Percy Blythe comenzó con una negación.
—No soy una narradora —dijo, encendiendo una cerilla—, no como los demás. Solo tengo una historia que contar. Escuche con atención. No la contaré dos veces —advirtió, y con el cigarrillo encendido se reclinó en el asiento—. Le he dicho que no tenía nada que ver con El Hombre de Barro, pero no es así. De uno u otro modo, esta historia empieza y termina con ese libro.
Una ráfaga de viento que bajó por la chimenea avivó las llamas. Abrí mi cuaderno. Ella dijo que no era necesario, pero sentí que mi inquietud se aliviaría si podía ocultarme entre las pálidas páginas con renglones.
—Una vez mi padre nos dijo que el arte era la única forma de inmortalidad. Solía decir ese tipo de cosas. Supongo que a él se lo había dicho su madre. Era una poetisa de gran talento y una mujer muy hermosa, aunque no una madre cariñosa. Podía ser cruel. Sin intención, su talento la volvía cruel. Le transmitió a mi padre todo tipo de ideas extrañas —comentó Percy con un gesto desdeñoso, antes de hacer una pausa para alisarse el cabello a la altura de la nuca—. Se equivocaba, existe otro tipo de inmortalidad, mucho menos codiciada y celebrada.
Me incliné un poco hacia delante, esperando que revelara cuál era, pero no lo hizo. A lo largo de aquella tarde me acostumbré a esos súbitos cambios de tema. Percy se centraba en una escena, la ponía en movimiento y, bruscamente, su atención cambiaba de dirección.
—No tengo duda de que mis padres fueron felices en alguna época, antes de que naciéramos. En este mundo hay dos tipos de personas: unas disfrutan de la compañía de los niños, otras no. Mi padre se contaba entre las primeras. Creo que él mismo se sorprendió al sentir un amor tan profundo cuando Saffy y yo nacimos. —Percy miró el Goya y un músculo de su cuello se puso tenso—. Durante los primeros años, antes de la Gran Guerra, antes de escribir ese libro, era otro hombre. Extraordinario para su época y su clase. Nos adoraba, no era simplemente cariño lo que sentía, estaba fascinado con sus hijas. Y nosotras con él. Nos mimaba, no porque nos colmara de regalos, aunque tampoco eran escasos, sino porque nos ofrecía toda su atención y su confianza. Creía que no podíamos hacer ningún mal y nos consentía. No es bueno para un niño ser objeto de idolatría… ¿Quiere un vaso de agua, señorita Burchill?
—No, gracias —respondí, parpadeando.
—Yo sí. Perdón, mi garganta… —se disculpó, antes de dejar el cigarrillo en el cenicero para ir hacia una repisa, de donde cogió una jarra. Llenó el vaso, tragó, y entonces advertí que, a pesar de la voz clara y firme, y la mirada penetrante, sus dedos temblaban—. Señorita Burchill, ¿sus padres la consentían cuando era niña?
—No lo hicieron.
