No puedo contarles cómo regresé a la granja. No recuerdo un solo segundo de aquella caminata. Creo haber dicho adiós a Saffy y a Percy, y después logré bajar la colina sin sufrir accidentes. Estaba aturdida, no tengo conciencia de lo que ocurrió desde que salí del castillo hasta que llegué a mi habitación. No podía pensar más que en el contenido de la carta. La que había robado. Debía hablar con alguien de inmediato. Si mi lectura era correcta —el texto no era particularmente complejo—, alguien había acusado de plagio a Raymond Blythe. ¿Quién era esa misteriosa persona? ¿A qué relato anterior se refería? En cualquier caso, había leído su manuscrito, lo que implicaba que ambos conocían el relato y que la carta fue escrita antes de que el libro se publicara, en 1918. Este dato acotaba las posibilidades, pero en realidad no era de gran ayuda. Yo ignoraba quién había recibido el manuscrito. Solo tenía una pista. Gracias a que me dedico a la edición, sabía que lo habían leído editores, correctores y unos pocos amigos de confianza. Pero más que esas generalidades, necesitaba nombres, fechas, información específica que me permitiera evaluar la pertinencia de esa carta. Si sus insinuaciones eran ciertas, si Raymond Blythe se había apropiado de la historia de El Hombre de Barro, las consecuencias serían enormes.
Investigadores e historiadores, así como padres convalecientes, habrían soñado con hacer ese descubrimiento, una revelación sensacional. Yo, en cambio, solo sentía náuseas. No deseaba que fuera cierto, anhelaba que se tratara de una broma o un error. Mi propio pasado, mi amor por los libros y la lectura estaban inextricablemente unidos a El Hombre de Barro de Raymond Blythe. El hecho de aceptar que la historia no era creación suya, que la había conseguido de otra fuente, que no había germinado en el suelo fértil de Milderhurst Castle, no solo significaba hacer trizas una leyenda literaria, era un golpe feroz a mi persona.
En cualquier caso, yo había descubierto la carta y yo había sido contratada para escribir sobre la obra de Raymond Blythe y, más concretamente, sobre los orígenes de El Hombre de Barro. No podía ignorar una acusación de plagio por el simple hecho de que la idea no me agradara. En especial, porque parecía ofrecer una explicación plausible a la reticencia del autor a referirse a su fuente de inspiración.
Necesitaba ayuda y conocía a la persona que podía dármela. Al llegar a la granja evité cruzarme con la señora Bird y fui directa a mi habitación. Sin haberme sentado siquiera, levanté el auricular y marqué atropelladamente el número de Herbert.
El teléfono sonó. Nadie respondió. Esperé impaciente y lo intenté otra vez. Escuché la lejana campanilla. Me mordí las uñas, leí mis notas y volví a probar, con el mismo resultado. Consideré la posibilidad de llamar a mi padre. Solo me detuvo el temor de que se resintiera su salud. Fue entonces cuando mis ojos se posaron en el nombre de Adam Gilbert, escrito en la transcripción de sus entrevistas.
Marqué, esperé, no hubo respuesta. Lo intenté de nuevo.
Oí el característico sonido del auricular que se descuelga.
—Hola, soy la señora Button.
Estuve a punto de llorar de alegría.
—Hola, soy Edith Burchill. Deseo hablar con Adam Gilbert.
—Lo siento, señorita Burchill. El señor Gilbert se ha marchado a Londres, tiene una cita con el médico.
—Oh… —fue todo lo que pude decir.
—Regresará en un par de días. Puedo dejarle un mensaje y pedirle que la llame entonces.
—No —dije en principio, sería demasiado tarde, necesitaba su ayuda en ese mismo momento. Sin embargo, era mejor que nada—. Sí, gracias. Por favor, dígale que es importante, que creo haberme topado con algo concerniente al misterio sobre el que hablamos.
