1992
Ya había oscurecido cuando llegué a la granja. Una llovizna finísima dibujaba una especie de retícula sobre el paisaje. Me alegré de que faltaran un par de horas para la cena. Después de una tarde en la imprevisible compañía de las hermanas Blythe, necesitaba un baño caliente y un rato a solas para librarme de la fastidiosa sensación que me había acompañado en el camino de regreso. No podía definirla con precisión, pero los muros de ese castillo parecían encerrar muchos deseos no cumplidos que habían impregnado las piedras y que con el paso del tiempo volvían a emanar de ellas viciando el aire.
Y, a pesar de todo, el castillo y sus tres etéreas habitantes me producían una inexplicable fascinación. Más allá de los momentos incómodos, tan pronto como me alejé de ellas, de su castillo, sentí el impulso de regresar y conté las horas que tendría que esperar para poder hacerlo. No tiene sentido, parece una locura. Ahora comprendo que precisamente a causa de las hermanas Blythe había perdido la cordura.
Una lluvia menuda comenzó a caer sobre los aleros. Acurrucada en la cama, con una manta sobre las piernas, leí, dormité, pensé, y cuando llegó el momento de cenar me sentía mucho mejor. Era natural que Percy deseara ahorrar sufrimiento a Juniper, que ante el peligro de reabrir antiguas heridas intentara detenerme de todas las formas posibles. Había sido poco considerado por mi parte mencionar a Thomas Cavill mientras su hermana dormía junto a nosotras. Tal vez, si tenía la fortuna de encontrarme a solas con Saffy, podría probar suerte otra vez. Parecía dispuesta, ansiosa incluso, por colaborar con mi investigación.
Mi trabajo incluía ahora el inusual y privilegiado acceso a los cuadernos de Raymond Blythe. Un escalofrío recorrió mi columna al recordarlo. Estremecida de placer, me tendí boca arriba y, contemplando las vigas del techo, imaginé el momento en que echaría un vistazo a las ideas del escritor.
Cené sola en una mesa del agradable comedor del hotelito de la señora Bird. El lugar olía a las verduras asadas que se habían servido, el fuego ardía en la chimenea. El viento seguía rozando los cristales de las ventanas, en ocasiones las ráfagas eran más intensas, y pensé —no era la primera vez— que era un verdadero placer estar a cubierto en una noche fría y sin estrellas.
Había llevado mis notas para empezar a trabajar en el texto sobre Raymond Blythe, pero sus hijas acaparaban mis pensamientos. Supongo que me fascinaba la maraña de amor, deber y resentimiento que las unía. Las miradas que intercambiaban, el complejo equilibrio de poder establecido a lo largo de décadas, los juegos que yo nunca jugaría, con reglas que nunca acabaría de comprender. Tal vez allí estuviera la clave: ellas constituían un grupo tan natural que al compararme me sentía claramente singular. Al verlas juntas comprobaba mi profunda y dolorosa carencia.
—Gran día el de hoy, ¿verdad? Y sin duda también el de mañana —dijo la señora Bird, que de pronto había aparecido junto a mi mesa.
—Por la mañana leeré los cuadernos de Raymond Blythe —dije, incapaz de contenerme. El entusiasmo había entrado en erupción.
La señora Bird pareció agradablemente desconcertada.
—Estupendo, querida. ¿Le molesta si…? —preguntó, señalando la silla que se encontraba frente a mí.
—No, por supuesto.
Ella se sentó con un gran aspaviento y pasó una mano por su vientre mientras se enderezaba delante de la mesa.
—Ahora me siento mejor. He pasado todo el día de pie… —La señora Bird señaló mis notas y añadió—: Veo que también usted trabaja hasta tarde.
—Eso intento. Estoy un poco distraída.
—Oh, ¿algún guapo joven? —preguntó, enarcando las cejas.
—Algo por el estilo. ¿Ha telefoneado alguien preguntando por mí?
—No, que yo recuerde. ¿Esperaba una llamada? ¿El joven que la distrae? —Los ojos de la señora Bird brillaron al decir—: ¿Un editor, tal vez?
Parecía tan entusiasmada y expectante que me pareció una crueldad decepcionarla. No obstante, decidí aclarar las cosas.
—Mi madre, tenía esperanzas de que pudiera hacerme una visita.
