–Y bien, ¿qué sabemos hasta el momento? –Mellberg miraba a su alrededor en el comedor de la comisaría. Había café, los bollos preparados sobre la mesa y todos reunidos alrededor.

Paula carraspeó:

–Yo me puse en contacto con Axel, el hermano. Al parecer, trabaja en París y siempre pasa allí los veranos. Pero está de camino. Parecía destrozado por la muerte de su hermano.

–¿Sabemos cuándo salió del país? –preguntó Martin a Paula, que consultó el bloc de notas que tenía delante.

–El tres de junio, según él. Por supuesto, comprobaré esa información.

Martin asintió.

–¿Tenemos ya algún informe preliminar de Torbjörn y su equipo? –Mellberg desplazó los pies discretamente. Ernst se había tumbado sobre ellos y los aprisionaba con todo su peso pero, por alguna extraña razón y pese a que se le estaban durmiendo, Mellberg no era capaz de despachar al animal.

–Nada, todavía –respondió Gösta al tiempo que estiraba el brazo para coger un bollo–. Pero hablé con él hoy muy temprano y quizá para mañana tengamos algo.

–Bien, no lo sueltes –aprobó Mellberg mientras hacía un nuevo intento por retirar los pies. No sirvió de nada, Ernst les iba detrás.

–¿Algún sospechoso, estando así las cosas? ¿Algún enemigo declarado? ¿Amenazas? ¿Algo? –Mellberg dirigió una mirada exigente a Martin, que negó con un gesto.

–Nosotros no tenemos registrada ninguna denuncia, desde luego. Pero tenía una pasión un tanto controvertida. El nazismo despierta siempre sentimientos intensos.

–Podemos ir a su casa a comprobar si hay alguna carta de amenaza o algo similar en algún cajón.

Todos miraron a Gösta con asombro. Sus iniciativas solían ser como las erupciones volcánicas, poco frecuentes, pero difíciles de pasar por alto.

–Llévate a Martin y salid después de la reunión –ordenó Mellberg mirando con una sonrisa de satisfacción a Gösta, que asintió antes de adoptar de nuevo su habitual postura letárgica. Gösta Flygare sólo se animaba en el campo de golf. Ese era un hecho que sus colegas habían comprendido y aceptado hacía mucho tiempo.

–Paula, tú estarás pendiente de cuando el hermano… Axel, ¿no era ese el nombre? , de cuando aterrice y procura que podamos tener una charla con él. Puesto que aún no sabemos cuándo murió Erik, podría haber sido él quien le asestó el golpe en la cabeza antes de marcharse del país. Así que estate encima de él en cuanto pise suelo sueco. ¿Cuándo será eso, por cierto?

Paula volvió a consultar sus notas.

–Aterriza en el aeropuerto de Landvetter a las nueve y cuarto de mañana.

–Bien, pues procura que venga derecho aquí. –A aquellas alturas, a Mellberg no le quedaba más remedio que cambiar los pies de sitio, el hormigueo era muy desagradable y los tenía casi dormidos del todo. Ernst se levantó, miró a Mellberg ofendido y salió de la habitación con el rabo entre las piernas, en dirección a la cesta que tenía en el despacho.

–Parece un amor sincero –dijo Annika riendo mientras seguía al animal con la vista.

–Pues sí… –Mellberg tosió para aclararse la garganta–. Precisamente iba a preguntarte, ¿cuándo vendrán a llevarse al bicho? –preguntó antes de clavar la vista en la mesa en tanto que Annika adoptaba la expresión más inocente del mundo.

–Verás, es que no es tan fácil. He hecho algunas llamadas, pero nadie puede hacerse cargo de un perro de su tamaño, así que si pudieras cuidarlo un par de días más… –Annika lo miró con sus grandes ojos azules.

Mellberg emitió un gruñido.

–Sí, bueno, un par de días más puedo aguantar al chucho. Pero no más, luego tendrá que volver a la calle, a menos que le encuentres un sitio.