Pasé el resto de la noche contemplando la carta, haciendo garabatos indescifrables en mi cuaderno, marcando el número de Herbert y escuchando las voces fantasmales atrapadas en la línea de teléfono. A las once acepté por fin que era muy tarde para seguir acechando su casa. Y que, al menos por el momento, estaba sola con mi problema.
* * *
A la mañana siguiente me dirigí al castillo, exhausta, con la visión nublada, como si hubiera pasado la noche girando en la lavadora. Llevaba la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y constantemente la tocaba para cerciorarme de que seguía allí. No puedo explicar el motivo, pero al salir de mi habitación me sentí obligada a llevarla conmigo. Me parecía inconcebible dejarla en el escritorio. No fue una decisión racional. No es que temiera que alguien la encontrara a lo largo del día. Era la rara y ardiente convicción de que me pertenecía, que había aparecido ante mí y que me correspondía desvelar sus secretos.
Percy Blythe me esperaba junto a los peldaños de la entrada. La vi antes de que advirtiera mi presencia. Por eso sé que simuló arrancar malas hierbas de un tiesto: hasta el instante en que un sexto sentido le comunicó que yo estaba allí, se mantuvo erguida, apoyada en la escalinata, de brazos cruzados, mirando a la lejanía. Tan inmóvil y pálida como una estatua. Aunque no como las que suelen adornar la fachada de una casa.
—¿Alguna noticia de Bruno? —pregunté, tratando de sonar espontánea.
Ella fingió sorprenderse al verme. Se frotó los dedos y minúsculos granos de tierra cayeron al suelo.
—No albergo grandes esperanzas, con este frío —respondió. Luego esperó a que llegara hasta donde se encontraba, extendió el brazo y me invitó a seguirla.
Dentro del castillo hacía tanto frío como fuera. Las piedras parecían capturarlo y el lugar se veía más gris, más oscuro, más sombrío.
Supuse que atravesaríamos el corredor rumbo al salón amarillo. Sin embargo, Percy me condujo a una puerta oculta en un nicho del pórtico.
—La torre —anunció—. Para su artículo.
Asentí. Ella comenzó a subir la escalera estrecha y serpenteante. La seguí.
Mi malestar crecía a cada paso. Tal como me había dicho, era importante ver la torre, pero, aun así, era extraño que se ofreciera a enseñármela. Hasta ese momento había sido muy reticente, reacia a que hablara con sus hermanas o leyera los cuadernos de su padre. El hecho de que me esperara bajo el frío de la mañana, que me propusiera subir a la torre sin que se lo hubiera pedido era algo imprevisto, y no me siento cómoda ante lo imprevisible.
Me dije que estaba haciendo interpretaciones descabelladas. Percy Blythe me había elegido para escribir sobre su padre y se sentía orgullosa de su castillo. Tal vez fuera solo eso. O bien había decidido que debía facilitarme lo que necesitaba para que me marchara cuanto antes y le permitiera dedicarse a sus propios asuntos. Pero, aunque mis argumentos fueran sensatos, el recelo no me abandonaba. ¿Era posible que conociera mi descubrimiento?
Llegamos a una pequeña plataforma de piedras desiguales. En el muro se había abierto una estrecha tronera por la que vislumbré la espesura del bosque Cardarker: espléndido cuando se veía al completo, funesto si se admiraba parcialmente.
—La habitación de la torre —anunció Percy Blythe, abriendo la estrecha puerta arqueada.
Una vez más, se apartó para que yo pasara primero. Entré con cautela y me detuve en el centro de una pequeña sala circular, sobre una alfombra descolorida con matices grisáceos. De inmediato noté que había troncos en la chimenea, presumiblemente con motivo de nuestra visita.
—Bien, ahora estamos a solas —dijo Percy tras cerrar la puerta.
Al oírla, por algún motivo que no pude precisar, mi corazón se aceleró. No tenía motivos para tener miedo. Ella era una anciana frágil que había consumido sus escasas energías subiendo por la escalera. En una lucha cuerpo a cuerpo, podría defenderme. Y, sin embargo, el brillo que aún conservaban sus ojos dejaba entrever que su espíritu era más fuerte que su cuerpo. Solo pude pensar en que había una gran distancia de allí al suelo y que varias personas ya habían muerto al caer por esa ventana.
