–¿Es que no va a acabar nunca esta guerra?
Elsy mordía el lápiz y reflexionaba sobre cómo continuar. ¿Cómo resumiría sus ideas sobre aquella guerra que a ellos no les importaba? Se sentía extraña escribiendo un diario. Ignoraba cómo se le había ocurrido la idea, pero sentía como si tuviera la necesidad de formular en palabras todos los pensamientos que su existencia, normal y, al mismo tiempo, extraña, llevaba consigo. Una parte de ella apenas recordaba los años previos a la guerra. Tenía trece años, pronto cumpliría catorce, y, cuando estalló la guerra, no pasaba de los nueve. Los primeros años no lo notaron mucho, excepto en la actitud tensa que observaba en los adultos. En el ansia con la que, de pronto, empezaron a seguir las noticias en el periódico y en la radio. En su postura cuando se sentaban con el oído pegado a la radio de la sala de estar, tensos, temerosos pero, al mismo tiempo, extrañamente exaltados. Lo que sucedía en el mundo era, pese a todo, emocionante, amenazador, pero emocionante. La vida transcurría, por lo demás, como siempre. Los barcos salían y volvían a casa. A veces con buena pesca. A veces no. En tierra trajinaban las mujeres con sus tareas, las mismas a las que se habían dedicado sus madres antes que ellas. Niños que traer al mundo, ropa que lavar y hogares que mantener limpios. Era un círculo que nunca veía su fin, pero la guerra amenazaba ahora con alterar la existencia y la realidad que conocían. Esa fue la tensión que sintió de niña. Y ahora casi tenían allí la guerra.
–¿Elsy? –La voz de su madre resonó desde la primera planta. Elsy se apresuró a cerrar el diario y lo guardó en el primer cajón del pequeño escritorio que tenía delante de la ventana. Sentada ante él había pasado muchas horas, haciendo los deberes, pero para ella ya se había terminado la escuela y, en realidad, había dejado de serle útil. Se levantó, se alisó el vestido y bajó a ver qué quería su madre.
–Elsy, ¿podrías ayudarme a traer agua? –Su madre parecía cansada y mustia. Habían pasado todo el verano en la pequeña habitación del sótano, mientras tenían la casa alquilada a los veraneantes. El alquiler incluía la limpieza, la cocina y el servicio a los inquilinos, y los de aquel verano habían sido muy exigentes. Un abogado de Gotemburgo con su esposa y tres hijos salvajes. Hilma, la madre de Elsy, se pasaba los días enteros corriendo de un lado a otro, lavando su ropa, preparándoles la comida para las salidas en barco y recogiendo la casa, sin dejar de atender a su propia familia.
–Siéntate un rato, mamá –le dijo Elsy con dulzura poniéndole la mano en el hombro con cierta vacilación. Su madre se estremeció ante ese contacto. No era habitual que se tocasen, pero después de un instante de duda, posó la mano sobre la de su hija y, agradecida, se dejó acomodar en la silla.
–Desde luego, ya era hora de que se marcharan. Jamás he visto gente tan exigente. «Hilma, ¿sería tan amable de…? Hilma, ¿no podría…? Dígame, Hilma, ¿le importaría…?» –dijo Hilma imitando sus voces, para enseguida llevarse asustada la mano a la boca: no era habitual ser tan irrespetuoso con la gente elegante. Uno tenía que saber cuál era su sitio.
–Comprendo que estés cansada. No ha sido fácil de sobrellevar. –Elsy vertió en un cazo el agua que les quedaba y lo puso en el fogón. Cuando empezó a hervir, echó el sucedáneo de café y sirvió dos tazas, una para Hilma y otra para ella.
–Iré por agua enseguida, mamá, pero primero nos tomamos un café.
–Eres una buena niña, Elsy. –Hilma dio un sorbo de aquel sustituto del café tan lamentable. En las grandes ocasiones, se tomaba el café en un platillo, con un terrón de azúcar entre los dientes. Pero ahora había que ahorrar azúcar y tampoco era lo mismo con el sucedáneo.
–¿Ha dicho papá cuándo vuelve? –Elsy bajó la vista. En aquellos tiempos de guerra, la pregunta tenía unas connotaciones muy distintas a las que solía. Ya nada era igual, desde que torpedearon el Öckerö y se hundió con dotación incluida. Desde entonces, un tono fatídico resonaba en cada despedida antes de la partida. Pero el trabajo debía continuar. Nadie tenía elección. Había que entregar los cargamentos y había que conseguir pesca. Esas eran las condiciones de su existencia, hubiese o no hubiese guerra. Y debían dar gracias a que habían permitido que continuase el tráfico de cargueros de menor tamaño entre Noruega y Suecia. Por otro lado, se consideraba más seguro que el tráfico en convoyes que navegaba fuera de la zona marcada. Así, los barcos de Fjällbacka podían seguir saliendo a pescar y, aunque las capturas eran muy inferiores a las de antes, compensaban con el transporte de viajeros a los puertos noruegos. Por lo general, el padre de Elsy traía hielo de Noruega y, si tenía suerte, le encargaban otro transporte para el viaje de vuelta a Suecia.
–Ay, cómo me gustaría… –Hilma guardó silencio, pero continuó al cabo de un instante–. Me gustaría que tuviese un poco más de cuidado…
–¿Quién, papá? –preguntó Elsy, aunque sabía perfectamente a quién se refería su madre.
–Sí… –respondió Hilma, haciendo una mueca al notar el sabor de la bebida–. En esta ocasión, trae consigo al hijo del médico y… Bueno, eso no puede acabar bien, es lo único que digo.
–Axel es valiente, hace lo que puede. Y yo creo que papá quiere ayudar en la medida de sus posibilidades.
–Pero ¿y el riesgo? –insistió Hilma meneando la cabeza–. El riesgo que corre llevando consigo a ese niño y a sus amigos… En fin, mi conclusión es que traerá la ruina a tu padre y a los demás.
–Hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para ayudar a los noruegos –repuso Elsy sin alterarse–. Imagínate que nos hubiese ocurrido a nosotros, ¿no habríamos necesitado su ayuda? Axel y sus camaradas hacen mucho bien.
–En fin, no hablemos más del tema. Y anda, ¿no decías que ibas por agua? –la voz de Hilma, que se levantó y se encaminó al fregadero para fregar las tazas, resonó irritada. Pero Elsy no se lo tomó a mal. Sabía que su enojo se debía a la preocupación.
Tras una última mirada a la espalda prematuramente encorvada de su madre, cogió la cubeta y fue a buscar agua al pozo.