Patrik comprobó con asombro que disfrutaba del paseo. Los últimos años no había entrenado más que a duras penas, pero si durante la baja paternal daba un paseo diario, quizá podría deshacerse de la incipiente barriga. El hecho de que Erica se abstuviese de dulces y esas cosas le había sido de ayuda, así que un par de kilos sí que había logrado perder sólo por eso.

Dejó atrás la estación de servicio de OK-Q8 y continuó a buen paso por la carretera que conducía al sur. Tenía intención de llegar al molino y volver. Maja iba sentada en el cochecito, mirando hacia delante y parloteando alegremente. Le encantaba salir de paseo e iba saludando a cuantos veía con un jovial «hola» y una gran sonrisa. De verdad que era un tesoro, aunque había demostrado tener un humor de perros cuando le daba por sacar a la luz esa faceta. Debía de haberlo heredado de Erica, pensaba Patrik.

A medida que caminaba se iba sintiendo más satisfecho con su vida. El día a día rodaba con una fluidez inusitada. Erica y él tendrían por fin la casa para ellos solos. Y no porque no le gustasen Anna y los niños, pero resultaba estresante vivir tantos y tan apiñados un mes tras otro. Luego, claro, estaba lo de su madre. Le preocupaba y tenía la sensación de estar siempre entre ella y Erica. Claro que comprendía que a Erica le resultase un tostón que su madre se presentase allí sin más y se dedicase a ofrecer un montón de opiniones sobre cómo cuidaban de Maja y de su hogar. Pero le gustaría que su mujer fuera capaz de reaccionar como él y, simplemente, hacer oídos sordos. Por otro lado, había que ser un poco comprensivos, Kristina vivía sola y no tenía mucho más de lo que preocuparse que de él y de su familia. Su hermana Lotta vivía en Gotemburgo y, aunque no era el fin del mundo, para Kristina resultaba mucho más fácil ir a casa de Patrik. Y, además, era de gran ayuda, Erica y él habían podido salir a cenar en un par de ocasiones mientras Kristina se quedaba con Maja y… En fin, que le gustaría que Erica pudiera ver las ventajas también.

–¡Mira, mira! –exclamó Maja alteradísima señalando con el dedito cuando pasaban por la dehesa donde pacían los caballos. A Patrik no le gustaban aquellos animales en concreto, pero no podía por menos de admitir que los caballos del fiordo eran preciosos y, además, tenían un aspecto bastante inofensivo. Se detuvieron un momento a contemplarlos y Patrik se dijo que, la próxima vez, llevaría manzanas o alguna zanahoria. Cuando Maja se hubo hartado de mirar los animales, recorrieron el resto del tramo hasta el molino y, una vez allí, dieron la vuelta y pusieron rumbo a Fjällbacka.

Como de costumbre, se quedó admirado al divisar la torre de la iglesia que se erguía cada vez más imponente sobre la loma, cuando, de pronto, vio un coche que le resultaba muy familiar. No llevaba las luces ni la sirena, de modo que no parecía ser nada urgente y, aun así, notó que se le aceleraba el pulso. Cuando el automóvil llegó al cambio de rasante, vio que un segundo coche le iba a la zaga y frunció el entrecejo. Dos coches; tenía que tratarse de algo bastante serio. Empezó a saludar cuando el primer coche se encontraba a unos cien metros. El vehículo fue frenando y Patrik se acercó a Martin, que iba al volante. Maja manoteó exaltada. En su mundo, todo lo que ocurría era divertido.

–¡Hola, Hedström! ¿Dando un paseo? –dijo Martin saludando a Maja.

–Pues sí, hay que mantenerse en forma… ¿Y vosotros, qué hacéis fuera? –En ese momento, el otro automóvil giró y apareció detrás, y Patrik saludó a Bertil y a Gösta.

–Hola, soy Paula Morales.

Patrik no había visto hasta aquel momento a la desconocida de uniforme que ocupaba el asiento junto a Martin, de modo que le estrechó la mano y se presentó antes de que su colega hubiese tenido tiempo de contestar.

–Pues sí, hemos tenido un aviso del hallazgo de un cadáver. Muy cerca de aquí.

–¿Sospecha de robo? –preguntó Patrik con el ceño fruncido.

Martin hizo un gesto elocuente con las manos, antes de responder.

–Eso es cuanto sabemos. Dos chicos encontraron el cadáver y nos llamaron.

El vehículo que había detrás empezó a tocar el claxon, con lo que Maja se sobresaltó en el cochecito.

–Oye –dijo Martin con cierta premura–. ¿No podrías venirte con nosotros? No me siento del todo seguro con… bueno, ya sabes con quién –añadió señalando con la cabeza el coche que tenían detrás.

–Pues… ¿Cómo? –preguntó Patrik–. Voy con la niña… y, desde un punto de vista técnico, estoy de baja paternal.

–Por favor –suplicó Martin con la cabeza ladeada–. Es sólo venir a echar un vistazo, os llevaré a casa después. El cochecito puede ir en el maletero.

–Pero no hay asiento de bebé…

–Sí, claro, en eso tienes razón. Bueno, pues ve caminando. Es justo ahí, después de la curva. La primera salida a la derecha, la segunda casa de la acera de la izquierda. Podrás leer el apellido Frankel en el buzón.

Patrik dudaba, pero un nuevo pitido del otro coche de policía lo hizo decidirse.

–Vale, iré, pero sólo a mirar. Aunque tendrás que coger a Maja mientras yo estoy dentro. Y ni una palabra a Erica, se pondría como una furia si supiera que me la he llevado a un asunto de trabajo.

–Prometido –aseguró Martin con un guiño. Les hizo una señal a Bertil y a Gösta y metió primera–. Nos vemos allí.

