La noche en que él no vino

Salí temprano hacia el castillo para empezar mi primer día oficial de entrevistas. Hacía frío, el cielo estaba gris. La llovizna de la noche anterior había cesado, aunque llevándose consigo buena parte de la vitalidad del paisaje, que parecía descolorido. El aire traía otra novedad: un frío helado que me hizo hundir las manos en los bolsillos y maldecirme por haber olvidado los guantes.

Las hermanas Blythe me habían dicho que no llamara a la puerta, sino que entrara directamente. Fui hacia el salón amarillo.

—Lo hacemos por Juniper —me había explicado discretamente Saffy el día anterior, cuando me disponía a marcharme—, tan pronto como oye un golpe en la puerta cree que es él, que ha llegado al fin. —No ofreció datos acerca de la identidad de él. No era necesario.

No deseaba molestar a Juniper bajo ningún concepto, de modo que me mantuve alerta, particularmente después de mi torpeza del día anterior. Tal como me habían indicado, abrí la puerta principal, entré en el pórtico de piedra y atravesé el oscuro corredor. Por alguna razón, lo recorrí conteniendo el aliento.

Al llegar al salón lo encontré desierto. Incluso el sillón de terciopelo verde de Juniper estaba vacío. Me pregunté qué hacer a continuación. Tal vez me había equivocado de hora. Entonces oí pasos y al girar vi a Saffy en la puerta, vestida con su acostumbrada elegancia, aunque agitada, como si la hubiera pillado desprevenida.

—Oh, Edith, está aquí —dijo, deteniéndose bruscamente en el borde de la alfombra—. Por supuesto —añadió, echando un vistazo al reloj de la chimenea—, son casi las diez. —Saffy pasó su delicada mano por la frente e intentó sonreír. Sin embargo, la sonrisa se negaba a dibujarse y abandonó el intento—. Lamento haberme retrasado, es que la mañana ha sido algo imprevisible y el tiempo se me ha pasado volando.

La creciente sensación de horror que la había seguido al entrar en la habitación comenzó a rodearme.

—¿Hay algún inconveniente? —pregunté.

—No —respondió, pero la extrema palidez y la angustia de su rostro, sumados al sillón vacío, me llevaron a pensar que algo le había ocurrido a Juniper. Fue casi un alivio oírla decir—: Se trata de Bruno. Ha desaparecido. Salió de la habitación de Juniper esta mañana, mientras la ayudaba a vestirse, y desde entonces no lo hemos visto.

—Tal vez esté entretenido en el bosque o en el jardín —sugerí. Pero tan pronto como lo dije, recordé que el día anterior respiraba y caminaba con dificultad, y supe que no era posible.

Saffy negó enérgicamente con la cabeza.

—No, raras veces se aleja de Juniper, y solo para sentarse en los peldaños de la entrada, en espera de visitas. Aunque no las tenemos, con excepción de la actual —explicó, y sonrió casi a modo de disculpa, tal vez temiendo que me hubiera ofendido—. Pero esto es diferente. Estamos terriblemente preocupadas. Está enfermo y se comporta de un modo extraño. Ayer Percy tuvo que salir a buscarlo, y ahora esto.

Saffy entrelazó sus dedos sobre el cinturón. Deseé hacer algo para ayudarla. Algunas personas emanan vulnerabilidad, es sumamente difícil ser testigo de su dolor y su inquietud, y sería capaz de afrontar cualquier peligro si de esa manera pudiera aliviarlas. Saffy Blythe era una de ellas.

—Podríamos echar un vistazo en el sitio donde lo encontré ayer —propuse, dirigiéndome a la puerta—. Tal vez ha regresado allí por algún motivo.

—No.

La brusca respuesta hizo que me diera media vuelta. Saffy tendió una mano hacia mí, mientras con la otra apretaba el cuello de la chaqueta sobre su piel delicada.

—Quería decir que es muy amable por su parte —continuó, dejando caer el brazo—, pero innecesario. Percy está telefoneando al sobrino de la señora Bird para que nos ayude en la búsqueda. Lo siento, la he confundido. Le pido disculpas, es que estoy abrumada. Sin embargo, tenía esperanzas de encontrarla aquí.