Una ráfaga de viento particularmente intensa azotó los cerrojos de las ventanas. Temblé, pero no de frío, sino de placer. La atmósfera de aquella noche era estimulante. La señora Bird y yo estábamos solas en el comedor. En la chimenea, un enorme leño se había convertido en una brasa roja y de vez en cuando echaba chispas doradas a los ladrillos. Tal vez fuera el salón acogedor, su contraste con la lluvia y el viento del exterior; una reacción ante la escurridiza atmósfera de tramas secretas que había encontrado en el castillo; o simplemente el deseo de mantener un diálogo normal con otro ser humano. En cualquier caso, cerré mi cuaderno y seguí hablando.
—Mi madre estuvo aquí durante la guerra. Fue evacuada.
—¿En el pueblo?
—No, en el castillo.
—¿En serio? ¿Vivió con las tres hermanas?
Asentí, complacida ante su reacción. Al mismo tiempo, una voz interior me susurró que esa alegría derivaba del sentido de pertenencia que me otorgaba el vínculo de mi madre con Milderhurst. Una percepción sumamente inadecuada, que no había mencionado a las señoritas Blythe.
—¡Dios santo! Seguramente tiene cantidad de historias que contar —dijo la señora Bird, uniendo las palmas de las manos—, alucinantes.
—Tengo su diario de aquella época conmigo.
—¿Un diario?
—Pasajes sobre sus sentimientos, las personas que conoció, el lugar.
—Tal vez allí mencione a mi madre —dijo la señora Bird, irguiéndose con orgullo.
Esta vez, la sorpresa fue mía.
—¿Su madre?
—Ella trabajaba en el castillo. Comenzó como criada, a los dieciséis años, y llegó a ser ama de llaves: Lucy Rogers, aunque por aquel entonces su apellido era Middleton.
—Lucy Middleton —dije lentamente, tratando de recordar si mi madre la había mencionado en el diario—. No lo sé, tengo que revisarlo. —La señora Bird dejó caer los hombros, desilusionada. Me sentí responsable y traté de animarla—. No me ha contado mucho sobre aquella época. Solo conozco desde hace muy poco todo lo relacionado con la evacuación.
De inmediato lamenté haberlo dicho. Al oírme descubrí, con más claridad que nunca, que el hecho de que lo hubiera ocultado era decididamente extraño. Me sentí responsable, tal vez su secreto se divulgara debido a mi error; y tonta, porque si hubiera sido un poco más reservada, si hubiera estado un poco menos ansiosa por captar el interés de mi anfitriona, no habría llegado a esa situación. Me preparé para lo peor, pero la señora Bird me asombró. Asintió, con gesto cómplice, se acercó un poco, y dijo:
—Los padres y sus secretos…
—Sí —Un trozo de carbón pareció explotar en mi corazón. La señora Bird levantó un dedo para indicar que volvía enseguida. Abandonó su silla y desapareció a través de una salida oculta en el papel pintado.
La lluvia golpeaba suavemente la puerta de madera y llenaba el estanque. Junté las palmas de las manos, las llevé a los labios como si rezara y luego las incliné para apoyar la mejilla en el dorso templado por el calor del fuego.
La señora Bird regresó con una botella de whisky y dos vasos. Los hicimos chocar a través de la mesa.
—Mi madre estuvo a punto de no casarse jamás —declaró la señora Bird, saboreando el whisky—. ¿Qué le parece? Yo estuve a punto de no existir. Quelle horreur! —exclamó con dramatismo, apoyando su mano en la frente.
Sonreí.
—Tenía un hermano mayor al que adoraba, como si él fuera el responsable de que el sol saliera todos los días. Su padre había muerto joven, y Michael, así se llamaba, se hizo cargo de la familia, era todo un hombre. Aun siendo niño, al salir de la escuela y los fines de semana, limpiaba cristales para ganar unas monedas que le entregaba a su madre para mantener la casa. Y era muy guapo también. ¡Espere, tengo una fotografía!
La señora Bird se dirigió hacia la chimenea. Sus dedos se abrieron paso entre los marcos de fotos amontonados sobre la repisa, de donde tomó un pequeño rectángulo metálico. Antes de entregármelo, limpió el polvo en el abultado frente de su falda de tweed. Tres figuras captadas en un instante remoto: un joven apuesto, flanqueado por una mujer mayor y una niña bonita de unos trece años.
