Detrás de Percy Blythe, atravesé corredores y bajé escaleras, rumbo a las profundidades cada vez más oscuras del castillo. Aunque nunca era locuaz, aquella mañana se mostraba decididamente gélida. El humo del cigarrillo que la envolvía tenía un olor penetrante, me obligaba a alejarme unos pasos. De todos modos, el silencio me agradaba. Después de mi conversación con Saffy, no estaba de humor para diálogos intrascendentes. Su historia —o tal vez el hecho de que decidiera contarla— me inquietaba. Según había dicho, intentaba explicar la conducta de su hermana. Por otra parte, yo no dudaba de que el colapso de Juniper hubiese destrozado a ambas gemelas por igual. Lo que no comprendía era por qué Saffy había asegurado rotundamente que para Percy había sido más duro sobrellevar la desgracia de su hermana. Sobre todo cuando era Saffy quien había asumido el rol de madre. El trato descortés que Percy me había dispensado el día anterior la avergonzaba, y se esforzaba por mostrar su aspecto más humano, pero, aun así, me parecía que había puesto excesivo interés en que yo viera a Percy Blythe rodeada por un halo de santidad.
Percy se detuvo en la bifurcación de un corredor. Sacó del bolsillo su paquete de cigarrillos. Los nudillos cartilaginosos sobresalieron mientras trataba de encender la cerilla. Al fin lo logró, la llama brilló y al ver su cara comprobé que lo sucedido aquella mañana la había afectado. El humo aromático del tabaco fresco se expandió por el aire. El silencio pareció más profundo.
—Lamento lo ocurrido con Bruno. Confío en que el sobrino de la señora Bird lo encuentre.
—¿Eso cree? —preguntó Percy, exhalando el humo. Sus ojos se clavaron despiadadamente en los míos. En sus labios se dibujó una mueca irónica—. Los animales saben cuándo se acerca su fin, señorita Burchill. No quieren ser una carga. A diferencia de los humanos, no piden consuelo —sentenció, e inclinando la cabeza me indicó que debíamos torcer. Me sentí estúpida, insignificante, y decidí no hacer nuevas demostraciones de simpatía.
Nos detuvimos otra vez en la primera puerta que apareció frente a nosotras. Una de las muchas que había visto en mi recorrido, meses atrás. Con el cigarrillo en los labios, Percy sacó del bolsillo una gran llave que hizo girar en la cerradura. Tras una momentánea dificultad, el antiguo mecanismo permitió que la chirriante puerta se abriera. El lugar estaba a oscuras, no tenía ventanas y aparentemente en una de las paredes se alineaban pesados archivadores, semejantes a los que todavía se encuentran en los antiguos bufetes de abogados de Londres. El aire que entraba por la puerta abierta hacía oscilar ligeramente la única bombilla eléctrica, que pendía de un cable delgado y frágil.
Esperé a que Percy me guiara. No lo hizo. La miré extrañada. Ella dio otra calada a su cigarrillo y dijo:
—No entro en ese lugar. —Mi sorpresa tuvo que resultar evidente, porque, con un temblor casi imperceptible, añadió—: No me gustan los sitios pequeños. En aquel rincón encontrará una lámpara de parafina. Si la trae hasta aquí, la encenderé.
Eché un vistazo a la oscuridad de la habitación.
—¿La bombilla no funciona?
Ella me observó un instante. Tiró de una cuerda y la bombilla brilló; luego disminuyó su intensidad, emitió una luz más tenue que apenas iluminaba un cuadrado de un metro de diámetro.
—Le sugiero que también encienda la lámpara.
Sonreí con disgusto. La encontré con relativa facilidad, en el rincón, tal como ella me había adelantado.
—Es prometedor —comentó Percy al oír el ruido que hacía la lámpara al moverla—. Sin parafina, sería improbable que ilumine. —Sostuve la base mientras ella quitaba el tubo de vidrio y, haciendo girar un pequeño dial, alargaba la mecha antes de encenderla—. No me gusta este olor —dijo, colocando otra vez el tubo—. Me recuerda a los refugios antiaéreos. Lugares espantosos. Llenos de miedo y desesperación.
—Y seguridad, amparo.
—Tal vez, señorita Burchill. Para ciertas personas.
Percy se calló. Me entretuve comprobando que la fina agarradera con que remataba la lámpara era capaz de soportar su peso.
—Nadie ha pisado este lugar desde hace mucho tiempo. Al fondo, debajo de un escritorio, encontrará unas cajas con los cuadernos. No creo que estén ordenados. Mi padre murió durante la guerra, había asuntos más urgentes. Nadie tenía tiempo para archivar —explicó; se ponía a la defensiva temiendo que yo criticara su negligencia.
—Entiendo.
Un atisbo de duda apareció en su cara, pero se disipó mientras tosía cubriéndose la boca con la mano.
—Volveré dentro de una hora.
Asentí, aunque de pronto deseé que se quedara allí un poco más.
—Gracias, le agradezco sinceramente que me autorice…
—Preste atención a la puerta, no permita que se cierre.