Por fortuna, Percy Blythe no tenía la capacidad de leer mi mente y descubrir atrocidades propias de un melodrama.
—Este es el lugar donde trabajaba —dijo, con un ligero movimiento de su mano.
Sus palabras me permitieron despejar mis turbios pensamientos y darme cuenta de que me encontraba en la torre de Raymond Blythe. En los estantes, construidos de tal forma que se adaptaban a la curva del muro, estaban sus obras favoritas. Él se había sentado ante aquella chimenea, día y noche, mientras trabajaba. Dejé que mis dedos rozaran el escritorio donde había creado El Hombre de Barro.
«Si es verdad que lo creó», me susurró la carta.
—Hay un sitio —dijo Percy Blythe mientras encendía la cerilla que hizo arder el fuego de la chimenea— detrás de la pequeña puerta del pórtico, cuatro pisos más abajo, pero justo debajo de la torre. Saffy y yo solíamos pasar el rato allí, cuando éramos jóvenes y nuestro padre estaba trabajando. —Ante aquel extraño rapto de locuacidad, no pude evitar mirarla. Era diminuta y macilenta y, aun así, había algo en lo profundo de su ser, su fortaleza, tal vez su temperamento, que me atraía irresistiblemente, como la luz atrae a una polilla. Quizás percibió mi interés, porque me privó de su luz, la sonrisa sutil desapareció y recuperó la rigidez. Arrojó la cerilla a las llamas e, inclinando la cabeza, invitó:
—Por favor, haga su propio recorrido.
—Gracias.
—Pero no se acerque a la ventana, hay un largo trecho hasta abajo.
Traté de esbozar una sonrisa y comencé a observar los detalles de la habitación. Los estantes estaban casi vacíos. La mayor parte de su contenido, al parecer, cubría ahora las paredes del archivo. En cambio, aún se veían cuadros. Me llamó la atención uno de ellos, una obra que conocía: El sueño de la razón produce monstruos, de Goya. Me detuve para contemplar al hombre desplomado, se diría que desesperado, sobre su mesa, mientras una multitud de monstruos semejantes a murciélagos revolotean sobre él, surgen de su mente dormida y de ella se alimentan.
—Era de mi padre —dijo Percy. Su voz me sobresaltó, pero no me volví para mirarla. A pesar de todo, al prestar nuevamente atención al cuadro, mi percepción había cambiado y solo vi mi figura reflejada en el cristal, y detrás, la suya—. Nos causaba terror.
—Es comprensible.
—Mi padre decía que tener miedo era una tontería, que en esa obra había una enseñanza.
—¿Cuál era? —pregunté, y en ese instante me volví hacia ella.
Ella señaló el sillón junto a la ventana.
—Oh, estoy bien de pie —dije, sonriendo débilmente otra vez.
Percy parpadeó, lentamente. Por un instante creí que insistiría. Pero se limitó a decir:
—La enseñanza, señorita Burchill, consistía en comprender que, cuando la razón duerme, asoman los monstruos reprimidos.
Mis manos estaban sudorosas y una ráfaga de calor subía por mis brazos. ¿Me había leído la mente? Era imposible que supiera las monstruosidades que había imaginado desde el momento en que descubrí la carta, que adivinara la morbosa fantasía de ser arrojada por la ventana.
—En ese aspecto, Goya se anticipó a Freud.
Sonreí con cierto cinismo. La oleada de calor llegó a mis mejillas. No podía seguir tolerando el suspense, el disimulo. No era apta para esa clase de juego. Si Percy Blythe conocía mi descubrimiento, si estaba al tanto de que yo me había llevado la carta y tenía el deber de investigar; si todo aquello era un plan para que confesara, y su objetivo era intentar por cualquier medio evitar que la mentira de su padre quedara al descubierto, yo estaba dispuesta a averiguarlo. Más aún, yo asestaría el primer golpe.