Saffy apretó los labios. Supe que su preocupación no se debía exclusivamente a Bruno.

—Percy llegará en un minuto —dijo en voz baja—. La llevará a ver los cuadernos, tal como prometió, pero antes debo explicarle algo.

La noté muy seria, contrariada. Fui hacia ella, apoyé una mano en su frágil hombro.

—Venga, siéntese —dije, conduciéndola al sofá—. ¿Le traigo una taza de té mientras espera?

En su sonrisa brilló la gratitud de quien no está acostumbrado a ser destinatario de gentilezas.

—Dios la bendiga, pero no. No tenemos tiempo. Tome asiento, por favor.

Una sombra pasó por el hueco de la puerta. Ella escuchó, algo tensa. Solo se oía el silencio y los extraños ruidos corpóreos a los cuales me acostumbraba poco a poco: un gorjeo detrás de la hermosa cornisa del techo, el suave rumor de los postigos que rozaban los paneles de la ventana, el crujido de los huesos de la casa.

—Pienso que le debo una explicación —dijo a media voz—, acerca de Percy, de su conducta de ayer. Cuando usted habló de Juniper y lo mencionó a él, y mi hermana fue tan autoritaria.

—No me debe explicaciones.

—Creo que sí, aunque es difícil encontrar un momento de privacidad —continuó con una triste sonrisa—. En esta enorme casa nadie está realmente a solas.

Su nerviosismo era contagioso y, aunque sin motivo, me invadió una extraña sensación. Mi corazón se aceleró.

—¿Podemos vernos en otro lugar? —pregunté, también en voz baja—. ¿En el pueblo tal vez?

—No —se apresuró a responder ella, sacudiendo la cabeza—. No puedo hacerlo —dijo, echando otro vistazo a la puerta—. Lo mejor será que hablemos aquí.

Asentí y esperé mientras ella ordenaba sus ideas con cautela, como quien recoge alfileres esparcidos. Por fin contó su historia, rápidamente, con voz suave pero decidida:

—Fue algo horrible. Verdaderamente horrible. Han pasado cincuenta años y recuerdo aquella noche como si fuera ayer. El rostro de Juniper cuando apareció en la puerta. Había llegado tarde, no tenía su llave y llamó. Le abrimos, y ella atravesó bailando el umbral, nunca caminaba, no como las personas comunes, y su cara…, todas las noches, al cerrar los ojos, la veo. Ese instante. Fue un gran alivio verla allí. Aquella noche se había desatado una terrible tormenta. Llovía, el viento ululaba, los autobuses se retrasaban… Habíamos pasado momentos de mucha tensión.

»Cuando oímos el golpe en la puerta creímos que era él. Yo estaba nerviosa, no solo por Juniper, también porque lo conoceríamos. Me preguntaba si se habían enamorado, si planeaban casarse. Ella no se lo había dicho a Percy. Mi hermana, al igual que mi padre, tenía opiniones bastante rígidas al respecto. Pero Juniper y yo estábamos muy unidas. Yo deseaba desesperadamente que él fuera digno de su amor. Aunque, curiosamente, no era fácil ganarse el amor de Juniper. Nos sentamos en el salón principal, conversamos de temas triviales, la vida que Juniper llevaba en Londres, nos tranquilizamos mutuamente diciendo que seguramente estaba en el autobús, que el transporte era el culpable de su retraso, y que todo se debía a la guerra, pero en cierto momento dejamos de hablar. —En ese punto Saffy me miró de soslayo, y un recuerdo ensombreció sus ojos—. El viento arreciaba, la lluvia golpeaba los postigos y la cena se estaba arruinando en el horno. El aroma a conejo flotaba por todas partes —al decirlo, su rostro se contrajo—, desde entonces no puedo tolerarlo. Para mí, sabe a miedo: bocados de miedo espantoso y chamuscado. Me asusté al ver a Juniper en ese estado. Tuvimos que detenerla para que no saliera a buscarlo en medio de la tempestad. Incluso pasada la medianoche, cuando era evidente que ya no vendría, ella no se rendía. Se puso histérica; tratando de calmarla, recurrimos a las píldoras para dormir que tomaba mi padre.