—Michael fue, junto con los demás, a combatir en la Gran Guerra —explicó mi anfitriona, mirando por encima de mi hombro—. Mientras su hermana lo veía alejarse en el tren, le hizo una última petición: si algo le sucedía, debía quedarse en casa y cuidar de su madre. —La señora Bird recuperó la foto, volvió a sentarse y se ajustó las gafas para seguir observándola mientras hablaba—. ¿Qué podía hacer sino asegurarle que cumpliría su voluntad? Era joven. Seguramente creía que nada grave le sucedería. Al principio nadie imaginaba qué era una guerra —dijo, y desplegando el pie del marco, lo dejó sobre la mesa, junto a su vaso.
Bebí el whisky y esperé. Finalmente, ella suspiró. Me miró a los ojos e hizo un ademán, como si arrojara caramelos invisibles.
—Pero murió, y mi pobre madre se resignó a hacer lo que su hermano le había pedido. Tal vez yo no habría sido tan complaciente, pero en aquel entonces las personas eran diferentes. Cumplían con su palabra. Para ser sincera, mi abuela era una vieja arpía, pero mi madre se hizo cargo de su manutención, dejó de lado la idea de casarse y tener hijos, se adaptó.
Una ráfaga de grandes gotas de lluvia golpeó la ventana y me hizo temblar.
—Y ahora, aquí está usted.
—Aquí estoy.
—Y bien, ¿qué sucedió?
—Mi abuela murió —dijo la señora Bird, asintiendo con naturalidad—. En 1939, estaba enferma del hígado, no fue una sorpresa. Más bien un alivio, diría, aunque mi madre era demasiado bondadosa para admitirlo. Nueve meses después del comienzo de la guerra, mi madre estaba casada y esperando una hija.
—Un idilio vertiginoso.
—¿Vertiginoso? —preguntó la señora Bird, frunciendo los labios—. Tal vez, de acuerdo con las ideas de hoy, no en aquella época, durante la guerra. Para ser honesta, no estoy muy segura en lo que se refiere al «idilio». Siempre sospeché que por parte de mi madre fue una decisión práctica. Nunca habló del asunto, pero los niños se dan cuenta de ciertas cosas, ¿verdad? Aunque a todos nos guste creer que somos producto de un gran amor —opinó, y me sonrió, con incertidumbre, tratando de evaluar si podía confiar en mí.
—¿Sucedió algo que la indujera a pensar de esa manera? —pregunté.
La señora Bird se bebió el resto de su whisky y con el vaso dibujó círculos sobre la mesa. Miró la botella con el ceño fruncido, aparentemente inmersa en un profundo y silencioso debate. No supe si resultó vencedora. En cualquier caso, quitó el tapón y sirvió otra ronda.
—Descubrí algo, hace unos años. Después de la muerte de mi madre, cuando me hice cargo de sus asuntos.
El whisky abrasó mi garganta.
—¿De qué se trata?
—Cartas de amor.
—Vaya…
—No eran de mi padre.
—¡Oh!
—Las encontré en una lata, en el fondo del cajón de su tocador. Las descubrí solo porque un comprador de antigüedades vino a ver los muebles. Trataba de abrir el cajón para enseñárselo y pensé que se había atascado. Cuando tiré, con más fuerza de lo aconsejable, la lata se deslizó hacia delante.
—¿Las leyó?
—Abrí la lata más tarde. Es terrible. Lo sé —admitió, ruborizada, y comenzó a alisarse el cabello junto a las sienes—. No pude evitarlo. Cuando comprendí de qué se trataba, ya no podía detenerme. Eran maravillosas. Entrañables. Concisas, pero tal vez aún más significativas por su brevedad. Y había algo más, cierta tristeza. Habían sido escritas antes de que se casara con mi padre. Mi madre no era del tipo de mujeres que tienen amoríos después de casadas. No, aquella aventura había existido cuando su madre aún vivía, cuando no tenía posibilidad de casarse ni de marcharse.
—¿Quién era el hombre que escribió las cartas?
Ella dejó de alisar su cabello y apoyó las manos en la mesa. El silencio fue impactante. Y cuando se inclinó hacia mí, también yo me acerqué.
—No debería decirlo; no me gustan las habladurías —susurró.
—No, por supuesto.
La señora Bird hizo una pausa. Un atisbo de emoción pasó por sus labios. Luego miró sigilosamente hacia atrás.
—No estoy segura al cien por cien. La firma era solo una inicial —dijo. Entonces me miró a los ojos, parpadeó y sonrió casi con malicia—. Una «R».