—Señorita Blythe, encontré algo ayer, en el archivo.
Instantáneamente Percy palideció por completo, su imagen me espantó. Y con la misma rapidez logró recomponerse.
—Me temo que no soy capaz de adivinar, señorita Burchill. Tendrá que decirme de qué se trata.
Saqué la carta del bolsillo y se la entregué, tratando de que mi mano no temblara. Ella buscó sus gafas, las sostuvo delante de los ojos y leyó la página. El tiempo transcurría con suma lentitud, mientras ella recorría el papel con el dedo.
—Sí, entiendo —dijo por fin. Parecía casi aliviada, mi descubrimiento no tenía relación con sus temores.
Esperé que siguiera hablando, pero pronto fue evidente que no tenía intención de hacerlo. Me vi obligada a iniciar la conversación más difícil que recordaba hasta entonces.
—Me preocupa que exista alguna probabilidad de que El Hombre de Barro haya sido… —no me animé a decir «robado»—, de que su padre hubiera leído la historia antes de escribir su libro —tragué saliva, la habitación se desdibujó levemente ante mis ojos—, tal como sugiere esta carta. En ese caso, los editores deben saberlo.
Ella dobló cuidadosamente la carta, y solo cuando terminó, dijo:
—No tiene motivo para preocuparse, señorita Burchill. Mi padre escribió cada palabra de ese libro.
—Pero la carta…, ¿está segura? —Había cometido un gran error al decírselo. ¿Acaso podía esperar que fuera sincera conmigo, que accediera a que yo llevara a cabo una investigación con el fin de privar a su padre de toda credibilidad? Era natural que una hija se comportara tal como lo hacía ella, en especial si se trataba de una hija como Percy.
—Estoy completamente segura, señorita Burchill —afirmó, mirándome a los ojos—. Porque yo escribí esta carta.
—¿Usted?
Ella asintió, lacónica.
—¿Por qué escribió algo semejante? —pregunté. Si era cierto, si cada una de esas palabras había surgido de su mente, no podía comprender el motivo.
Las mejillas de Percy recuperaron el color, sus ojos brillaron. Mi confusión parecía dotarla de energía, disfrutaba con ella. Me lanzó una mirada astuta, que ya me parecía habitual en ella y sugería que su respuesta iría más allá de lo que yo intentaba saber.
—Supongo que en la vida de todos los niños hay un momento en que las cortinas se descorren y entonces comprenden que sus padres no son inmunes a las peores debilidades humanas. Que no son invencibles. Que en ocasiones hacen cosas para su propia satisfacción, para alimentar sus propios monstruos. Somos una especie egoísta por naturaleza, señorita Burchill.
Mis ideas flotaban en el fondo de un caldo espeso. No comprendí a qué se refería, supuse que tenía alguna relación con las graves consecuencias que su carta había profetizado.
—Pero la carta…
—Esa carta no significa nada —espetó, agitando la mano—. Ya no. Es irrelevante —aseguró, mirándola brevemente. Su rostro tembloroso parecía proyectado en una pantalla, en una película que transcurría setenta y cinco años antes. Súbitamente arrojó la carta al fuego, la oyó crepitar, la vio arder, y se estremeció—. Estaba equivocada, la historia era suya —afirmó. Luego, con una sonrisa irónica y algo biliosa, añadió—: Aunque en aquel entonces él no lo supiera.
Sus palabras me provocaron una confusión inaudita. ¿Raymond Blythe podía acaso ignorar que aquella era su historia? ¿Por qué cometería ella ese error? Era absurdo.
