Kristiansand, 1943

Intentó combatir el mareo durante toda la travesía hasta Noruega. A los demás no parecía afectarles. Estaban acostumbrados. Se habían criado en el mar. Tenían patas de pez, como solía decir su padre. Sabían parar todos los movimientos del oleaje y se movían con firmeza por la cubierta. Parecían siempre ajenos al mareo que se extendía desde el estómago hasta la garganta. Axel se apoyó en la regala. Él sólo pensaba en sacar la cabeza por la borda y vomitar. Pero se negaba a exponerse a tal humillación. Sabía que las pullas no serían malintencionadas, pero era demasiado orgulloso para soportar las burlas de los pescadores. No tardarían en llegar. Y en cuanto pudiese saltar a tierra firme, el mareo desaparecería como por arte de magia. Lo sabía por experiencia. Había hecho el mismo viaje muchas veces.

–Tierra a la vista –gritó Elof, el patrón del barco–. Llegaremos a puerto dentro de diez minutos. –Elof se quedó mirando a Axel, que se le acercaba en dirección al timón. Tenía la piel curtida y tostada por el sol, arrugada como un cuero expuesto desde la infancia a vientos y temporales.

–¿Tienes lo tuyo controlado? –preguntó en voz baja y mirando a su alrededor. En el puerto de Kristiansand vieron las hileras de barcos alemanes, que les recordaban cuál era la realidad. Alemania había invadido Noruega. Suecia se había librado, por ahora, pero nadie sabía cuánto duraría la suerte. Hasta entonces, observaban con atención al vecino del oeste y el avance de los alemanes en el resto de Europa, cómo no.

–Vosotros ocupaos de lo vuestro, que yo me ocuparé de lo mío –replicó Axel. Sonó más desabrido de lo que pretendía, pero siempre sentía cierto remordimiento por involucrar a la tripulación en un riesgo que habría preferido correr él solo. En cualquier caso, él no obligaba a nadie, se decía. Elof le dijo que sí de inmediato cuando le preguntó si podía ir con ellos en su barco de vez en cuando y llevarse… mercancía. Jamás tuvo que explicar qué era lo que transportaba y Elof y el resto de la tripulación del Elfrida nunca hicieron indagaciones.

Atracaron en el muelle y sacaron la documentación que sabían iban a pedirles.

Los alemanes no dejaban nada al azar y siempre los sometían a un control riguroso de documentación antes de permitirles desatar la carga siquiera. Una vez resueltas las formalidades, empezaron a descargar las piezas de maquinaria que constituían el objeto oficial de su transporte. Los noruegos recogían el género mientras los alemanes observaban ceñudos el proceso, con los rifles prestos por si fuera necesario. Axel aguardaba su momento, que llegaría al atardecer. Para poder descargar su mercancía necesitaba oscuridad. Las más de las veces llevaba alimentos. Alimentos e información. Como en este caso.

Después de cenar en medio de un denso silencio, Axel se sentó a esperar lleno de desasosiego a que llegara la hora que habían acordado. Unos toquecitos discretos en la ventana lo sobresaltaron, igual que a los demás. Axel se inclinó rápidamente, levantó una parte del suelo y empezó a sacar cajas de madera. Manos silenciosas y atentas las iban recogiendo y poniéndolas en el muelle. Todo sucedía mientras resonaba la estridente charla de los alemanes que se oía desde el barracón situado a unos metros. A aquellas horas de la tarde ya habían sacado las bebidas fuertes, lo cual simplificaba su peligrosa misión. Los alemanes borrachos eran mucho más fáciles de engañar que los sobrios.

Tras un quedo «gracias» pronunciado en noruego, la carga había desaparecido del barco y se había esfumado en la oscuridad. Una vez más, la entrega se produjo sin complicaciones. Con una embriagadora sensación de alivio, Axel bajó de nuevo al castillo de proa. Tres pares de ojos lo recibieron, pero nadie pronunció una palabra. Elof asintió sin más, se dio media vuelta y empezó a cargar la pipa. Axel sentía una gratitud enorme hacia aquellos hombres que, sencillamente, lo superaban por completo. Afrontaban las tormentas y a los alemanes con el mismo semblante apacible. Tenían asumido desde hacía mucho tiempo que los caprichos de la vida y del destino no eran algo sobre lo que uno pudiera influir. Uno hacía lo que podía, intentaba vivir en la medida de lo posible. El resto era cosa de la Divina Providencia.

Axel se fue a dormir agotado. Concilió el sueño en el acto, mecido por el leve balanceo del barco y por el chasquido del agua contra el casco. En el barracón del muelle, las voces de los alemanes subían y bajaban. Al cabo de un rato empezaron a cantar. Pero para entonces Axel ya dormía profundamente.