Tom había traído flores de Londres, un ramillete de orquídeas. No había sido fácil conseguirlas, eran endemoniadamente caras y al llegar la noche comenzó a lamentar su decisión. Parecían mustias y se preguntó si las hermanas de Juniper serían tan indiferentes como ella a las flores que vendían las tiendas. Había traído también la mermelada de su cumpleaños. Estaba nervioso.
Miró su reloj y decidió no volver a hacerlo. Iba muy retrasado. No era culpa suya, el tren se había detenido, había tenido que buscar otro autobús y el único que se dirigía al este salía de un pueblo cercano, de modo que tuvo que atravesar varios kilómetros de campo y, al llegar, le informaron de que aquella tarde estaba fuera de servicio. Tres horas más tarde otro autobús llegó para reemplazarlo, cuando se disponía a partir a pie, con la esperanza de hacer autoestop en el camino.
Llevaba su uniforme. Al cabo de unos días regresaría al frente y además se había acostumbrado a él. Pero la tensión hacía que la chaqueta se pegara a sus hombros de una manera extraña. También lucía su medalla, la que había recibido por su actuación en el canal del Escalda. Le producía una sensación dudosa; no podía olvidar a los muchachos muertos mientras trataban de huir de aquel infierno, pero para su madre, por ejemplo, era importante y, considerando que era su presentación ante la familia de Juniper, parecía lo más apropiado.
Deseaba caerles en gracia para que todo resultara bien. Más que en sí mismo, pensaba en ella. Su ambivalencia lo confundía. Solía hablar de sus hermanas, de su niñez, y siempre lo hacía con cariño. Al oírla, y al evocar su propia impresión del castillo, Tom había vislumbrado un ambiente idílico, una fantasía campestre. Más aún, una especie de cuento de hadas. Y a pesar de todo, durante mucho tiempo ella se negó a que él lo visitara y adoptó una actitud recelosa cuando le insinuó esa posibilidad.
Luego, solo dos semanas antes, con su característica inmediatez, Juniper había cambiado de idea. Tom no podía creer todavía que hubiera aceptado su propuesta de forma tan imprevista, cuando anunció que debían visitar a sus hermanas para darles la noticia. Por supuesto, debían hacerlo. De modo que allí estaba. Supo que se acercaba al castillo porque el autobús ya se había detenido muchas veces y quedaban muy pocos pasajeros. La capa de nubes blancas que cubría el cielo cuando salió desde Londres se volvió más oscura a medida que se aproximaba a Kent. En aquel momento llovía a mares y el rumor de los limpiaparabrisas lo habría arrullado si los nervios se lo hubieran permitido.
—¿Regresa a casa?
En la oscuridad, Tom buscó a la persona a quien pertenecía esa voz. Vio a una mujer sentada al otro lado del pasillo, de unos cincuenta años —era difícil saberlo con certeza—, un rostro bastante agradable. Su madre habría podido tener ese aspecto si su vida hubiera sido más fácil.
—Voy a visitar a una amiga —respondió—, vive en Tenterden Road.
—Vaya, una novia, supongo —dijo la mujer con una sonrisa cómplice.
Tom sonrió; era verdad. Luego dejó de sonreír, porque a la vez no lo era. Una novia era la chica que un hombre conocía entre dos misiones militares, la hermosa muchacha que seduce con sus mohines, sus piernas y sus vanas promesas de enviar cartas al campo de batalla; la joven aficionada a la ginebra, a bailar y a las caricias de madrugada.
Juniper Blythe no era ninguna de esas cosas. Ella se convertiría en su esposa. Pero Tom sabía, aunque se aferraba a valores absolutos, que jamás le pertenecería. Keats había conocido mujeres como Juniper. Su dama de las praderas, la hermosa hija de las hadas con el cabello largo, los pies ligeros y los ojos cautivadores, bien habría podido ser Juniper Blythe.
La mujer del autobús aún esperaba confirmación.
—Mi prometida —dijo Tom, disfrutando esa palabra cargada de solidez, aun cuando no fuera adecuada.
—Qué maravilla. Es bueno oír historias felices en una época como esta. ¿Se conocieron aquí?
—En realidad fue en Londres donde nos conocimos.