Percy Blythe se había sentado en el sillón del escritorio de su padre y, apoyándose en el respaldo, continuó:
—Durante la guerra conocí a una chica; trabajaba en el cuartel general y a menudo se topaba con Churchill en los pasillos. A petición del primer ministro, habían colgado un cartel que decía: «Por favor, comprenda que aquí no hay lugar para la depresión y no estamos interesados en la probabilidad de la derrota, pues no existe». —Percy calló. Permaneció con la barbilla en alto y los ojos entrecerrados. Las palabras que había pronunciado seguían presentes. A través del humo, con su cuidadoso corte de pelo, sus finos rasgos y su blusa de seda, parecía haber regresado a la Segunda Guerra Mundial—. ¿Qué opinión le merece?
No soy hábil para esa clase de juegos, nunca lo he sido. Y sobre todo para los acertijos que no tienen la menor relación con el tema que se discute. Me sentí insignificante y me encogí de hombros.
De pronto recordé haber leído u oído que la tasa de suicidios caía drásticamente en tiempos de guerra: las personas dejaban de pensar en sus sufrimientos y se preocupaban exclusivamente por sobrevivir.
—Creo que las pautas cambian durante la guerra —respondí, sin poder controlar una entonación que delataba mi malestar—, depresión puede ser sinónimo de derrota en esa situación. Tal vez Churchill quería expresar esa idea.
Percy asintió con una leve sonrisa. No comprendía por qué se empeñaba en crearme dificultades. Había llegado a Kent a petición suya, pero me impedía entrevistar a sus hermanas y en lugar de responder claramente a mis preguntas prefería jugar al ratón y el gato; por supuesto, a mí me correspondía el papel de la presa. Habría sido más sencillo permitir que Adam Gilbert llevara adelante el proyecto. Había completado sus entrevistas, no tenía motivo para seguir importunando. Mi malestar y mi frustración quedaron en evidencia cuando pregunté:
—Señorita Blythe, ¿por qué me pidió que viniera?
Percy arrugó la frente.
—¿Qué quiere decir? —La pregunta se disparó como una flecha.
—Judith Waterman, de Pippin Books, me dijo que usted la llamó para pedirle que yo hiciera el trabajo.
Con un rictus irónico, me miró a los ojos. Me provocó una sensación sumamente rara que solo se comprende al experimentarla. Su mirada imperturbable me atravesó hasta el alma.
—Siéntese —ordenó, como si yo fuera un perro o un niño desobediente. Su tono era imperativo y esta vez no discutí, busqué el sillón más cercano y obedecí. Ella golpeó el cigarrillo contra la mesa y luego lo encendió. Dio una profunda calada y me observó, exhalando el humo—. Hay algo especial en usted —dijo, reclinándose en el sillón mientras el brazo libre descansaba sobre la cintura. Sin duda, para evaluarme mejor.
—No entiendo a qué se refiere.
Los ojos entrecerrados y lacrimosos de Percy me recorrieron de arriba abajo con una intensidad que me estremeció.
—Ya no es tan alegre como antes, cuando la conocí.
No podía negarlo y no intenté hacerlo.
—Así es, lo lamento —dije, cruzando los brazos para evitar ademanes.
—No tiene que lamentarlo, la prefiero de esta manera.
Por supuesto. Afortunadamente, antes de enfrentarme a la imposibilidad de responder, ella volvió a la pregunta inicial:
—En principio, pensé en usted porque mi hermana no toleraría a un hombre desconocido en casa.
—Pero el señor Gilbert había terminado sus entrevistas. No tenía necesidad de regresar a Milderhurst si a Juniper le incomodaba.
La sonrisa artera reapareció.
—Es astuta. Tal como pensaba. Después de nuestro primer encuentro no habría podido asegurarlo, y no me agrada la idea de tratar con una persona imbécil.
Me debatí entre decir «gracias» o «vete al diablo». Opté por una solución de compromiso y me limité a esbozar una sonrisa indiferente.
—No conocemos a mucha gente, ya no —continuó ella, suspirando—. Cuando esa mujer, Bird, me dijo que quería visitar el castillo y que trabajaba en una editorial, me sorprendí. Después usted me contó que no tenía hermanos.
Asentí, tratando de seguir su razonamiento.