–Vale –respondió Patrik, con la firme sensación de que estaba a punto de hacer algo que lamentaría. Pero la curiosidad se impuso al instinto de supervivencia, giró el cochecito de Maja y emprendió el camino a Hamburgsund con paso presuroso.

–¡Fuera todo lo que sea de pino! –declaró Anna en jarras y haciendo un esfuerzo por parecer terrible.

–¿Qué tiene de malo el pino? –preguntó Dan rascándose la cabeza.

–¡Es feo! ¿Alguna objeción? –repuso Anna sin poder aguantar ya la risa–. No pongas esa cara, cariño… Pero tengo que insistir, no hay nada más feo que los muebles de pino. Y lo más feo de todo es la cama, sin duda. Además, no quiero dormir en la misma cama que tú y Pernilla. Puedo soportar vivir en la misma casa, pero la misma cama… ummm… no.

–Puedo comprender ese argumento, pero nos saldrá muy caro comprar un montón de muebles nuevos… –respondió Dan con semblante preocupado. Desde que Anna y él se hicieron novios, decidió conservar la casa, pese a todo, pero aún no le salían las cuentas.

–Yo sigo teniendo lo que me pagó Erica cuando me compró la mitad de la casa de mis padres. Lucas nunca consiguió echarle el guante a ese dinero. Así que cogemos un poco y vamos a comprar muebles nuevos. Vamos juntos, si quieres. De lo contrario, puedes darme alas si te atreves.

–Créeme si te digo que será un placer no tener que escoger muebles. Mientras no sea nada totalmente extravagante, puedes comprar lo que quieras. Bueno, ya está bien de tanta conversación, ahora ven aquí y dame un beso. –La atrajo hacia sí y la besó larga y apasionadamente y, como solía suceder, la cosa se puso al rojo vivo. Dan acababa de empezar a desabrocharle el sujetador cuando alguien abrió de un empujón la puerta de la calle y entró en la casa. Puesto que no había obstáculo alguno entre el vestíbulo y la cocina, no pudieron esconder lo que estaban haciendo.

–Joder, qué asco, ¿os estáis morreando en la cocina? –Belinda pasó como un rayo al lado de Anna y de Dan y subió a toda prisa a su habitación, con la cara encendida de rabia. Al final de la escalera, se detuvo y gritó:

–¡Me vuelvo con mamá tan pronto como pueda! , ¿lo pilláis? Allí al menos no tendré que veros metiéndoos la lengua en el gaznate a todas horas. Sois ridículos. ¡Es asqueroso! ¿Lo pilláis?

¡Pum! La puerta de la habitación de Belinda retumbó al cerrarse y ambos oyeron desde abajo que la cerraba con llave. Un segundo más tarde, resonó la música a todo volumen y los platos de la encimera empezaron a tintinear al mismo ritmo.

–Pues vaya –dijo Dan haciendo una mueca sin apartar la vista del piso de arriba.

–Sí, «pues vaya» es la expresión correcta, diría yo –observó Anna zafándose del abrazo de Dan–. Sí que le está costando. –Anna cogió los platos, que seguían tintineando, y los puso en el fregadero.

–Pero, qué demonios, tendrá que aceptar que haya conocido a otra persona –repuso Dan irritado.

–¡Intenta ponerte en su lugar! Primero, Pernilla y tú os separáis, luego pasan por tu vida… –Anna sopesó sus palabras como en una balanza de oro– unas cuantas chicas que van y vienen, y luego llego yo y me mudo a tu casa con dos niños pequeños. Belinda sólo tiene diecisiete años y eso es de por sí bastante problemático. Y además tener que vérselas con tres extraños que se mudan a casa…

–Sí, ya, ya sé que tienes razón… –suspiró Dan abatido–, pero no sé cómo tratar a los adolescentes. Quiero decir, ¿debo dejarla en paz, o quizá se sentirá ignorada si lo hago? ¿O debo insistir y arriesgarme a que piense que la estoy atosigando? ¿Dónde coño está el manual de instrucciones?

Anna se echó a reír.

–A mí me parece que ya en el hospital se olvidaron de adjuntar el manual. Pero deberías intentar hablar con ella. Si te da con la puerta en las narices, por lo menos lo habrás intentado. Y luego lo intentas otra vez. Y otra. Tiene miedo a perderte. Tiene miedo a perder el derecho a ser pequeña. Tiene miedo de que nos quedemos con todo, ahora que nos hemos mudado. No es tan raro.

–¿Y qué he hecho yo para merecer una mujer tan sensata? –preguntó Dan atrayéndola de nuevo hacia sí.

–Pues no sé –respondió Anna sonriendo y ocultando la cara en su pecho–. Pero en realidad, no soy tan sensata. Sólo lo parezco, en comparación con tus últimas conquistas.

–Pero bueno –rio Dan abrazándola fuerte–. No te pongas así. De lo contrario quizá nos quedemos con la cama de pino…

–¿Tú quieres que me quede aquí o no?

–Vale, tú ganas. Dalo por descartado.

Ambos rieron. Y se besaron. Sobre sus cabezas retumbaba la música pop a un volumen ensordecedor.

Martin vio a los chicos en cuanto entraron en la explanada que se extendía delante de la casa. Estaban a un lado, ambos encogidos, tiritando levemente. Los dos estaban igual de pálidos y parecieron claramente aliviados cuando vieron llegar los coches de policía.

–Martin Molin –se presentó Martin dándole la mano al chico que tenía más cerca, que, con un susurro, dijo llamarse Adam Andersson. El otro chico, que estaba justo detrás, se excusó con un gesto de la mano derecha y explicó un tanto abochornado:

–He vomitado y me limpié con… Bueno, que no creo que deba darle la mano a nadie.

Martin asintió comprensivo. Él también había experimentado la misma reacción física en los casos de muerte y, desde luego, no era nada de lo que avergonzarse.