–Gracias, Bertil, qué amable por tu parte. Sí, activaré todos los resortes. –Annika les guiñó un ojo a los demás aprovechando un instante en que Mellberg no la veía, y todos tuvieron que hacer un esfuerzo para aguantarse la risa. Ya empezaban a comprender cuál era el plan. Annika era, sin duda, una mujer muy habilidosa.

–Excelente, excelente –convino Mellberg levantándose–. En ese caso, volvamos al trabajo. –Y con estas palabras salió del comedor.

–Bueno, pues ya habéis oído al jefe –intervino Martin poniéndose de pie–. Gösta, ¿nos vamos?

Gösta parecía ya arrepentido de haber hecho una sugerencia que implicaba más trabajo para él, pero asintió con gesto cansino y echó a andar detrás de Martin. No quedaba otra que resistir. De todos modos, aquel fin de semana pensaba estar en el campo de golf lanzando bolas desde las siete de la mañana, tanto el sábado como el domingo. Todo lo que ocurriera hasta ese momento era un recorrido necesario.

El recuerdo de Erik Frankel y la medalla no le daba tregua a Erica. Intentó ahuyentarlo y lo consiguió con bastante éxito durante un par de horas seguidas, en las que logró comenzar el libro. Pero en cuanto perdía la concentración, allí estaban otra vez los mismos pensamientos. El breve encuentro entre los dos le dejó la impresión de que se trataba de un señor apacible y educado que se emocionaba cuando tenía ocasión de hablar de su tema favorito, el nazismo.

Guardó lo que llevaba escrito y, tras dudar unos segundos, abrió el Explorer y, acto seguido, la página de Google, en cuyo campo de búsqueda escribió «Erik Frankel» antes de darle a la tecla «Intro». Obtuvo un montón de resultados. Algunos eran, obviamente, erróneos, y contenían información sobre otras personas. Pero la mayoría trataban del Erik Frankel que ella buscaba, y dedicó algo más de una hora a navegar por varias páginas para recabar información. Había nacido en Fjällbacka en 1930. Tenía un hermano cuatro años mayor, Axel, pero ninguno más. Su padre había sido el médico de Fjällbacka de 1935 a 1954, y la casa en la que vivían él y su hermano era la de sus padres. Siguió buscando. Su nombre aparecía en varios foros de gente interesada por el nazismo. Sin embargo, nada indicaba que le interesara porque simpatizara con él. Más bien al contrario, aunque en algunos pasajes observó cierta reacia admiración por algunos aspectos del nazismo. O, al menos, una clara fascinación que, además, parecía ser la que lo impulsaba en sus investigaciones.

Cerró la ventana de Internet y cruzó las manos en la nuca. No tenía tiempo que dedicar a esos menesteres. Pero la curiosidad había hecho presa en ella.

Erica se sobresaltó con el ruido de un cauto repiqueteo en la puerta, a su espalda.

–Perdona, ¿molesto? –preguntó Patrik asomando la cabeza.

–No, tranquilo –respondió Erica haciendo girar la silla para verlo.

–Bueno, sólo quería decirte que Maja está dormida. Y que necesitaría salir a hacer algunos recados. ¿Podrías estar atenta a esto? –preguntó, mostrándole el monitor infantil que utilizaban para oír cuando se despertaba la pequeña.

–Pues… tendría que seguir trabajando. –Erica exhaló un suspiro para sus adentros–. ¿Qué es lo que tienes que hacer?

–Tengo un aviso de Correos de unos libros que pensaba ir a recoger, y también tengo que ir a la farmacia a comprar Nezeril, y después quería echar una quiniela, ya que estoy en la calle. Ah, sí, y comprar algo de comida.

Erica sintió de pronto un cansancio infinito. Pensó en todos los recados que había hecho durante un año entero con Maja en el cochecito o en brazos. La mayoría de las veces terminaba sudorosa. Y nunca nadie cuidó de la niña mientras ella salía a hacer sus cosas tranquilamente. Pero desechó tales reflexiones, ya que no quería parecer ruin y mezquina.

