos encuentros. Gente que se reunía o que se separaba. Recordaba un aeropuerto en concreto, hacía muchos, muchos años. El barullo de gente, los olores, los colores, el murmullo. Y la tensión que, más que sentir, veía reflejada en su madre. La forma convulsa y nerviosa de cogerle la mano. La maleta que había hecho y vuelto a hacer una y otra vez. Todo tenía que estar perfecto. Porque era un viaje sin vuelta atrás. También recordaba el calor, y el frío al que llegaron. Jamás en la vida pensó que podría uno sentir tanto frío. Y el aeropuerto en el que aterrizaron era muy diferente. Más silencioso, de colores grises y fríos. Y nadie hablaba en voz alta, nadie gesticulaba. Todos parecían encerrados en su pequeña burbuja particular. Nadie las miraba a los ojos. Simplemente, sellaron sus documentos y, con una voz extraña en una lengua extraña, les indicaron por dónde continuar. Y su madre seguía agarrándola espasmódicamente.

–¿Será él? –preguntó Martin señalando a un hombre de unos ochenta años que salía en ese momento del control de pasaportes. Era alto, tenía el cabello gris y una trenca de color beis. Elegante, según la primera impresión de Paula.

–Tendremos que preguntar –dijo adelantándose–. ¿Axel Frankel?

El hombre asintió.

–Creía que debía acudir a la comisaría –repuso con aspecto cansado.

–Pensamos que podíamos venir a buscarlo, en lugar de esperarlo allí –explicó Martin con expresión amable.

–Ah, bueno, en ese caso, gracias por llevarme. Por lo general, suelo moverme con el transporte público, así que excelente.

–¿Tiene que recoger alguna maleta? –preguntó Paula buscando la cinta.

–No, no, sólo traigo esto –respondió señalando el equipaje de mano que llevaba sobre ruedas–. Viajo ligero de equipaje.

–Un arte que nunca se me ha dado bien –rio Paula. El cansancio desapareció por un instante del rostro del anciano, que le correspondió con una sonrisa.

Hablaron de todo lo habido y por haber hasta que se instalaron en el coche y Martin empezó a conducir en dirección a Fjällbacka.

–¿Han… han sabido algo más? –se oyó trémula la voz de Axel, que guardó silencio enseguida, como para serenarse.

Paula, que iba sentada detrás, a su lado, negó con la cabeza.

–No, por desgracia. Confiábamos en que usted nos ayudaría a avanzar. Por ejemplo, necesitaríamos saber si su hermano tenía enemigos declarados. Alguien de quien pudiera pensarse que deseara hacerle daño.

Axel meneó despacio la cabeza.

–No, no, desde luego que no. Mi hermano era un hombre pacífico y tranquilo y… no, es absurdo pensar que nadie quisiera causar ningún daño a Erik.

–¿Qué sabe de su relación con un grupo llamado Amigos de Suecia? –Martin dejó caer la pregunta desde su asiento y su mirada se cruzó con la de Axel en el retrovisor.

–Han examinado la correspondencia de Erik con Frans Ringholm. –Axel empezó a frotarse la base de la nariz y demoró la respuesta. Paula y Martin aguardaban pacientes.

–Es una historia complicada que viene de muy antiguo.

–Tenemos tiempo –repuso Paula dando a entender que esperaba que continuase.

–Frans es un amigo de la infancia, tanto mío como de Erik. Nos conocemos de toda la vida. Pero… ¿cómo decirlo…? Nosotros elegimos un camino y Frans, otro muy distinto.

–¿Frans Ringholm es de la extrema derecha? –preguntó Martin mirando a Axel por el retrovisor.

El anciano asintió.

–Sí, no estoy muy al tanto de cómo y cuándo y en qué medida, pero sé que, durante toda su vida adulta, se ha estado moviendo en esos círculos, y que es uno de los fundadores de esos… Amigos de Suecia. La verdad es que tuvo de dónde aprender ya en casa, pero mientras nos tratamos, jamás mostró tales inclinaciones. Claro que la gente cambia –concluyó Axel meneando la cabeza.

–¿Y por qué había de sentirse esa organización amenazada por la actividad de Erik? Si no me equivoco, él no era políticamente activo, sino simplemente un historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.

Axel dejó escapar un suspiro.

–Bueno, no es tan sencilla esa distinción… No es posible investigar el nazismo y, al mismo tiempo, considerarse o ser considerado como apolítico. Muchas organizaciones neonazis, por ejemplo, estiman que los campos de concentración no existieron jamás, de modo que cualquier intento de escribir sobre ellos se considera un ataque directo. En fin, ya digo que es complicado.

