Obviamente, me dormí, porque a continuación una luz débil y neblinosa se filtraba por las rendijas de los postigos. Una mañana fatigada había reemplazado a la tormenta. Pasé un rato en la cama, mirando al techo, reflexionando sobre los acontecimientos de la noche anterior. A la luz del día confirmé mi certeza de que Juniper era responsable de la muerte de Thomas. Era la única hipótesis razonable. Supe también que Percy y Saffy estaban comprometidas a ocultarlo de por vida.
Al salir de la cama, por poco tropiezo con la caja que había dejado en el suelo, el regalo de Juniper. En medio de todo lo sucedido, la había olvidado por completo. Por su forma y medidas, me recordó a aquellas que componían la colección de Saffy, las que había visto en el archivo. La abrí. En el interior había un manuscrito, aunque la autora no era Saffy Blythe. En la carátula leí: «Destino. Una historia de amor, por Meredith Baker. Octubre de 1941».
* * *
Todas habíamos dormido hasta tarde y, a pesar de la hora, cuando llegué al salón amarillo, encontré a las tres hermanas sentadas a la mesa del desayuno. Las gemelas conversaban como si nada fuera de lo normal hubiera sucedido durante la noche. Tal vez solo habían sido testigos de un episodio similar a muchos otros. Saffy sonrió y me ofreció una taza de té. Le di las gracias y eché un vistazo a Juniper, sentada en el sillón con la mirada perdida; en su actitud no había indicio de alteración alguna. A pesar de todo, mientras bebía mi té, me pareció que Percy me observaba con más atención de la habitual, aunque quizás se debiese a la confesión, verdadera o falsa, que me había hecho el día anterior.
Me despedí de sus hermanas y ella me acompañó hasta el pórtico. Conversamos amablemente de asuntos triviales hasta llegar a la puerta.
—Con respecto a lo que le conté ayer, señorita Burchill —dijo, apoyando con firmeza su bastón—, quiero reiterar que fue un accidente.
Me estaba poniendo a prueba para saber si yo seguía creyendo su historia, si Juniper me había dicho algo. Era mi oportunidad de revelar lo que sabía, de preguntarle francamente quién había matado a Thomas Cavill.
—Por supuesto —respondí.
¿Qué sentido tenía decirlo? Solo habría logrado satisfacer mi curiosidad a expensas de la tranquilidad de las hermanas. No podía permitírmelo.
—He sufrido infinitamente. Nunca tuve intención de que sucediera —dijo Percy, con evidente alivio.
—Lo sé. Tiene que olvidarlo —dije, conmovida por su sentido del deber fraternal, por su amor, tan profundo que la llevaba a declararse culpable de un crimen que no había cometido—. No fue culpa suya.
Ella me miró con una expresión que jamás le había visto y que no puedo dejar de describir. En su rostro había angustia, alivio, y al mismo tiempo un atisbo de algo más complejo. Pero Percy Blythe no se dejaba dominar por los sentimientos. Recuperando su frialdad, me recordó:
—No olvide su promesa, señorita Burchill, confío en usted. Y no me gusta correr riesgos.
* * *
El suelo estaba mojado; el cielo, blanco. Todo el paisaje tenía la palidez que sigue a un ataque de histeria. Supuse que mi cara también tendría ese aspecto. Avancé con cuidado para no resbalar y deslizarme como un tronco en la corriente de un arroyo, y cuando llegué a la granja, la señora Bird ya estaba preparando la comida. Después de haber pasado la noche en compañía de los fantasmas del castillo, el aroma penetrante y denso de la sopa que flotaba en el aire fue un placer tan simple como avasallador.
En el comedor, la señora Bird ponía los platos en las mesas. Su figura regordeta, vestida con delantal, era tan normal y reconfortante que sentí deseos de abrazarla. No lo hice únicamente porque advertí que no estábamos a solas.
Otro huésped observaba con atención las fotografías en blanco y negro que decoraban la pared.
Una persona muy conocida.
—Mamá…
Ella me miró y me sonrió.
—Hola, Edie.
—¿Qué haces aquí?
