Y por fin…

Nunca tuve oportunidad de hacerlo. Después de cenar con mi madre, me dormí enseguida y profundamente. Pero pasada la medianoche me desperté sobresaltada. Me pregunté por qué, tal vez fuera a causa de un ruido nocturno que ya se había atenuado, o de un sueño. De todos modos, el súbito despertar no me producía un miedo semejante al de la noche anterior. No percibía otra presencia en la habitación ni oía voces funestas. Sin embargo, esa atracción, esa conexión con el castillo, me espoleaba. Me levanté de la cama, fui hacia la ventana, corrí las cortinas. Y entonces lo vi. La conmoción hizo temblar mis rodillas; sentí frío y calor a la vez. El lugar que debía ocupar un oscuro castillo emitía un gran resplandor: las llamas anaranjadas lamían el cielo denso y bajo.

El fuego ardió en Milderhurst Castle durante la mayor parte de la noche. Cuando llamé a los bomberos, ya iban hacia allí, pero no pudieron hacer demasiado. Aunque el castillo era de piedra, en su interior abundaba la madera —paneles de roble, vigas, puertas— y contenía millones de hojas de papel. Tal como Percy Blythe me había advertido, bastaba una chispa para que ardiera como un polvorín.

Las ancianas no tuvieron ninguna posibilidad de salvarse. Eso dijo por la mañana uno de los bomberos, durante el desayuno que les ofreció la señora Bird. Las tres estaban sentadas en un salón del primer piso.

—Daba la impresión de que el fuego las había pillado desprevenidas mientras dormitaban junto a la chimenea.

—¿Empezó así? —preguntó la señora Bird—. Una chispa, tal como sucedió con la madre de las gemelas —recordó, sacudiendo la cabeza y haciendo chasquear la lengua ante la trágica similitud.

—Es difícil determinarlo —dijo el bombero, y procedió a explicarse—: A decir verdad, pudieron haber sido varias cosas. Una brasa que cae de la chimenea, un cigarrillo o un cortocircuito; en esos lugares la instalación suele ser más vieja que yo.

* * *

La policía, o tal vez los bomberos, había acordonado el castillo humeante. Conociendo ya bien el jardín, subí por el camino que iba por detrás. Aunque fuera espeluznante, tenía que verlo de cerca. Había conocido a las hermanas Blythe poco antes, pero sus historias, su mundo se habían apoderado de mí. El hecho de despertar y descubrir que todo se había convertido en ceniza me produjo un profundo desconsuelo. Por supuesto, se debía a la pérdida de las hermanas, y su castillo, pero era también algo más. Me abrumaba la sensación de haberme quedado atrás. Una puerta que muy poco antes se había abierto para mí volvía a cerrarse rápidamente, por completo, y ya nunca podría atravesarla.

Permanecí un rato contemplando el caparazón hueco y oscuro, recordando mi primera visita, varios meses antes, la sensación premonitoria al pasar junto a la piscina circular rumbo al castillo. Todo lo que había descubierto desde entonces.

Seledreorig… La palabra llegaba a mí en un susurro: «tristeza por la falta de un palacio». Un castillo de piedra yacía frente a mí y me causaba aún más melancolía. Era solo un montón de piedra, las hermanas Blythe ya no estaban y sus horas distantes no murmuraban.

—No puedo creer que ya no exista.

Al darme la vuelta, vi a un hombre de cabello oscuro.

—Cientos de años destruidos en unas horas.

—Oí la noticia en la radio esta mañana. Tenía que venir, verlo con mis propios ojos. Esperaba verla a usted también. —Tal vez lo miré sorprendida, porque me tendió la mano y dijo—: Adam Gilbert.

Aquel nombre debía relacionarse con algo y, en efecto, evocaba la imagen de un anciano vestido con cazadora de tweed, sentado en un antiguo sillón de oficina.

—Edie —logré decir—, Edie Burchill.

—Eso pensaba, precisamente la que me robó el trabajo.

La broma merecía una réplica ingeniosa. Sin embargo, solo conseguí farfullar tontamente:

—Su rodilla…, su enfermera…, creía que…

—Está mucho mejor, es decir, bastante mejor —dijo Adam, señalando su bastón—. ¿Me creería si le dijera que tuve un accidente escalando una montaña? —preguntó con una sonrisa maliciosa—. ¿No? De acuerdo, tropecé con un montón de libros en la biblioteca y me destrocé la rodilla: los riesgos de ser escritor —bromeó. Luego giró la cabeza hacia la granja—. ¿Volvemos?

Miré el castillo por última vez y asentí.

—¿Puedo acompañarla?

—Por supuesto.

Caminamos lentamente, porque Adam debía andar con cuidado, conversando sobre el castillo y las hermanas Blythe, sobre la pasión que El Hombre de Barro nos había despertado a ambos en la infancia. Al llegar al terreno que conducía a nuestro alojamiento, él se detuvo y yo lo imité.

