Londres, 17 de octubre de 1941
El alféizar del ático de Tom era más amplio de lo habitual, perfecto para sentarse. El lugar preferido por Juniper para instalarse, aunque en su opinión no se debía a que echara de menos el tejado del ático de Milderhurst. En realidad, era cierto. Al cabo de unos meses lejos del castillo había decidido no regresar jamás.
Conocía el testamento de su padre, lo que había previsto para ella y hasta dónde había llegado con el propósito de lograrlo. Saffy se lo había explicado en una carta, sin intención de causarle disgusto, solo porque no toleraba el malhumor de Percy. Juniper la leyó dos veces para asegurarse de haber comprendido correctamente. Luego la tiró en el lago Serpentine y observó la tinta destiñendo mientras el papel se hundía. Su padre siempre había manipulado a sus hijas y creyó que seguiría haciéndolo desde la tumba. Juniper no se lo permitiría. No admitiría siquiera que las ideas de Raymond Blythe nublaran su día. Aquel día debía ser soleado, aunque en sentido estricto el sol no brillara.
Con las rodillas flexionadas y la espalda arqueada en el hueco de la ventana, fumaba y observaba el jardín. Era otoño, las hojas cubrían la tierra. El gato las miraba fascinado; había pasado horas acechando a enemigos imaginarios, saltando y ocultándose entre las sombras. La mujer que vivía en la planta baja —los bombardeos en Coventry habían destruido su vida anterior— le llevó un plato de leche. Por aquellos días no abundaba, pero siempre alguien lograba reservar un poco para contentar al gatito vagabundo.
Desde la calle llegó un ruido. Juniper estiró el cuello para ver de qué se trataba. Un hombre de uniforme iba hacia el edificio. Su corazón se aceleró. Comprobó que no era Tom. Dio una calada al cigarrillo tratando de dominar su ansiedad. Por supuesto, no era él, tendría que esperarlo al menos media hora todavía. Siempre tardaba una eternidad cuando visitaba a la familia, pero regresaba con un montón de anécdotas. Ese día ella lo sorprendería.
Echó un vistazo a la mesa colocada junto a la cocina de gas; la que habían comprado por unas monedas y habían llevado a casa en un taxi, a cambio de invitar al chófer a tomar el té. A Tom le esperaba un banquete digno de un rey. Aunque, para ser exactos, un rey en época de racionamiento. Juniper había encontrado las dos peras en el mercado de Portobello. Magníficas peras, a un precio que podía pagar. Les había sacado brillo cuidadosamente y las había dispuesto junto a los sándwiches, las sardinas y el paquete envuelto en papel de periódico. En el centro, orgulloso sobre un cuenco patas arribas, el pastel. El primero que había hecho en toda su vida.
Unas semanas antes se le había ocurrido que Tom debía tener su tarta de cumpleaños y que a ella le correspondía prepararla. El plan se había tambaleado cuando recordó que no sabía hacerla. Y además, tenía serias dudas acerca de que su minúscula cocina de gas pudiera acometer semejante tarea. Como otras veces, deseó que Saffy estuviera en Londres. No solo para ayudar con el pastel. A pesar de que no añoraba el castillo, echaba de menos a sus hermanas.
Al final, había llamado a la puerta del apartamento del sótano esperando encontrar al hombre que vivía allí. Había evitado ir a la guerra a causa de los pies planos, para beneficio de las cantinas locales. Lo encontró, y cuando le explicó su situación, con gusto se ofreció a ayudarla. En primer lugar, hizo una lista de los ingredientes que debían conseguir, casi deleitándose con las restricciones que imponía el racionamiento. Incluso donó a la causa un huevo y, cuando Juniper se marchaba, le entregó algo envuelto en papel de periódico y sujeto con un cordel, diciendo: «Un regalo, para que lo compartan». No había azúcar para decorar, por supuesto, pero Juniper había escrito el nombre de Tom con pasta de dientes, y no estaba nada mal.