—De acuerdo.
—El cierre es automático. Perdimos un perro aquí —comentó, haciendo una mueca que se negaba a convertirse en sonrisa—. Soy una anciana, no puede confiar en que recuerde dónde la he dejado.
* * *
El archivo era una habitación larga y estrecha, con arcos de ladrillo que sostenían el techo. Sostuve la lámpara en alto para que iluminara las paredes mientras con paso lento y cauteloso me internaba en sus profundidades. Percy había dicho la verdad: nadie había puesto un pie allí desde hacía tiempo. El sitio poseía el sello inconfundible de la inercia. Reinaba el silencio propio de las iglesias y tuve la rara sensación de ser observada por un ser poderoso.
«No seas fantasiosa. Entre estos muros solo estás tú», me dije con tono severo. Sin embargo, los muros eran parte del problema. No se trataba de paredes vulgares, sino de las piedras de Milderhurst Castle. Desde ellos, las horas distantes susurraban, vigilaban. A medida que avanzaba por el archivo, mi extraña sensación se tornaba más intensa. Una profunda soledad me envolvía. Sin duda, era producto de la oscuridad, de mi diálogo con Saffy, de la melancólica historia de Juniper.
Pero era la única oportunidad de leer los cuadernos de Raymond Blythe. Y al cabo de una hora Percy volvería. Era muy improbable que me permitiera hacer una segunda visita al archivo, de modo que debía prestar suma atención. Mientras caminaba, hacía el inventario de las cosas que veía: cajones de madera alineados a cada lado; al levantar la lámpara pude ver más arriba mapas y planos de toda la finca. Un poco más adelante una serie de minúsculos daguerrotipos enmarcados.
Eran retratos, todos de la misma mujer. En uno de ellos, tendida en un diván, en actitud despreocupada. En los demás miraba directamente a la cámara, al estilo de Edgar Allan Poe, llevando un alto y rígido cuello victoriano. Me incliné para observar el rostro rodeado por el marco de bronce, soplé el polvo del cristal acumulado sobre la superficie. Al verlo con claridad, un escalofrío subió por mi espalda. Era hermosa, aunque de un modo vagamente tétrico. Los labios delicados, la piel perfecta, lisa y tensa de sus pómulos; los dientes grandes y brillantes. Acerqué la lámpara un poco más para leer el nombre escrito al pie en cursiva: Muriel Blythe. La primera esposa de Raymond, la madre de las gemelas.
Todos sus retratos habían sido confinados al archivo. Me pregunté si se debía al dolor que esa imagen provocaba en el señor Blythe o al celoso dictamen de su segunda esposa. En cualquier caso, con incomprensible placer, alejé la lámpara y la dejé nuevamente inmersa en la oscuridad. No tenía tiempo para explorar todos los rincones de la habitación. Tenía que encontrar los cuadernos, sacar de ellos todo lo que me fuera posible en la hora que me habían asignado, y salir de aquel extraño y opresivo lugar. Iluminando el camino con la lámpara, seguí avanzando.
Los retratos dejaron paso a estanterías que se extendían desde el suelo hasta el techo y, sin proponérmelo, aminoré la marcha. Había descubierto un tesoro oculto. Allí se amontonaba todo tipo de preciosos objetos: una buena cantidad de libros, jarrones y porcelana china, jarras de cristal. Según pude advertir, no estaban deteriorados ni eran desechos. Me pareció absurdo que languidecieran en los estantes del archivo.
Más allá descubrí algo lo suficientemente interesante para detenerme: un conjunto de cuarenta o cincuenta cajas de la misma medida, forradas con papeles vistosos, en su mayoría de diseños florales. En algunas de ellas se distinguían las etiquetas y me acerqué para leerlas. «Corazón resucitado. Una novela de Seraphina Blythe». Abrí la tapa y miré el contenido: una pila de papel mecanografiado, un manuscrito. Mi madre me había dicho que, salvo Percy, todos los Blythe escribían. Al levantar la lámpara lo suficiente, sonreí asombrada: todas esas cajas contenían relatos de Saffy. Una escritora verdaderamente prolífica. Me entristeció verlos allí arrumbados: historias, sueños, personas y lugares, tanto entusiasmo y trabajo oculto en la oscuridad. En otra etiqueta leí: «Boda con Matthew de Courcy». La editora que hay en mí no pudo contenerse. Cogí los papeles guardados en la caja. En este caso no era un manuscrito, sino una colección de documentos, aparentemente producto de una investigación. Antiguos bocetos de vestidos de boda y arreglos florales, artículos de periódico sobre la boda de algún personaje destacado, borradores que describían los pasos del servicio religioso y, entonces, la noticia del compromiso celebrado en 1924 entre Seraphina Grace Blythe y Matthew John de Courcy.