–Bueno, a ver, ¿qué ha ocurrido? –preguntó dirigiéndose a Adam, que parecía más sereno. Era más bajo que su amigo, con las mejillas cuajadas de rabiosos abscesos de acné y el pelo rubio un poco más largo.

–Pues… es que íbamos a… –Adam miraba a Mattias en busca de apoyo, pero este se encogió de hombros sin más, de modo que Adam continuó–. Sí, pensábamos entrar y echar un vistazo a la casa, puesto que parecía que los dos viejos estaban de viaje.

–¿Viejos? –preguntó Martin–. ¿Ahí viven dos personas?

Ahora fue Mattias quien respondió.

–Son dos hermanos. No sé cómo se llaman de nombre, pero mi madre seguro que lo sabe. Lleva desde junio encargándose de su correo. Uno de los dos suele pasar fuera todo el verano, el otro no. Pero esta vez, nadie cogía el correo del buzón, de modo que pensamos que… –El chico dejó la respuesta inconclusa y clavó la vista en sus zapatos. El cadáver de una mosca seguía aún pegado a la parte superior y, muerto de asco, el muchacho dio un fuerte zapatazo para quitársela–. ¿Será él el que está muerto ahí dentro? –preguntó levantando la vista.

–En estos momentos, vosotros sabéis más que nosotros –respondió Martin–. Pero continúa. Pensabais entrar en la casa, ¿qué ocurrió después?

–Mattias encontró una ventana que podía abrirse y fue el primero en trepar hasta ella –contó Adam–. Luego me ayudó a subir. Cuando saltamos al interior de la habitación, notamos algo que crujía bajo las suelas de los zapatos, pero estaba demasiado oscuro y no vimos qué era.

–¿Oscuro? –lo interrumpió Martin–. ¿Por qué estaba oscuro? –Con el rabillo del ojo comprobó que Gösta, Paula y Bertil aguardaban expectantes detrás de él y escuchaban con atención lo que decían los muchachos.

–Todos los estores estaban bajados –explicó Adam en tono paciente–. Pero subimos el de la ventana por la que habíamos entrado y entonces vimos que el suelo estaba cubierto de moscas muertas. Y el olor era asqueroso.

–Completamente asqueroso –coreó Mattias, que aún parecía combatir las arcadas.

–¿Y después? –los animó Martin.

–Después avanzamos por la habitación y nos acercamos a la silla del escritorio, cuyo respaldo estaba vuelto hacia nosotros, así que no se veía si había alguien sentado. Y tuve la sensación de que… bueno, en fin, he visto tantos capítulos de CSI, y sumé olor repugnante y moscas muertas y eso… y bueno, no hay que ser Einstein para sacar la conclusión de que allí había algo muerto. Total, que me acerqué a la silla y le di la vuelta… ¡y allí estaba el hombre!

Era obvio que Mattias lo revivía todo en su mente, porque el chico volvió la cara y vomitó en el césped, a su espalda. Se limpió la boca con la mano y susurró un tímido «lo siento».

–No pasa nada –aseguró Martin–. A todos nos ha pasado alguna vez al ver un cadáver.

–A mí no –intervino Mellberg con aire de superioridad.

–A mí tampoco –se sumó Gösta.

–Pues no, a mí tampoco, jamás –declaró Paula.

Martin se dio media vuelta y les dedicó una mirada asesina.

–Es que tenía una pinta asquerosa –explicó Adam. Pese al sobresalto, parecía hallar cierto placer en la situación. A su espalda Mattias temblaba una vez más, medio inclinado hacia el suelo, aunque no parecía que le quedara más que bilis.

–¿Alguien puede llevar a los chicos a su casa? –preguntó Martin dirigiéndose a todos sus compañeros en general y a ninguno en particular. Primero se hizo el silencio y luego se oyó a Gösta:

–Yo puedo hacerlo. Venga, chicos, os llevo a casa.

–Vivimos sólo a unos doscientos metros de aquí –aclaró Mattias con voz débil.

–Entonces os acompaño dando un paseo –atajó Gösta indicándoles que lo siguieran. Ambos echaron a andar arrastrándose, como suelen hacer los adolescentes; Mattias con expresión de gratitud en el semblante, Adam manifiestamente decepcionado por perderse la continuación.

Martin los siguió con la mirada hasta que se perdieron más allá del cambio de rasante y dijo con voz nada esperanzadora:

–En fin, vamos a ver lo que tenemos ahí.

Bertil Mellberg carraspeó un poco.

–Pues… desde luego, no me cuesta nada esto de los cadáveres y esas cosas… En absoluto… He visto montones en mi vida. Pero alguien debería quedarse a controlar… los alrededores. Quizá lo más conveniente sea que yo, como superior y más experimentado de todos nosotros, me encargue de esa tarea –propuso con un nuevo carraspeo.

Martin y Paula intercambiaron una mirada jocosa, pero Martin recompuso enseguida el gesto y asintió:

–Pues sí, creo que tienes razón, Bertil. Mejor que alguien de tu experiencia inspeccione la parcela. Paula y yo entraremos a echar una ojeada.

–Sí… exacto. Ya decía yo que será lo más inteligente. –Mellberg se balanceó ligeramente sobre los talones, pero se alejó enseguida por el césped.

–¿Entramos? –preguntó Martin. Paula asintió.

–Cuidado –advirtió Martin antes de abrir la puerta–. No podemos destruir ninguna huella por si se demuestra que no falleció de muerte natural. Echaremos un vistazo, simplemente, antes de que vengan los técnicos.

–Tengo a mis espaldas cinco años de experiencia en homicidios en la provincia de Estocolmo. Sé cómo hay que conducirse en un posible escenario del crimen –respondió Paula, aunque sin rastro de acritud.