–Por supuesto que sí –dijo con una sonrisa que intentó que asomara en los ojos–. De todos modos, está dormida, así que podré trabajar mientras estás fuera.

–Muy amable –le agradeció Patrik dándole un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta.

–Sí, claro, muy amable –repitió Erica para sí antes de volver a abrir el documento Word. En cuanto al recuerdo de Erik Frankel, intentó replegarlo en la retaguardia de su cerebro.

Acababa de poner los dedos en el teclado cuando se oyó un carraspeo en el monitor. Erica se quedó paralizada. Seguro que era una falsa alarma. Probablemente, Maja se habría dado la vuelta en la cama, aquel aparato podía ser demasiado sensible. Oyó el ruido del coche al arrancar fuera y cómo Patrik se marchaba. Centró la mirada en la pantalla e intentó encontrar la siguiente frase. Se oyó un nuevo chisporroteo. Miró el monitor como si pudiese callarlo mediante un conjuro, pero el único premio que recibió fue un estridente «buaaaaaa». Seguido de una voz que chillaba «mamááááááa… papáááááá».

Erica apartó la silla abatida por la resignación y se levantó. Típico. Se dirigió a la habitación de Maja y abrió la puerta. La pequeña estaba de pie y gritaba sin parar.

–Pero Maja, hija, tienes que dormir.

Maja meneó la cabeza.

–Sí, ahora tienes que dormir. –Erica intentó sonar tan firme como pudo y acostó a la niña en la cuna. Pero Maja se levantó de un salto, como si tuviera las piernas de goma.

–¡Mamááááááá! –gritaba Maja en un tono capaz de hacer estallar el cristal. Erica sintió la rabia crecerle en el pecho. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo? Cuántos días de amamantar, dar de comer, acostar, llevar de un lado a otro, jugar. Quería a su hija, pero necesitaba desesperadamente verse libre de la responsabilidad por un tiempo. Disfrutar de un respiro. Ser adulta y hacer cosas de adultos, exactamente igual que Patrik durante todo el año en que ella había estado en casa con Maja.

Volvió a acostar a la pequeña, que se puso frenética.

–Tienes que dormir –repitió Erica retrocediendo y cerrando la puerta tras de sí. Con la rabia hirviéndole en el pecho, cogió el teléfono y marcó el número de móvil de Patrik, apretando las teclas con un ímpetu ligeramente excesivo. Oyó el primer tono de llamada y se sobresaltó al oír que el teléfono sonaba en la planta baja. Patrik se lo había dejado en la mesa de la cocina.

«¡Hay que joderse!». Estrelló el inalámbrico contra la mesa, pero se obligó enseguida a respirar hondo un par de veces. Unas lágrimas de ira se abrían paso por la comisura de los ojos, pero intentó razonar y recurrir a la lógica de su yo más sereno. No era para tanto, sólo se trataba de echar una mano durante un rato. Y, sin embargo, al mismo tiempo, sí era para tanto. El asunto era que no sentía que pudiera relajarse. Que no sentía que Patrik cogiera en serio el testigo.

Pero esa era la situación. Y lo más importante, que no lo pagase con Maja. Ella no tenía la culpa. Erica volvió a respirar hondo y entró de nuevo en el dormitorio de la pequeña. Maja aullaba con la carita encendida. Y un olor inconfundible había empezado a extenderse por la habitación. Misterio resuelto. Por eso no podía dormirse. Con cierto remordimiento y con una gran sensación de insuficiencia, Erica cogió amorosamente a su hija y la consoló acariciándole la pelusa de la cabecilla contra su pecho.

–Ya está, ya está, cariño, mamá te quitará ahora mismo esa porquería de pañal lleno de caca, vamos, vamos. –Maja se apretó más aún contra ella, sollozando. En la cocina resonaba estridente el teléfono de Patrik.

–Da un poco de miedo… –Martin se quedó un momento en el vestíbulo escuchando los sonidos característicos de todas las residencias antiguas. Pequeños crujidos, pequeños chirridos, pequeños sonidos quejumbrosos que arranca el azote del viento.