—Londres —repitió su compañera de viaje, sonriendo con simpatía—. A veces voy a visitar a una amiga. La última vez, cuando bajé en Charing Cross… —la mujer sacudió la cabeza—, es terrible lo que le ha sucedido a la valerosa ciudad. ¿Su familia ha sufrido algún daño?
—Hemos sido afortunados, hasta ahora.
—¿Le ha llevado mucho tiempo llegar hasta aquí?
—He salido a las nueve y doce minutos. Desde entonces he vivido un vodevil.
La mujer sacudió la cabeza de nuevo.
—Las sucesivas interrupciones, los trenes repletos, los controles de identificación. Pero ya está aquí, casi al final del viaje. Espero que haya traído su paraguas.
No era así, pero asintió y sonrió. Luego se concentró de nuevo en sus pensamientos.
* * *
Saffy llevó su diario al salón principal. Era el único donde se había encendido el fuego aquella noche y, pese a todo, su delicada decoración aún le proporcionaba cierto placer. No le agradaba sentirse encerrada, de modo que evitó los sillones y prefirió la mesa. Apartó la vajilla de uno de los sitios con sumo cuidado, para no alterar la disposición de los tres restantes. Sabía que era una locura, pero una minúscula parte de su ser aún albergaba la esperanza de que pudieran cenar los cuatro juntos.
Se sirvió otro whisky. Luego se sentó y abrió su cuaderno en la última página escrita. La leyó, volvió a familiarizarse con la trágica historia de amor de Adele. Suspiró cuando el mundo secreto de su libro le tendió los brazos para darle la bienvenida.
El estrépito de un trueno la sobresaltó y le recordó que se había propuesto revisar la escena donde William rompe su compromiso con Adele.
La pobre y querida Adele. Sin duda, su mundo debía hacerse añicos durante una tormenta, cuando parecía que el cielo mismo estaba a punto de desplomarse. Era lo correcto. Todos los momentos trágicos de la vida debían contar con el énfasis de los elementos.
Sin embargo, no había sido durante una tormenta cuando Matthew había roto su compromiso con Saffy. Estaban en el sillón, junto a la ventana de doble hoja de la biblioteca. Un rayo de sol caía sobre su regazo. Doce meses habían pasado desde el horroroso viaje a Londres, el estreno de la obra, el teatro a oscuras, la repulsiva criatura que surgía del foso, trepaba por el muro y bramaba de dolor. Saffy acababa de servir el té a Matthew cuando él habló.
—Creo que lo mejor sería que nos dejáramos en libertad.
—¿En libertad? —preguntó ella, parpadeando—. ¿Ya no me amas?
—Siempre te amaré, Saffy.
—Entonces, ¿por qué? —Para recibir a Matthew, Saffy se había puesto el vestido azul zafiro. Era el mejor de sus vestidos, el que había llevado en Londres. Quería que él la admirara, que la codiciara, que la deseara como aquel día junto al lago. Se sintió estúpida—. ¿Por qué? —dijo otra vez, disgustada por la debilidad de su voz.
—No podemos casarnos. Lo sabes tan bien como yo. No podemos ser marido y mujer si te niegas a abandonar este lugar.
—No me niego en modo alguno; anhelo marcharme.
—Entonces, ven conmigo, ya.
—No puedo, te lo dije.
El rostro de Matthew se endureció.
—Sí puedes. Si me amaras, lo harías. Subirías a mi coche y nos alejaríamos de este lugar repugnante y mohoso. Ven, Saffy —imploró, dejando atrás cualquier rastro de resentimiento. Con el sombrero señaló el lugar donde se encontraba su coche—, huyamos en este instante, los dos juntos.
Ella habría deseado decir otra vez «No puedo», rogarle que la entendiera, que fuera paciente, que la esperara. Pero no lo hizo. En un instante de fugaz claridad supo que nada de lo que pudiera decir o hacer serviría para que él comprendiera: el pánico que la invadiría si trataba de abandonar el castillo; el miedo oscuro e irracional que le clavaba las garras, la envolvía entre sus alas y le oprimía los pulmones, le nublaba la visión, la mantenía prisionera en ese lugar sombrío y helado, tan débil e indefensa como una niña.
—Ven —repitió él, tomando su mano.
Lo dijo con tanta ternura que, sentada en el salón principal del castillo dieciséis años después, Saffy sentía el eco de su voz, que le bajaba por la columna y se instalaba cálidamente bajo la falda.