–¿Y qué nos dice de su implicación en esas cuestiones? ¿Usted también ha recibido amenazas? –Paula lo escrutaba con suma atención.

–Por supuesto que sí. En mucho mayor grado que Erik. Toda mi vida me he dedicado a trabajar con el Centro Simon Wiesenthal.

–¿Es decir…? –intervino Martin.

–Buscan a los nazis que huyeron y desaparecieron del mapa y procuran que se sienten ante un tribunal –explicó Paula.

Axel asintió.

–Sí, entre otros cometidos. Así que claro, yo también he recibido mi parte de amenazas.

–¿Nada que haya conservado? –Se oyó la voz de Martin desde el asiento delantero.

–El centro lo tiene todo. Los que trabajamos allí les hacemos llegar todas las cartas, y ellos las archivan. Pueden hablar con ellos, les facilitarán acceso a todo. –Le entregó a Paula una tarjeta de visita, que la agente se guardó en el bolsillo de la cazadora.

–¿Y los Amigos de Suecia? ¿Le han enviado algo?

–No… no lo sé exactamente… No, que yo recuerde. Pero ya les digo, compruébenlo con el centro, lo tienen todo.

–Frans Ringholm. ¿Cómo encaja él en el rompecabezas? ¿Ha dicho que eran amigos de la infancia? –preguntó Martin.

–Bueno, para ser exactos, era amigo de Erik. Yo era cuatro años mayor, así que no teníamos los mismos amigos.

–Pero Erik conocía bien a Frans, ¿no? –Los ojos castaños de Paula lo escrutaban con la misma intensidad que al principio.

–Sí, pero hace una cantidad increíble de años que dejaron de tener relación.

Axel no parecía muy cómodo con el tema de conversación. Se retorcía en el asiento.

–Estamos hablando de algo que ocurrió hace sesenta años. No sufro demencia senil, pero empieza a enturbiárseme un poco la memoria. –Sonrió vagamente y se dio unos golpecitos en la cabeza con el índice.

–Ya, bueno, a juzgar por las cartas, no hace tanto tiempo. Por lo que a Frans se refiere, se ha puesto en contacto con su hermano por carta en repetidas ocasiones.

–Pues no lo sé. –Axel se pasó la mano por el pelo varias veces con gesto de frustración–. Yo vivía mi vida y mi hermano, la suya. Siempre teníamos una vaga idea de a qué se dedicaba el otro. Y sólo hace tres años que nos instalamos permanentemente en Fjällbacka, o, bueno, en mi caso, sólo en parte. Erik tenía un apartamento en Gotemburgo, que conservó mientras estuvo trabajando allí, y yo me he pasado la vida viajando por todo el mundo. Pero siempre hemos tenido esta casa como lugar de referencia, y si me preguntan dónde vivo, digo que en Fjällbacka. Pero en verano me voy al piso de París. No soporto el bullicio y tanto comercio como trae consigo el turismo. Por lo demás, mi hermano y yo llevamos una vida bastante apacible y aislada. La única persona que viene a casa regularmente es la asistenta. Preferimos… preferíamos que fuera así… –a Axel se le quebró la voz.

Paula buscó la mirada de Martin, que meneó levemente la cabeza antes de volver a centrarse en la autopista. A ninguno se le ocurrían más preguntas, por el momento. El resto del viaje hasta Fjällbacka mantuvieron una conversación más o menos forzada e insustancial. Axel parecía a punto de venirse abajo en cualquier momento y todo su ser reflejó un gran alivio cuando por fin entraron en la explanada de la casa.

–¿Tendrá inconveniente… en vivir aquí ahora? –No pudo por menos de preguntar Paula.

Axel se quedó en silencio un momento, con la mirada fija en la gran casa blanca y con la maleta en la mano. Al cabo de unos segundos, dijo:

–No. Es nuestro hogar, el mío y el de Erik. Aquí es donde debemos estar. Los dos. –Con una sonrisa triste en los labios, le dio la mano a los dos policías y se encaminó a la puerta. Paula se quedó mirándolo. Su espalda reflejaba soledad.

–Entonces, ¿te leyeron bien la cartilla ayer, cuando llegaste a casa? –Karin reía sin dejar de empujar el carrito de Ludde. Llevaba un ritmo bastante acelerado y Patrik notó que jadeaba al intentar seguirla.

