Saffy me condujo a mi habitación. Caminamos bastante desde el ala donde se alojaban ahora las hermanas Blythe y, si bien el trayecto era largo y oscuro, agradecí que no bajáramos. Ya era suficiente con pasar la noche en el castillo, no me gustaba la idea de dormir cerca del archivo. Cada una de nosotras llevaba una lámpara de parafina. Subimos un tramo de escalera hasta el segundo nivel y seguimos por un corredor amplio y sombrío. Aunque las bombillas eléctricas no parpadeaban, solo alumbraban con la mitad de su potencia. Por fin Saffy se detuvo.
—Hemos llegado —dijo al abrir la puerta—. La habitación de invitados.
Ella o tal vez Percy habían hecho la cama y habían colocado un montón de libros junto a la almohada.
—Me temo que es algo triste —dijo, echando un vistazo al lugar con una sonrisa que me pedía disculpas—, no recibimos invitados a menudo, hemos perdido la costumbre. Nadie se queda con nosotras desde hace mucho tiempo.
—Lamento haberle causado molestias.
Ella sacudió la cabeza.
—Tonterías. No es molestia, en absoluto. Me encanta recibir huéspedes. Era una de las cosas más placenteras de la vida. —Saffy fue hacia la cama y dejó la lámpara en la mesilla de noche—. Le he dejado un camisón y también algunos libros. No puedo imaginar que el día termine sin que alguna historia preceda al sueño —dijo, acariciando el libro que se encontraba en la parte superior del montón—. Jane Eyre siempre ha sido mi favorito.
—También el mío. Llevo un ejemplar conmigo a donde vaya, aunque mi edición no es ni remotamente tan bonita como la suya.
Ella sonrió complacida.
—Edith, usted me recuerda un poco a mí misma. A la persona en la que habría podido convertirme si las cosas hubieran sido diferentes. Si la época hubiera sido otra. Vivir en Londres, escribir libros. En mi juventud soñé con ser institutriz, viajar, conocer gente, trabajar en un museo, encontrar mi propio señor Rochester tal vez.
De pronto adoptó una actitud tímida y melancólica. Recordé las cajas forradas con motivos florales que había descubierto en el archivo. Sobre todo aquella que decía: «Boda con Matthew de Courcy». Conocía en detalle la trágica historia de amor de Juniper, pero sabía muy poco del pasado romántico de Saffy y Percy. Con seguridad, también ellas alguna vez habían sido jóvenes y habían estado llenas de deseo. Y, aun así, se habían sacrificado para cuidar a Juniper.
—En algún momento me ha dicho que estuvo comprometida.
—Con un hombre llamado Matthew. Nos enamoramos siendo muy jóvenes. A los dieciséis. —Al recordar, Saffy sonrió fugazmente—. Planeábamos casarnos cuando cumpliéramos veintiuno.
—¿Le molesta si le pregunto qué sucedió?
—En absoluto —dijo, y empezó a desplegar las sábanas, formando un cuidadoso ángulo con la manta—, no resultó. Se casó con otra.
—Lo siento.
—No tiene por qué, ha pasado mucho tiempo. Ambos murieron, hace años. —Tal vez a Saffy le molestó que la conversación hubiera adquirido un matiz autocompasivo, porque de pronto hizo una broma—. Creo que fui afortunada: mi bondadosa hermana me permitió vivir en el castillo por un precio ínfimo.
—No creo que a Percy le importe —dije en tono jovial.
—Tal vez no, pero me refería a Juniper.
—¿Eso significa que…?
Saffy parpadeó, sorprendida.
—El castillo le pertenece, ¿no lo sabía? Siempre creímos que lo heredaría Percy, era la mayor y la única que lo amaba tanto como él, pero en el último momento nuestro padre modificó su testamento.
—¿Por qué? —pregunté. En realidad, pensaba en voz alta, no esperaba respuesta. Sin embargo, Saffy parecía atrapada en su relato.