Saffy interrumpió su relato. Había hablado muy rápido, tratando de completar la historia antes de que Percy llegara. Su voz se había convertido en un susurro. Sacó de la manga un delicado pañuelo de encaje y tosió. En la mesa vecina al sillón de Juniper vi una jarra de agua.

—Sin duda, fue un momento terrible —dije, alcanzándole un vaso.

Ella bebió agradecida y luego sostuvo el vaso sobre la falda, con las dos manos. Aparentemente tenía los nervios destrozados. La piel de la mandíbula se había contraído mientras hablaba y comenzaban a delinearse unas venas azules.

—¿Él nunca vino a verla?

—No.

—¿Saben el motivo? ¿Escribió alguna carta? ¿Telefoneó alguna vez?

—Nada.

—¿Qué hizo Juniper?

—Esperó. Sigue esperando. Pasaron días, semanas. Nunca perdió la esperanza. Fue horroroso. Horroroso. —Saffy dejó esa palabra suspendida entre nosotras. Se perdió en aquel tiempo lejano. No insistí—. La locura no es instantánea —dijo por fin—, suena muy simple, «enloqueció», pero fue gradual. Primero se aisló. Pareció recuperarse, habló de regresar a Londres, aunque vagamente, y nunca lo hizo. Cuando dejó de escribir, supe que algo frágil, precioso, se había roto. Un buen día arrojó todo por la ventana del ático: libros, papeles, un escritorio, incluso el colchón… —Su voz se apagó y sus labios se movieron silenciosamente entre cosas que prefirió no añadir. Suspirando, dijo—: Los papeles volaron por las colinas, cayeron en el lago como hojas secas en otoño. Me pregunto qué fue de ellos.

Sacudí la cabeza. Saffy no solo preguntaba por el destino de los papeles, yo lo sabía. No había respuesta posible. No podía imaginar el dolor de ver que una hermana se deteriora de esa manera, de observar que sucesivas capas de potencial y personalidad, talento y oportunidades se desintegran una tras otra. Seguramente fue difícil para una persona como Saffy, que, según los comentarios de Marilyn Bird, había sido para Juniper más madre que hermana.

—Los muebles formaban un montón en el parque. Ninguna de nosotras tuvo el valor de llevarlos arriba otra vez, y Juniper no lo habría admitido. Se sentaba junto al armario del ático, el que tiene el pasadizo oculto, convencida de que podía escuchar cosas que sucedían al otro lado. Voces que la llamaban, aunque por supuesto solo existían en su mente. Pobrecita. El médico quiso mandarla a un manicomio. —La voz de Saffy se quedó atrapada en esa espantosa palabra. Sus ojos me imploraban que percibiera todo su horror. Con la mano crispada comenzó a estrujar el pañuelo blanco.

—Lo lamento —dije, tocando suavemente su brazo.

Ella temblaba de ira, de disgusto.

—No quise ni oír una palabra al respecto. De ninguna manera iba a permitir que él la alejara de mí. Percy habló con el médico, le explicó que en Milderhurst Castle no se admitían esas soluciones, que la familia Blythe cuidaba de sí misma. Finalmente, él aceptó; Percy puede ser muy persuasiva. Pero insistió en que Juniper tomara una medicación más potente. —Saffy clavó las uñas pintadas en sus rodillas, como un gato, para liberar la tensión. En sus rasgos noté por primera vez que era la hermana más blanda, más sumisa, pero también en ella había fortaleza. Cuando se trataba de pelear por su querida hermana pequeña, Saffy Blythe era una roca. Sus siguientes palabras fueron ardientes, y salieron de su boca como el vapor de una tetera—: Deseé que nunca hubiera ido a Londres, que jamás hubiera conocido a ese tipo. Lo que más lamento en la vida es que se fuera de casa. Después, todo fue una ruina. Nada volvió a ser igual, para ninguna de nosotras.

Y entonces comencé a vislumbrar el propósito de su relato. Podía explicar la rudeza de Percy. La noche que Thomas Cavill faltó a la cita había alterado la vida de todas ellas.

—Percy —dije, y Saffy asintió—, ¿fue diferente desde entonces?

