Epílogo

Durante décadas el ático se ha utilizado como almacén, repleto de cajas, viejas sillas y antiguos materiales impresos. El edificio alberga una editorial, y el olor del papel y la tinta ha impregnado las paredes y los suelos. Para quienes son aficionados a ese tipo de cosas, es agradable.

Es 1993; la renovación llevó meses, pero finalmente se ha completado. El desorden desapareció, la pared que alguien, en algún momento, levantó para dividir un ático fue derrumbada. Por primera vez en cincuenta años, el ático de la casa victoriana de Herbert Billing, en Notting Hill, tiene un nuevo ocupante.

Se oye un golpe en la puerta, una joven salta del alféizar de la ventana. Es especialmente amplio, perfecto para encaramarse allí, tal como ella ha hecho. Le atrae esa ventana. El apartamento mira al sur, de modo que siempre hay sol, sobre todo en julio. Le gusta mirar a la calle, más allá del jardín, y alimentar a los gorriones que han comenzado a visitarla en busca de migajas. Le maravillan las oscuras manchas del alféizar, que parecen de cerezas, y se niegan a ocultarse bajo la flamante capa de pintura.

Edie Burchill abre la puerta. Con asombro y alegría ve a su madre. Meredith le entrega una rama de madreselva y dice:

—Crecía en una valla y no he podido resistir la tentación de traerla. Nada alegra tanto una habitación como la madreselva, ¿verdad? ¿Tienes un jarrón?

Edie todavía no tiene un jarrón, pero a cambio tiene una idea. Un frasco de cristal, de esos que en otro tiempo se usaban como envases de mermelada, apareció durante las reformas y está junto al lavabo. Lo llena de agua, coloca la rama de madreselva y lo lleva al alféizar, donde todavía llega la luz del sol.

—¿Dónde está papá? ¿Hoy no ha venido contigo?

—Ha descubierto a Dickens: Casa desolada.

—Vaya, muy bien —dice Edie—. Me temo que esta vez lo has perdido.

Meredith saca de su bolso un montón de papeles y los agita a la altura de la cabeza.

—¡Lo has terminado! —exclama Edie, aplaudiendo.

—Así es.

—Y este es mi ejemplar.

—Especialmente encuadernado para ti.

Edie sonríe y toma el manuscrito.

—¡Enhorabuena! ¡Qué proeza!

—Pensaba esperar hasta nuestra reunión de mañana —explica Meredith, ruborizada—, pero no he podido contenerme, quería que fueras la primera lectora.

—Tal como debe ser. ¿A qué hora empieza tu clase?

—A las tres.

—Te acompañaré. Luego seguiré para visitar a Theo.

Edie abre la puerta, la sostiene para que su madre pase. Está a punto de seguirla, pero de pronto recuerda algo. Más tarde se reunirá con Adam Gilbert para celebrar con una copa la nueva edición de El Hombre de Barro que acaba de lanzar Pippin Books; ha prometido enseñarle su ejemplar de la primera edición de Jane Eyre, un regalo de Herbert cuando ella aceptó hacerse cargo de Billing & Brown.

Regresa presurosa y, por una fracción de segundo, ve dos siluetas en el alféizar. Un hombre y una mujer, muy juntos. Sus frentes parecen tocarse. Cuando parpadea, desaparecen. Solo queda allí la luz que derrama un rayo de sol.

No es la primera vez que le sucede. De vez en cuando, aparecen en su visión periférica. Sabe que es solo el reflejo del sol en las paredes blancas, pero Edie es fantasiosa y se permite imaginar que allí hay algo más. Que hubo una vez una pareja feliz que vivía en ese apartamento que ahora es suyo. Que ellos dejaron esas manchas de cereza en el alféizar. Que su felicidad impregnó las paredes.

Todas las visitas dicen lo mismo: que en esa habitación hay una sensación grata. Es verdad, Edie no puede explicarlo, pero en ese ático se percibe algo bueno, es un lugar feliz.

—¿Vienes, Edie?

Meredith asoma la cabeza en el hueco de la puerta. No quiere llegar tarde al taller de escritura del que tanto disfruta.

—Ya voy —responde Edie, y recoge el ejemplar de Jane Eyre. Se mira en el espejo que está sobre el lavabo de porcelana y se apresura a seguir a su madre.

La puerta se cierra tras ella. En la cálida quietud del ático, los espectrales amantes se quedan a solas una vez más.

— FIN