3

Juniper se despertó sobresaltada, con un palpitante dolor de cabeza, la boca pastosa, producto del sueño inducido, y sequedad en los ojos. Se preguntó dónde estaba. En la oscuridad de la noche desde algún lugar llegaba una luz tenue. Al parpadear distinguió el techo; sus características, sus vigas eran familiares, pero, aun así, aquello no concordaba. ¿Qué había sucedido?

Algo, sin duda. Lo sentía, pero ¿qué era?

«No puedo recordar».

Lentamente giró la cabeza; las caóticas e inexplicables imágenes que contenía se derrumbaron. Buscó claves en el espacio que la rodeaba; solo vio una sábana vacía; más allá, un estante desordenado, un minúsculo haz de luz que se filtraba por la puerta entreabierta.

Conocía el sitio. Era el ático de Milderhurst. Había despertado en su propia cama. Antes de marcharse, ese ático era un lugar soleado, muy distinto.

«No puedo recordar».

Estaba sola. La idea apareció con toda nitidez, como si la leyera en letra impresa, la ausencia era una dolorosa herida. Deseaba que alguien estuviera a su lado. Un hombre. Había esperado a un hombre.

Tuvo un extraño presentimiento. Era normal que no recordara lo sucedido durante uno de sus episodios, pero había algo más. Recorría a tientas el oscuro armario de su mente; no podía comprender qué sucedía y, sin embargo, tenía la pavorosa certeza de que su ser albergaba una atrocidad.

«No puedo recordar».

Cerró los ojos, se esforzó por escuchar, por descubrir algún indicio útil. No se oía el bullicio de Londres, los autobuses, la gente en la calle, los murmullos que llegaban desde otros apartamentos. Pero las venas de la casa crujían, las piedras suspiraban y se oía otro ruido persistente: la lluvia; sobre el tejado caía una lluvia ligera.

Abrió los ojos. Recordó la lluvia.

Recordó que el autobús se detuvo.

Recordó la sangre.

Juniper se incorporó súbitamente. Trató de concentrarse en ese recuerdo, ese pequeño resplandor, de comprender por qué le dolía la cabeza. Recordaba la sangre, pero ¿de quién era?

El terror se expandía.

De pronto, el ático se volvió asfixiante; caluroso, húmedo, denso. Necesitaba aire.

Apoyó los pies en el suelo de madera. Vio una cantidad de objetos, sus cosas diseminadas por todas partes, pero no les dio importancia. Alguien había intentado abrir un camino en medio del caos.

Se puso de pie. Recordó la sangre.

¿Por qué motivo en aquel momento miró sus manos? En cualquier caso, al verlas se estremeció. Se apresuró a frotárselas en la blusa y el gesto, conocido, le erizó la piel. Levantó las palmas de las manos y se las acercó a la cara para examinarlas, pero no había señales, solo eran sombras.

Desconcertada, aliviada, se dirigió con paso vacilante hacia la ventana. Descorrió la pesada cortina y abrió. Una brisa ligera y fresca le rozó las mejillas.

Aunque no había luna ni estrellas, no necesitaba luz para saber qué había allí abajo. Percibía el universo de Milderhurst, animales invisibles temblaban entre los matorrales, el arroyo Roving zumbaba entre los árboles, desde lejos llegaba el lamento de un pájaro. ¿Adónde iban los pájaros cuando llovía?

Había algo más, justo allí abajo. Una luz, un farol que colgaba de un palo. Bajo la lluvia, alguien se afanaba en el cementerio de las mascotas.

Percy.

Tenía una pala.

Estaba cavando.

Junto a ella, un bulto grande e inerte.

Percy se apartó. Juniper miró con atención. Sus ojos dispararon un mensaje a su cerebro asediado y en el oscuro armario de su mente se encendió una luz. Por un instante vio con claridad la atrocidad que se ocultaba allí. La maldad que había sentido incluso sin verla, que le había causado pavor. La vio, pudo nombrarla y el espanto corrió por su cuerpo.