—Dijiste que debía venir. Quise darte una sorpresa.
Jamás pensé que ver allí a otra persona me alegraría y me aliviaría tanto. El abrazo fue para ella.
—¡Cuánto me alegra que estés aquí!
Tal vez mi vehemencia, o el hecho de que el abrazo fuera muy prolongado, hizo que mi madre parpadeara y preguntara:
—Edie, ¿te encuentras bien?
En mi mente se agitaban los secretos que había descubierto, la realidad que había visto, pero los dejé a un lado y sonreí.
—Estoy bien, mamá, un poco cansada, eso es todo. Anoche tuvimos una gran tempestad.
—La señora Bird me ha dicho que la lluvia te obligó a pasar la noche en el castillo —comentó mi madre, bajando un poco la voz—. Me alegro de no haber salido por la tarde, como tenía previsto.
—¿Cuánto tiempo llevas esperándome?
—Unos veinte minutos, nada más. Me he entretenido mirando —dijo, y señaló una de las fotografías de Country Life tomadas en 1910, donde se veía la piscina circular aún en construcción—. Aprendí a nadar en esa piscina, cuando vivía en el castillo.
Me incliné para leer el pie de foto: «Oliver Sykes supervisa la construcción y enseña al señor y la señora Blythe los trabajos que se realizan en su nueva piscina».
Allí estaba, el joven y apuesto arquitecto, el Hombre de Barro que terminaría sus días enterrado en el foso que él mismo restauró. Yo sabía qué había sucedido después y lamenté haberlo descubierto. La advertencia de Percy Blythe me perseguía como un fantasma: «No olvide su promesa, confío en usted».
—¿Desean comer? —preguntó la señora Bird.
Aparté la vista del sonriente rostro de Sykes.
—Debes de estar hambrienta después del viaje —dije mirando a mi madre.
—Me encantaría probar la sopa. ¿Podemos sentarnos fuera?
Desde nuestra mesa podíamos ver el castillo. La señora Bird había sugerido ese lugar y, antes de que pudiera poner objeciones, mi madre había declarado que era perfecto. Los gansos se entretenían en los charcos cercanos, atentos a la posibilidad de que les arrojaran alguna migaja. Mi madre comenzó a hablar sobre el pasado, el tiempo que había pasado en Milderhurst, sus sentimientos hacia Juniper, el amor que le había despertado su maestro, el señor Cavill, y, por último, me contó su sueño de convertirse en periodista.
—¿Qué sucedió, mamá? —dije, mientras untaba pan con mantequilla—. ¿Por qué cambiaste de idea?
—No lo hice. Fue solo que… —mi madre se acomodó en el sillón de hierro que la señora Bird había secado con una toalla—, supongo que finalmente no pude… —Evidentemente, no encontraba las palabras adecuadas, y frunció el ceño. Luego continuó con renovada decisión—: Al conocer a Juniper una puerta se abrió para mí y quise desesperadamente estar al otro lado. Pero sin ella no pude mantenerla abierta. Lo intenté, Edie, de verdad. Aunque soñaba con ir a la universidad, durante la guerra la mayoría de las escuelas de Londres estaban cerradas y por fin solicité un trabajo de mecanógrafa. Siempre creí que sería temporal, que algún día haría lo que deseaba. Sin embargo, cuando la guerra terminó, tenía dieciocho años, era demasiado mayor para ir a la escuela y no podía acceder a la universidad sin completar la secundaria.
—¿Dejaste de escribir?
—Oh, no —respondió mi madre, y con la cuchara dibujó ochos en la sopa—, era bastante obstinada. Me negué a permitir que ese detalle me impidiera escribir —dijo sonriendo, aunque sin levantar la vista—. Me propuse hacerlo por mis propios medios, convertirme en una famosa periodista.
También yo sonreí, encantada por su descripción de la joven e intrépida Meredith Baker.
—Decidí leer todo lo que pudiera encontrar en la biblioteca, escribir artículos, reseñas, incluso cuentos, y enviarlos para su publicación.
—¿Alguno fue publicado?