–Sí, perdona, si ya lo sabía –se disculpó Martin avergonzado, aunque se centró enseguida en la tarea que tenían por delante.

Un ominoso silencio reinaba en la casa cuando entraron en el vestíbulo. No se oía ni un solo ruido, salvo el de sus propios pasos sobre el suelo de la entrada. Martin se preguntó si aquel silencio habría resultado igual de torvo de no haber sabido que allí dentro había un cadáver, y llegó a la conclusión de que no.

–Ahí dentro –susurró, aunque enseguida cayó en la cuenta de que no había motivo para hablar bajito, de modo que repitió ya en un tono normal, que retumbó en las paredes–. Ahí dentro.

Paula iba tras él, justo detrás. Martin dio un par de pasos hacia la habitación, que debía de ser la biblioteca, y abrió la puerta. El extraño olor que habían percibido al entrar en la casa se intensificó ahora mucho más. Los chicos tenían razón. Había montañas de moscas en el suelo. Y cuando Martin y Paula, por ese orden, entraron en la habitación, oyeron el mismo crujir que los chicos bajo sus pies. Era un olor denso y dulzón, y sería una milésima parte de lo que debió de ser al principio.

–Bueno, no cabe duda de que aquí ha muerto alguien hace ya bastante tiempo –observó Paula al tiempo que tanto ella como Martin clavaban la mirada en lo que había al fondo de la habitación.

–No, no cabe la menor duda –convino Martin con un gesto desagradable en la boca. Hizo de tripas corazón y cruzó con cuidado la habitación en dirección hacia el cadáver que estaba en la silla.

–¡Quédate ahí! –le dijo a Paula alzando una mano. La colega no se movió de la puerta. No se lo tomó a mal; cuantas menos pisadas de policía hubiera por la habitación, tanto mejor.

–Oye, esto no parece una muerte natural, eso seguro –constató Martin mientras la bilis le subía por la garganta. Tragaba una y otra vez para combatir las náuseas e intentó concentrarse en su cometido. Pese a las pésimas condiciones en que se encontraba el cadáver, era obvio. La inmensa herida que presentaba en la parte derecha de la cabeza resultaba de lo más elocuente. Al hombre de la silla le habían quitado la vida de forma violenta.

Martin se dio la vuelta con sumo cuidado y salió de la habitación. Paula fue detrás. Tras respirar hondo un par de veces el aire fresco de la calle, empezaron a pasársele las ganas de vomitar. Y justo entonces vio a Patrik, que apareció por la curva y ya se les acercaba por el sendero de gravilla.

–Es un asesinato –dijo Martin en cuanto Patrik se encontró lo bastante cerca–. Torbjörn y su equipo tendrán que venir. No podemos hacer más, por ahora.

–Vale –asintió Patrik con gesto preocupado–. ¿Podría…? –Guardó silencio y miró a Maja, que estaba en el cochecito.

–Entra y echa un vistazo, anda, yo me quedo con Maja. –Se ofreció Martin ansioso, al tiempo que se acercaba a la pequeña y la cogía en brazos–. Ven, bonita, vamos a ver aquellas flores.

–Fole –dijo Maja encantada señalando el seto.

–¿Tú también has entrado? –preguntó Patrik.

Paula asintió.

–No es un espectáculo agradable. Se diría que lleva ahí desde antes del verano. O por lo menos, eso creo yo.

–Sí, me figuro que habrás visto más de uno en los años que pasaste en Estocolmo.

–No que llevaran muertos tanto tiempo. Pero alguno que otro, sí.

–Bueno, voy a entrar a echar un vistazo. En realidad, estoy de baja paternal, pero…

Paula sonrió.

–Cuesta mantenerse al margen. Ya, te comprendo. Pero parece que Martin te sustituye la mar de bien… –comentó sonriendo y mirando al seto, donde Martin, en cuclillas, admiraba las flores aún en su esplendor con Maja sentada en las piernas.

–Es un hacha. En todos los sentidos –precisó Patrik mientras se encaminaba hacia la casa. Minutos después, salió de nuevo.

–Pues sí, estoy de acuerdo con Martin. No hay mucho motivo de duda. Una herida como un piano en la cabeza.

–Ni rastro de nada sospechoso –anunció Mellberg jadeante cuando apareció en la explanada–. Y bien, ¿qué tal ahí dentro? ¿Has ido a mirar, Hedström? –Miró apremiante a Patrik, que asintió sin decir nada.

–Sí, no cabe la menor duda de que se trata de un asesinato. ¿Vas a llamar a los técnicos?

–Por supuesto –respondió Mellberg pomposo–. Para algo soy el jefe de esta casa de locos. ¿Y tú que haces aquí, por cierto? –preguntó–. Has estado insistiendo en que querías cogerte la baja paternal y ahora que la tienes apareces aquí como el payaso de la caja de sorpresas. –Mellberg se volvió hacia Paula y continuó–: En fin, yo no entiendo estas modernidades, hombres hechos y derechos se quedan en casa para dedicarse a cambiar pañales mientras las mujeres se pasean de uniforme. –Dicho esto, les dio la espalda bruscamente y se encaminó al coche como un gallo para llamar a los técnicos.

–Bienvenida a la comisaría de Tanumshede –dijo Patrik en un tono agrio, al que Paula Morales respondió divertida con una sonrisa.

–Bah, no me lo tomo a mal. Hay muchos como él. Si me hubieran preocupado los dinosaurios de uniforme habría tirado la toalla hace tiempo.

–Está bien que lo mires así –opinó Patrik–. Y la ventaja con Mellberg es que él, al menos, es coherente, discrimina todo y a todos.

–Sí, claro, eso es un consuelo –rio Paula.

–¿De qué os reís vosotros? –preguntó Martin aún con Maja en brazos.