«Eres igual que yo», había dicho su padre antes de confesar su repulsiva historia.

El circuito se cortó. La luz se apagó.

* * *

Malditas manos.

Percy recuperó el cigarrillo que había caído en el suelo de la cocina, lo colocó entre sus labios y encendió la cerilla. Confiaba en que ese hábito le devolviera la compostura, pero había sido demasiado optimista. Le temblaban las manos como hojas sacudidas por el viento. La llama se apagó, lo intentó otra vez. Se concentró, trató de mover las manos con firmeza, de acercar poco a poco la maldita cerilla encendida hasta que tocara el extremo de su cigarro. Una mancha oscura en la parte interna de la muñeca le llamó la atención. Dejó caer la caja de cerillas, la llama se apagó.

Las cerillas se desperdigaron sobre las baldosas. Se arrodilló para recogerlas. Una tras otra, las puso de nuevo en la caja, con parsimonia. Esa sencilla tarea la consoló, envolviéndola como una capa.

En su muñeca había barro, solo eso. Una marca que había pasado por alto cuando llegó al fregadero y se lavó las manos, la cara, los brazos, frotándolos hasta hacer sangrar la piel. Con el pulgar y el índice, Percy sostenía una cerilla. Trató de ver algo más allá, sin resultado; la dejó caer al suelo.

Aquel hombre pesaba mucho.

Había cargado otros cuerpos, ella y Dot habían rescatado a personas de casas bombardeadas, las habían llevado a la ambulancia y las habían descargado al llegar a su destino. Sabía que los muertos pesaban más que las personas que habían dejado atrás. Pero esta vez había sido diferente. Ese hombre pesaba mucho.

Supo que estaba muerto tan pronto como lo sacó del foso. No pudo determinar la causa: el golpe o la profundidad del agua embarrada. Pero, con toda certeza, estaba muerto. De todos modos, intentó reanimarlo, más por la conmoción que le produjo que por albergar esperanzas de éxito. Aplicó todas las técnicas que había aprendido cuando conducía la ambulancia. Agradeció que lloviera, las gotas podrían disimular las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.

Esa cara.

Percy cerró los ojos, los apretó, pero aun así la veía, supo que jamás podría borrar esa imagen.

Apoyó la frente en la rodilla. Ese firme contacto fue un alivio. La solidez de la rótula brindó serenidad a su mente inestable, casi como el contacto con otra persona más tranquila, más anciana, sabia y apta para la tarea que tenía por delante.

Porque así era, aún debía hacer otras cosas. Debía escribir una carta para informar a su familia, pese a que no sabía qué decir. No podía contar la verdad, era demasiado. Fugazmente había pasado por su cabeza la posibilidad de hacer las cosas de otra manera, de telefonear al inspector Watkins y dejar aquel problema en sus manos, pero no lo hizo. ¿Cómo habría podido explicar que no había sido culpa de Saffy? Debía escribir esa carta y no tenía talento para la ficción, pero la necesidad aprieta. En algún momento surgiría la idea.

Un ruido la sobresaltó. Alguien bajaba por la escalera.

Se recompuso, se pasó la palma de la mano por las mejillas húmedas. Estaba enfadada consigo misma, con él, con el mundo. Con todo salvo con su hermana gemela.

—La he llevado a la cama —dijo Saffy al entrar en la cocina—. Tenías razón, se había despertado, la vi terriblemente… Perce, ¿dónde estás?

—Aquí —dijo su hermana con un nudo en la garganta.

La cabeza de Saffy apareció al otro extremo de la mesa.

—¿Qué haces en el suelo? Por Dios, déjame ayudarte.

Cuando su hermana gemela se agachó junto a ella y comenzó a recoger las cerillas para guardarlas otra vez en la caja, Percy se ocultó detrás de su cigarro apagado.

—¿Duerme? —preguntó.

—Ahora sí, se había levantado. Es evidente que las píldoras no son tan potentes como pensábamos. Le he dado otra.