—Escritos breves, en algún que otro sitio —admitió con modestia—. Recibí cartas alentadoras de editores de revistas importantes. Eran amables, pero me decían claramente que debía aprender más sobre el estilo de sus publicaciones. Luego, en 1952, encontré un empleo —continuó, mirando a los gansos que aleteaban. De pronto su actitud cambió, se desanimó y soltó la cuchara—. Un puesto en la BBC, como principiante, pero exactamente lo que soñaba.
—¿Qué ocurrió?
—Había ahorrado dinero para comprar un traje y un bolso de piel para causar una buena impresión. Me dije que debía actuar con seguridad, hablar con claridad, mantenerme erguida. Pero… —mi madre miró el dorso de sus manos, pasó el pulgar por los nudillos— hubo un inconveniente con el autobús y, en lugar de llevarme a la emisora, el conductor me dejó cerca de Marble Arch. Regresé corriendo hacia Regent Street, pero al llegar vi a las chicas que salían del edificio en grupos, riendo, bromeando, elegantes, mucho más jóvenes que yo. Parecían tener la respuesta a todos los interrogantes de la vida —dijo, y arrojó al suelo una migaja de la mesa antes de mirarme—. Entonces me vi en el escaparate de una tienda y sentí que era un fraude.
—Oh, mamá…
—Un ruinoso fraude. Me desprecié a mí misma. Me avergonzaba haber llegado a pensar siquiera que podía formar parte de esa empresa. Creo que jamás me sentí tan sola. Me alejé hacia Portland Place y caminé en sentido contrario, derramando lágrimas. Debía de tener un aspecto terrible. Me sentía tan desolada y apenada que los extraños me decían palabras de aliento. Por fin pasé por un cine y me oculté allí para llorar en paz.
Recordé el relato de mi padre acerca de la chica que lloró durante toda la película.
—Y viste El acebo y la hiedra.
Mi madre asintió, hizo aparecer un pañuelo de papel y se secó los ojos.
—Y conocí a tu padre, él me invitó a tomar té con tarta de peras.
—Tu preferida.
Entre lágrimas, mi madre sonrió al recordarlo.
—Él no dejaba de preguntar qué me sucedía. Cuando le dije que la película me había entristecido, me miró incrédulo. «Pero no es real, es ficción», dijo, y pidió otro trozo de tarta.
Las dos nos reímos. La imitación de mi madre había sido perfecta.
—Era muy sólido, tenía una percepción muy concreta del mundo y del lugar que ocupaba en él. Asombrosa. Nunca había conocido a una persona como tu padre. Solo veía la realidad y nada le preocupaba hasta que, en efecto, sucedía. Por eso me enamoré de él, de su seguridad. Sus pies estaban apoyados con firmeza en el aquí y ahora. Cuando hablaba me sentía protegida por su certeza. Felizmente, él también descubrió algo en mí. Tal vez no parezca emocionante, pero juntos hemos sido felices. Tu padre es un buen hombre.
—Lo sé.
—Honesto, bondadoso, fiable. Tengo pruebas de sobra.
Estaba de acuerdo con mi madre. Mientras tomábamos la sopa, pensé en Percy Blythe. Se parecía a mi padre. Tal vez pasara inadvertida entre personalidades más atractivas, pero su decisión, su fortaleza eran los cimientos donde se asentaba el brillo de los demás. Al pensar en el castillo y las hermanas Blythe recordé algo.
—¿Cómo he podido olvidarlo? —dije, y saqué de mi bolso la caja que Juniper me había entregado la noche anterior.
Mi madre dejó la cuchara y se limpió las manos con la servilleta que tenía sobre la falda.
—¿Un regalo? No sabías que vendría.
—No lo he elegido yo.
—¿Quién ha sido?
Estaba a punto de decir «Ábrelo y lo sabrás», pero recordé que eso mismo había dicho la última vez que le entregué una caja con recuerdos y que el resultado no había sido alentador.
—Juniper.
Mi madre abrió la boca, soltó un casi imperceptible sonido y trató torpemente de abrir la caja.