Dejé los papeles. El objeto de la investigación no era una novela. Esa caja contenía los preparativos para la boda de Saffy, que nunca llegó a materializarse. Coloqué la tapa en su lugar y me alejé, sintiéndome culpable por mi intromisión. Comprendí que cada uno de los objetos que poblaban ese lugar era el vestigio de una gran historia: las lámparas, los jarrones, los libros, el macuto militar. Las cajas forradas con flores. El archivo era un panteón. La oscura y fría tumba de un faraón, donde preciados objetos eran condenados al olvido.
Al llegar al escritorio, en el fondo de la sala, sentí que había corrido una maratón a través del País de las Maravillas. Me sorprendió ver que la bombilla y la puerta cuidadosamente sujeta con un cajón de madera se encontraban apenas a un par de metros. Los cuadernos estaban en el lugar indicado por Percy. Al parecer, alguien los había recogido del estudio de Raymond Blythe y los había llevado allí. Seguramente, la guerra imponía otras prioridades, pero, aun así, era extraño que ninguna de las gemelas hubiera encontrado una ocasión de regresar al archivo en las décadas transcurridas desde entonces.
Los cuadernos de Raymond Blythe, sus diarios, sus cartas, merecían ser protegidos y valorados, exhibidos en alguna biblioteca, a disposición de los investigadores del presente y el futuro. Pensando en la posteridad, Percy habría debido tomar las debidas precauciones acerca del legado de su padre.
Puse la lámpara sobre el escritorio, a una distancia prudencial para evitar el riesgo de derribarla accidentalmente. Comencé a levantar las cajas y las apilé sobre la silla hasta toparme con los diarios del periodo 1916-1920. Cuidadoso, Raymond Blythe los había etiquetado. Pronto apareció el año 1917. Saqué de mi bolso el cuaderno y comencé a anotar datos que me parecieron útiles para mi texto, haciendo numerosas pausas para renovar mi asombro: la caligrafía enérgica, las ideas y sentimientos expresados en ese diario pertenecían a aquel gran hombre.
¿Cómo transmitir solo con palabras el momento en que al volver aquella página fatídica mi tacto percibió algo distinto? La caligrafía era más rotunda, decidida, la escritura parecía incluso más veloz, a lo largo de los renglones. Al comenzar a descifrarla descubrí, con profunda emoción, que se trataba del primer borrador de El Hombre de Barro. Setenta y cinco años después, era testigo del nacimiento de un clásico.
Pasé las páginas, una tras otra, devorando el texto, comparando con deleite las diferencias que advertía con respecto a la edición publicada. Llegué al final, y aunque no debía hacerlo, apoyé mi palma en la última página, cerré los ojos y me concentré en el relieve que la pluma había marcado en el papel.
Y entonces descubrí una protuberancia, a un par de centímetros del margen externo. Entre la cubierta de piel y la última página había algo: lo descubrí, era un trozo de papel con los bordes serrados, grueso y lujoso, del tipo que se utiliza para escribir cartas, plegado por la mitad.
¿Existía la posibilidad de no abrirlo? Dudé. De más está decir que mis antecedentes con respecto a la tentación de leer cartas no eran muy alentadores, y que, tan pronto lo tuve ante mis ojos, mi piel empezó a cosquillear. Sentí que en la oscuridad unos ojos me instaban a hacerlo.
La caligrafía era clara, aunque algo descolorida, y tuve que acercarlo a la lámpara. Comenzaba con una frase incompleta, evidencia de que aquella hoja formaba parte de una carta más larga.
… no necesito decirte que es una historia maravillosa. Nunca antes tu pluma había transportado al lector en una travesía tan vívida. La escritura es rica y el relato, cautivador, con una clarividencia casi siniestra, la eterna búsqueda del hombre que intenta librarse de su pasado y superar sus antiguos y execrables actos. Jane, la niña, es una criatura especialmente conmovedora; su condición, en el umbral de la edad adulta, está magníficamente reflejada.
No obstante, al leer el manuscrito no pude pasar por alto notables similitudes con otra historia que ambos conocemos. Por ese motivo, y sabiendo que eres un hombre justo y bondadoso, te suplico, por tu propio bien y el de otra persona, que no publiques La verdadera historia del Hombre de Barro. Sabes, tanto como yo, que no es tuya la historia que cuentas. No es demasiado tarde para retirar el manuscrito. Temo que si no lo haces las consecuencias serán sumamente gravosas…
Di la vuelta a la página, pero el texto no continuaba. Busqué el resto en el cuaderno. Pasé las hojas, lo sujeté por el lomo y lo agité. Nada.
¿Qué significaba aquello? ¿A qué similitudes se refería? ¿Cuál era la otra historia? ¿Qué consecuencias podía acarrear? Y ¿quién se consideraba autorizado a hacer semejante advertencia?
Desde el corredor llegó un rumor. Permanecí inmóvil, escuchando. Alguien se acercaba. El corazón martillaba en mi pecho. La carta temblaba entre mis dedos.
Vacilé una fracción de segundo: después la guardé en mi cuaderno y cerré la tapa. Miré por encima del hombro, justo a tiempo para ver la figura de Percy Blythe, con su bastón, perfilada en el hueco de la puerta.