–Mellberg –respondieron Patrik y Paula al unísono.

–¿Qué ha dicho ahora?

–Ah, lo de siempre –contestó Patrik extendiendo los brazos hacia Maja–. Pero Paula parece saber llevarlo bien, así las cosas no irán mal. Venga, esta pequeña y yo nos vamos a casa. Di adiós, Maja.

La pequeña se despidió y le sonrió a Martin con una ración extra de entusiasmo, a lo que el policía reaccionó encantado.

–¿Cómo? ¿Te llevas a mi chica? Y yo que creía que entre tú y yo había algo, muchacha… –se lamentó haciendo un puchero en señal de descontento.

–En la vida de Maja no habrá jamás otro hombre aparte de papá, ¿a que sí, bonita?

Patrik hundió la nariz en los pliegues del cuello de la pequeña, que rompió a reír encantada. Luego la sentó en el cochecito y se despidió de los que se quedaban. Una parte de su ser sentía un gran alivio al poder irse y dejarlos allí. Otra, en cambio, deseaba quedarse con todas sus fuerzas.

Estaba desorientada. ¿Era lunes? ¿O quizá estuvieran ya a martes? Britta iba y venía nerviosa por la sala de estar. Era tan… frustrante. Era como si, cuanto más se esforzara por conseguir algo, más rápido se le escapara. En sus momentos de lucidez, una voz interior le decía que debería poder controlar la fuerza de voluntad. Debería arreglárselas para que el cerebro le obedeciese. Pero al mismo tiempo, sabía que le cambiaba el cerebro, que se degradaba, perdía la capacidad de recordar, de mantener ordenados los momentos, los datos, la información, las caras.

Lunes. Era lunes. Exacto. El día anterior, sus hijas habían ido a cenar con la familia, como todos los domingos. Y fue ayer. O sea que hoy era lunes. Definitivamente. Britta se detuvo aliviada a medio camino. Le parecía una pequeña victoria. Sabía qué día era.

El llanto afluyó a sus ojos y Britta se sentó en un extremo del sofá. El conocido estampado de Josef Franck le infundía seguridad. Ella y Herman compraron la tela juntos. Lo que significaba que ella la había elegido y él había asentido con un murmullo. Cualquier cosa que la hiciera feliz. Herman habría aceptado sin pestañear un sofá naranja con lunares verdes si ella lo hubiese querido. Herman, sí… ¿Dónde estaría? Empezó a toquetear nerviosa las flores del estampado. Britta sabía dónde estaba. En realidad. Recreó en su mente cómo se movían los labios de Herman cuando le dijo claramente adónde iba. Recordaba incluso que se lo repitió varias veces. Pero, exactamente igual que con el día de la semana, aquella información se le escabullía, se burlaba, se mofaba de ella. Abatida, se aferró al reposabrazos del sofá. Debería poder recordarlo. Si se concentraba, lo conseguiría. De repente la invadió el pánico. ¿Dónde estaba Herman? ¿Se ausentaría mucho tiempo? No se habría ido de viaje, ¿verdad? Dejándola allí. ¿No la habría abandonado, incluso? ¿Fue eso lo que decía la boca de Herman cuando la veía moverse en su recuerdo? Tenía que cerciorarse de que no era así. Tenía que ver, que comprobar que sus cosas seguían allí. Britta se levantó bruscamente del sofá y subió a la carrera los peldaños hasta la primera planta. El pánico le tronaba en los oídos como una riada. ¿Qué fue lo que le dijo Herman? Una ojeada al armario la tranquilizó. Allí estaban todas sus cosas. Chaquetas, jerséis, camisas. Todo estaba allí. Pero Britta seguía sin saber dónde se encontraba Herman.

Se desplomó en la cama, se encogió como una niña pequeña y lloró. Todo continuaba desapareciendo de su cerebro. Segundo tras segundo. Minuto tras minuto. El disco duro de su vida estaba borrándose. Y no había nada que ella pudiera hacer por evitarlo.

–Hola. Vaya paseo más largo habéis dado. ¡Habéis estado fuera mucho tiempo! –Erica se acercó a Patrik y a Maja, que le estampó un beso generoso de saliva.

–Sí… ¿No querías trabajar? –Patrik evitaba mirar a Erica a los ojos.

–Pues sí… –dijo Erica exhalando un suspiro–. Pero me cuesta arrancar. Así que me he pasado la mayor parte del tiempo mirando la pantalla y comiendo Dumles. Si sigo así, habré alcanzado los cien kilos antes de terminar el libro. –Ayudó a Patrik a quitarle a Maja la ropa de abrigo. –He estado leyendo el diario de mi madre, no he podido contenerme.

–¿Algo de interés? –preguntó Patrik aliviado al comprobar que, al parecer, no tendría que enfrentarse a más preguntas sobre por qué había durado tanto el paseo.

–Bah, en su mayoría son notas de la vida cotidiana. Sólo he leído unas páginas. Creo que lo mejor será que lo haga así, de vez en cuando.

Erica se dirigió a la cocina y, por cambiar de conversación, preguntó:

–¿Te apetece un té?

–Sí, un montón –respondió Patrik mientras colgaba su abrigo y el de Maja. Fue al encuentro de Erica y la observó trajinar con el agua, las bolsitas de té y las tazas. En la sala de estar se oía a Maja revolver entre sus juguetes. Unos minutos después, Erica puso en la mesa dos tazas de té humeante y se sentó frente a Patrik.

–Venga, cuéntamelo –lo conminó ella observándolo. Lo conocía tan bien… La mirada esquiva, el nervioso tamborileo de los dedos sobre la mesa… Había algo que no quería o no se atrevía a contarle.

–¿El qué? –replicó Patrik procurando parecer lo más inocente posible.