–Pues podría decirse que sí. –Patrik hizo una mueca ante el solo recuerdo de la acogida que le dispensó Erica cuando llegó a casa el día anterior. Desde luego, no estaba de muy buen humor. Y, en cierta medida, la comprendía. La idea era que él se hiciera responsable de Maja durante el día, para que ella pudiera trabajar. Al mismo tiempo no podía por menos de pensar que su reacción había sido un tanto desmedida. No estuvo de juerga, sino haciendo recados necesarios para la familia y la casa. Y, ¿cómo iba él a saber que, justo ayer, Maja no se dormiría como de costumbre? Pues sí, un poco injusto sí le pareció que Erica le hiciese el vacío el resto del día. Lo bueno de Erica era que no era rencorosa, de modo que aquella mañana le había dado su beso, como de costumbre, y el día anterior parecía relegado al olvido. Aunque Patrik no se había atrevido a contarle que daría el paseo acompañado. Claro que pensaba contárselo, pero lo dejó para más adelante. Por mucho que Erica no fuera celosa, quizá un paseo con su ex mujer no fuera un asunto para sacar a colación cuando ya tenía el marcador en negativo. Y, en ese instante y como si le hubiera leído el pensamiento, le preguntó Karin:

–¿No le importará a Erica que nos veamos? Claro que hace muchos años que tú y yo nos separamos, pero algunas personas son… más sensibles…

–Sí, por supuesto –aseguró Patrik, reacio a admitir su cobardía–. No hay problema. A Erica no le importa lo más mínimo.

–Estupendo. Porque, claro, está muy bien no salir a pasear sola, pero no si el precio es que vosotros tengáis problemas en casa.

–¿Y Leif? –preguntó Patrik, ansioso por cambiar de tema. Se inclinó para colocarle a Maja el gorrito, que llevaba ladeado. La pequeña no le hizo el menor caso, entregada por completo como estaba a la tarea de comunicarse con Ludde, en el carrito de al lado.

–Leif… –resopló Karin–. Podría decirse que es un milagro que Ludde lo reconozca. Se pasa la vida en la carretera, cantando de ciudad en ciudad.

Patrik asintió. El nuevo marido de Karin era el vocalista de la orquesta Leffes, y a Patrik no le costaba imaginar lo agotador que debía ser vivir como una viuda.

–Ningún problema serio entre vosotros, espero.

–No, qué va, nos vemos demasiado poco para que puedan surgir problemas –rio Karin, con una risa amarga y hueca. Patrik presintió que aquella no era toda la verdad y no supo qué decir. Le resultaba un tanto extraño verse comentando problemas de convivencia con su ex mujer. Por suerte, el móvil vino a rescatarlo.

–Aquí Patrik Hedström.

–Hola, soy Pedersen. Llamo por los resultados de la autopsia de Erik Frankel. Lo he enviado por fax, como de costumbre, pero pensé que querrías una visión a grandes rasgos por teléfono.

–Sí, por supuesto… –Patrik dejó la frase en el aire después de dedicarle una mirada elocuente a Karin, que ya había aminorado la marcha para esperarlo–. Pero es que resulta que en estos momentos estoy de baja paternal…

–¡Vaya! ¡Enhorabuena! Te aseguro que tienes por delante una etapa maravillosa. Yo estuve en casa seis meses con cada uno de mis dos hijos y creo que fueron los mejores de mi vida.

Patrik se quedó boquiabierto. Jamás habría sospechado nada igual de aquel forense eficaz, reservado y algo frío. Enseguida recreó mentalmente la imagen de Pedersen con la bata blanca, sentado ante un cajón de arena donde, con tanta calma como método y precisión, hacía tartas de tierra perfectas. Se echó a reír sin poder contenerse y enseguida oyó en el auricular la voz cortante de Pedersen:

–¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

–Nada –mintió Patrik, respondiendo a la mirada inquisitiva de Karin con un gesto que indicaba que ya se lo explicaría más tarde.

–Pero bueno –continuó, ya en tono más serio–, ¿no podrías sintetizarme un poco el tema? Estuve en el lugar del crimen anteayer y, pese a todo, intento mantenerme al corriente.

–Claro que sí –asintió Pedersen, todavía algo distante–. En realidad, es muy sencillo. Erik Frankel murió del golpe que le asestaron en la cabeza con un objeto pesado y contundente. Lo más probable, una piedra, ya que hemos encontrado pequeños fragmentos de piedra en la herida, lo que indica que debe de tratarse de una piedra muy porosa. Murió en el acto, al recibir el golpe en la sien izquierda, lo que le provocó una hemorragia cerebral masiva.

–¿Tienes idea del ángulo desde el que recibió el golpe? ¿Fue por detrás o de frente?

–A mi juicio, el agresor se hallaba delante de él. Y con toda probabilidad, es una persona diestra, porque es más natural para un diestro golpear en el lado izquierdo. En un zurdo sería muy extraño.