—Eso me parecía. No inspira esa sensación de poder que tiene un niño al que se ha convertido en el centro del mundo —opinó, mirando de nuevo la ventana. El día era cada vez más gris—. Nuestro padre nos ponía en un viejo cochecito de bebé, el mismo que había ocupado él siendo niño, y nos llevaba de paseo por el pueblo. Más adelante le pedía a la cocinera que preparara magníficos picnics y los tres salíamos a explorar el bosque, paseábamos por el campo y él nos narraba cuentos, nos hablaba de cosas que nos parecían importantes y admirables. Decía que este era nuestro hogar, que aquí siempre oiríamos las voces de nuestros antepasados y nunca estaríamos solas. —Sus labios intentaron esbozar una leve sonrisa—. En Oxford se había destacado en lenguas antiguas y se interesó especialmente por el anglosajón. Hacía traducciones, por placer, y desde muy pequeñas accedió a que colaboráramos con él. En general, trabajábamos aquí, en la torre, aunque a veces lo hacíamos en los jardines. Una tarde, tendidos los tres en la manta de picnic, mirábamos el castillo mientras él nos leía El vagabundo. Fue un día perfecto. Esos días son raros. Recordarlos, también. —Percy hizo una pausa. Su rostro se distendió mientras los pensamientos se internaban en el recuerdo. Reanudó el relato con voz aflautada—: Los anglosajones tenían propensión a la tristeza y la nostalgia. Y, por supuesto, al heroísmo. Supongo que a los niños les ocurre lo mismo. Seledreorig —La palabra sonó como un conjuro en la redonda sala de piedra—: «Tristeza por la falta de un palacio». En inglés no hay una palabra equivalente, pero debería existir, ¿verdad? Vaya, me he desviado del tema. —Se enderezó en la silla y buscó su cigarrillo, que se había convertido en ceniza—. El pasado es como esto —dijo mientras sacaba otro del paquete—, siempre está ahí para tentarnos. —Encendió el fósforo, aspiró con impaciencia y me miró a través del humo—. En adelante pondré más atención —prometió, mientras la llama se apagaba, subrayando sus palabras—. Mi madre había deseado fervientemente tener hijos y, cuando al fin los tuvo, fue víctima de una depresión profunda, apenas se levantaba de la cama. Cuando se recuperó, descubrió que su familia ya no la necesitaba: sus hijas se escondían detrás de las piernas de su marido cuando ella trataba de abrazarlas, lloraban y pataleaban si se acercaba. Mi hermana y yo utilizábamos palabras de otros idiomas, que nuestro padre nos había enseñado, para que no comprendiera lo que decíamos. Él se reía y nos alentaba, le fascinaba que fuéramos tan precoces. Seguramente éramos muy desagradables. Apenas la conocíamos. Nos negábamos a estar con ella, a nuestro padre y a nosotras nos bastaba con la mutua compañía. Y mi madre cada vez se sentía más sola.
Sola. Me pregunté si alguna palabra me había sonado tan abominable como aquella, en boca de Percy. Recordé los daguerrotipos de Muriel Blythe que había visto en el archivo. Si en aquel momento me había parecido curioso encontrarlos en ese lugar oscuro y olvidado, ahora me parecía decididamente funesto.
—¿Qué ocurrió?
Percy me lanzó una mirada penetrante.
—Todo a su debido tiempo.
Se oyó el estallido de un trueno. Ella miró hacia la ventana.
—Una tormenta —dijo con fastidio—, justo lo que necesitamos.
—Cerraré la ventana.
—Todavía no. El aire es agradable. —Mirando al suelo, cogió el cigarrillo y ordenó sus ideas. Luego me miró—. Mi madre encontró un amante. ¿Quién podía culparla? Mi padre lo hizo posible, aunque sin intención; no es ese tipo de historia. Él sabía que la dejaba de lado y trató de recomponer la situación. Planificó grandes reformas en el castillo y los jardines. En las ventanas de la planta baja se añadieron postigos, similares a los que ella había admirado en el continente, y se hicieron reformas en el foso. La excavación llevó mucho tiempo, Saffy y yo mirábamos desde la ventana del ático. El arquitecto se llamaba Sykes.
—Oliver Sykes.
—Muy bien, señorita Burchill —dijo Percy, asombrada—. Sabía que era astuta, pero no sospechaba que fuera erudita en materia de arquitectura.
Sacudí la cabeza, expliqué que lo había leído en El Milderhurst de Raymond Blythe. No dije, en cambio, que estaba al tanto del legado de su padre al Pembroke Farm Institute. Eso significaba que él no se había enterado de la aventura.