Una mota fría cayó en su tobillo. Otra, en la mejilla. Juniper miró otra vez el mundo exterior. Comenzaba a llover. Se preguntó si Tom estaría muy lejos.
* * *
Llevaba cuarenta minutos intentando despedirse, con amabilidad, por supuesto. No era sencillo. Su familia estaba feliz de que hubiera regresado a la normalidad, de que se comportara como aquel Tom que conocían. Aunque en la diminuta cocina se habían reunido diversos miembros de la familia Cavill, todas las preguntas, bromas y frases iban dirigidas a él. Su hermana contaba que una mujer que conocía había muerto durante el apagón, atropellada por un autobús de dos pisos.
—Ha sido terrible, Tommy, había salido a entregar un manojo de bufandas para los soldados.
Tom estaba de acuerdo: era terrible. Escuchó a su tío Jeff, que relató una historia similar, un vecino atropellado por una bicicleta. Y después de unos instantes de duda se puso de pie.
—Gracias, mamá…
—¿Te marchas? —preguntó ella, sosteniendo el hervidor—. Estaba a punto de hervir más agua.
Él se inclinó para besar su frente.
—Nadie prepara el té mejor que tú, pero, de verdad, debo marcharme.
Su madre enarcó una ceja.
—¿Cuándo la conoceremos?
Tom dio una palmada cariñosa a Joey, que simulaba ser un tren, y evitó mirar a su madre.
—No sé a qué te refieres, mamá —dijo, colgando al hombro su cartera.
* * *
Caminó con entusiasmo, ansioso por regresar al apartamento, a ella. Por llegar antes de que comenzara a llover. Por mucho que se apresurara, las palabras de su madre lo seguían, clavadas en él como garras, porque Tom ansiaba hablar de Juniper con su familia. Cada vez que los veía, tenía que dominar el impulso infantil de proclamar que estaba enamorado, que el mundo era un lugar maravilloso, pese a que los hombres se mataban y las mujeres que tenían hijos eran atropelladas por autobuses cuando se disponían a entregar bufandas para los soldados.
Pero no lo hacía, porque así se lo había prometido a Juniper. Su negativa a que los demás supieran que estaban enamorados lo desconcertaba. El secreto no parecía armonizar con una mujer como ella, franca, categórica en sus opiniones, reacia a disculparse por lo que pudiera sentir, decir o hacer. Al principio, temió que considerara inferiores a los miembros de su familia, pero el interés que demostró había acabado con esa idea. Juniper se refería a ellos como si los hubiera tratado durante años. No los discriminaba. Y Tom sabía, por cierto, que las hermanas de ella, a quienes adoraba, ignoraban tanto como su familia. Las cartas del castillo llegaban a través del padrino —imperturbable ante el engaño—, y cuando ella respondía, indicaba la dirección de Bloomsbury en el reverso del sobre. Le había preguntado el motivo de su conducta, al principio de una manera indirecta, luego abiertamente. Pero ella se había negado a darle explicaciones. Se limitó a decir que sus hermanas eran protectoras y anticuadas y que sería mejor esperar el momento adecuado.
A Tom no le agradaba esa situación, pero la amaba y lo aceptó. Aunque no pudo evitar mencionarlo en sus cartas a Theo, su hermano acantonado en el norte, de modo que no podía causar daño. Por otra parte, aquella primera carta de Tom acerca de la extraña y hermosa muchacha que había conocido, la que había logrado llenar su vacío, fue escrita mucho antes de que ella le impusiera esa restricción.
* * *
Desde aquel día, cuando se encontraron en la calle cerca de Elephant & Castle, Tom supo que debía ver de nuevo a Juniper Blythe. Al amanecer del día siguiente fue hasta Bloomsbury. Según se dijo, solo para conocer la puerta, las paredes, las ventanas tras las cuales ella dormía.
Observó la casa durante horas, fumando ansioso. Por fin, ella salió. Tom la siguió un trecho antes de reunir coraje para gritar su nombre.
—¡Juniper!