Ella había sonreído, involuntariamente, aun sabiendo que se encontraba al borde de un precipicio, que aguas profundas se arremolinaban debajo: el hombre a quien amaba le pedía que le permitiera salvarla, ignorando que ella no podía ser salvada, que su adversario era mucho más fuerte que él.
—Tenías razón —dijo ella, apartándose del precipicio, alejándose de él—. Lo mejor será que nos dejemos en libertad.
Nunca volvió a ver a Matthew, ni a su prima Emily, que había acechado entre bambalinas, esperando su oportunidad, siempre codiciando lo que Saffy quería.
* * *
Un tronco. Solo una rama a la deriva, arrastrada por la corriente que crecía a toda velocidad. Percy la apartó del camino, maldiciendo porque era pesada, porque la rama le desgarraba el hombro, y se preguntó si el hecho de continuar la búsqueda era motivo de alivio o de alarma. Estaba a punto de seguir sendero abajo cuando algo la detuvo. Una extraña sensación, que no era exactamente un presentimiento, sino uno de esos raros fenómenos entre gemelos. Un súbito recelo. Se preguntó si Saffy habría seguido su consejo y habría encontrado en qué ocuparse.
Bajo la lluvia, indecisa, miró hacia el camino, colina abajo, y luego hacia el castillo a oscuras.
Aunque no completamente a oscuras.
Una luz, pequeña pero potente, brillaba a través de una ventana. En el salón principal.
El maldito postigo. Habría debido ajustarlo correctamente. El postigo la obligó a tomar una decisión. Esa noche lo menos indicado era atraer la atención del señor Potts y su pelotón de guardia.
Después de echar un último vistazo a Tenterden Road, dio media vuelta y se dirigió al castillo.
* * *
El autobús se detuvo junto al camino. Tom bajó. Llovía copiosamente, y las orquídeas perdieron de inmediato su valerosa apuesta por la vida. Caviló unos segundos: tal vez esas flores mustias causaran peor impresión que presentarse sin ellas. Las arrojó a la zanja. Un buen soldado sabía cuándo debía emprender la retirada. Al fin y al cabo, también llevaba la mermelada.
En medio de la densa atmósfera de esa noche tormentosa distinguió un portón de hierro y lo abrió. Oyó el chirrido, y al atravesarlo levantó la cabeza para mirar el cielo completamente negro. Cerró los ojos y dejó que la lluvia se deslizara por sus mejillas. Sin impermeable ni paraguas, no tenía más alternativa que rendirse. Llegaba tarde y empapado, pero estaba allí.
Cerró la verja, se echó al hombro el macuto y comenzó a subir por el sendero, francamente oscuro. En el campo el apagón parecía más riguroso que en Londres y, dado que a causa de la tormenta no brillaba una sola estrella, tuvo la sensación de caminar sobre alquitrán. A su derecha se distinguía una masa imponente y aún más oscura, dedujo que era el bosque Cardarker. El viento arreciaba y las copas de los árboles hacían rechinar los dientes. Tom se estremeció y apartó la mirada, pensó en Juniper, que lo esperaba en el castillo abrigado y seco.
Sus pies empapados avanzaron, un paso tras otro. Rodeó una curva, cruzó un puente debajo del cual el agua corría veloz, y siguió adelante por el sinuoso sendero.
La magnificencia de un rayo lo maravilló. Por unos instantes una luz plateada alumbró el mundo que lo rodeaba —una gran maraña de árboles, un pálido castillo de piedra en lo alto de la colina, el sendero serpenteante que se abría entre los campos temblorosos—, luego todo volvió a teñirse de negro. Las huellas de la imagen iluminada perduraron, como el negativo de una fotografía, y entonces descubrió que no estaba solo bajo la lluvia, en medio de la oscuridad. Más adelante una figura delgada pero masculina remontaba el sendero.
Tom se preguntó inútilmente quién podría andar por allí en una noche tan desapacible. Tal vez fuera otro invitado, que al igual que él se había retrasado a causa de la lluvia. La idea lo animó, le pareció conveniente que llegaran juntos, y pensó en llamarlo, pero el rugido de un trueno lo disuadió. Aceleró el paso con la mirada fija en la vaga silueta del castillo.