—Mi padre no tenía ni idea —dijo ella, como si hubiera leído mi mente—. Pero nosotras lo sabíamos. Los niños saben ese tipo de cosas. Sin embargo, jamás se nos ocurrió decirlo. Sus hijas lo eran todo para él, las actividades de mi madre le interesaban tan poco como a nosotras —aseguró. Al moverse en el asiento, su blusa se onduló—. No tengo remordimientos, señorita Burchill. Pero todos somos responsables de nuestros actos y muchas veces me he preguntado si fue entonces cuando la fortuna se volvió adversa para los Blythe, incluso para los que aún no habían nacido. Tal vez todo habría sido diferente si Saffy y yo le hubiéramos dicho que habíamos visto a nuestra madre con ese hombre.
—¿Por qué? —interrumpí tontamente el hilo de su relato, pero no pude evitarlo—. ¿Por qué habría sido mejor decirlo?
No tuve en cuenta que la vena obstinada de Percy Blythe no toleraba las interrupciones. Se puso de pie con las manos en la cadera y echó la pelvis hacia delante. Dio una última calada a su cigarrillo, lo apagó en el cenicero y se dirigió con paso rígido hacia la ventana. Desde mi sillón vi el cielo denso y oscuro. Ella, entrecerrando los ojos, contempló el lejano resplandor que aún temblaba en el horizonte.
—No sabía que mi padre había conservado esa carta que ha descubierto usted —dijo, al tiempo que el ruido del trueno se acercaba—, pero me alegro de que lo hiciera. Fue muy difícil para mí escribirla, él estaba tan entusiasmado con el manuscrito, con la historia… Cuando mi padre volvió de la guerra, era la sombra del hombre que conocíamos. Flaco, con los ojos vidriosos y huecos. Por regla general nos mantenían alejadas, las enfermeras decían que no debíamos molestarle. Pero nosotras lográbamos deslizarnos furtivamente a su lado, a través de las venas del castillo. Sentado junto a la ventana, miraba sin ver y hablaba de su desaliento. Su mente necesitaba crear, pero cuando aferraba la pluma, las ideas parecían eludirle. «Estoy vacío», repetía una y otra vez. Era verdad. Como se puede imaginar, cuando comenzó a trabajar en el borrador de El Hombre de Barro su entusiasmo tuvo un efecto reparador.
Asentí, recordé los cuadernos del autor, el cambio en su caligrafía, llena de confianza e ímpetu de la primera a la última línea.
El destello de un rayo sobresaltó a Percy Blythe. Esperó la respuesta del trueno.
—Las palabras de ese libro eran suyas, señorita Burchill. Pero la idea fue robada.
«¿A quién?», quise gritar, pero esta vez me mordí la lengua.
—Me dolió escribir esa carta, desalentar un proyecto tan estimulante para él. Sin embargo, tenía que hacerlo. —Comenzó a llover, brilló un fugaz relámpago—. Poco después de que mi padre regresara de Francia enfermé de escarlatina y me enviaron al hospital. Las gemelas no toleran la soledad.
—Debió de ser terrible…
—Saffy siempre fue la más imaginativa —prosiguió ella, como si hubiera olvidado mi presencia—. Cuando estábamos juntas, ilusión y realidad se mantenían en equilibrio. Al separarnos, nuestras diferencias se profundizaron —explicó. La lluvia que caía en el alféizar la hizo temblar y se alejó de la ventana—. Mi hermana sufrió espantosamente a causa de la pesadilla. Suele ocurrir con los más fantasiosos. Como se habrá percatado, señorita Burchill, no he dicho pesadillas. Solo hubo una.
La tempestad centelleante había devorado las últimas luces del día. La torre se quedó a oscuras. Solo el resplandor anaranjado del fuego ofrecía algún alivio. Percy regresó al escritorio y encendió la lámpara. La luz atravesó el cristal coloreado arrojando sombras bajo sus ojos.