Muchas veces había repetido ese nombre para sus adentros, pero fue diferente pronunciarlo en voz alta y que ella volviera la cabeza al oírlo.
Pasaron juntos todo aquel soleado día, caminando y conversando, comiendo moras de los árboles que bordeaban el muro del cementerio. Cuando llegó la noche, Tom no estaba dispuesto a permitir que ella se marchara. Creyendo que era una propuesta que agradaba a las mujeres, la invitó a bailar, pero a Juniper no pareció causarle placer alguno. Lo miró con un disgusto manifiesto que lo desconcertó. Recuperando el aplomo, le preguntó qué desearía hacer. Ella respondió con naturalidad que debían seguir paseando. Explorando, según dijo.
Tom caminaba rápido. Juniper le seguía el paso, a derecha o izquierda, elocuente por momentos; callada en otros. Había en ella algo propio de la niñez: imprevisible, peligroso; tuvo la inquietante y seductora sensación de haber unido sus fuerzas con una persona para quien las habituales normas de conducta no tenían peso.
Juniper se detenía para observar las cosas que despertaban su interés, luego corría para alcanzarlo, completamente despreocupada. Tom temía que el apagón la hiciera tropezar con un bache de la acera o un saco de arena.
—Esto no es el campo —le dijo, con su antiguo tono de maestro.
Ella se rio.
—Eso espero. Por ese motivo estoy aquí —afirmó. Luego explicó que su visión era tan aguda como la de un pájaro. Tenía alguna relación con el hecho de haberse criado en el castillo, Tom no podía asimilar los detalles y dejó de escucharla, pero vio que el cielo se había despejado, la luna estaba casi llena y el resplandor plateaba su cabello.
Por suerte, ella no había advertido que la miraba. En cuclillas, hurgaba entre los escombros. Se acercó, curioso por saber qué había atraído su atención: en las destruidas calles de Londres, Juniper descubrió una mata de madreselva, caída cuando quitaron las vallas que la sostenían, pero aún viva. Cortó un tallo y, tarareando una extraña y hermosa melodía, lo enredó en su cabello.
El sol asomaba cuando subieron la escalera del apartamento de Tom. Juniper llenó de agua un viejo frasco de mermelada, puso allí la madreselva y la dejó en el alféizar. Durante las noches siguientes, mientras él yacía a solas y a oscuras, incapaz de dormir porque pensaba en ella, olía su dulce aroma. Desde entonces, siempre creyó que Juniper era como esa flor: misteriosa perfección en medio de un mundo destruido. No solo por su aspecto o por las cosas que decía. Era algo más, una esencia intangible, fuerza, seguridad. Parecía conectada con el mecanismo que impulsaba el planeta. Era la brisa de un día de verano, las primeras gotas de lluvia que caían en la tierra reseca, el resplandor del lucero.
* * *
Algo que no pudo precisar atrajo su mirada hacia la acera. Tom estaba allí antes de lo esperado, y su corazón se aceleró. En su alegría agitó la mano, a riesgo de caerse de la ventana. Él aún no la había visto. Con la cabeza hacia abajo, revisaba el correo. Juniper no podía dejar de mirarlo. Era locura, pasión, deseo, y por encima de todo, era amor. Amaba su cuerpo, su voz, la manera en que esos dedos caían sobre su piel, el espacio debajo de la clavícula donde su mejilla se acomodaba a la perfección mientras dormían. Amaba ver en su cara todos los lugares donde había estado. Amaba no tener necesidad de preguntarle qué sentía, que las palabras fueran innecesarias. Había descubierto que estaba cansada de palabras.
La lluvia caía sin parar, pero no como el día en que se enamoró de Tom. Aquella había sido una tormenta de verano, súbita, violenta, después de un calor intenso. Habían pasado el día caminando. Recorrieron el mercado de Portobello, subieron por Primrose Hill y luego bajaron hacia Kensington Gardens, donde vadearon las aguas poco profundas del estanque redondo.