A medida que se acercaba, los contornos se volvían más definidos. Fue un alivio en medio de aquella oscuridad. Frunció el ceño, parpadeó, y comprobó que no era producto de su imaginación. En lo alto, a través de una rendija en el muro de la fortaleza, brillaba una pequeña luz dorada. Tal vez Juniper lo esperaba, como una de aquellas sirenas de los cuentos, sosteniendo un farol para guiar a su amante en la tormenta. Lleno de ardiente decisión, se dirigió hacia ella.
* * *
Mientras Percy y Tom continúan su marcha bajo la lluvia, dentro de Milderhurst Castle reina la quietud. En el ático, Juniper sigue inmersa en un profundo sueño. En el salón principal, su hermana Saffy, cansada de escribir, se tiende en el diván y dormita. Detrás, el fuego arde en la chimenea. Ante ella una puerta se abre y deja a la vista un picnic junto al lago. Un perfecto día a finales del verano de 1922, más caluroso de lo previsto, con un cielo tan azul como un cristal veneciano. Después de nadar, unas personas, sentadas sobre mantas, beben de las copas y comen deliciosos sándwiches.
Algunos jóvenes se apartan del grupo. La durmiente Saffy los sigue, observa en particular a la joven pareja, el joven llamado Matthew y una bella muchacha de dieciséis años llamada Seraphina. Se conocen desde niños; él es amigo de sus exóticas primas del norte y por ese motivo su padre lo admite entre los invitados. A lo largo de los años han corrido por los campos, han pescado varias generaciones de truchas en el arroyo, han visto maravillados los fuegos artificiales de la fiesta de la cosecha. Sin embargo, algo ha cambiado entre ellos. En esta ocasión, ella se siente torpe cuando intenta hablarle; cuando descubre que él la observa con fervor, se ruborizan sus mejillas. Apenas han cruzado unas palabras desde que Matthew llegó.
El grupo decide detenerse. Bajo los árboles las mantas se despliegan con extravagante negligencia. Aparece un ukelele, junto con los cigarrillos y las bromas. Él y ella permanecen al margen. No hablan, no se miran. Se sientan, fingen mirar los pájaros, las aves, el sol que juega con el follaje, aunque no pueden pensar más que en los escasos centímetros que separan la rodilla de ella del muslo de él, en la corriente eléctrica que llena ese espacio. El viento susurra, las hojas se balancean, canta un estornino.
Ella ahoga un gemido. Se cubre la boca para que nadie lo advierta.
Las yemas de los dedos de él rozan el borde de su mano con suma delicadeza, no lo habría sentido si su atención no siguiera fija, con matemática precisión, en la distancia que los separa, en esa proximidad que la deja sin aliento. En ese instante, la soñadora se funde con aquella joven. Ya no observa desde fuera a los amantes. Se sienta en la manta con las piernas cruzadas, extiende el brazo hacia atrás, siente los latidos de su corazón con la alegría y la esperanza inmaculada de la juventud.
Saffy no se atreve a mirar a Matthew. Echa un rápido vistazo al grupo, se asombra porque nadie advierte lo que sucede: el péndulo del mundo ha cambiado de posición, todo es diferente aunque parezca inalterado.
Entonces baja la vista, recorre el brazo, la muñeca y la mano que se apoya en el suelo. Allí están. Los dedos de él, esa piel en la suya.
Trata de reunir valor para levantar la vista, para cruzar el puente que él ha tendido entre ambos y permitir que sus ojos completen el trayecto, a través de su mano, su muñeca y su brazo, hasta el lugar donde sabe que sus ojos esperan encontrarla, cuando algo atrae su atención. Una sombra en la colina, detrás de ellos.
Su padre, siempre protector, la ha seguido y la observa desde lo alto. Ella percibe su mirada, sabe que la observa; sabe también que ha visto los dedos de Matthew sobre los suyos. Mira hacia abajo, sus mejillas arden, algo pesa en su vientre. Aunque no comprende por qué, la expresión de su padre, su presencia en la colina definen con claridad sus sentimientos. Descubre que su amor por Matthew —porque, sin duda, lo que siente es amor— es extrañamente similar a la pasión por su padre. El deseo de ser valorada, cautivada, la feroz necesidad de que la consideren ingeniosa, inteligente.
* * *
Saffy se había dormido rápidamente en el diván, junto al fuego, con un vaso vacío en la falda y una leve sonrisa en los labios. Percy suspiró aliviada. El postigo se había soltado, no había indicio del motivo que había causado la amnesia de Juniper, pero al menos en el plano doméstico todo estaba en calma.