—Soñaba con él desde que tenía cuatro años. Se despertaba por la noche, bañada en sudor, convencida de que un hombre cubierto de barro había trepado desde el foso para raptarla —explicó. Al inclinar la cabeza, sus pómulos se relajaron—. Yo la tranquilizaba, le decía que era un sueño, que nada podría hacerle daño mientras yo estuviera junto a ella. —Percy exhaló penosamente—. Así fue hasta julio de 1917.
—Cuando enfermó de escarlatina.
El gesto afirmativo fue tan leve que creí haberlo imaginado.
—Y ella se lo contó a su padre.
—Nuestro padre trataba de esconderse de sus enfermeras cuando mi hermana lo encontró. Ella estaba alterada, Saffy nunca ha sido buena para ocultar sus estados de ánimo, y él le preguntó qué le sucedía.
—Y luego lo escribió.
—El demonio de mi hermana fue su salvación. Al menos en un primer momento. La historia lo deslumbró. Preguntó a Saffy en busca de detalles. Seguramente a ella le halagaba su atención y cuando regresé del hospital todo había cambiado. Nuestro padre estaba exultante, recuperado, casi alucinado, y compartía un secreto con Saffy. Ninguno de los dos me habló de El Hombre de Barro. Comprendí qué había sucedido cuando vi las pruebas de imprenta del libro en este mismo escritorio.
La lluvia, que caía a raudales, me impedía oír. Me levanté y cerré la ventana.
—Fue entonces cuando escribió la carta.
—Yo sabía que el hecho de que él publicara esa historia sería terrible para Saffy. Pero él no lo creía así, y padeció las consecuencias el resto de su vida —dijo mirando otra vez el Goya—: la culpa por su pecado.
—Culpa por haber robado la pesadilla de Saffy —dije. El concepto de pecado me parecía excesivo. En cambio, me parecía comprensible que lo sucedido hubiera conmocionado a una niña, en particular si tenía tendencia a fantasear—. La sacó a la luz, le dio nueva vida, la hizo realidad.
Percy soltó una carcajada irónica, metálica, que me hizo temblar.
—¡Oh, señorita Burchill! Hizo más que eso. Él inspiró el sueño. Aunque por aquel entonces no lo sabía.
* * *
El rugido de un trueno envolvió la torre. La luz de la lámpara se debilitó, no así Percy Blythe. Seguía absorta en su relato y me acerqué, ansiosa por saber a qué se refería, de qué manera su padre había podido impulsar la pesadilla de Saffy. Encendió otro cigarrillo. Sus ojos brillaron y tal vez detectó mi interés, porque cambió de tema.
El cambio fue un duro golpe para mí. Mi desánimo fue evidente y no escapó a la atención de mi anfitriona.
—¿La he decepcionado, señorita Burchill? Esta es la historia del nacimiento de El Hombre de Barro. Una gran revelación. Todos participamos en su creación, incluso mi madre, aunque hubiera muerto antes de que el sueño fuera soñado y el libro fuera escrito —dijo, y después de quitar un resto de ceniza de su blusa, reanudó el relato—: La aventura de mi madre seguía adelante y mi padre no tenía ni la más remota idea. Hasta que una noche volvió de Londres más temprano de lo previsto. Traía buenas noticias: una revista de Estados Unidos había publicado un elogioso artículo sobre él y quería celebrarlo. Era tarde. Saffy y yo apenas teníamos cuatro años, y nos habían enviado a la cama mucho antes. Los amantes estaban en la biblioteca. La doncella de mi madre trató de detener a mi padre, pero él había estado bebiendo whisky toda la tarde, se encontraba radiante, quería compartir la alegría con su esposa. Entró en la biblioteca y allí los encontró. —De pronto, Percy hizo una mueca, anticipando la próxima escena—. Mi padre se puso furioso. Se desató una terrible pelea. Primero, con Sykes. Y cuando este quedó tendido en el suelo, comenzó a discutir con mi madre. Le gritó, la insultó y luego la empujó. No tenía intención de hacerle daño, pero lo hizo con la suficiente fuerza para tirarla sobre el escritorio. Una lámpara cayó al suelo y se rompió. Las llamas alcanzaron el dobladillo de su vestido.