Gösta asintió. En verdad que había algo espeluznante en la atmósfera de la casa, pero se dijo que, más que a la casa en sí, se debía a lo que habían encontrado en ella.

–¿Dices que, según Torbjörn, podemos entrar sin problemas? –le preguntó Martin a Gösta.

–Sí, ya han revisado todo lo que tenían que revisar. –Gösta señaló con un gesto de la cabeza la biblioteca, donde aún se advertían restos del polvo para fijar huellas latentes. Manchas negras, borrosas, que enturbiaban la imagen de la, por lo demás, pulcra y elegante habitación.

–Bueno, pues en ese caso… –Martin se limpió la suela de los zapatos en la alfombra de la entrada y se encaminó a la biblioteca–. ¿Qué tal si empezamos por ahí?

–Me parece oportuno –opinó Gösta con un suspiro, antes de seguir a regañadientes los pasos del colega.

–Yo me ocupo del escritorio y tú de los archivadores.

–Claro –Gösta exhaló otro suspiro, pero Martin no le prestó la menor atención. Gösta suspiraba siempre que se enfrentaba a la ejecución de una tarea concreta.

Martin se acercó con cautela a la gran mesa de escritorio. Era un mueble enorme de madera oscura y profusamente labrado. Martin pensó que mejor habría encajado en cualquier casa señorial inglesa que en aquella habitación inmensa. La superficie de la mesa aparecía ordenada y limpia, con tan sólo un bolígrafo y una cajita con clips colocados en perfecta simetría. Unas gotas de sangre habían salpicado un bloc lleno de notas y Martin se acercó para ver qué habían garabateado allí una y otra vez. «Ignoto militi», leyó. Aquello no le decía nada. Con sumo cuidado, empezó a abrir un cajón tras otro del escritorio y a revisar su contenido metódicamente. Nada despertaba su interés, por el momento. Tan sólo constató que Erik y su hermano parecían compartir el lugar de trabajo, amén de una devoción manifiesta por mantener el orden.

–¿No es un tanto patológico? –preguntó Gösta mostrándole a Martin el contenido de un archivador. Todos los documentos estaban perfectamente colocados y precedidos de una hoja en la que Erik y Axel habían escrito lo que contenía cada apartado.

–Pues sí, desde luego, mis papeles no presentan ese aspecto, te lo aseguro –convino Martin riendo.

–Sí, yo siempre he pensado que la gente que observa un orden tan estricto tiene algún problema. Seguro que tiene que ver con falta de entrenamiento en el uso del orinal en la infancia, o algo por el estilo…

–Bueno, es una teoría. –Martin sonrió. Gösta podía llegar a ser muy divertido, aunque sin pretenderlo, por lo general.

–En fin, ¿has encontrado algo? Aquí no hay nada interesante. –Martin cerró el último cajón que acababa de inspeccionar.

–Pues no, nada, por ahora. La mayoría son facturas, contratos y cosas así. Fíjate, han guardado todas las facturas de electricidad desde tiempo inmemorial. Ordenadas por fecha –observó Gösta meneando la cabeza–. Coge tú también algún archivador y verás. –Sacó un archivador enorme de lomo negro de la librería que había detrás del escritorio y se lo dio al colega.

Martin lo cogió y fue a sentarse en uno de los sillones para leerlo. Gösta tenía razón. Todo estaba en perfecto orden. Revisó cada apartado, examinó documento por documento, y ya empezaba a desesperar. Hasta que llegó a la letra «S». Una rápida ojeada lo puso al corriente de que la «S» introducía el apartado «Suecia: los Amigos de Suecia». Lleno de curiosidad, empezó a pasar las páginas allí archivadas. Cada una de ellas iba marcada con un logotipo impreso en la esquina superior derecha, una corona sobre el fondo de una ondeante bandera sueca. Eran cartas, todas ellas del mismo remitente, Frans Ringholm.