–¿Y el objeto? ¿Qué puede ser? –Patrik oía el ansia que resonaba en su propia voz. Estaba en un ambiente conocido al que le resultaba natural pertenecer.

–Determinar eso es trabajo vuestro. Un objeto pesado de piedra. Sin embargo, el cráneo no presenta indicios de que se haya utilizado ningún borde afilado, la herida tiene más bien el aspecto de las provocadas por aplastamiento.

–Vale, con eso ya tenemos algo sobre lo que trabajar.

–¿Tenemos? –preguntó Pedersen, no sin cierto eco sarcástico en la voz–. ¿No decías que estabas de baja paternal?

–Sí, bueno, claro –respondió Patrik, tomando aliento antes de proseguir–. En fin, supongo que llamarás a la comisaría para transmitirles esta información, ¿no?

–Dadas las circunstancias, tendré que hacerlo, claro –convino Pedersen en tono jocoso–. ¿Debo coger el toro por los cuernos y hablar con Mellberg directamente, o tienes otra sugerencia?

–Con Martin –dijo Patrik de forma instintiva. La carcajada de Pedersen resonó en el auricular.

–Sí, ya lo había pensado yo solito, pero gracias por el consejo. Y oye, ¿no vas a preguntarme cuándo murió?

–Sí, claro, exacto, ¿cuándo murió? –resonó de nuevo ansiosa la voz de Patrik. Karin volvía a mirarlo con curiosidad.

–Es imposible establecer la hora exacta. Lleva demasiado tiempo en un medio cálido. Pero mi estimación aproximada sitúa la muerte hace entre dos y tres meses, lo que nos da que murió en junio, más o menos.

–¿No podrías ser más preciso? –Patrik sabía cuál sería la respuesta antes de formular la pregunta.

–Nosotros no somos magos. No tenemos ninguna bola de cristal. Junio. Esa es la mejor respuesta que puedo darte a día de hoy. Me baso parcialmente en la clase de moscas y en cuántas generaciones de moscas y de larvas hemos observado. Teniendo en cuenta estos datos y el estado de descomposición, he llegado a la conclusión de que murió en junio. Y a vosotros os toca aproximaros a la fecha exacta de la muerte. O, mejor dicho, les tocará a tus colegas –puntualizó Pedersen con una risotada.

Patrik no recordaba haberlo oído reír nunca con anterioridad. Y ahora, de repente, lo oía varias veces durante la misma conversación telefónica. Y se reía a su costa. Aunque quizá fuese eso lo que hacía falta para arrancarle unas risas a Pedersen. Intercambiaron las consabidas frases de despedida y colgaron.

–¿Trabajo? –preguntó Karin curiosa.

–Sí, es la investigación que tenemos entre manos ahora mismo.

–¿El abuelo al que encontraron muerto el lunes pasado?

–Vaya, veo que la máquina de las habladurías sigue tan eficaz como de costumbre –bromeó. Karin había vuelto a aumentar la velocidad y Patrik tuvo que acelerar para alcanzarla.

Un coche rojo pasó de largo. Cien metros más allá, el vehículo empezó a frenar y les pareció que el conductor miraba por el retrovisor. Luego, de repente, el coche dio marcha atrás y Patrik lanzó para sus adentros una maldición. Acababa de darse cuenta de que era el coche de su madre.

–¡Pero bueno! ¡Hola, veo que habéis salido a pasear juntos! –Kristina había bajado la ventanilla y miraba atónita a Patrik y a Karin.

–¡Hola, Kristina! ¡Qué alegría verte! –Karin se agachó hacia la ventanilla abierta–. Sí, es que me he mudado a Fjällbacka y me encontré a Patrik en el supermercado. Como los dos estamos de baja y necesitábamos compañía con los niños… Este es mi hijo, Ludvig –dijo Karin señalando el cochecito. Kristina asomó la cabeza y emitió los esperados sonidos de arrullo al ver al pequeño.

–¡Qué bien! –exclamó Kristina con un tono tal que a Patrik se le hizo un nudo en el estómago. Una idea cruzó su mente, y el nudo creció más aún. Pese a que, en realidad, no deseaba conocer la respuesta, preguntó:

–Y tú, ¿adónde vas?

–Pues pensaba ir a vuestra casa. Hace mucho que no me paso por allí. Y había horneado unos bollos –declaró señalando entusiasmada una bolsa de bollos y un bizcocho que llevaba en el asiento del acompañante.

–Erica está trabajando… –adujo Patrik intentando disuadirla, pero claro, no sirvió de nada.

Kristina metió primera.