Saltó desde las piedras del alféizar y trató de afirmarse en el terreno encharcado del antiguo foso; el agua le llegaba a los tobillos. Tal como había pensado, necesitaría las herramientas adecuadas para reparar definitivamente el postigo.
Percy siguió por el lateral del castillo en dirección a la puerta de la cocina. Al entrar, el contraste fue asombroso. La cocina abrigada y seca, el vapor de la comida, el zumbido de la luz eléctrica formaban un agradable cuadro hogareño. Sintió deseos de quitarse la ropa empapada, las botas de goma y los calcetines sucios y acurrucarse en la estera, junto al horno; de dejar todo tal como estaba; de dormir con la certeza infantil de que alguien se ocuparía de hacer lo que fuera necesario.
Sonrió, aferró por la cola esas ideas serpenteantes y las arrojó lejos. No había tiempo para fantasear ni para acurrucarse en la cocina. El agua chorreaba por su cara, parpadeó y buscó la caja de herramientas. Por el momento pondría unos clavos para cerrar el postigo; el trabajo concienzudo se haría a la luz del día.
* * *
El sueño de Saffy se entrelaza como una cinta: el lugar, el tiempo han cambiado, pero la imagen central es la misma, como el contorno que forma la retina cuando cerramos los ojos frente al sol.
Su padre.
Saffy es más pequeña ahora, una niña de doce años. Sube un tramo de escalera, encerrada entre muros de piedra, mira por encima del hombro porque su padre le ha dicho que, si la descubren, las enfermeras le impedirán visitarlo. Es 1917, la guerra continúa. Su padre estuvo lejos, pero ha regresado del frente y también —tal como han dicho infinidad de enfermeras— de la frontera con la muerte. Saffy sube la escalera porque ella y su padre tienen un nuevo juego. Un juego secreto: ella le cuenta qué le causa miedo cuando está sola y hace que los ojos de él se enciendan de alegría. Comenzaron a jugar hace cinco días.
De pronto el sueño retrocede en el tiempo. Saffy ya no sube los fríos peldaños de piedra. Está en su cama, se despierta sobresaltada. Sola y temerosa. Busca a su hermana gemela, siempre lo hace cuando tiene una pesadilla. Pero a su lado la sábana está vacía y helada. Pasa la mañana a la deriva por los corredores, tratando de llenar los días, que han perdido su forma y su significado, tratando de escapar de la pesadilla.
Ahora se sienta, con la espalda contra la pared, en la cámara que se encuentra debajo de la escalera helicoidal. Solo allí se siente a salvo. Desde la torre llegan sonidos, las piedras suspiran y cantan. Al cerrar los ojos, lo oye: una voz susurra su nombre.
Durante un dichoso instante cree que su gemela ha regresado. Entonces, ve su figura difusa, lo ve sentado en un banco de madera junto a la ventana opuesta, con un bastón sobre el regazo. Su padre ha cambiado, ya no es el hombre enérgico que se marchó a la guerra tres años antes.
Con una seña le pide que se acerque y ella no puede negarse.
Avanza con lentitud, recelosa de él, de su oscuridad.
—Te he echado de menos —dice cuando la tiene a su lado. Y algo en su voz es tan familiar que todo el anhelo acumulado comienza a oprimir su pecho—. Siéntate junto a mí. Cuéntame por qué pareces tan asustada.
Ella lo hace, le cuenta todo. Sobre el sueño del hombre que viene a buscarla, el temible sujeto que vive en el barro.
* * *
Por fin Tom llegó al castillo y comprobó que no se trataba de un farol. El resplandor que le había marcado el rumbo, el faro que guiaba a los marineros de regreso al hogar, era en realidad una luz eléctrica que brillaba a través de una ventana. Un postigo suelto atentaba contra la efectividad del apagón.
Se ofrecería a repararlo. Juniper le había dicho que sus hermanas se encargaban del mantenimiento después de que la guerra las hubiera despojado de las pocas personas con que contaban para ayudarlas en esa tarea. No era muy diestro en esas cuestiones, pero podía manejar el martillo y los clavos.