–Escucha esto –dijo Martin antes de leerle a Gösta en voz alta una de las primeras cartas que, según la fecha, era una de las últimas–: «A pesar de nuestra historia común, no puedo ya ignorar tu empeño en oponerte a los intereses y objetivos de los Amigos de Suecia, lo cual conllevará inexorablemente una serie de consecuencias. He hecho cuanto estaba en mi mano para protegerte, en razón de nuestra vieja amistad, pero hay fuerzas poderosas en la organización que no ven tu actitud con buenos ojos, y llegará un momento en que no me sea posible ofrecerte protección alguna frente a ellas». –Martin enarcó una ceja–. Y sigue más o menos por el estilo. –Hojeó rápidamente las demás cartas y halló que había un total de cinco.

–Parece que, con sus investigaciones, Erik Frankel se metió en el terreno de alguna organización neonazi en la que, paradójicamente, tenía un protector.

–Un protector que fracasó al final, por lo que parece.

–Sí, tiene su lógica pensarlo. Pues revisaremos el resto de los documentos y veremos si hay algo más. Pero no cabe la menor duda de que hemos de mantener una charla con Frans Ringholm.

–Ringholm… –Gösta hacía memoria con la mirada perdida–. Me resulta familiar ese nombre –explicó haciendo una mueca para animar al cerebro a rescatar la respuesta, pero sin éxito. No pareció dejar de reflexionar mientras seguían examinando los demás archivadores.

Al cabo de una hora larga, Martin cerró el último archivador y constató:

–Pues no, yo, al menos, no he encontrado nada más de interés. ¿Y tú?

Gösta negó con la cabeza.

–No, ni tampoco más alusiones al asunto de los Amigos de Suecia.

Los dos colegas salieron de la biblioteca e inspeccionaron el resto de la casa. Se veían por doquier indicios del interés por Alemania y por la Segunda Guerra Mundial, pero nada que llamase la atención de los dos policías. La vivienda en sí era hermosa, aunque de decoración un tanto anticuada, y ya empezaba a estar deteriorada aquí y allá. Retratos en blanco y negro de los padres, de los dos hermanos y de otros familiares cubrían las paredes o adornaban con sus marcos antiguos escritorios y consolas. Su presencia era innegable. Tampoco parecía que los dos hermanos hubiesen alterado mucho el aspecto de la casa mientras vivieron en ella, de ahí lo vetusto de su aspecto. Lo único que interfería con la pulcritud era la fina capa de polvo que lo cubría todo.

–Me pregunto si se suelen arreglar solos o si viene alguien a hacerles la limpieza –observó Martin pensativo pasando un dedo por la cómoda de uno de los tres dormitorios de la primera planta.

–A mí me cuesta imaginarme a los dos ancianos casi octogenarios limpiando todo esto –admitió Gösta abriendo el armario que había junto a la puerta–. ¿Tú qué crees? ¿Es la habitación de Erik o la de Axel? –Gösta observaba la hilera de chaquetas marrones y de camisas blancas que había colgadas allí dentro.

–La de Erik –declaró Martin. Había cogido el libro de la mesilla de noche, en cuya primera página se leía escrito a lápiz el nombre de Erik Frankel. Se trataba de una biografía sobre Albert Speer–. «El arquitecto de Hitler», leyó Martin en voz alta en la contracubierta, antes de restituir el libro a su lugar.

–Después de la guerra, pasó veinte años en la prisión de Spandau –murmuró Gösta. Martin lo miró asombrado.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–A mí también me parece interesante la Segunda Guerra Mundial. He leído bastante. Y también he visto documentales en el Discovery y eso.

–Ajá –respondió Martin, aún con la perplejidad pintada en el semblante. Era la primera vez, en todos los años que llevaban trabajando juntos, que Gösta declaraba tener otra afición que el golf.

Dedicaron una hora más a la inspección de la casa, aunque no encontraron nada nuevo. Pese a todo, Martin se sentía satisfecho cuando volvían en el coche a la comisaría. El nombre de Frans Ringholm les proporcionaba una pista sobre la que trabajar.