Percy frotó el barro de su muñeca y asintió.

—Estaba muy alterada, la pobre. Me esforcé por tranquilizarla, por decirle que todo se solucionaría, que su novio se habría retrasado y llegaría mañana. Es solo eso, ¿verdad, Perce? ¿Qué te ocurre? ¿Por qué tienes esa cara? —Percy sacudió la cabeza—. Me asustas.

—Vendrá, estoy segura —confirmó Percy, aferrando el brazo de su hermana—, tienes razón, debemos ser pacientes.

Saffy se tranquilizó. Señaló con la cabeza el cigarrillo que Percy aún tenía en la mano y le entregó la caja llena de cerillas.

—Aquí tienes, las necesitarás si tienes previsto fumar —dijo, antes de ponerse de pie y alisarse el vestido verde, demasiado ajustado. Percy controló el deseo de hacerlo jirones, de llorar, gemir y desgarrar—. Es verdad, solo debemos tener paciencia. Por la mañana Juniper se sentirá mejor, como suele suceder, ¿verdad? Entretanto, creo que debería recoger la mesa.

—Sería muy oportuno.

—Por supuesto, nada hay tan triste como una mesa puesta para una ocasión festiva que nunca se materializó. ¡Por Dios! —exclamó al llegar a la puerta, cuando vio el desorden de la cocina—. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—He sido un tanto descuidada.

—Vaya, esto parece mermelada —dijo Saffy al acercarse—, un frasco entero, qué pena.

Percy lo había encontrado junto a la puerta de entrada, cuando regresaba cargando con la pala. Para entonces la tormenta se había calmado, el cielo comenzaba a despejarse y algunas estrellas inquietas habían aparecido en el cielo nocturno. Primero había visto su macuto y luego el frasco, a su lado.

—Si tienes hambre puedo traerte un poco de conejo —ofreció Saffy, recogiendo los trozos de cristal.

—No tengo hambre.

Al entrar en la cocina, Percy se había sentado a la mesa, donde había depositado la mermelada y el macuto. Los observó largamente, y al cabo de una eternidad el mensaje del cerebro llegó a su mano: debía abrir el macuto para saber a quién pertenecía. Debía asegurarse de que el hombre que había sepultado era su dueño. Con los dedos temblorosos y el corazón agitado como la cola de un perro mojado, tendió la mano. Involuntariamente derribó el frasco, que cayó al suelo. Un auténtico desperdicio.

El contenido del macuto era escaso: una muda de ropa interior, una cartera con muy poco dinero, sin ninguna dirección, un cuaderno con la cubierta de piel. Dentro de aquel cuaderno descubrió las cartas. Una de Juniper, que no se atrevió a abrir. Otra de un hombre llamado Theo, su hermano, según descubrió.

Percy la leyó. Se sumergió en el horror de leer una carta que pertenecía a un muerto, de saber más de lo que habría deseado sobre su familia: la madre viuda, las hermanas y sus hijos, aquel hermano simplón por quien sentía especial afecto. Se obligó a leer cada palabra dos veces, creyendo vagamente que de esa manera cumplía un castigo reparador. Una idea estúpida. No había manera de atenuar lo ocurrido. Excepto, tal vez, por medio de la sinceridad.

Pero ¿podía acaso escribirles para contar la verdad? ¿Tenía alguna posibilidad de hacer que entendieran cómo había sucedido, que fue un accidente, un terrible accidente, que de ninguna manera había sido responsabilidad de Saffy? La pobre Saffy era una persona absolutamente incapaz de desear o hacer mal a otros. También ella había sido desgraciada. Pese a sus fantasías, a los hermosos sueños de abandonar el castillo para establecerse en Londres —ella creía que Percy lo ignoraba—, desde su primer ataque de histeria, en el teatro, nunca fue capaz de salir de Milderhurst. El culpable de la muerte de ese joven era su padre, Raymond Blythe.