—Mi padre estaba obsesionado: sostenía que una mujer creativa no podía desarrollar su arte si debía sobrellevar la carga del matrimonio y los hijos. Cuando Juniper se reveló como una promesa, él se empecinó en que no debía casarse, para no desperdiciar su talento. La confinó aquí, nunca le permitió ir a la escuela ni conocer a otras personas, y más tarde cambió su testamento para que el castillo fuera suyo. De esa manera, según su razonamiento, nunca tendría que ganarse la vida ni casarse con un hombre que la mantuviera. Pero fue terriblemente injusto. El castillo siempre estuvo destinado a Percy. Ella ama este lugar tanto como otras personas aman a sus novios. —Saffy ahuecó las almohadas y recogió la lámpara—. Desde ese punto de vista, supongo que es bueno que Juniper no se casara ni se mudara.
No logré relacionar las ideas.
—¿Por qué a Juniper no le habría alegrado que una hermana que tanto amaba este lugar viviera aquí y cuidara de él?
Saffy sonrió.
—No era tan simple. Nuestro padre podía ser cruel cuando quería imponer su voluntad. El testamento incluía una cláusula: si Juniper se casaba, el castillo dejaría de pertenecerle, pasaría a ser propiedad de la Iglesia católica.
—¿La Iglesia?
—Mi padre vivía atormentado por la culpa.
Después de mi reunión con Percy, sabía exactamente por qué.
—En ese caso, si Juniper y Thomas se casaban, ¿habrían perdido el castillo?
—Sí, la pobre Percy jamás lo habría superado —dijo, y se estremeció—. Lo siento, hace frío aquí. No prestamos atención a esas cosas porque nunca usamos este dormitorio. En el armario encontrará más mantas.
Un rayo espectacular brilló entonces, seguido por el estallido de un trueno. La débil luz eléctrica osciló, parpadeó, y luego la bombilla se apagó. Saffy y yo levantamos nuestras lámparas como marionetas sujetas por el mismo hilo. Juntas miramos la bombilla que se enfriaba.
—Oh, Dios, nos hemos quedado sin luz. Menos mal que se nos ocurrió traer lámparas. ¿Estará bien aquí, sola?
—Por supuesto.
—Entonces, me marcho —dijo ella, sonriendo.
* * *
La noche es diferente. Las cosas suceden de otra manera cuando el mundo está a oscuras. Las inseguridades y las heridas, las ansiedades y los miedos enseñan los colmillos por la noche. Especialmente cuando se trata de dormir en un antiguo castillo durante una tormenta. Y más aún después de pasar la tarde escuchando la confesión de una anciana dama. Por ese motivo, cuando Saffy se marchó y cerró la puerta tras ella, ni siquiera consideré la posibilidad de apagar la lámpara.
Me puse el camisón y me senté en la cama, como un fantasma. Escuché el ruido de la lluvia que seguía cayendo y agitaba los postigos como si al otro lado alguien se esforzara por entrar. Dejé de lado esas ideas, incluso sonreí para mis adentros. Pensaba en El Hombre de Barro. Por supuesto, era comprensible, dado que pasaba la noche en el lugar donde transcurría la novela, una noche que parecía haberse materializado desde sus páginas.
Me abrigué con las mantas y pensé en Percy. Tenía conmigo mi cuaderno. Lo abrí y apunté las ideas que surgían espontáneamente. Percy Blythe me había contado la génesis de El Hombre de Barro, lo cual era un gran logro. También había resuelto el misterio de la desaparición de Thomas Cavill. Pero no me sentía aliviada; por el contrario, estaba inquieta. La sensación era reciente y tenía relación con lo que Saffy había dicho. Mientras hablaba sobre el testamento de su padre, mi mente hacía desagradables asociaciones, encendía luces que hacían que me sintiera cada vez más incómoda: el amor de Percy por el castillo, un testamento que ocasionaría la ruina si Juniper se casaba, la desgraciada muerte de Thomas Cavill…
Pero no. Percy había dicho que fue un accidente. La creí. ¿Qué motivo tendría para mentir? Habría podido ignorar el tema.
Y sin embargo…
Los fragmentos seguían apareciendo: la voz de Percy, luego la de Saffy y, por si acaso, mis propias dudas. Nunca la voz de Juniper. Solo había oído hablar sobre ella, pero nunca a ella misma.