—Fue entonces cuando lo decidí —afirmó. Percy dio otra calada a su cigarrillo y con gran aspaviento buscó un cenicero—. Supe que no sería imparcial —explicó.
—¿Imparcial con respecto a qué? —pregunté. Mi sagacidad disminuía a cada segundo.
—A nosotras.
—Señorita Blythe, no comprendo qué relación tiene todo esto con el artículo que debo escribir, con el libro de su padre y sus recuerdos acerca de la publicación.
Ella agitó la mano, impaciente, y la ceniza cayó al suelo.
—Nada, no tiene nada que ver con eso, sino con lo que voy a contarle.
¿Fue entonces cuando esa abominable sensación comenzó a expandirse bajo mi piel? Tal vez solo fuera porque una ráfaga de frío otoñal se filtró por debajo de la puerta y sacudió la cerradura haciendo caer la llave. Percy lo ignoró. Traté de imitarla.
—¿Qué es lo que va a contarme?
—Algo que debe ser aclarado, antes de que sea tarde.
—¿Tarde para qué?
—Pronto moriré —dijo Percy, parpadeando, con su acostumbrada y fría sinceridad.
—Lo lamento…
—Soy vieja. Es normal. Por favor, no sea condescendiente, no me ofrezca una solidaridad innecesaria. —Nubes invernales cubrieron los últimos, débiles rayos de sol de su rostro. De pronto la vi cansada, muy anciana, y comprendí que era cierto, la muerte se acercaba—. No fui honesta cuando telefoneé a esa mujer, la editora, y pedí que usted reemplazara al otro escritor, a quien lamento haber molestado. No dudo que su trabajo habría sido excelente. Era absolutamente profesional. Sin embargo, no pude hacer otra cosa. Quería que usted viniera y no se me ocurrió otra manera de conseguirlo.
—Pero ¿por qué? —pregunté, desconcertada. En su actitud detecté algo nuevo, una urgencia que entrecortaba mi respiración. El frío, y algo más, me erizó la nuca.
—Tengo una historia. Solo yo la conozco. Se la contaré.
—¿Por qué? —logré decir, poco más que en un susurro, antes de toser—. ¿Por qué? —repetí.
—Porque debe ser contada. Porque valoro la información veraz. Porque ya no puedo cargar con ella.
¿Imaginé en ese instante que Percy miraba el Goya?
—De todos modos, ¿por qué a mí?
—Porque sé quién es, por supuesto. Porque sé quién es su madre —dijo con una sonrisa apenas perceptible. Me di cuenta de que nuestra conversación le causaba placer, tal vez porque mi ignorancia le confería poder sobre mí—. Juniper lo descubrió. La llamó Meredith. Entonces lo supe. Y supe también que usted era la persona indicada.
Mi rostro palideció. Me sentí tan avergonzada como un niño que le ha mentido a su maestro y ha quedado en evidencia.
—Lamento no haberlo dicho, creí que…
—Sus motivos no me interesan. Todos tenemos secretos.
Me callé el resto de mi disculpa.
—Es hija de Meredith —continuó, hablando más rápido—, lo que significa que es casi un miembro de la familia. Y esta es una historia familiar.
Jamás habría esperado que dijera tal cosa. Sus palabras me abrumaron. De pronto sentí una oleada de ternura hacia mi madre, que había amado ese lugar y durante mucho tiempo se había sentido menospreciada.
—¿Qué espera que haga con su historia?
—¿A qué se refiere?
—¿Quiere que la escriba?
—No, solo que la aclare. Debe prometerme que lo hará —dijo, apuntándome con el dedo, pero la expresión de su rostro debilitó el gesto admonitorio—. ¿Puedo confiar en usted, señorita Burchill?
Asentí, pese a que temía no comprender exactamente qué me pedía.
Ella pareció aliviada, pero solo bajó la guardia un instante.
—Bien, espero que pueda prescindir del almuerzo —dijo sin cortesía, mirando hacia la ventana por donde su padre se había precipitado a la muerte—. No podemos perder tiempo.