–Oye, de nada te servirá abrir así ese par de ojos azules. ¿Qué es lo que me estás ocultando? –Erica tomó un sorbo de té y aguardó divertida a que Patrik terminase de retorcerse como un gusano y fuese al grano.

–Pues…

–Pues ¿qué? –intervino ella animándolo y pensando en el hecho innegable de que una parte de su persona disfrutaba muchísimo al ver su tormento.

–Pues verás… es que ocurrió una cosa mientras estábamos de paseo.

–¿Ajá? Bueno, tanto ella como tú habéis vuelto sanos y salvos, así que dime, ¿qué ha pasado?

–Pues sí… –Patrik tomó un sorbo de té para ganar algo de tiempo mientras pensaba cómo presentar los hechos de la mejor manera–. Verás, íbamos paseando hacia el molino de Lersten cuando resultó que mis colegas habían salido a un operativo. –Patrik miró ansioso a Erica, que enarcó una ceja y siguió esperando.

–Les habían dado el aviso del hallazgo de un cadáver en una casa situada camino a Hamburgsund, y allí se dirigían.

–Ajá, pero tú estás de baja paternal, de modo que eso no tiene nada que ver contigo –repuso con la taza a medio camino hacia la boca–. No estarás diciéndome que… –Lo miró incrédula.

–Pues sí –asintió Patrik con voz ligeramente chillona y la mirada fija en la mesa.

–¿Llevaste a Maja a un lugar en el que encontraron un cadáver? –preguntó clavándole la mirada.

–Sí, bueno, pero Martin se quedó con ella mientras yo entraba a echar un vistazo. Se la llevó a ver unas flores –observó con un amago de sonrisa conciliadora, que recibió una mirada gélida por toda respuesta.

–Entraste a echar un vistazo. –El hielo resonaba implacable en la voz de Erica–. Estás de baja paternal. De baja, ¿entiendes? Y de baja paternal, ¡por favor! ¿Tanto te cuesta decir «lo siento, no estoy de servicio, no trabajo»?

–Pero si sólo estuve mirando un poco… –protestó Patrik en tono lastimero, aun a sabiendas de que Erica tenía razón. Estaba de baja. De baja paternal. Los demás colegas de la comisaría debían encargarse del tinglado. Y él no debería haber llevado a Maja al escenario de un crimen.

Y acababa apenas de pensar aquello cuando cayó en la cuenta de que había un detalle que Erica desconocía. Tragó saliva con un tic nervioso y añadió:

–Por cierto que se trata de un asesinato.

–¡Asesinato! –gritó Erica en falsete–. De modo que no sólo te llevaste a Maja a un lugar donde han encontrado un cadáver, sino que además era un cadáver asesinado. –Erica meneaba la cabeza como si las palabras que quería decir se le hubiesen atascado en la garganta.

–Bueno, ya no volveré a mezclarme en ese asunto –aseguró Patrik con un gesto de resignación–. Los demás lo resolverán. Yo estoy de baja hasta enero, y lo saben. Me dedicaré a Maja al cien por cien. ¡Lo prometo!

–Será mejor para ti –gruñó Erica con voz bronca. Estaba tan enfadada que sentía deseos de zarandearlo. Pero enseguida se calmó un poco, movida por la curiosidad.

–¿Dónde lo han encontrado? ¿Sabéis quién es la víctima?

–No tengo ni idea. Fue en una gran casa blanca situada a unos cien metros a la izquierda de la primera salida a la derecha después del molino.

Erica lo miró extrañada, antes de preguntar:

–¿Una gran casa blanca con las esquinas de color gris?

Patrik hizo memoria y asintió.

–Sí, creo que sí. En el buzón se leía el apellido «Frankel».

–Ya sé quién o, mejor dicho, quiénes viven en esa casa. Son Axel y Erik Frankel. Ya sabes, Erik Frankel, el experto al que le dejé la medalla nazi.

Patrik la miró atónito. ¿Cómo había podido olvidar algo así? Frankel no era precisamente el nombre más corriente del mundo.

En la sala de estar se oía el alegre cotorreo sin palabras de Maja.

Estaba ya bien entrada la tarde cuando por fin pudieron volver a la comisaría. Torbjörn Ruud, el jefe del grupo de la policía científica, llegó con su equipo, realizó su trabajo a conciencia y ya se había marchado. También se habían llevado el cadáver al laboratorio del forense, donde lo examinarían de todas las maneras imaginables e inimaginables.

–Pues sí, vaya mierda de lunes –se quejó Mellberg cuando Gösta giró y aparcó en la cochera de la comisaría.

–Desde luego –convino Gösta que, fiel a su costumbre, no malgastó palabras sin necesidad.

Mellberg no había hecho más que entrar en las dependencias de la comisaría cuando entrevió algo que se acercaba a toda velocidad y, antes de que pudiera identificarlo, se abalanzó sobre él una masa peluda y una lengua que intentaba lamerle la cara.

–¡Oye, oye! ¡Basta ya! –Un tanto asqueado, Mellberg apartó al perro, que con las orejas gachas se marchó decepcionado hacia el rincón de Annika. Allí, al menos, sabía que sería bienvenido. Mellberg se limpió la saliva del perro con el reverso de la mano y masculló algo mientras Gösta se esforzaba por mantenerse serio. Y no restaba diversión a la escena el hecho de que a Mellberg se le hubiese descolgado el mechón de pelo que llevaba minuciosamente enrollado como un nido en lo alto de la cabeza. El comisario se recompuso el peinado presa de la mayor irritación y continuó gruñendo pasillo arriba hasta llegar a su despacho.

Gösta se dirigió al suyo entre risitas, pero se sobresaltó, perplejo, al oír un alarido muy familiar:

¡Ernst, Ernst! ¡Ven aquí ahora mismo!