El trueno llegó de manera totalmente inesperada. Todos miraron al cielo, temiendo que se tratara de una nueva clase de proyectil. Y después llegó la lluvia, enormes gotas que hicieron brillar el mundo.
Tom aferró la mano de Juniper y juntos corrieron, chapoteando en los charcos que se formaron de inmediato, riendo durante todo el camino de vuelta a su edificio y mientras subían la escalera hacia la seca penumbra de su habitación.
—Estás mojada —dijo Tom, con la espalda apoyada en la puerta que acababa de cerrar.
—¿Mojada? Estoy empapada hasta los huesos y lo que necesito es un secado en condiciones.
Tom le arrojó la camisa que estaba colgada en un gancho junto a la puerta.
—Ten, ponte esto mientras tu ropa se seca.
Ella se quitó el vestido y metió los brazos en las mangas de la camisa, como Tom le había indicado. Él se dio media vuelta y se alejó hacia el lavabo fingiendo no prestar atención, pero cuando ella lo miró, curiosa por saber qué hacía, se encontró con sus ojos en el espejo. Sostuvo la mirada más tiempo de lo habitual, lo suficiente para darse cuenta de que entre ellos algo cambiaba.
Seguía lloviendo, se oían truenos, el vestido chorreaba en el rincón donde él lo había colgado. Los dos se dirigieron hacia la ventana. Juniper, que no solía ser tímida, dijo algo trivial sobre los pájaros que se refugiaban de la lluvia.
Tom no respondió. Tendió una mano y apoyó la palma en su mejilla, suavemente. No fue necesario más. Ella calló y volvió la cabeza para rozar sus dedos con los labios, incapaz de desviar la mirada. Y entonces esos dedos se dirigieron hacia los botones de la camisa, recorrieron su vientre, sus pechos, y súbitamente sintió que su corazón estallaba en mil esferas diminutas que giraban al unísono por todo su cuerpo.
* * *
Después, sentados en el alféizar, comieron las cerezas que habían comprado en el mercado y arrojaron los huesos al suelo encharcado. No hablaban, pero de vez en cuando se miraban, sonreían casi imperceptiblemente, como si solo a ellos les hubiera sido revelado un poderoso secreto. Juniper se había preguntado sobre el sexo, había escrito acerca de lo que, según imaginaba, podría hacer, decir y sentir. Sin embargo, nada la había preparado para el hecho de que a continuación llegara el amor.
Para enamorarse.
Conoció esa deslumbrante, incontenible sensación, la divina imprudencia, la completa pérdida del libre albedrío. Eso y mucho más. Después de haber pasado la vida evitando el contacto físico, por fin se había conectado. En la sensual penumbra del atardecer, mientras yacía con su mejilla apretada contra el pecho de Tom, oyendo el sereno latir del corazón, sintió que también el suyo se aquietaba para acompasarlo. Y comprendió que en Tom había hallado a la persona capaz de equilibrarla. Pero sobre todo supo que enamorarse era estar a cubierto, a salvo.
La puerta del edificio se cerró con estrépito. Se oyeron pasos en la escalera. Los de Tom, que se acercaban a ella, y con una súbita, cegadora ráfaga de deseo, Juniper olvidó el pasado, se alejó del jardín, del gato que saltaba sobre las hojas y la anciana que lloraba por la catedral de Coventry, de la guerra que se libraba más allá de la ventana, de la ciudad con escaleras que conducían a la nada, de los retratos colgados en paredes sin techo, las mesas de cocina sin familias que las necesitaran. Atravesó el ático, veloz, ligera, y dejando caer la camisa de Tom en el camino, regresó a la cama. En ese instante oyó que la puerta se abría. Solo existían él y ella, y ese pequeño y cálido apartamento donde se había puesto una mesa de cumpleaños.
* * *
Después de comer el pastel en la cama —dos enormes porciones para cada uno— había migajas por doquier.