—Vaya, me siento estúpido y, sin embargo… —dijo, señalando el castillo lejano y humeante—, no puedo dejar de preguntarlo. —Adam pareció escuchar algo que yo no podía oír. Luego asintió—. Sí, lo haré. Anoche, cuando llegué, la señora Button me dio su mensaje. ¿Es verdad? ¿Descubrió algo acerca del origen de El Hombre de Barro? —preguntó.

Vi sus bondadosos ojos castaños. Era difícil mentir mirando directamente a aquellos ojos, de modo que no lo hice.

—No, lamentablemente era una falsa alarma —respondí, desviando la mirada hacia su frente.

Él levantó una mano y suspiró.

—Entonces, la verdad ha muerto con ellas. En cierto modo, es poético. Los misterios son necesarios, ¿no cree?

Sí, lo creía, pero antes de que pudiera responder, algo me llamó la atención, allí, en la granja.

—Por favor, discúlpeme, debo hacer algo.

* * *

No sé qué idea pasó por la mente del inspector Rawlins cuando vio a una mujer desmelenada y exhausta corriendo por el campo para darle alcance. Menos aún cuando empecé a contarle mi historia. Debo decir que, sentado a la mesa, delante de una taza de té, logró conservar una expresión sumamente seria cuando sugerí que debería ampliar su investigación porque una fuente fiable me había dicho que dos cuerpos yacían bajo tierra junto al castillo. Se limitó a mover más lentamente la cuchara dentro de la taza y dijo:

—Dos hombres. No es probable que sepa sus nombres.

—La verdad es que sí. Uno de ellos se llamaba Oliver Sykes. El otro, Thomas Cavill. Sykes murió en 1910, a causa del mismo incendio que acabó con la vida de Muriel Blythe. La muerte de Thomas fue debida a un accidente, durante una tormenta, en octubre de 1941.

—Entiendo —respondió el inspector, que espantó una mosca sin dejar de mirarme.

—Los restos de Sykes están en el ala oeste, donde se hallaba el foso.

—¿Y el otro hombre?

Recordé la noche de la tormenta, la huida de Juniper hacia el jardín. Percy sabía dónde encontrarla.

—El cuerpo de Thomas Cavill se encuentra en el cementerio de las mascotas. En el centro, junto a la lápida que corresponde a Emerson.

El inspector bebió su té, añadió otra cucharada de azúcar y comenzó a revolverla. Entretanto, me observaba con detenimiento.

—Si investiga los antecedentes de Thomas Cavill, podrá comprobar que figura como desaparecido y no hay registro de su muerte. —Y cada persona necesita esa fecha, tal como Percy Blythe había dicho. El paréntesis debía cerrarse para que descansara en paz.

* * *

Decidí no escribir la introducción para la edición de El Hombre de Barro que publicaría Pippin Books. Le expliqué a Judith Waterman que mi agenda no me lo permitía, y que, por otra parte, prácticamente no había tenido oportunidad de dialogar con las hermanas Blythe antes del incendio. Ella lo comprendió y dijo que seguramente Adam Gilbert continuaría con gusto el trabajo. Estuve de acuerdo, él había llevado a cabo la investigación.

No habría sido capaz de escribirla. Conocía la solución del acertijo que había obsesionado a los críticos literarios a lo largo de setenta y cinco años, pero no podía darla a conocer. No podía cometer esa tremenda traición. «Esta es una historia familiar», había dicho Percy Blythe antes de preguntarme si podía confiar en mí. Tampoco quería ser responsable de desvelar una historia triste y sórdida que habría ensombrecido para siempre la novela, la obra que me había convertido en lectora.

Y habría sido sumamente deshonesto escribir cualquier otra cosa, abundar una vez más en el misterioso origen del libro. Por otra parte, Percy me había contratado con un argumento falso. No deseaba que yo escribiera la introducción, sino que corrigiera los datos oficiales. Así lo hice. Rawlins y sus hombres ampliaron la investigación y descubrieron dos cuerpos en el terreno que rodeaba el castillo. Precisamente donde yo había indicado. Theo Cavill supo al fin qué había sucedido con su hermano Tom: había muerto en Milderhurst Castle una noche tempestuosa, en plena guerra.

El inspector me hizo un sinfín de preguntas tratando de conseguir más detalles, pero no le di ninguna explicación más. Y, a decir verdad, no sabía más. Percy y Juniper me habían dado versiones distintas. Creía que Percy había tratado de proteger a su hermana, pero no podía demostrarlo. De todos modos, no me lo habría dicho. La verdad había muerto con las tres hermanas y si los pétreos cimientos del castillo seguían susurrando lo ocurrido aquella noche de octubre de 1941, no podía oírlo. No quería oírlo. Ya no. Era hora de que volviera a mi propia vida.