Cerré el cuaderno con frustración. Ya era suficiente para un día. Suspiré y eché un vistazo a los libros que Saffy me había traído, en busca de algo que aquietara mi mente: Jane Eyre, Los misterios de Udolfo, Cumbres borrascosas. Hice una mueca: buenos amigos, pero no la compañía que necesitaba aquella noche fría y tormentosa.
Me sentía cansada, muy cansada, pero evitaba cerrar los ojos, apagar la lámpara y sumergirme en la oscuridad. Finalmente mis párpados comenzaron a caer y, aunque me desperté algunas veces, supuse que el cansancio me haría dormir rápidamente. Apagué la llama, cerré los ojos y esperé que el aroma del humo se disipara en el aire frío. La última imagen fue la lluvia torrencial resbalando por el cristal.
* * *
Desperté con una sacudida; de un modo súbito, anormal y a una hora desconocida. Permanecí inmóvil, escuchando. Esperé, me pregunté qué me había despertado. El vello de mis brazos se había erizado y tuve la profunda y siniestra sensación de no estar sola. Alguien estaba conmigo en la habitación. Busqué en las sombras, con el corazón galopante, temiendo descubrir algo.
No vi nada, pero supe que allí había alguien.
Contuve el aliento y traté de escuchar. Seguía lloviendo, el viento ululante agitaba los postigos, los espectros se deslizaban por las piedras del corredor. Era escasa la probabilidad de oír algo más. No tenía cerillas ni otra manera de encender mi lámpara, de modo que traté de serenarme. Me dije que, debido a las ideas que había considerado antes de dormir, a mi obsesión con El Hombre de Barro, imaginaba cosas.
Casi había logrado convencerme cuando de pronto, a la luz de un potente rayo, vi que la puerta de la habitación estaba abierta. Sin embargo, Saffy la había cerrado al salir. Entonces, tenía razón. Alguien había estado conmigo en ese lugar. Tal vez seguía allí, esperando en las sombras…
—Meredith…
Todas mis vértebras se enderezaron. Mi corazón palpitaba, la sangre corría como un impulso eléctrico por mis venas. No era el viento ni las paredes. Alguien había susurrado el nombre de mi madre. Estaba petrificada, pero, aun así, me invadió una extraña energía. Tenía que hacer algo. No podía pasar la noche entera sentada, envuelta en la manta, escrutando la oscuridad.
Lo último que deseaba era salir de la cama, pero lo hice. Aparté las mantas y me dirigí de puntillas hacia la puerta. Mi mano tocó el pomo frío y liso, tiré de él ligeramente, sin hacer ruido, y salí al corredor.
—Meredith…
Ahogué un grito. Estaba detrás de mí.
Me volví lentamente: era Juniper. Llevaba el mismo vestido que se había puesto en mi primera visita a Milderhurst. Aquel —ahora lo sabía— que Saffy había cosido para la cena con Thomas Cavill.
—Juniper, ¿qué haces aquí? —susurré.
—Te esperaba, Meredith. Sabía que vendrías. He guardado esto para ti.
No sabía de qué hablaba. Me entregó un paquete de contornos definidos, no muy pesado. Le di las gracias.
En la penumbra, vi que su sonrisa se desvanecía.
—Oh, Meredith, he hecho algo terrible.
Juniper repetía aquello que le dijera a Saffy en el corredor, al final de mi visita. Mi corazón comenzó a latir más rápido. No era correcto, pero no pude evitarlo:
—¿De qué se trata? ¿Qué has hecho? —pregunté.
—Tom llegará enseguida. Viene a cenar.
Sentí una enorme tristeza. A lo largo de cincuenta años ella le había esperado, creyendo que la había abandonado.
—Por supuesto. Tom te ama, quiere casarse contigo.
—Tom me ama.
—Sí.
—Y yo le amo.
—Lo sé.
Disfruté de la agradable sensación de haberla transportado a un momento feliz, pero al instante ella se llevó la mano a la boca, horrorizada, y dijo:
—Pero había sangre, Meredith…, mucha sangre, en mis brazos, en mi vestido.
Ella miró su vestido y luego dirigió sus ojos hacia mí. Su rostro era el retrato del dolor.
—Sangre y más sangre. Y Tom no vino. Pero no recuerdo, no puedo recordar.
Entonces, con una contundente certeza, lo supe.