En el corredor se oyó un ruido, el inconfundible bastón de Percy, como si hubiera oído su nombre y la intuición le dijera que era tema de una conversación prohibida.

Saffy se apoyó en el brazo del sofá para ponerse de pie.

—Edith acaba de llegar —se apresuró a decir cuando Percy apareció en la puerta, señalándome con la mano que sostenía el pañuelo—. Le estaba hablando del pobre Bruno.

Percy me miró, antes de que pudiera levantarme, y luego posó su mirada en Saffy, de pie junto al sofá.

—¿Has encontrado al joven? —continuó Saffy, con la voz algo titubeante.

Su hermana asintió.

—Viene hacia aquí. Lo recibiré en la entrada para orientarlo en la búsqueda.

—Sí, muy bien —replicó Saffy.

—Luego llevaré a la señorita Burchill al archivo. Tal como le he prometido —afirmó, en respuesta a mi muda pregunta.

Sonreí. Supuse que Percy seguiría buscando a Bruno, pero entró en el salón y fue hacia la ventana. Observó con gran detenimiento el marco, se acercó para inspeccionar una marca en el cristal. Evidentemente, artimañas para permanecer junto a nosotras. Saffy tenía razón. Por algún motivo, Percy Blythe no quería dejarme a solas con su gemela. Resurgió mi sospecha del día anterior: le preocupaba que pudiera contarme algo indebido. El control que ejercía sobre sus hermanas era sorprendente. Me intrigaba, despertaba una voz interior que me llamaba a la prudencia, pero, por encima de todo, estimulaba mi avidez por conocer el final del relato de Saffy.

Durante los cinco minutos siguientes —pocas veces unos minutos me parecieron tan largos—, Saffy y yo hablamos sobre el tiempo y Percy continuó observando la ventana y golpeando suavemente el alféizar polvoriento. Por fin, el sonido de un motor trajo el esperado alivio. Las tres dimos por terminadas nuestras actuaciones y esperamos, inmóviles y silenciosas.

El coche se acercó y se detuvo. Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Percy suspiró.

—Es Nathan —anunció.

—Sí —confirmó Saffy.

—Volveré enseguida.

Por fin, Percy se marchó. Saffy esperó y solo cuando el eco de sus pasos desapareció por completo, suspiró brevemente, se giró para mirarme y sonrió, algo incómoda, pidiendo disculpas. Reanudó el relato con voz decidida:

—Tal vez crea que Percy es la más fuerte de nosotras. Siempre se ha considerado nuestra protectora, desde que éramos niñas. En general, lo agradecí. Era muy conveniente contar con una persona dispuesta a defenderme. —Mientras hablaba, sus dedos jugueteaban inquietos y de vez en cuando echaba un vistazo a la puerta.

—Aunque no siempre —dije.

—No, para ninguna de las dos. Esa característica ha sido una gran carga en su vida, mucho más cuando Juniper…, después de aquello. Fue duro para las dos, June era nuestra hermana pequeña, lo es todavía, y verla en ese estado fue indescriptiblemente difícil —explicó, sacudiendo la cabeza—. A partir de entonces, Percy se desanimó —dijo, mirando por encima de mi cabeza, como si buscara allí las palabras que necesitaba—. Ya desde antes estaba malhumorada. Mi hermana se había sentido útil durante la guerra, y cuando los bombardeos terminaron, cuando Hitler dirigió su mirada a Rusia, se sintió decepcionada. Pero después de aquella noche le sucedió algo diferente. La actitud de ese hombre fue para ella una ofensa a su persona.

—¿Por qué? —pregunté, sorprendida.

—Es extraño, creo que de alguna manera se sintió responsable. Por supuesto, no lo era. No habría podido alterar los hechos en modo alguno. Pero se culpó, sencillamente porque así es Percy. Una de nosotras había sufrido un perjuicio y ella no era capaz de repararlo —dijo Saffy, suspirando mientras plegaba cuidadosamente su pañuelo hasta formar un triángulo—. Supongo que por ese motivo le hablo sobre esto, aunque temo no explicarme con claridad. Para que comprenda que Percy es una buena persona, que, pese a su carácter, a la manera en que se comporta, tiene buen corazón.