No podía esperar que alguien comprendiera los hechos desde esa perspectiva. Ellos ignoraban lo que acechaba en las sombras de aquel libro. Percy sintió una profunda amargura al pensar en el repulsivo legado de El Hombre de Barro. Lo sucedido esa noche, el daño que la pobre Saffy había causado sin proponérselo, era el resultado de lo que él había hecho. Cuando eran niñas, solía leerles a Milton: «El mal se volverá contra sí mismo». Y Milton estaba en lo cierto, ellas pagaban por la maldad de su padre.

No, la sinceridad no era una alternativa. Escribiría una nota a su familia, a la dirección que había encontrado en el macuto, Henshaw Street, Londres, contando otra historia. Debía destruir sus pertenencias, o al menos ocultarlas. El archivo sería el lugar más indicado. Era una sentimental, podía sepultar a un hombre, pero no era capaz de desprenderse de sus objetos personales. Percy tendría que cargar con la verdad, y con su negación. Más allá de sus faltas, en algo tenía razón su padre: a ella le correspondía la responsabilidad de cuidar de los demás. Y se aseguraría de que las tres permanecieran juntas.

—¿Subes, Perce? —preguntó Saffy después de limpiar el suelo.

—Todavía tengo que ocuparme de algunas cosas, la linterna necesita pilas nuevas…

—Le llevaré esta jarra de agua a Juniper, la pobrecita está sedienta. ¿Pasarás a verla?

—La veré cuando suba.

—No tardes mucho, Perce.

—No lo haré, estaré contigo enseguida.

Saffy vaciló al pie de la escalera, se volvió hacia Percy y sonrió, algo nerviosa.

—Las tres juntas. No es poco, ¿verdad? Nosotras tres juntas, otra vez.

* * *

Saffy pasó el resto de la noche en el sillón de la habitación de Juniper. Aunque se había echado una manta sobre las rodillas, sintió frío, y al cabo de un rato su cuello estaba rígido. Sin embargo, no tuvo el impulso de ir a su dormitorio y dormir en su cama abrigada. Su hermana la necesitaba y Saffy pensaba que los momentos dedicados a cuidar de ella habían sido los más felices de su vida. Habría deseado tener hijos, lo habría disfrutado.

Juniper se movió. Saffy se puso de pie de inmediato, acarició la frente húmeda de su hermana y se preguntó qué brumas y demonios rondaban en su interior.

La sangre en su blusa.

Era un motivo de preocupación, pero Saffy se negó a pensar en ello. No era el momento oportuno. Percy lo solucionaría. Gracias a Dios, podían contar con que Percy siempre supiera qué hacer.

Juniper se había serenado, respiraba profundamente. Saffy se sentó. Después de la tensión de aquel día, le dolían las piernas y se sentía extrañamente cansada. No obstante, no quería dormir, aquella noche había tenido sueños muy raros. No habría debido tomar esa píldora de su padre. Había soñado algo espantoso cuando se durmió en el salón. Lo mismo que soñaba desde que era niña, pero esta vez había sido muy vívido. Era consecuencia de la píldora, por supuesto, del whisky, de los nervios, de la tormenta. Se había convertido de nuevo en una niña, sola en el ático. En su sueño, algo la despertaba, un ruido en la ventana, y se acercaba para echar un vistazo. El hombre aferrado a las piedras estaba tan oscuro como el lacre, como si el fuego lo hubiera abrasado. El resplandor de un rayo le permitió ver su rostro. El agraciado, apuesto joven que se ocultaba bajo la máscara malvada del Hombre de Barro. La miró sorprendido, sus labios insinuaron una sonrisa. Era tal como lo había soñado cuando era niña, tal como su padre lo había descrito. El don del Hombre de Barro era su rostro. Ella cogió algo, no podía recordar qué era, y lo arrojó con fuerza sobre su cabeza. El joven abrió los ojos, incrédulo, y luego se deslizó por la piedra hasta que cayó en el foso de donde había salido.