—Una «R» —repetí, imitando la manera en que había pronunciado esa letra. Reflexioné un momento, me mordí el interior de la mejilla y exclamé—: ¡Es imposible que se trate de…! —En efecto, podía ser. La «R» de Raymond Blythe. El rey del castillo y su ama de llaves: casi un tópico. Y los tópicos existen precisamente porque son frecuentes—. Eso explicaría que las cartas fueran secretas, y la imposibilidad de hacer pública la relación.
—No solo eso.
La miré, desconcertada.
—La hermana mayor, Persephone, es particularmente fría conmigo. Siempre lo he sentido y no le he dado motivos. Una vez, cuando yo era niña, me descubrió jugando junto a la piscina circular, la que tiene un columpio. Me miró como si hubiera visto un fantasma. Creí que iba a estrangularme. Cuando descubrí la aventura de mi madre, la posibilidad de que fuera el señor Blythe, en fin, me pregunté si Percy lo sabía y estaba resentida. Por aquel entonces las relaciones entre clases eran diferentes. Percy Blythe es una persona rígida, apegada a las normas y las tradiciones.
Yo asentía lentamente. A decir verdad, no sonaba improbable. Percy Blythe no era alegre y afectuosa, pero en mi primera visita al castillo advertí que era especialmente seca con la señora Bird. Y, sin ninguna duda, el castillo guardaba un secreto. Tal vez Saffy quería hablarme precisamente de esta aventura. Un tema que le incomodaba airear con Adam Gilbert. ¿Por ese motivo Percy se negó rotundamente a que entrevistara otra vez a su gemela? ¿Para evitar que revelara el secreto de su padre?, ¿para que no me hablara sobre la relación con su ama de llaves?
A pesar de todo, no quedaba claro por qué era tan importante para Percy. Con certeza, no se debía a un sentimiento de lealtad hacia su madre. Raymond Blythe se había casado más de una vez, de modo que presumiblemente ella era capaz de aceptar las debilidades del corazón. Y aun cuando la señora Bird estuviera en lo cierto y la anticuada Percy no aprobara las relaciones amorosas entre miembros de distintas clases, no me parecía plausible que siguiera atribuyendo importancia a ese aspecto, considerando que la realidad había aportado nuevas perspectivas a su vida. El hecho de que su padre se hubiera enamorado de su ama de llaves no podía constituir un oprobio que debiera ser ocultado para siempre. Anticuada o no, era ante todo pragmática. Yo había visto lo suficiente para saber que su realismo no la induciría a guardar secretos por mojigatería o apego a los criterios sociales sobre la moral.
—Más aún, me he preguntado si…, es decir, mi madre nunca dio el menor indicio, pero…, no, es una tontería —dijo la señora Bird, negando la cabeza.
Luego se llevó las manos cruzadas al pecho, en un gesto casi tímido. Al cabo de un instante, comprendí que me invitaba a pensar en esa espinosa posibilidad.
—¿Cree que pudo haber sido su padre?
Sus ojos me dijeron que había adivinado.
—Mi madre adoraba esa casa, el castillo, a todos los Blythe. A veces hablaba del señor Blythe, de su inteligencia. Se sentía orgullosa de haber trabajado para un escritor famoso. Pero, curiosamente, en medio del relato se negaba a seguir hablando y sus ojos se llenaban de tristeza.
Ciertamente, esa hipótesis explicaba muchas cosas. Percy Blythe podía tolerar la relación de su padre con el ama de llaves, no que tuviera otra hija. En ese caso, las consecuencias no tendrían relación con la mojigatería o la moralidad, sino que serían otras, otras que Percy Blythe, defensora del castillo y el legado familiar, evitaría a cualquier precio.
A pesar de eso, aunque todo parecía concordar, por algún motivo difícil de explicar la idea de la señora Bird me resultaba inaceptable por completo. Una especie de lealtad, aunque errada, hacia Percy, hacia las tres ancianas de la colina que formaban un círculo tan cerrado, me impedía incluir a una cuarta hermana.
El reloj de la chimenea eligió ese instante para dar la hora. El encantamiento se rompió. La señora Bird, más ligera después de haber compartido su carga, comenzó a recoger los saleros de la mesa.
—El comedor no se ordena por sí mismo; siempre espero que suceda, pero hasta ahora me ha desilusionado.
Me puse de pie y recogí de la mesa nuestros vasos vacíos.
La señora Bird me sonrió.
—Los padres pueden sorprendernos, ¿no es cierto? ¡Cuántas cosas hicieron antes de que llegáramos a este mundo!
—Sí, nos sorprende saber que alguna vez fueron auténticas personas.