—Qué tonta —dijo, con una voz que no reconocí. Por fin logró levantar la tapa y, asombrada, se llevó la mano a la boca—. ¡Dios santo! —exclamó, antes de tomar las delicadas hojas de papel y mirarlas como si en el mundo no existiera mayor tesoro.
—Juniper me confundió contigo, lo había guardado para ti.
Mi madre dirigió su mirada al castillo de la colina y sacudió la cabeza con incredulidad.
—Todo este tiempo…
Luego hojeó el manuscrito, deteniéndose en uno u otro pasaje, sonriendo a veces. La observé mientras ella disfrutaba el evidente placer que le proporcionaba ese regalo. También me di cuenta de otra cosa. En ella se produjo un cambio, sutil pero indudable, cuando comprendió que su amiga no la había olvidado. Sus rasgos, los músculos del cuello, incluso los omóplatos parecieron relajarse. La actitud defensiva de toda una vida desapareció; vislumbré a la jovencita que aún conservaba en su interior, que acababa de despertar de un largo sueño.
—¿Qué piensas sobre la escritura?
—¿De qué hablas?
—¿Seguirás escribiendo?
—Oh, no. Abandoné todo eso —aseguró, frunciendo un poco la nariz. Luego adoptó un aire de disculpa—. Supongo que te parecerá una cobardía.
—No se trata de cobardía, es solo que no entiendo por qué abandonar algo que te gusta hacer.
El sol, que había asomado entre las nubes, se reflejaba en los charcos y proyectaba sombras moteadas en la mejilla de mi madre. Ella se ajustó las gafas y suavemente apoyó las manos en el manuscrito.
—Fue una parte importante de mi pasado, de la persona que fui. Pero quedó unido a la tristeza de sentirme abandonada por Juniper y Tom, a la sensación de haberme decepcionado a mí misma al faltar a la entrevista. Supongo que dejó de ser placentero. Tu padre me permitió volver a la normalidad y comencé a pensar en el futuro —explicó. Luego miró otra vez el manuscrito, separó una hoja y sonrió al ver qué había escrito—. Era un enorme placer captar en el papel una abstracción, una idea, un sentimiento, un aroma. Había olvidado cuánto disfrutaba.
—Nunca es tarde para volver a empezar.
—Edie, tesoro, tengo sesenta y cinco años —dijo, mirándome apenada por encima de sus gafas—. Durante décadas no he escrito más que listas de la compra. Me parece sensato admitir que es muy tarde.
Yo la escuchaba sacudiendo la cabeza. Debido a mi trabajo, conozco personas de todas las edades que escriben simplemente porque no pueden evitarlo.
—Nunca es demasiado tarde —insistí, pero ella ya no me escuchaba. Miraba más allá de mí, hacia el castillo. Se abrochó la chaqueta.
—Es curioso, me preguntaba cómo me sentiría. Ahora que estoy aquí, creo que no puedo volver, no quiero hacerlo.
—¿De verdad no quieres?
—Conservo una imagen muy feliz, y no quiero que cambie.
Tal vez mi madre pensaba que yo trataría de convencerla de lo contrario. No lo hice, no era capaz de hacerlo. Ahora el castillo era un lugar triste, marchito, ruinoso, como sus tres habitantes.
—Lo entiendo, ahora le falta energía.
—A ti te falta energía, Edie —dijo mi madre frunciendo el ceño como si acabara de notarlo.
De pronto empecé a bostezar.
—Ha sido una noche agitada, he dormido poco.
—Sí, la señora Bird me habló sobre la tormenta. Me gustaría pasear por el jardín, aquí hay montones de cosas para entretenerse —comentó, recorriendo con el dedo el borde del manuscrito—. ¿Por qué no vas a tu habitación y duermes un rato?
* * *
A mitad del primer tramo de escaleras, la señora Bird, desde el descansillo, agitaba algo por encima de la barandilla y me preguntaba si podía robarme un minuto. Accedí, aunque al verla tan decidida sentí una ligera inquietud.
—Tengo que enseñarle algo —dijo, echando un vistazo por encima del hombro—. Es un secreto.