–Estupendo, seguro que se pone la mar de contenta ante la idea de poder tomarse un respiro. Y vosotros no tardaréis en volver, ¿no? –dijo despidiéndose con un gesto de Maja, que le respondió sonriente.

–Sí, sí, claro –asintió Patrik buscando febrilmente un buen modo de decirle a su madre que no le mencionase a Erica que iba paseando en compañía. Pero la mente se le había quedado en blanco y, resignado, se despidió con la mano. Con un nudo en el estómago, vio que arrancaba a toda velocidad y partía en dirección a Sälvik. Cuando llegase a casa, tendría que dar más de una explicación.

El trabajo con el libro había ido bien. Llevaba escritas cuatro páginas desde por la mañana y se estiró satisfecha en la silla. La ira del día anterior ya se había apaciguado y ahora pensaba que tal vez hubiese reaccionado de forma un tanto exagerada. Compensaría a Patrik por la noche. Cocinaría algún plato festivo. Antes de la boda, los dos se privaron un poco y perdieron un par de kilos, pero a aquellas alturas habían vuelto a la normalidad de la vida cotidiana. Y, claro, uno tiene que poder permitirse algún exceso de vez en cuando. Solomillo de cerdo con salsa de gorgonzola, quizá. A Patrik le gustaba mucho.

Erica abandonó la reflexión sobre la cena de aquella noche y alargó el brazo en busca de los diarios de su madre. En realidad, debería sentarse a leerlos de un tirón, pero no terminaba de animarse. Así que lo hacía a trozos. Pequeños avistamientos del mundo de su madre. Puso las piernas en la mesa y abordó el esforzado trabajo de descifrar su letra arcaica y estilizada. Hasta aquel momento, había leído más que nada sobre asuntos cotidianos del hogar, en qué tareas ayudaba, sus reflexiones sobre el futuro, la preocupación por el abuelo de Erica que pasaba en alta mar laborables y festivos. Las ideas sobre la vida estaban expuestas con la ingenuidad y la inocencia de una adolescente, y a Erica le costaba asimilar la voz juvenil que resonaba por entre aquellas líneas a la voz implacable de su madre, que no se prodigaba en expresiones dulces ni cariñosas con ella ni con Anna. Sólo a distancia y con una educación estricta.

Cuando hubo llegado hacia la mitad de la segunda página, Erica se irguió de un salto en la silla. Un nombre que le resultaba familiar había aparecido de pronto. O más bien, dos nombres. Elsy contaba que había estado en casa de Erik y Axel mientras sus padres estaban fuera. La mayor parte del texto era una exaltación lírica sobre la biblioteca del padre, al parecer, imponente, pero Erica sólo veía aquellos dos nombres. Erik y Axel. Debía tratarse de Erik y Axel Frankel, no cabía duda. Leyó ansiosa cuanto su madre refería allí sobre la visita y comprendió, por el tono, que se veían a menudo. Elsy y Erik y otros dos amigos llamados Britta y Frans. Erica rebuscó en su memoria. No, jamás había oído a su madre hablar de ninguno de ellos. Estaba completamente segura. Y Axel aparecía en el diario de Elsy prácticamente como un héroe. Elsy lo describía como «de un valor increíble y casi tan guapo como Errol Flynn». ¿Habría estado su madre enamorada de Axel Frankel? No, no era esa la impresión que daba su semblanza, sino más bien que sentía una profunda admiración por él.

Erica cavilaba con el diario en el regazo. ¿Por qué no mencionó Erik Frankel que había conocido a su madre de joven? Ella le había contado dónde encontró la medalla y a quién había pertenecido. Aun así él no le hizo ningún comentario. Una vez más, rememoró su extraño silencio cuando fue a visitarlo. No, no se había equivocado. Erik Frankel le había ocultado algo.

El ruido estridente del timbre de la planta baja vino a interrumpir su razonamiento. Bajó las piernas del escritorio y, con un suspiro, empujó la silla. ¿Quién sería a aquellas horas? El «¿Hola?» que resonó en el vestíbulo despejó enseguida aquella incógnita, y Erica volvió a suspirar, aunque ahora con más convicción. Era Kristina. Su suegra. Respiró hondo, abrió la puerta y se dirigió a la escalera. «¿Hola?», se oyó una vez más, ahora en un tono más insistente, y Erica notó que apretaba las mandíbulas de irritación.

–Hola –dijo con tanto entusiasmo como pudo, aunque ella misma se dio cuenta de lo artificial que sonaba. Por fortuna, Kristina no era una mujer particularmente sensible para los matices.

–¡Hola! ¡Soy yo! –declaró feliz su suegra mientras se quitaba el chaquetón–. He traído unos bollos. Caseros. He pensado que te alegraría, las mujeres trabajadoras de hoy no tenéis tiempo que dedicar a esos menesteres.