En el supermercado Konsum reinaba la calma. Patrik se tomó su tiempo para vagar por los pasillos y entre los estantes. Resultaba liberador salir de casa un rato. Resultaba liberador disponer de unos minutos en soledad. Aquél no era más que el tercer día de la baja paternal y una parte de él adoraba la posibilidad de estar con Maja. A la otra parte, en cambio, le costaba acostumbrarse a estar en casa. No porque no tuviese millones de cosas que hacer durante el día, de hecho, no tardó en notar que cuidar de un niño de un año daba muchísimo trabajo. El problema consistía en que no resultaba demasiado… estimulante, se decía presa de remordimientos. Y le parecía increíble lo atado que estaba uno: ni siquiera podía ir al baño tranquilamente, puesto que Maja había inaugurado la costumbre de plantarse delante de la puerta y aporrearla con sus puños diminutos al grito de «papá, papá, papá, papá, papá, papá, papá», hasta que él se daba por vencido y le abría. Luego se quedaba allí llena de curiosidad observándolo mientras él hacía aquello que, durante toda su vida anterior, había solventado en un contexto mucho más privado.

Se sentía un poco culpable por haberle pedido a Erica que se encargase de la pequeña mientras él salía. Pero Maja estaba dormida, así que Erica podría trabajar de todos modos. Aunque quizá debiera llamar un momento a casa y comprobarlo, por si acaso. Se metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero comprobó que debió de dejarlo olvidado en la mesa de la cocina. ¡Mierda! Bueno, en fin, seguro que no había pasado nada. Se dirigió al estante de los alimentos infantiles y empezó a escudriñar entre las distintas posibilidades. «Guiso de ternera con nata», «Pescado en salsa de eneldo», ummm…, «Espaguetis con carne picada», eso sonaba mucho más rico. Así que se llevó cinco tarros. ¿O quizá debiera empezar a cocinar en casa la comida de Maja? Sí, era una buena idea, se dijo devolviendo al estante tres de los tarros. Podía cocinar para varios días y sentar a Maja a su lado y…

–¡Deja que lo adivine…! Estás cometiendo el error típico del novato y planteándote servir comida casera, ¿verdad?

Aquella voz le sonó extrañamente familiar y, al mismo tiempo, fuera de lugar, en cierto modo. Patrik se dio la vuelta.

–¿Karin? ¡Hola! ¿Qué haces tú aquí? –Patrik no esperaba toparse con su ex mujer en el Konsum de Fjällbacka. La última vez que se vieron fue cuando ella se mudó de la casa adosada que compartían en Tanumshede para irse a vivir con el hombre con el que Patrik la había sorprendido en la cama de ambos. Una imagen le cruzó por la mente, pero se esfumó enseguida. Hacía ya tanto de eso… Era agua pasada.

–Leif y yo nos hemos comprado una casa en Fjällbacka. En Sumpan.

–Ah –acertó a decir Patrik esforzándose por eliminar de su expresión los indicios de perplejidad.

–Pues sí, queríamos mudarnos más cerca de los padres de Leif, ahora que tenemos a Ludde. –Acompañó sus palabras con un gesto hacia el carro de la compra en el que llevaba sentado a un chiquillo que sonreía de oreja a oreja, y que hasta entonces le había pasado inadvertido a Patrik.

–¡Vaya, vaya! –se sorprendió Patrik–. Parece que nos hayamos puesto de acuerdo. Yo también tengo una niña en casa, Maja, de la misma edad.

–Sí, ya me lo habían contado –rio Karin–. Estás casado con Erica Falck, ¿verdad? ¡Dile de mi parte que me encantan sus libros!

–Lo haré –respondió Patrik saludando con la mano a Ludde, que parecía programado para aplicar la dosis máxima de encanto.

–Pero dime, ¿a qué te dedicas ahora? –preguntó Patrik con curiosidad–. Lo último que oí fue que trabajabas en una asesoría contable.

–Sí, bueno, de eso hace ya algún tiempo. Lo dejé hace tres años. Ahora estoy de baja maternal en una asesoría financiera.