Un poco más animado, cruzó un charco en el terreno bajo que rodeaba el castillo y subió la escalinata principal. Se detuvo un instante junto a la entrada para comprobar en qué estado se encontraba. Su cabello, su ropa y sus pies estaban tan mojados como si hubiera llegado nadando a través del Canal de la Mancha. No importaba; había llegado. Descargó el macuto que llevaba al hombro y buscó la mermelada. Allí estaba. Cogió el frasco y lo revisó para cerciorarse de que no se había roto.
Estaba en perfectas condiciones. Tal vez fuera un buen augurio. Sonriendo, trató de peinarse un poco. Luego llamó a la puerta y esperó, frasco en mano.
* * *
Percy maldijo y cerró la tapa de la caja de herramientas. ¿Dónde demonios estaba el martillo? Se devanó los sesos tratando de recordar cuándo lo había usado por última vez. La cocina de Saffy había necesitado reparaciones; en el salón amarillo se habían aflojado las maderas de las ventanas, la balaustrada de la escalera de la torre… No recordaba haber devuelto el martillo a la caja, pero seguramente lo habría hecho. Siempre ha sido muy minuciosa.
Maldición.
Palpó sus muslos, se abrió paso entre los botones del impermeable y en el bolsillo del pantalón encontró, con alivio, la bolsa de tabaco. Desplegó un papel de liar, lo mantuvo lejos del agua que seguía chorreando por sus mangas, su cabello, su nariz. Dejó caer el tabaco, selló el papel e hizo rodar el cilindro entre sus dedos. Encendió una cerilla y dio una profunda calada. El estupendo sabor del tabaco le hizo olvidar su frustración.
Solo le faltaba perder el martillo. Juniper había regresado con misteriosas manchas de sangre en la blusa y la noticia de que deseaba casarse; por no mencionar que antes se había topado con Lucy. Aquello era la guinda del pastel.
Dio otra profunda calada y al echar el humo se restregó el ojo. Saffy no había tenido intención de molestarla, era imposible. Ignoraba su amor por Lucy, la consecuente pérdida que Percy había sufrido. Había sido cuidadosa, aunque existía la posibilidad de que su hermana gemela hubiera oído, visto o intuido algo. Pero Saffy no era capaz de regodearse con su sufrimiento. Nadie mejor que ella conocía el dolor de haber sido despojada del ser amado.
Se oyó un ruido. Percy contuvo el aliento. Prestó atención, pero no se oyó nada más. Pensó en Saffy, dormida en el diván con el vaso en la falda. Tal vez ella se había movido y el vaso se había caído. Miró el techo, esperó medio minuto y confirmó su sospecha.
No había tiempo para lamentar lo ocurrido en el pasado. Con el cigarrillo entre los labios, emprendió de nuevo la búsqueda del martillo.
* * *
Tom llamó otra vez y dejó el frasco en el suelo para frotarse las manos. El castillo era enorme, tal vez llegar hasta la entrada exigiera cierto tiempo. Al cabo de unos minutos se alejó de la puerta, observó el agua que caía por los canalones. Se sorprendió, porque allí sentía más frío que cuando caminaba bajo la tormenta.
Al mirar al suelo le llamó la atención que en la franja que bordeaba el castillo se acumulaba la mayor cantidad de agua. Recordó aquel día en Londres, Juniper estaba a su lado en la cama y le preguntó cómo era el castillo. Ella dijo que en otro tiempo Milderhurst había tenido un foso y que su padre había ordenado que lo rellenaran después de la muerte de su primera esposa.
—Una decisión motivada por el dolor —dijo Tom. Al mirar a Juniper, imaginó el desgarro que sentiría si la perdiera, comprendió el padecimiento de su padre.
—No fue el dolor —respondió ella, enroscando su cabello alrededor de los dedos—. Yo diría que fue la culpa.
Él no comprendió a qué se refería. Pero ella, sonriendo, se sentó en el borde de la cama, su espalda desnuda rogaba que la acariciaran, y sus preguntas se desvanecieron. Ahora volvía a pensar en ello. ¿Por qué se sentiría culpable? Se dijo que debía preguntarlo más tarde, después de conocer a sus hermanas, de comunicar la noticia. Cuando él y Juniper estuvieran a solas.
Un haz de luz que caía sobre el suelo encharcado atrajo su atención. Provenía de la ventana con el postigo roto. Tal vez bastara con colocarlo en el gozne, y si así fuera, podía intentarlo en ese mismo momento.