Más que sentirlos, Erica oía ya los dientes rechinando de la tensión. Kristina tenía un talento extraordinario para filtrar críticas ocultas en sus comentarios. Erica se había preguntado a menudo si se trataba de una habilidad congénita o si la había perfeccionado practicando a lo largo de los años. Seguramente, solía concluir, era fruto de una combinación de lo uno y lo otro.

–Sí, gracias, muy rico –respondió cortés mientras se dirigía a la cocina, donde Kristina ya se afanaba preparando café, exactamente igual que si fuese ella, y no Erica, la que viviera allí.

–Tú siéntate, ya lo preparo yo –ordenó expeditiva–. Sé muy bien dónde está todo en esta cocina.

–Sí, no hace falta que lo jures –convino Erica con la esperanza de no haber dejado traslucir el sarcasmo–. Patrik y Maja están dando un paseo. No creo que vuelvan hasta dentro de un buen rato –comentó pensando que aquella información reduciría la longitud de la visita de su suegra.

–Qué va –repuso Kristina sin dejar de contar los cacitos de café–. Dos, tres, cuatro… –Dejó el cacito en el tarro y dirigió su atención a Erica–. No, yo creo que pronto estarán aquí. Me los he encontrado cuando venía. Estupendo que Karin se haya mudado a Fjällbacka y que le haga compañía a Patrik por las mañanas. Es tan aburrido salir a pasear solo, sobre todo cuando, como Patrik, uno está acostumbrado a trabajar y a hacer cosas útiles. Parecían estar muy a gusto juntos.

Erica miraba a Kristina boquiabierta al tiempo que intentaba procesar la información que, obviamente, le entraba por los oídos, pero que se mostraba reacia a permanecer en su cerebro. ¿Karin? ¿Compañía? ¿Qué Karin?

Y en el preciso momento en que Patrik entró por la puerta, a Erica se le hizo la luz. Ajá, esa Karin…

Patrik sonrió con expresión bobalicona y, tras unos instantes de incómodo silencio, dijo:

–Qué bien me va a sentar un café.

Se habían reunido en la cocina para una revisión general. Empezaba a acercarse la hora del almuerzo y el estómago de Mellberg rugía sonoramente.

–Veamos, ¿qué tenemos por el momento? –preguntó alargando el brazo en busca de uno de los bollos que Annika había colocado en una bandeja. Se lo tomaría como un aperitivo antes de comer–. Paula y Martin, vosotros dos habéis hablado esta mañana con el hermano de la víctima. ¿Reveló la conversación algo interesante? –Mellberg masticaba el trozo de bollo mientras hablaba y roció de migas la mesa.

–Sí, fuimos a buscarlo esta mañana al aeropuerto de Landvetter –dijo Paula–. Pero no parece que sepa mucho. Le preguntamos por las cartas que encontramos de los Amigos de Suecia y lo único que supo decirnos fue que el tal Frans Ringholm era al parecer un amigo de la infancia de Erik. Pero Axel no tenía conocimiento de ninguna amenaza concreta de la organización, aunque señaló que no era nada raro, teniendo en cuenta a qué se dedicaban tanto Erik como él.

–Y Axel, ¿ha recibido amenazas? –continuó Mellberg cubriéndolo todo de migas.

–Por lo que dijo, bastantes –intervino Martin–. Pero están archivadas en la organización para la que trabaja.

–Es decir, que no sabe si ha recibido alguna carta de los Amigos de Suecia.

Paula meneó la cabeza.

–No, no parece muy al corriente de nada de eso. Y lo comprendo. Tiene que recibir montones de basura de este tipo y, ¿para qué empaparse de ello?

–¿Qué impresión os causó? He oído que fue algo así como un héroe en su juventud. –Annika miró llena de curiosidad a Martin y a Paula.

–Pues un señor mayor, muy elegante y distinguido –aseguró Paula–. Aunque, claro está, bastante apagado, debido a las circunstancias. A mí me pareció que estaba muy afectado por la muerte de su hermano, no sé si tú compartirás esa impresión –añadió volviéndose hacia Martin, que la corroboró enseguida.

–Sí, a mí me pareció lo mismo.

–Doy por hecho que volveréis a interrogarlo –dijo Mellberg antes de mirar a Martin–. Si no estoy mal informado, has hablado con Pedersen, ¿no? –prosiguió aclarándose la garganta–. Curioso que no haya querido hablar conmigo, más bien.

Martin sufrió un ataque de tos.

–Creo que estabas fuera paseando al perro. Estoy convencido de que su prioridad era informarte a ti.