–Ajá, pues mira, yo estoy en mi tercer día de baja paternal –declaró Patrik no sin cierto orgullo.

–¡Qué bien! Pero… ¿dónde está…? –Karin buscaba a la pequeña mirando a su alrededor y Patrik le respondió con una sonrisa bobalicona.

–Erica se ha quedado con ella un rato, yo tenía que salir a hacer unos recados.

–Ya, ya, me lo sé de memoria –repuso Karin con un guiño–. La incapacidad de los hombres para hacer dos cosas al mismo tiempo parece un fenómeno universal.

–Sí, será eso –admitió Patrik un tanto avergonzado.

–¡Oye! ¿Por qué no nos vemos con los niños algún día? No es fácil tenerlos entretenidos, y así tú y yo tendremos ocasión de hablar con otro adulto. No me digas que no te parece un buen plan –dijo poniendo los ojos en blanco y mirando luego a Patrik con gesto inquisitivo.

–Pues sí, claro, ¿cuándo y dónde nos vemos?

–Yo suelo dar un paseo diario con Ludde sobre las diez. Si queréis, podéis sumaros. Podríamos vernos delante de la farmacia sobre las diez y cuarto.

–Me parece perfecto. Oye, por cierto, ¿qué hora es? Se me ha olvidado el móvil en casa y lo uso de reloj.

Karin miró la hora.

–Las dos y cuarto.

–¡Mierda! ¡Llevo dos horas fuera! –Patrik empujó el carrito y se encaminó a la caja corriendo–. Pero ¡nos vemos mañana!

–A las diez y cuarto. En la puerta de la farmacia. ¡Y no llegues un cuarto de hora tarde, como siempre! –le gritó Karin alejándose.

–No –gritó a su vez Patrik poniendo la compra en la cinta. Esperaba de todo corazón que Maja no se hubiese despertado.

La bruma matinal flotaba densa al otro lado de la ventanilla cuando iniciaron el descenso en Gotemburgo. El tren de aterrizaje empezó a zumbar. Axel apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Era un error. Las imágenes acudían a su retina, como tantas otras veces a lo largo de los años. Cansado, abrió los ojos de nuevo. No había dormido gran cosa la noche anterior. De hecho, se la pasó dando vueltas en la cama de su apartamento de París.

La voz de la mujer sonaba fría al teléfono. Le transmitió la noticia de la muerte de Erik con un tono empático pero, al mismo tiempo, distante. No era la primera vez que daba la noticia de un fallecimiento, eso lo comprendió Axel enseguida por el modo en que se lo dijo.

Se le turbó la mente cuando intentó imaginarse todos los anuncios de muerte que debían de haberse comunicado a lo largo de la historia… Llamadas de la policía, un sacerdote ante la puerta, un sobre con el sello del ejército. Todos esos millones y más millones de personas que habían muerto. Alguien debió de comunicar su muerte. Siempre hay alguien que debe comunicar la muerte.

Axel se llevó la mano a la oreja. Con los años, se había convertido en un acto reflejo. Estaba completamente sordo del oído izquierdo y, sin saber por qué, el zumbido se calmaba cuando se cubría la oreja con la mano.

Giró la cabeza para mirar por la ventanilla, pero se encontró con su propia imagen reflejada en el cristal. Un hombre de ochenta años, gris, surcado de arrugas. Ojos tristes, hundidos. Pasó la mano por la cara del reflejo. Por un instante, le pareció estar viendo a Erik.

Las ruedas del avión tocaron tierra con un ruido sordo. Ya estaba allí.

Escarmentado por el pequeño incidente ocurrido en su despacho, Mellberg cogió la correa que había colgado de un clavo en la pared y la fijó al collar de Ernst.

–Vamos, a ver si terminamos cuanto antes –gruñó Mellberg, pero Ernst empezó a saltar feliz en dirección a la puerta a una velocidad que obligó a Bertil a correr detrás para seguirlo.

–Eres tú quien debe guiar al perro, no al contrario –observó Annika muerta de risa al verlos pasar.