Gösta miró sorprendido a su alrededor. Hacía mucho que habían despedido a su colega Ernst Lundgren y no había oído decir que fuese a volver.

Mellberg volvió a gritar:

¡Ernst! ¡Que vengas te digo! ¡Ahora mismo!

Gösta salió al pasillo con la intención de aclarar el misterio y vio que Mellberg señalaba hacia el suelo con la cara encendida de rabia. En la mente de Gösta empezó a arraigar una sospecha. Y, en efecto, allí apareció el chucho, con la cabeza gacha, como avergonzado.

¡Ernst! ¿Qué es esto?

El animal intentó por todos los medios fingir que no entendía de qué le hablaba Mellberg, pero la cagarruta que había en el suelo de su despacho no dejaba lugar a dudas.

–¡Annika! –bramó el jefe. Un segundo más tarde, la secretaria de la comisaría acudía presurosa.

–¡Anda! Parece que aquí se ha producido un pequeño incidente –dijo mirando con conmiseración al perro, que, agradecido, se le acercó enseguida.

–¡Un pequeño incidente! Ernst se ha hecho caca en el suelo de mi despacho.

En este punto, Gösta no pudo aguantar más. Empezó a escapársele la risa y el esfuerzo por ocultarlo sólo lo condujo a reír más aún. Por si fuera poco, contagió a Annika y la cosa terminó con que los dos estallaron en sonoras carcajadas mientras las lágrimas les corrían por las mejillas.

–¿Qué pasa? –preguntó Martin con curiosidad cuando entró seguido de Paula.

Ernst… –Gösta casi se ahogaba al hablar–, Ernst… se ha hecho caca en el suelo.

Martin los miraba perplejo sin comprender nada, pero al observar la montañita que había en el suelo de Mellberg y al animal, que se pegaba temeroso a las piernas de Annika, se le hizo la luz.

–¿Le has puesto… le has puesto Ernst al perro? –se sorprendió Martin rompiendo también a reír. Los únicos que no se reían histéricos eran Mellberg y Paula pero, mientras que el jefe parecía ir a estallar de ira, Paula tenía más bien cara de no entender nada.

–Luego te lo explico –le dijo Martin enjugándose las lágrimas.

–Joder, eso sí que es sentido del humor, Bertil, eres un tío divertido de verdad –añadió Martin.

–Sí, bueno… algo de gracia sí que tengo –admitió Bertil sonriendo ligeramente a su pesar–. Bueno, venga, a ver si limpiamos esto, Annika, y podemos seguir trabajando. –Lanzó un gruñido y fue a sentarse ante el escritorio. El perro miró vacilante primero a Annika, luego a Bertil, pero resolvió finalmente que, con toda seguridad, ya habría pasado lo peor del enfado, de modo que siguió a su nuevo dueño meneando la cola.

El resto de los empleados de la comisaría se quedó mirando perplejo a aquella pareja tan singular, preguntándose qué sería lo que habría visto el animal en Bertil Mellberg y que, al parecer, les había pasado desapercibido a ellos.

Erica no pudo dejar de pensar en Erik Frankel toda la tarde. No había llegado a conocerlo bien, pero él y su hermano Axel formaban, en cierto modo, parte de Fjällbacka. «Los hijos del doctor», así los habían llamado siempre en el pueblo, pese a que hacía más de cincuenta años que su padre fue médico en Fjällbacka y, además, murió hacía más de treinta años.

Erica rememoró su visita a la casa que compartían los dos hermanos. Su única visita. Vivían juntos en la casa de sus padres, ambos solteros, ambos con un ardiente interés por Alemania y por el nazismo, aunque cada uno a su manera. Erik había sido profesor de Historia en el instituto, pero en su tiempo libre había reunido material sobre la época nazi, que le inspiraba un particular interés. Axel, el mayor de los dos, tenía algo que ver con el centro Simon Wiesenthal, si no andaba equivocada, y tenía el vago recuerdo de que durante la guerra había sufrido algún percance.

Primero llamó a Erik, le contó lo que había encontrado y le describió la medalla. Le preguntó si creía que podría ayudarle a averiguar su origen y cómo habría ido a parar a manos de su madre, entre cuyas pertenencias la encontró. La primera reacción de Erik fue un silencio absoluto. Erica tuvo que decir «¿Hola?» varias veces; llegó a pensar que le habría colgado. Luego, con un tono de voz muy extraño, le dijo que se pasara por su casa con la medalla para que le echara un vistazo. A Erica le llamó la atención. El prolongado silencio. El tono extraño en la voz del hombre. Entonces no se lo mencionó a Patrik, se convenció de que habrían sido figuraciones suyas. Y cuando fue a la casa de los dos hermanos, no percibió nada raro en su modo de mirar la medalla. La recibió educadamente y, una vez en la biblioteca, Erik le pidió que se la mostrara. Con interés contenido, cogió la medalla y la estudió detenidamente. Luego le preguntó si podía quedársela un tiempo. Para emprender alguna investigación. Erica asintió y se mostró agradecida de que alguien se tomase la molestia de obtener información.

Además, Erik le permitió contemplar una parte de su colección. Con una mezcla de entusiasmo y temor, fue inspeccionando todos aquellos objetos tan íntimamente ligados a una oscura y terrible época de la historia. No pudo evitar preguntar cómo era posible que alguien tan contrario a todo aquello que defendía el nazismo quisiera coleccionar y vivir entre objetos que lo recordaban. Erik tardó unos segundos en dar su respuesta. Con gesto reflexivo, cogió una gorra con el emblema de las SS y jugueteó con ella mientras parecía sopesar cómo formular la explicación.