—Es porque no tiene suficiente huevo —opinó Juniper, que con la espalda apoyada en la pared contemplaba el panorama—. No es fácil hacer que los ingredientes emulsionen —agregó con un filosófico suspiro.
Tom le sonrió.
—Eres muy perspicaz.
—Sin duda.
—Y con un gran talento, por supuesto. Un pastel como este es digno de Fortnum & Mason.
—No puedo mentirte, lo he hecho con ayuda.
—Oh, sí —dijo Tom, girando sobre un costado para estirarse hacia la mesa y alcanzar con la punta de los dedos el paquete envuelto en papel de periódico—. Nuestro vecino cocinero.
—A decir verdad, no es cocinero, sino dramaturgo. Hace unos días lo oí hablar con un hombre que va a montar una de sus obras.
Tom desenvolvió cuidadosamente el paquete, dejando a la vista su contenido: un frasco de mermelada de moras.
—¿Es posible que un autor de obras teatrales sea capaz de hacer algo tan maravilloso?
—¡Oh, es increíble! ¡Sublime! ¡Cuánto azúcar hay en ese frasco! Podríamos untar unas tostadas.
Tom llevó el brazo hacia atrás para impedir que Juniper le quitara el frasco.
—¿La jovencita sigue hambrienta? —preguntó incrédulo.
—No exactamente, no es cuestión de tener hambre. Es solo que esta nueva y deliciosa posibilidad se presenta un poco tarde —explicó ella.
—No —respondió Tom después de hacer girar el frasco entre sus dedos, prestando la debida atención a su violáceo contenido—, creo que deberíamos reservarlo para una ocasión especial.
—¿Más especial que tu cumpleaños?
—Mi cumpleaños ya ha sido lo suficientemente especial. Deberíamos destinarlo a la próxima celebración.
—Oh, de acuerdo —aceptó Juniper, acurrucándose sobre el hombro de Tom para que él la rodeara con el brazo—, pero solo porque es tu cumpleaños y porque he comido demasiado.
Sonriendo, Tom encendió un cigarrillo.
—¿Cómo has encontrado a tu familia? ¿Joey se ha curado el resfriado? —preguntó Juniper.
—Así es.
—¿Y Maggie? ¿Te ha pedido que la escucharas mientras leía el horóscopo?
—Ha sido muy considerado por su parte. De otro modo, no sabría cómo comportarme esta semana.
—Es verdad —coincidió Juniper, quitándole el cigarrillo para darle una lenta calada—. ¿Sucederá algo interesante?
—No mucho —dijo Tom, deslizando los dedos debajo de la sábana—, al parecer le propondré matrimonio a una bella muchacha.
Juniper se estremeció al sentir la mano de Tom sobre su piel.
—Vaya, es interesante.
—Eso creo.
—Sin embargo, lo más interesante sería conocer la respuesta de la jovencita. ¿Maggie tiene alguna idea al respecto?
Tom recogió el brazo y se tendió de lado para mirar a Juniper.
—Lamentablemente, Maggie no puede ayudarme en este asunto. Dijo que debía preguntar y esperar la respuesta.
—Si ella lo dice…
—En ese caso… —Tom se apoyó sobre el codo y adoptó un aire afectado—. Juniper Blythe, ¿me concedería el honor de convertirse en mi esposa?
—Amable caballero —respondió Juniper, imitando a la reina—, antes de responder debo saber si la propuesta incluye tres bebés regordetes.
—¿Por qué no cuatro? —preguntó Tom, en un tono jocoso, aunque ya no afectado, que inquietó a Juniper. Se sintió cohibida, no supo qué decir—. Casémonos, Juniper. Tú y yo —insistió Tom. Y hablaba totalmente en serio.
—El matrimonio no está contemplado en mi vida.
Tom frunció el ceño.
—¿Qué dices?
Ella permaneció callada hasta que, desde el apartamento de abajo, el silbido del hervidor rompió el silencio.
—Es complicado.
—¿Puede serlo? ¿Me amas?
—Sabes que te amo.