–Ummm… Sí, bueno, puede que tengas razón. En fin, continúa, ¿qué te dijo?

Martin les ofreció una síntesis de lo que Pedersen le había referido sobre las heridas de la víctima y no pudo por menos de reír cuando explicó:

–Al parecer, Pedersen llamó primero a Patrik y dice que no le sonó como si estuviera totalmente conforme con la vida doméstica. Pedersen le dio el informe completo y, teniendo en cuenta que no costó nada hacer que se pasara por el lugar del crimen, me figuro que no tardaremos en tenerlos aquí a los dos, a él y a Maja.

Annika se rio de la observación.

–Sí, yo hablé con él ayer y, con cierta discreción, me dijo que le llevaría tiempo acostumbrarse.

–Por descontado –resopló Mellberg–. Es una invención absurda. Un hombre hecho y derecho cambiando pañales y preparando papillas. No, debo decir que esa es un área en la que antes estábamos mejor. Los hombres de nuestra generación no teníamos por qué pensar en esas tonterías y podíamos hacer aquello para lo que estábamos hechos, y los niños eran cosa de las mujeres.

–Pues a mí me habría gustado cambiar pañales –intervino Gösta con voz apacible y la vista clavada en la mesa. Martin y Annika lo miraron sorprendidos, pero enseguida recordaron algo que habían sabido recientemente, que él y su difunta esposa habían tenido un hijo que murió inmediatamente después de nacer. Y que, después, no volvieron a tener más hijos. Guardaron silencio y, turbados, evitaron mirar a Gösta. Al cabo de un instante, Annika comentó:

–Pues yo creo que es muy instructivo, vamos. Eso de que los hombres os deis cuenta de cuánto trabajo supone. Yo no tengo hijos –ahora le tocó a ella apenarse–, pero todas mis amigas los tienen y no puede decirse que se hayan pasado la vida tumbadas comiendo bombones mientras han estado criándolos. Así que yo creo que a Patrik le sentará muy bien.

–En fin, a mí no vas a convencerme –porfió Mellberg. Luego frunció el ceño con gesto impaciente y miró los documentos que tenía delante de la mesa. Sacudió el montón de migas y leyó unas líneas, antes de tomar la palabra.

–Bueno, aquí tenemos el informe de Torbjörn y los chicos…

–Y las chicas –se apresuró a añadir Annika. Mellberg dejó escapar un suspiro alto y elocuente.

–Y las chicas… ¡Pues sí que estáis hoy en pie de guerra feminista! ¿A qué hemos venido aquí? ¿Vamos a dedicarnos a la investigación policial, o cantamos Cumbayá y discutimos sobre Gudrun Schyman[3]? –Mellberg meneó la cabeza contrariado y retomó el hilo.

–Como decía, aquí tenemos el informe de Torbjörn y sus colaboradores. Y yo creo que podemos resumirlo con las palabras «ninguna sorpresa». Hay algunas pisadas y huellas dactilares que debemos comprobar, naturalmente. Gösta, tú te encargarás de recoger las huellas de los dos muchachos para poder descartarlas, y también sería conveniente obtener las del hermano. Por lo demás… –volvió a leer para sí moviendo apenas los labios– …por lo demás, parece incuestionable que recibió en la cabeza un fuerte golpe que le asestaron con un objeto pesado.

–¿Un solo golpe, nada más? –quiso saber Paula.

–Ummm, exacto. Un golpe, a juzgar por las huellas de sangre de la pared. Estuve comentando el informe con Torbjörn por teléfono y le hice justo esa pregunta. Al parecer, pueden responderla analizando la forma en que aterrizaron en la pared las salpicaduras de sangre. En fin, ellos saben cómo han de proceder, pero la conclusión es clara: un fuerte golpe en la cabeza.

–Sí, y coincide con el resultado de la autopsia –intervino Martin–. ¿Y el arma? Pedersen creía que se trataba de un objeto de piedra muy pesado.

–¡Exacto! –corroboró Mellberg triunfal, colocando el dedo en medio del documento–. Debajo del escritorio había una pesada escultura, un busto de piedra. Hallaron en ella sangre, cabellos y restos de cerebro, y estoy convencido de que los restos de piedra que Pedersen detectó en la herida coincidirán con los de la piedra del busto.

–Es decir, tenemos el arma homicida. Bueno, pues algo es algo –opinó Gösta en tono sombrío antes de tomar un sorbo de café, que ya se había enfriado.

Mellberg miró a los subordinados que tenía reunidos en torno a la mesa.

–Y bien, ¿alguna propuesta de cómo continuar la investigación? –Lo dijo como si él dispusiera de una larga lista de medidas. Aunque no era ese el caso.