Sin lugar a dudas, para Saffy era importante que yo tuviera una buena opinión de su gemela. Le devolví la sonrisa que me dedicaba. Pero yo tenía razón, en su historia algo no encajaba.

—¿Por qué se sintió responsable? ¿Ella lo conocía? ¿Lo había visto alguna vez?

—No, nunca —replicó Saffy con una mirada inquisitiva—. Él vivía en Londres, allí lo conoció Juniper. La última vez que Percy visitó la ciudad, la guerra aún no había empezado.

Asentí. Sin embargo, pensaba en el diario de mi madre, la entrada donde relataba que su maestro, Thomas Cavill, la había visitado en Milderhurst en septiembre de 1939. Fue entonces cuando Juniper Blythe vio por primera vez al hombre de quien más tarde se enamoraría. Aunque Percy no hubiera visitado Londres, era posible que hubiera conocido a Thomas en Kent. Evidentemente, Saffy no había tenido esa oportunidad.

Una ráfaga de viento frío se metió en la habitación. Ella se arrebujó en su chaqueta. Noté que se había sonrojado, lamentaba su indiscreción y trató de esconderla bajo la alfombra.

—Solo intento explicar que para Percy fue muy duro, que cambió a partir de entonces. Cuando los alemanes comenzaron a lanzar sus proyectiles, sus V2, me alegré, le dieron un nuevo motivo de preocupación —dijo Saffy, y su risa sonó hueca—. Creo que habría sido feliz si la guerra nunca hubiera terminado.

El malestar de Saffy me entristecía. Lamenté que mi insistencia fuera la causa de su incomodidad. Ella solo quería reparar la situación tensa del día anterior, me parecía cruel generar nuevas angustias. Sonreí y traté de cambiar de tema:

—¿Y qué hizo usted durante la guerra?

Saffy se animó.

—Todos contribuimos de alguna manera. A diferencia de Percy, lo mío no fue muy emocionante. Ella está más dotada para las acciones heroicas. Yo me dediqué a coser, cocinar y hacer que las cosas siguieran funcionando. Tejí montones de calcetines, aunque no todos salieron bien —explicó, burlándose de sí misma. Sonreí con ella recordando a la niña que temblaba en el ático del castillo con los calcetines apretados en ambos pies y en la mano que no sostenía la pluma—. Estuve a punto de trabajar como institutriz.

—No lo sabía.

—Sí, una familia con hijos, viajaban a Estados Unidos para alejarlos de la guerra. Tuve que rechazar la oferta.

—¿A causa de la guerra?

—No. La carta llegó cuando Juniper sufrió su gran decepción. No ponga esa cara, no se entristezca por mí. No suelo lamentarme, en general. Creo que no tiene sentido, ¿verdad? En aquel momento no podía aceptar. Habría sido incapaz de marcharme tan lejos, de abandonar a Juniper.

Yo no tenía hermanos, no podía comprenderla.

—Tal vez Percy habría podido…

—Percy tiene muchas virtudes, pero entre ellas no se encuentra la capacidad de cuidar de los niños y los inválidos. Requiere cierta… —sus ojos se posaron en la pantalla de la chimenea, como si allí estuviera escrita la palabra que deseaba encontrar— ternura. No habría podido dejar a Juniper en manos de Percy. Escribí una carta rechazando el empleo.

—Seguramente fue una decisión muy dura.

—Cuando se trata de la familia, no hay alternativa. Juniper era mi hermana pequeña. No podía abandonarla en su estado. Incluso aunque aquel hombre se hubiera presentado, y se hubieran casado, probablemente tampoco me habría marchado.

—¿Por qué?

Saffy giró su elegante cuello. Desde el corredor, una tos ahogada y los golpes firmes de un bastón se acercaban.

—Percy…

En el instante que precedió a su sonrisa vislumbré la respuesta. En su expresión dolorida descubrí una vida en cautiverio. Ellas eran gemelas, dos mitades de un todo, pero mientras una había anhelado escapar, ser independiente, la otra no había aceptado que la abandonaran. Y Saffy, cuya ternura la volvía débil, cuya piedad la hacía bondadosa, había sido incapaz de liberarse.