—Entonces, no es complicado. Cásate conmigo. Di que sí, June. Podemos superar cualquier cosa.
Juniper sabía que nada podía decir para complacerlo, excepto «sí», y pese a todo, no era capaz de hacerlo.
—Déjame pensarlo, dame un poco de tiempo —pidió.
Tom se incorporó bruscamente. Le dio la espalda y permaneció con la cabeza gacha, disgustado. Ella quiso tocarlo, acariciar su espalda, volver el tiempo atrás; deseó que nunca le hubiera propuesto matrimonio. Entretanto, él sacó un sobre del bolsillo de su pantalón.
—Aquí tienes tu tiempo —espetó, entregándole la carta—. Debo presentarme en el cuartel. En una semana.
Juniper ahogó un grito y se apresuró a sentarse junto a él.
—Pero… ¿Cuánto tiempo…? ¿Cuándo regresarás?
—No lo sé, cuando la guerra termine.
«Cuando la guerra termine». Tom se marcharía de Londres. De pronto Juniper comprendió que sin él esa ciudad dejaría de tener importancia. Tal vez debería regresar al castillo. Su corazón comenzó a acelerarse al pensarlo, aunque no de emoción, sino con aquella temeraria intensidad que había experimentado durante toda la vida. Cerró los ojos, con la esperanza de que algo mejorara.
Su padre le había dicho que era una criatura del castillo, que pertenecía a ese lugar y que, por su bien, no debía abandonarlo. Pero se equivocaba. Al contrario, lejos del castillo, del mundo de Raymond Blythe, de las terribles cosas que él le contaba, de su culpa y su tristeza, Juniper era libre. En Londres no había misteriosos visitantes, ni lagunas mentales. Y aun cuando su gran temor —el hecho de ser capaz de hacer daño a otros— no la abandonara, allí era diferente.
Juniper sintió una presión en sus rodillas. Abrió los ojos. De rodillas en el suelo, frente a ella, Tom la observaba con ojos lacrimosos.
—Vamos, mírame. Todo saldrá bien.
Ella no tenía necesidad de hablarle de esas cosas. No quería que su amor cambiara, que él se transformara en un ser protector y angustiado como sus hermanas. No deseaba que la observara, que evaluara sus actitudes y sus silencios. No esperaba que la amara con abnegación, sino tan solo que la amara.
—Juniper, lo siento. Por favor, no puedo soportar verte así.
¿Por qué lo había rechazado? ¿Por qué demonios había sido capaz de hacerlo? ¿Para cumplir el mandato de su padre?
Tom se puso de pie, con intención de alejarse, pero ella aferró su muñeca.
—Te traeré un vaso de agua —dijo él.
—No quiero agua —respondió ella, sacudiendo la cabeza—, te quiero a ti.
Él sonrió y en su mejilla izquierda se formó un hoyuelo.
—Ya me tienes.
—Quiero decir: sí.
Tom inclinó la cabeza.
—Quiero que nos casemos.
—¿Lo dices de verdad?
—Y se lo diremos a mis hermanas.
—Por supuesto, lo que tú digas.
Entonces Juniper se rio. Tenía un nudo en la garganta, pero se rio de todos modos, y se sintió un poco mejor.
—Thomas Cavill y yo vamos a casarnos.
* * *
Con la mejilla en el pecho de Tom, Juniper escuchaba los latidos de su corazón y trataba de acompañarlos. Pero no lograba dormir. Su mente redactaba una carta. Debía anunciar a sus hermanas que ella y Tom les harían una visita, y tenía que hacerlo sin despertar sospechas.
Aunque la vestimenta nunca había sido un asunto que la interesara, sospechaba que una mujer debía llevar un vestido apropiado para el día de su boda. Tal vez a Tom y a su madre les pareciera importante, y por él estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
Recordó aquel vestido de seda, con la falda amplia, que una vez, hacía mucho tiempo, su madre había lucido. Si aún estuviera guardado en el castillo, Saffy podría hacer lo necesario para resucitarlo.