–Creo que debemos hablar con Frans Ringholm. Averiguar algo más acerca de las amenazas.

–Y hablar con vecinos de aquella zona, comprobar si alguien vio algo extraño por la época en la que se cometió el asesinato –prosiguió Paula.

Annika alzó la vista del bloc.

–Alguien debería interrogar a la asistenta de los dos hermanos. Y comprobar cuándo fue la última vez que estuvo limpiando en la casa, si vio a Erik entonces y por qué no ha ido a limpiar en todo el verano.

–Bien –asintió Mellberg–. Y entonces, ¿qué hacéis aquí vagueando, eh? ¡A la calle, a trabajar! –Fijó la mirada en los congregados, y así permaneció hasta que salieron de la habitación. Luego alargó el brazo en busca de otro bollo. Delegar. En eso consistía ser un buen líder.

Estaban conmovedoramente de acuerdo en que era una pérdida de tiempo ir a clase. De ahí que sólo hiciesen apariciones esporádicas, cuando se terciaba la cosa. Lo cual no sucedía muy a menudo. Aquel día se habían reunido hacia las diez. No había mucho que hacer en Tanumshede. La mayor parte del tiempo la pasaban hablando. Fumando cigarrillos.

–¿Te has enterado de lo del viejo de Fjällbacka? –preguntó Nicke dando una calada antes de echarse a reír–. Seguro que fueron tu abuelo y sus colegas los que acabaron con él.

Vanessa soltó una risita.

–Bah –respondió Per en tono agrio, aunque no sin cierto orgullo–. Mi abuelo no ha tenido nada que ver. Comprenderéis que no van a arriesgarse a que los pillen sólo por liquidar a un viejo. Los Amigos de Suecia tienen objetivos mejores y más importantes en el punto de mira, tenlo por seguro.

–¿Has hablado ya con el viejo? ¿Le has preguntado si podemos ir a alguna reunión? –Nicke había dejado de reír y mostraba ahora una expresión ansiosa.

–Todavía no… –reconoció Per a su pesar. Tenía un estatus superior en el grupo por ser nieto de Frans Ringholm y, en un momento de debilidad, les había prometido que intentaría que les permitiesen acudir a una de las reuniones que se celebraban en el local de Uddevalla. Sólo que no se le había presentado aún la ocasión adecuada. Y sabía lo que diría su abuelo. Que eran demasiado jóvenes. Que necesitaban un par de años más para «desarrollar todo su potencial». Él no comprendía qué era lo que tenía que desarrollarse. Él y sus amigos comprendían el asunto exactamente igual de bien que aquellos que eran algo mayores y que ya habían sido aceptados. Pero si era muy sencillo. ¿Qué era lo que podía malinterpretarse?

Y eso era precisamente lo que a él le gustaba. Que era sencillo. Blanco y negro. Nada de zonas grises. Per no comprendía cómo la gente se complicaba la vida mirando las cosas unas veces desde un punto de vista y otras desde el contrario… Cuando todo era tan, tan sencillo. Eran ellos y nosotros. En eso consistía todo. Ellos y nosotros. Y si se hubieran mantenido en su sitio y se hubieran atenido a lo suyo, no habría surgido ningún problema. Pero se empecinaban en meterse en su territorio. Se empecinaban en transgredir unos límites que deberían ser obvios para todos. ¡Joder, pero si la diferencia saltaba a la vista! Blanco o amarillo. Blanco o marrón. Blanco o ese asqueroso negro azulado que tenían los que procedían de las más recónditas selvas africanas. Tan asquerosamente sencillo. Aunque, claro. Hoy ya no era tan fácil ver la diferencia. Todo estaba destruido, mezclado, revuelto en un amasijo informe. Miró a sus amigos, que haraganeaban indolentes a su lado, en el banco. ¿Acaso sabía él en realidad cuál era su línea sanguínea? Quién sabía a qué se habrían dedicado las putas de su familia. Quizá también corriese por sus venas sangre impura. Per se estremeció.

Nicke lo miró inquisitivo.

–¿Y a ti qué coño te pasa? Ni que te hubieras tragado algo infumable.

Per resopló.

–Qué va, no es nada. –Pero ni la idea ni el asco lo abandonaban. Apagó el cigarrillo.

–Venga, vamos a la cafetería. Es deprimente quedarse aquí sentado.

Señaló con la cabeza el edificio de la escuela y echó a andar a buen paso sin esperar ni ver si los demás lo seguían. Ya sabía que así era.

Por un instante, pensó en el hombre asesinado. Luego se encogió de hombros. Aquel hombre no era importante.