–No confío en la capacidad de la gente para recordar –dijo al cabo–. Sin la ayuda de objetos que podamos ver o tocar, olvidamos fácilmente aquello que no queremos recordar. Así que colecciono cosas que nos hagan rememorar. Y, además, una parte de mí quiere mantener esos objetos lejos de quienes los ven con otros ojos. Con ojos de admiración.

Erica asintió. En parte, lo comprendía. En parte, no. Luego se dieron la mano y se despidieron.

Y ahora aquel hombre estaba muerto. Asesinado. Quizá sólo poco después de que ella lo visitara. Según lo que Patrik le había contado a su pesar, llevaba todo el verano muerto en la casa.

Una vez más, recordó el extraño tono de voz de Erik cuando Erica le habló de la medalla. Se volvió hacia Patrik, que estaba a su lado en el sofá haciendo zapping entre los canales del televisor.

–¿Sabes si la medalla seguía allí?

Patrik la miró inquisitivo.

–Pues no se me ocurrió mirarlo. No tengo ni idea. Pero no había indicios de que se tratase de un asesinato por robo y, en tal caso, ¿a quién iba a interesarle una vieja medalla nazi? Y tampoco es que sean piezas únicas, precisamente. Quiero decir que allí había unas cuantas…

–No… ya sé… –respondió Erica pensativa. Aún se sentía incómoda–. Pero ¿podrías llamar mañana a tus colegas y pedirles que la busquen?

–Pues, no sé –repuso Patrik–. Yo creo que tendrán otras cosas que hacer antes que buscar una medalla. Ya le preguntaremos al hermano de Erik. Podemos pedírsela a él. Seguro que volverá a la casa.

–Sí, a Axel. Por cierto, ¿dónde está? ¿Cómo es que no se ha enterado? ¿Lleva fuera todo el verano?

Patrik se encogió de hombros.

–Yo estoy de baja paternal, como recordarás. Tendrás que llamar y preguntarle a Mellberg.

–Ja, ja, ja, muy gracioso –replicó Erica con una sonrisa. Pero la desazón se negaba a remitir–. Pero ¿no es extraño que Axel no lo haya encontrado antes?

–Sí, pero, según tú, estaba de viaje cuando estuviste en su casa, ¿no?

–Ya, bueno. Erik dijo que su hermano estaba en el extranjero. Pero eso fue en junio.

–Pero ¿por qué piensas en eso? –preguntó Patrik volviendo la vista hacia el televisor. El programa Por fin en casa estaba a punto de empezar.

–Pues no sé… –contestó Erica con la vista perdida en dirección a la pantalla. Ella misma no sabía explicar por qué el desasosiego había ido adueñándose de su ser. Pero recordaba el silencio de Erik resonando en el auricular. Y el tono de voz un tanto deformado y bronco cuando le pidió que le llevase la medalla. Algo lo había alertado. Algo relacionado con la medalla.

Intentó concentrarse en los trabajos de carpintería de Martin Timell. Lo conseguía a duras penas.

–Joder, abuelo, tendrías que haber visto lo de hoy. Ese negro de mierda intentó colarse y nada, o sea, «bumba». Una patada y se cayó de bruces como un saco. Luego lo pateé en los huevos, así que se quedó lamentándose un cuarto de hora por lo menos.

–¿Y qué consigues con eso, Per? Salvo que pueden acusarte de agresión y mandarte a un reformatorio, tendrás contra ti a todo el mundo, las fuerzas contrarias se confabularán más aún contra nosotros. Y todo terminará con que, en lugar de ayudar a la causa, habrás contribuido a que se movilice más apoyo aún para nuestros adversarios. –Frans observaba altivo a su nieto. A veces no sabía cómo dominar las hormonas adolescentes que lo invadían. Y era tan poco lo que sabía… Pese a su aspecto imponente, los pantalones militares, las botas y la cabeza rapada, no era más que un quinceañero fácil de asustar. Nada sabía de la causa. Nada sabía de cómo funcionaba el mundo. Nada sabía de cómo canalizar los instintos destructivos de modo que pudieran usarse como una punta de lanza capaz de atravesar el corazón de la estructura social.

El chico, que se había sentado a su lado en la escalera, agachó la cabeza avergonzado. Frans sabía que lo había humillado al hablarle con tanta dureza. Su nieto intentaba impresionarlo, pero le hacía un flaco favor no mostrándole cómo funcionaba el mundo. El mundo era frío y duro y cruel, y sólo los más fuertes saldrían victoriosos de la batalla.

Al mismo tiempo quería al chico. Quería protegerlo del mal. Frans le rodeó los hombros con el brazo. Le sorprendió comprobar lo endebles que eran aún. Per había heredado su físico. Alto y flaco, de espalda estrecha. Ninguna tabla de gimnasia podía remediar su constitución.

–Tienes que pensártelo, es sólo eso –continuó Frans, ya en un tono algo más suave–. Tienes que pensar antes de actuar. Utilizar las palabras en lugar de los puños. La violencia no es la primera herramienta a la que recurrir. Es la última –aseguró dándole un apretón extra a su nieto. Per se apoyó en su hombro un segundo, como hacía siempre cuando era pequeño. Luego recordó que lo que él quería era convertirse en un hombre, que ya no era pequeño. Pero que lo más importante del mundo, tanto entonces como ahora, era hacer que su abuelo se sintiera orgulloso. Per se irguió enseguida.

–Ya lo sé, abuelo. Es que me cabreé tanto cuando vi que intentaba colarse. Y es que eso es lo que hacen siempre, van colándose en todas partes, creen que son los dueños del mundo, que son los dueños de Suecia. Simplemente… me cabreó tanto.

–Lo sé –respondió Frans retirando el brazo de los hombros del chico y dándole una palmadita en la rodilla–. Pero piénsatelo antes de actuar, por favor. Si vas a parar a la cárcel, no tendrás ningún consuelo.