La ventana no era alta. Podía subir y bajar de inmediato. Le evitaría tener que salir de nuevo después de haberse secado, y además podría ayudarle a ganarse el favor de las gemelas.
Sonriendo, Tom colocó su macuto junto a la puerta y se dirigió hacia la lluvia.
* * *
Desde el momento en que volvió la espalda a la crepitante chimenea del salón principal, Saffy se había dejado arrastrar por las olas que formaba el estanque de su mente. Ahora llegaba al centro, al lugar sereno desde donde volvían, flotando, todos los sueños. El sitio de su viejo conocido.
Lo había soñado infinidad de veces desde que era niña. Nunca cambiaba, como una vieja cinta cinematográfica, se rebobinaba y se volvía a proyectar una y otra vez. Y sin importar cuántas veces se repitiera, el sueño era siempre nítido, el terror igualmente descarnado.
El sueño empieza mientras ella camina, cree que ha despertado en el mundo real y de pronto advierte un extraño silencio. Hace frío, Saffy está sola. Se desliza sobre la sábana blanca y pone los pies en el suelo de madera. Su niñera duerme en la pequeña habitación vecina. Respira lentamente, con una serenidad que podría ser indicio de seguridad, salvo porque en ese mundo solo marca una distancia infranqueable.
Saffy se dirige sin prisa a la ventana, que la atrae.
Sube a la repisa. Siente un frío mortal y envuelve sus piernas con el camisón. Levanta una mano para tocar el cristal empañado y observa la noche.
* * *
Después de una larga búsqueda y numerosas maldiciones, Percy encontró el martillo. Por fin su mano aferraba el liso mango de madera que los años de utilización habían suavizado. Con una mezcla de fastidio y alegría, lo descubrió entre llaves y destornilladores. Lo dejó en el suelo, abrió el bote con clavos y dejó caer una docena en su mano. Examinó uno a la luz, y decidió que sería lo suficientemente largo para sujetar el postigo, al menos durante esa noche. Guardó el puñado de clavos en el bolsillo de su impermeable, aferró el martillo y se encaminó hacia la puerta de la cocina.
* * *
Sin duda, el comienzo no había sido el mejor. No tenía previsto tropezar con una piedra y resbalar en el foso embarrado. Fue una desagradable sorpresa, pero después de maldecir como el soldado que era, Tom se levantó, con el canto de la muñeca se limpió los ojos y de nuevo se dispuso a escalar el muro.
«No se rindan jamás», les había gritado el comandante cuando luchaban en Francia. No debía rendirse, jamás.
Finalmente llegó al alféizar de la ventana. Por casualidad, la argamasa que se había desprendido en la junta de dos piedras creaba una cavidad perfecta para que afirmara sus botas. La luz que salía de la sala era una bendición. Tom comprendió de inmediato que no podría hacer mucho por aquel postigo. Concentrado en ese problema, no había prestado atención al salón. La escena que vio al otro lado de la ventana le pareció el ideal del sosiego y el bienestar. Una hermosa mujer dormía junto al fuego. Al principio creyó que se trataba de Juniper.
La mujer se estremeció, adoptó una expresión tensa, y supo que no era ella, sino una de sus hermanas. A partir de las descripciones de Juniper, dedujo que era Saffy, la hermana maternal, la gemela que la había criado cuando su madre murió, la que debido al pánico no podía abandonar el castillo.
Ella abrió súbitamente los ojos. Tom estuvo a punto de caer a causa de la sorpresa. Saffy giró la cabeza hacia la ventana y sus ojos se encontraron.
* * *
Percy vio al hombre en la ventana nada más salir. La luz de la ventana iluminaba una silueta oscura, semejante a un gorila, que trepaba por el muro, aferrado a las piedras, y espiaba el salón. El lugar donde Saffy dormía. Percy tenía el deber de proteger a sus hermanas. Su mano apretó el mango del martillo. Con los nervios de punta, comenzó a correr hacia el hombre.
* * *
Tom no tenía la menor intención de parecer un fisgón embarrado ante las hermanas de Juniper. Pero ya lo habían visto. No podía saltar y ocultarse, simular que nada había sucedido. Trató de sonreír, levantó una mano a modo de saludo, para indicar que tenía buenas intenciones, pero la dejó caer cuando cayó en la cuenta de que estaba cubierto de lodo.
Ella no sonreía.
Se dirigía hacia él.