–Si quieres puedes sacarlo tú –masculló Mellberg antes de continuar hacia la salida.

Maldito chucho. Le dolían los brazos del esfuerzo de sujetarlo. Pero después de pararse en seco, alzar una pata junto a un arbusto y aliviar la vejiga, Ernst pareció calmarse, así que pudieron continuar paseando a un ritmo más pausado. Mellberg se sorprendió silbando distraídamente una cancioncilla. La verdad, aquello no era tan mala idea. Un poco de aire fresco, un poco de ejercicio, tal vez le sentaran bien. Y Ernst iba tan dócil ya, olisqueando el sendero del bosque al que habían llegado. Tranquilísimo. Claro, exactamente igual que las personas, el animal era consciente de que lo guiaba una mano firme que era la que decidía. No supondría ningún problema meter en cintura a aquel chucho.

Justo en ese momento, Ernst se paró en seco. Con las orejas tiesas y tensos todos y cada uno de los músculos de su cuerpo nervudo. Luego, estalló en puro movimiento.

¡Ernst! ¿Qué coño…? –Mellberg se vio arrastrado a tal velocidad que a punto estuvo de caerse. Sin embargo, consiguió recuperar el equilibrio en el último instante e intentó seguir al perro, que iba a galope tendido.

¡Ernst! ¡Ernst! ¡Para ya! ¡Quieto! ¡Ven aquí! –Mellberg se asfixiaba debido a tan inusual esfuerzo físico, de modo que le costaba gritar. El perro ignoró sus órdenes. Cuando casi volando doblaron una esquina, a Mellberg se le hizo la luz y comprendió lo que había ocasionado tan súbita carrera. Ernst se lanzó sobre un enorme perro de color claro que parecía de la misma raza, y los dos canes empezaron a rodar fogosos por el suelo, mientras la dueña del perro tiraba de una correa y Bertil de la otra.

¡Señorita! [2] ¡Quieta! ¡Eso no se hace! ¡Siéntate! –Una mujer menuda y de piel oscura le daba órdenes al perro con aspereza y, a diferencia de Ernst, el otro obedeció y retrocedió apartándose de su recién hallado compañero de juegos. El animal se sentó avergonzado mirando implorante a su dueña.

–¡Pero bueno, Señorita, eso no se hace! –La mujer obligó al perro a mirarla a los ojos sin dejar de reprenderlo y hasta Mellberg tuvo que contener el impulso de ponerse firme.

–Eh… yo… lo siento –balbució tirando de la correa en un intento de impedir que Ernst volviera a abalanzarse sobre el perro que, a juzgar por el nombre, era hembra.

–No tiene ningún control sobre su perro. –Le recriminó la mujer con dureza. La dueña de Señorita echaba chispas por aquellos ojos oscuros al mirarlo. Hablaba con cierto acento que encajaba con su aspecto sureño.

–Bueno, no es mi perro… Simplemente, lo estoy cuidando hasta que… –Mellberg se oía farfullar como un adolescente. Se aclaró la garganta e hizo un nuevo intento con algo más de autoridad en la voz–. No tengo experiencia con los perros. Y este no es mío.

–Pues él parece tener otra opinión –observó la mujer señalando a Ernst, que había retrocedido y se había sentado pegado a las piernas de Mellberg, al que miraba con adoración.

–Sí, bueno… –carraspeó Mellberg, un tanto azorado.

–Bueno, pero podemos pasearlos juntos, ¿no? Yo me llamo Rita –se presentó la mujer dándole la mano, que Mellberg le estrechó tras un segundo de vacilación–. Yo he tenido perro toda mi vida. Seguro que puedo darle algún que otro consejo. Y además, es más agradable pasear en compañía. –La mujer no aguardó la respuesta de Mellberg, sino que echó a andar por el sendero. Sin comprender exactamente cómo, Mellberg se vio siguiéndola. Era como si sus pies tuviesen voluntad propia. Y Ernst no protestó. Se acomodó al ritmo de Señorita y ahora caminaba feliz a su lado, agitando el rabo con mucho ardor.