Después de los sucesos del día anterior, su anuncio no me causó gran impresión. Cuando llegué al descansillo depositó en mis manos un sobre grisáceo y con un susurro teatral, dijo:
—Es una de sus cartas.
—¿Qué cartas? —pregunté, confundida. En los últimos meses había visto unas cuantas.
Ella me miró como si no supiera qué día era. En realidad, no lo sabía.
—Las cartas sobre las que hablamos, las cartas de amor que Raymond Blythe le envió a mi madre.
—¡Oh! Esas cartas.
Ella asintió con energía y el reloj de cuco que estaba detrás eligió ese momento para lanzar su pareja de ratones bailarines. Esperamos a que la melodía terminara.
—¿Quiere que la lea?
—No es necesario, si le parece impropio. Pero algo que dijo la otra noche me hizo pensar.
—¿Qué fue?
—Cuando dijo que leería los cuadernos de Raymond Blythe, se me ocurrió que después de hacerlo podría reconocer su caligrafía —explicó la señora Bird. Y después de inspirar, dijo apresuradamente—: Tenía la esperanza de…
—De que le echara un vistazo para confirmarlo.
—Exacto.
—No tengo inconveniente, supongo que…
—¡Maravilloso! —exclamó, juntando las manos debajo de la barbilla mientras yo sacaba una hoja del sobre.
Supe de inmediato que la decepcionaría, que esa carta no había sido escrita por Raymond Blythe. Después de leer con suma atención su cuaderno, me había familiarizado con su caligrafía oblicua, los largos remates curvos de la G o la J, la peculiar R que utilizaba para firmar con su nombre. Esta carta había sido escrita por otra persona.
Lucy, mi único, único amor:
¿Te he dicho alguna vez que me enamoré en el instante en que te vi? Algo en tu actitud, en la forma de tus hombros, en los mechones de cabello que se soltaban y te acariciaban el cuello. Me cautivaste.
He pensado en lo que dijiste en nuestro último encuentro. No he podido pensar en otra cosa. Tal vez tengas razón, y no es solo una fantasía que podamos olvidarnos de todo y de todos y marcharnos, muy lejos.
No leí el resto, pasé por alto los párrafos siguientes y llegué a la inicial a modo de firma, tal como la señora Bird me había adelantado. Pero al observarla pude apreciar ciertas sutilezas y las cosas comenzaron a aclararse. Ya había visto esa caligrafía.
Supe quién había escrito la carta y supe quién era aquella Lucy Middleton, amada sobre todos los demás. La señora Bird estaba en lo cierto, se trataba de un amor que contrariaba las convenciones sociales, pero los amantes no eran Raymond y Lucy. La firma no era una R sino una P, escrita con una caligrafía anticuada, de modo tal que un trazo escapaba de la curva de la letra. Era sencillo confundirla, en particular quien deseaba descubrir una R.
—Es conmovedora —dije rápidamente, desolada al pensar en esas dos jóvenes que habían vivido tanto tiempo separadas.
—Muy triste, ¿verdad? —opinó la señora Bird, y guardó de nuevo la carta en el bolsillo. Luego me miró emocionada—. Una carta maravillosamente escrita.
* * *
Logré librarme de la señora Bird con la mayor discreción posible, y fui directamente a mi habitación. Caí sobre la cama, cerré los ojos, traté de poner la mente en blanco, pero fue inútil. Mis ideas seguían ligadas al castillo. No podía dejar de pensar en Percy Blythe, que había amado tan profundamente, mucho tiempo atrás, que ante los demás era rígida y fría, que había pasado la mayor parte de su vida guardando un terrible secreto para proteger a su hermana pequeña.
Percy me había hablado sobre Oliver Sykes y Thomas Cavill porque debía «hacer lo correcto». Había subrayado la importancia de que la muerte tuviera una fecha. No obstante, no comprendía por qué debía decírmelo a mí, qué esperaba que hiciera con esa información, por qué no podía hacerlo ella misma. Aquella tarde estaba muy cansada. Necesitaba dormir. Y tenía previsto pasar la noche con mamá. Decidí que regresaría al castillo por la mañana, para ver a Percy por última vez.