Todo concordaba. Comprendí qué ocultaban las hermanas Blythe, qué le había sucedido a Thomas Cavill, quién era responsable de su muerte.
El hecho de que Juniper cayera en una especie de amnesia después de un suceso traumático; los episodios, y la consecuente imposibilidad de recordar qué había hecho, el comentado incidente con el hijo del jardinero. Con creciente aversión recordé también la carta que había enviado a mi madre, donde mencionaba su único miedo: ser como su padre, tal como, en definitiva, había sucedido.
—No puedo recordar —seguía diciendo Juniper—, no puedo. —Su rostro mostraba una patética confusión y, si bien lo que había dicho era atroz, en aquel momento solo quise abrazarla, liberarla en alguna medida de la terrible carga que había soportado durante cincuenta años—. He hecho algo terrible —susurró otra vez, y antes de que pudiera decir algo para serenarla, fue hacia la puerta.
—Juniper, espera —la llamé.
—Tom me ama —dijo, como si acabara de descubrirlo—. Iré a recibirlo. Llegará enseguida —anunció, y desapareció en el oscuro corredor.
Arrojé el paquete en la cama y la seguí. Doblamos hacia otro pasillo hasta llegar al descansillo de una escalera. Una ráfaga de viento húmedo llegó desde abajo y supe que había abierto una puerta, que planeaba salir, perderse en la fría oscuridad de la noche.
Vacilé un segundo y bajé. No podía dejarla abandonada a su suerte. Seguramente intentaba llegar al camino para buscar a Thomas Cavill. Al llegar al pie de la escalera, vi una puerta: conducía a una pequeña antecámara que comunicaba el castillo con el exterior.
A través de la copiosa lluvia distinguí una especie de jardín, aunque en lugar de plantas se veían extraños monumentos. El lugar estaba rodeado de grandes vallas. Contuve el aliento. Lo había divisado desde el ático durante mi primera visita, cuando Percy Blythe se encargó de explicarme que no era un jardín. Ahora lo sabía, lo había leído en el diario de mi madre. Era el cementerio de las mascotas. Un lugar especial para Juniper.
Una anciana frágil, espectral con su pálido vestido, estaba en el centro de aquel cementerio, con el vestido empapado y la mirada extraviada. Comprendí entonces por qué, tal como Percy había dicho, la tempestad aumentaba su agitación. Aquella noche de 1941, al igual que esta, había sido tormentosa.
Extrañamente, la tormenta parecía amainar a su alrededor. La observé como hipnotizada un instante; luego reaccioné, tenía que ir a buscarla, no podía dejarla bajo la lluvia.
Entonces oí una voz. Juniper miró hacia la derecha. A través de una puerta en la valla, Percy Blythe, con impermeable y botas de lluvia, se acercaba a su hermana, le pedía que entrara. Tendió sus brazos y Juniper fue hacia ella.
Me sentí una intrusa, una extraña fisgoneando una escena privada. Di media vuelta. Alguien estaba detrás: Saffy, con el cabello suelto sobre los hombros, envuelta en una bata. Su expresión anticipaba la disculpa.
—Oh, Edith, lamento de verdad este alboroto.
Señalé a Juniper, tratando de dar una explicación.
—No se preocupe, a veces desvaría, Percy la llevará a casa. Puede volver a la cama.
Subí presurosa la escalera, atravesé el corredor y llegué a mi habitación. Cerré la puerta y me apoyé en ella, jadeante. Accioné el interruptor, con la esperanza de que se hubiera restablecido el suministro eléctrico, pero el ruido de la tecla no fue acompañado por el reconfortante resplandor de la bombilla.
De puntillas volví a la cama, puse en el suelo la caja misteriosa y me envolví en la manta. Apoyé la cabeza en la almohada y escuché mis latidos. En mi mente se repetían las escenas, la confesión de Juniper, la turbación con que trataba de ordenar sus recuerdos fragmentarios, el abrazo a su hermana en el cementerio. Entonces supe por qué Percy Blythe me había mentido. Thomas Cavill había muerto, en efecto, aquella noche de octubre de 1941. Pero la culpable no fue Percy. Ella simplemente había decidido proteger a Juniper hasta el fin.