»El fuego fue instantáneo y feroz. Subió por la gasa de su vestido y en un segundo lo devoró. Mi padre, horrorizado, la arrastró hacia las cortinas tratando de apagar las llamas, pero solo logró empeorar las cosas. Pidió ayuda, sacó a mi madre de la biblioteca, le salvó la vida, aunque por poco tiempo, pero no regresó a buscar a Sykes. Dejó que se consumiera allí. El amor inspira actos crueles, señorita Burchill.
»La biblioteca ardió por completo. Cuando las autoridades llegaron, no encontraron cadáveres. Al parecer, Oliver Sykes nunca había existido. Mi padre supuso que el cuerpo se había desintegrado bajo el efecto de un calor tan intenso. La doncella de mi madre nunca habló del asunto por temor a manchar el buen nombre de su ama. Y nadie reclamó el cuerpo de Sykes. Por fortuna para mi padre, el arquitecto era un soñador que solía hablar de su intención de huir al continente y aislarse del mundo.
La historia que acababa de oír era espeluznante: la manera en que se había originado el incendio que mató a su madre, el hecho de que Oliver Sykes fuera abandonado a su suerte en la biblioteca. Sin embargo, aún no podía comprender qué relación tenía todo aquello con El Hombre de Barro.
—No fui testigo de lo ocurrido. Pero alguien lo vio. En el ático, una niña se había despertado y, mientras su hermana dormía, había trepado a la repisa para contemplar el extraño cielo dorado: vio el fuego que se alzaba desde la biblioteca y, en el suelo, un hombre completamente negro, carbonizado, destruido, gritando en su agonía mientras trataba de salir del foso.
* * *
Percy llenó otra vez su vaso de agua y bebió compulsivamente.
—Tal vez recuerde que durante su primera visita dijo que el pasado cantaba en las paredes.
—Sí. —Me pareció que desde esa visita había pasado una eternidad.
—Las horas distantes. Le dije que era absurdo, que las piedras eran antiguas pero no contaban sus secretos.
—Lo recuerdo.
—Mentí —afirmó Percy, levantando la barbilla y mirándome con actitud desafiante—. Yo las oigo. Cada vez con más claridad, a medida que envejezco. No me ha resultado fácil contar esta historia, pero era necesario. Tal como le he dicho, existe otra clase de inmortalidad, mucho más solitaria.
Esperé en silencio.
—Una vida, señorita Burchill, está comprendida entre dos acontecimientos: el nacimiento y la muerte. Las fechas en que una persona nace y muere son tan importantes como su nombre, como las experiencias que tienen lugar entre una y otra. No le cuento esta historia para sentirme absuelta, sino porque la muerte debe quedar registrada. ¿Lo comprende?
Asentí, pensé en Theo Cavill, en su obsesiva revisión de los datos de su hermano, en el horrendo limbo de no saber.
—Bien, no debe haber malentendidos al respecto.
Al hablar de absolución, Percy me recordó la culpa que llevó a Raymond a convertirse al catolicismo y a dejar buena parte de su patrimonio a la Iglesia. También porque era culpable, más que por la admiración que pudieran despertarle sus actividades, el otro beneficiario de su legado fue el instituto fundado por Sykes. De pronto se me ocurrió algo:
—Según ha dicho, al principio su padre no sabía que él había inspirado el sueño. ¿Lo supo después?
Percy sonrió.
—Recibió una carta de un estudiante de doctorado de Noruega, que escribía una tesis sobre el daño físico en la literatura. Le interesaba el cuerpo del Hombre de Barro porque las descripciones coincidían con imágenes de víctimas de incendios. Mi padre nunca le respondió, pero fue entonces cuando se dio cuenta.
—¿Cuándo recibió esa carta?