Más allá de la mortificación, una mínima parte de su persona imaginó que, por absurdo, aquel momento estaba destinado a convertirse en anécdota: «¿Recuerdas la noche que conocimos a Tom? Apareció en la ventana cubierto de barro y saludó con la mano».
Pero todavía no. Por el momento solo podía mirar a esa mujer que se acercaba sin prisa, casi como en un sueño, algo temblorosa, como si la lluvia la hubiera empapado tanto como a él.
Ella abrió la ventana, él buscó palabras para explicarse, y entonces ella recogió algo del alféizar.
* * *
Percy se detuvo de pronto. El hombre había desaparecido delante de sus ojos. Después de trastabillar, había caído al suelo. Al levantar la vista vio a Saffy, temblando mientras aferraba la llave inglesa.
* * *
Un crujido, se preguntó qué era. Un movimiento, el suyo, súbito y sorprendente.
La caída.
Algo frío en la cara, húmedo.
Ruidos, pájaros tal vez, gritaban, chillaban. Se sacudió, sintió el sabor a barro.
¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Juniper?
Las gotas de lluvia chocaban con su cabeza, sonaban como notas musicales que formaban una compleja melodía. Eran maravillosas; se preguntó por qué no lo había notado antes. Cada gota era perfecta, caía a la tierra, formaba ríos, océanos; las personas tenían agua para beber. Así de simple.
Recordó una tormenta, cuando era niño, cuando su padre aún vivía. Tom tenía miedo. Estaba oscuro, sonaban los truenos, y se había escondido bajo la mesa de la cocina. Lloraba y apretaba los ojos y los puños. El ruido de su propio llanto le impidió oír que su padre entraba en la cocina. Solo lo supo cuando ese gran oso lo levantó con sus brazos fuertes y lo abrazó. Entonces le dijo que no tenía nada que temer, y el dulce, penetrante, delicioso olor a tabaco de su aliento le quitó el miedo. En los labios de su padre aquellas palabras habían sido un hechizo. Una promesa. Y Tom ya no sintió miedo.
¿Dónde había dejado la mermelada?
Era importante. El hombre del sótano dijo que era la mejor que había preparado en su vida, que había recogido él mismo las moras y había usado la ración de azúcar de varios meses. Pero Tom no podía recordar dónde la había dejado. La había traído desde Londres en su macuto, la había sacado de allí, ¿estaría bajo la mesa? ¿La había llevado consigo cuando quiso resguardarse de la lluvia? Debía levantarse y buscarla. Era un regalo. La encontraría enseguida y entonces la posibilidad de haberla perdido le haría gracia.
Pero antes debía descansar un poco.
Estaba cansado. Muy cansado. El viaje había sido muy largo. La noche tormentosa, la caminata bajo la lluvia, los trenes y autobuses que había tenido que tomar durante el día, pero más aun, el viaje que lo había llevado hacia ella. Hasta allí había llegado. Había leído, enseñado, soñado, deseado y anhelado. Era natural que necesitara descanso, que cerrara los ojos y se tomara un momento, un pequeño descanso; para que cuando volviera a verla, pudiera…
Tom cerró los ojos. Millones de estrellas diminutas titilaban. Eran hermosas, quería mirarlas. Nada deseaba más que estar allí y mirar las estrellas. Lo hizo, las observó pasar y caer, se preguntó si podría alcanzarlas, estirar la mano y atraparlas, hasta que por fin vio que algo se ocultaba entre ellas. Un rostro, el de Juniper. Su corazón aleteó. Había llegado. Ella estaba a su lado, se inclinaba para apoyar la mano en su hombro y hablarle al oído. Le decía palabras perfectas, pero cuando él trató de aprehenderlas, de repetirlas para sí, se convirtieron en agua entre sus manos. Había estrellas en los ojos de Juniper, en sus labios, y pequeñas luces trémulas brillaban en su cabello. Él ya no podía oírla, aunque sus labios se movían y las estrellas centelleaban. Ella se desvanecía en la oscuridad. También él.
—June… —susurró mientras las últimas lucecitas comenzaban a agitarse, a apagarse, una tras otra; mientras el espeso fango le llenaba la garganta, la nariz, la boca; mientras la lluvia golpeaba su cabeza; mientras sus pulmones clamaban por el aire; Tom sonrió mientras el aliento de Juniper le acariciaba el cuello.