—A mediados de los años treinta. Por esa época comenzó a ver al Hombre de Barro en el castillo.
Y añadió al libro una segunda dedicatoria: «A MB y OS». No eran las iniciales de sus esposas, sino un intento de reparar de alguna manera las muertes que había causado. Algo me llamó la atención.
—Si usted no fue testigo del incendio, ¿cómo supo que aquella noche Oliver Sykes estaba en la biblioteca y que se produjo la pelea?
—Juniper.
—¿Qué?
—Nuestro padre se lo dijo. Juniper también pasó por un hecho traumático cuando tenía trece años. Él insistía en que los dos eran muy parecidos. Tal vez creyó que le proporcionaría consuelo saber que todos somos capaces de comportarnos de un modo reprochable. Era lo suficientemente magnánimo y estúpido para hacerlo.
Percy calló, bebió agua de su vaso, y luego la misma habitación pareció suspirar. La verdad había sido revelada al fin, tal vez se sintiera aliviada, aunque yo no tenía esa certeza. Le alegraba haber cumplido con su deber, pero en su actitud nada indicaba que la confesión le hubiera quitado un peso de encima: el dolor era mucho más grande que el consuelo que podía lograr. Magnánimo y estúpido. Era la primera vez que la oía criticar a su padre y dado que era una encarnizada defensora de su legado, en su boca esas palabras adquirían una particular dureza.
Era comprensible. Raymond Blythe había sido indiscutiblemente malvado, no causaba sorpresa que la culpa lo hubiera conducido a la locura. Recordé la foto del anciano Raymond en el libro que había comprado en el pueblo: los ojos temerosos, los rasgos tensos, la sensación de que oscuros pensamientos lo acechaban. Un aspecto similar tenía ahora la mayor de sus hijas. Encogida en la silla, la ropa parecía grande para su talla, los pliegues caían sobre sus huesos. El relato la había agotado, sus párpados se cerraban y en la piel frágil se distinguían venillas azules. Me pareció lamentable que la hija tuviera que padecer por los pecados de su padre.
Fuera llovía copiosamente. Las gotas golpeaban el suelo ya empapado. La habitación estaba a oscuras aquella tarde; el fuego, que había permanecido encendido durante el relato de Percy, se consumía y despojaba al estudio de su aspecto acogedor. Cerré mi cuaderno.
—Creo que por esta tarde es suficiente —dije, intentando ser amable—. Si lo desea, podemos continuar mañana.
—Falta muy poco, señorita Burchill.
Percy golpeó suavemente su paquete de cigarrillos. Un cigarro cayó sobre el escritorio. Jugueteó con él hasta que la cerilla lo encendió.
—Ya sabe qué sucedió con Sykes, pero no con el otro hombre.
El otro. Contuve la respiración.
—Por su expresión, diría que sabe a quién me refiero.
Asentí con solemnidad. El estrépito de un trueno me hizo temblar. Abrí mi cuaderno otra vez.
Ella dio una calada y tosió al echar el humo.
—El amigo de Juniper.
—Thomas Cavill —susurré.
—Él vino aquella noche, el 29 de octubre de 1941. Anote esa fecha. Vino, tal como se lo había prometido. Pero ella nunca lo supo.
—¿Por qué? ¿Qué ocurrió? —A punto de descubrirlo, casi prefería no saberlo.
—Era una noche de tormenta, bastante parecida a esta. Estaba oscuro. Se produjo un accidente —dijo Percy, en voz tan baja que tuve que inclinarme hacia ella para oírla—, creí que era un intruso.
Era imposible añadir una sola palabra.
La piel de su rostro estaba cenicienta y en sus arrugas había décadas de culpa.
—No se lo dije a nadie. Por cierto, la policía no lo supo, temí que no me creyeran, que pensaran que estaba encubriendo a otra persona.
Juniper y el violento accidente de su pasado. El escándalo con el hijo del jardinero.
—Me ocupé de todo, hice lo que pude, pero nadie lo sabe y finalmente lo sucedido debe quedar en claro.
Me impresionó verla llorar. Las lágrimas se deslizaban libremente por su anciano rostro. Mi impresión se debía a que la mujer que tenía enfrente era Percy Blythe, pero después de oír su confesión, no me sorprendía.
Dos hombres muertos. Dos encubrimientos. Demasiado para procesar, tanto que no podía sentir ni pensar con claridad. Mis emociones formaban un todo, como los colores de una caja de acuarelas; no me sentía irritada, asustada o moralmente superior y, sin duda, no estaba enfervorizada por haber conseguido las respuestas que buscaba. Solo sentía tristeza. Inquietud, preocupación por la anciana sentada ante mí, que lloraba por los espinosos secretos de su vida. No podía aliviar su dolor, pero tampoco podía quedarme allí observándola.
—La ayudaré a bajar la escalera.
Esta vez ella aceptó sin decir nada.
Le serví de apoyo mientras lenta y cuidadosamente bajamos los tramos sinuosos. Ella insistió en llevar consigo el bastón, que se arrastraba a sus espaldas, marcando nuestro avance, dejando en cada peldaño un horrendo tatuaje. Ninguna de las dos dijo nada. Estábamos muy cansadas.
Cuando por fin llegamos a la puerta cerrada del salón amarillo, Percy Blythe se detuvo. Gracias a su fuerza de voluntad, se irguió y ganó unos centímetros de estatura.
—Ni una palabra a mis hermanas —dijo. Su voz no era brusca, pero su tono enérgico me sorprendió—; ni una palabra, ¿me ha oído?
* * *
—Se quedará a cenar, ¿verdad, Edith? Al ver que era tarde y aún no se había marchado, he preparado una ración extra —dijo Saffy con alegría tan pronto como cruzamos la puerta. Aunque le dedicó a Percy una mirada afable, me pareció perpleja; seguramente se preguntaba qué asunto había mantenido ocupada a su hermana toda la tarde.
Puse reparos, pero ella ya estaba colocando un plato para mí y fuera llovía a cántaros.
—Por supuesto —dijo Percy, liberándose de mi brazo para dirigirse con paso lento pero seguro al otro extremo de la mesa. Al llegar se giró para mirarme y, bajo la iluminación eléctrica del salón, comprobé que, asombrosamente, había logrado recuperarse por completo para desempeñar su papel habitual ante sus hermanas—. La he obligado a trabajar sin comer. Lo mínimo que puedo hacer es ofrecerle la cena.
Las cuatro cenamos pescado ahumado de color amarillo brillante y consistencia viscosa, preparado con escasa destreza. El perro, al que habían encontrado oculto en la despensa, pasó la mayor parte del tiempo echado a los pies de Juniper. Ella le daba trozos de pescado de su plato. La tormenta no amainó, sino que se intensificó. De postre comimos tostadas con mermelada. Bebimos té, y luego más té, hasta quedarnos sin tema de amable conversación. A intervalos regulares las luces relampagueaban, indicando la posibilidad de un corte de luz, y cada vez que revivían intercambiábamos sonrisas tranquilizadoras. Entretanto, la lluvia chorreaba por los canalones y azotaba las ventanas.
—Bien —dijo por fin Saffy—, creo que no hay otra alternativa. Haremos una cama para que pase la noche aquí. Telefonearé a la granja para avisar.
—¡Oh, no! —exclamé con una presteza que excedía la amabilidad—, no quiero molestar. —Era verdad, tanto como que no me agradaba la idea de pasar la noche en el castillo.
—Tonterías —observó Percy al regresar de la ventana—, ahí fuera está tan oscuro que puede caer en el arroyo y ser arrastrada como un tronco. No queremos que tenga un accidente habiendo aquí habitaciones disponibles.