En mi recuerdo, Tom decidió ir a pie a Elephant & Castle. No le gustaba el metro. En esos trenes que viajaban bajo tierra se sentía encerrado, nervioso. Como si desde entonces hubiera pasado una eternidad, volvió a su memoria aquel día en que llevó a Joey al andén y juntos escucharon el rugido del tren acercándose. Abrió los puños, que llevaba apretados a los lados del cuerpo, y recordó la sensación de aferrar su mano —pequeña, regordeta y sudorosa por la excitación— mientras juntos miraban el túnel, esperando distinguir la luz de los faros, la ráfaga de aire densa y nebulosa que anunciaba la llegada del convoy. Recordó en particular la dicha en el rostro de Joey, que siempre parecía ver las cosas por primera vez.
Se detuvo un instante y cerró los ojos hasta que el recuerdo se difuminó. Al abrirlos se topó con tres chicas más jóvenes que él, de aspecto impecable y paso seguro. Se sintió torpe. Ellas se apartaron y al pasar lo saludaron formando una «V» con los dedos. Él respondió con una sonrisa, algo rígida, algo a destiempo, y siguió rumbo al puente. A su espalda la risa comedida de las muchachas burbujeó como un refresco de antes de la guerra. El enérgico ruido de sus tacones se alejó y Tom tuvo la vaga sensación de haber perdido una oportunidad, aunque no podía precisar cuál. No interrumpió su marcha, no advirtió que ellas miraban furtivamente hacia atrás intercambiando comentarios sobre aquel joven soldado, alto, bien parecido, de ojos serios y oscuros. Siguió concentrado en dar un paso tras otro, tal como lo hiciera en Francia, y en pensar en aquel símbolo, la «V» de la victoria, que se veía en todas partes. Se preguntó cómo se había originado, quién le había atribuido su significado y por qué todos lo conocían.
Cruzó el puente de Westminster. Se acercaba a la casa de su madre y se vio obligado a admitir que el desasosiego, el terrible vacío de su pecho había regresado, se había introducido subrepticiamente entre los recuerdos de Joey. Inspiró profundamente y caminó más rápido, en un vano intento por liberarse de esa sensación, más opresiva que un objeto sólido. Le provocaba un efecto semejante a la nostalgia, desconcertante porque era un hombre adulto y porque, en efecto, estaba de nuevo en casa.
Tendido sobre las tablas mojadas del barco que lo llevaba de vuelta desde Dunkerque, entre las sábanas almidonadas del hospital, en el primer apartamento que le prestaran en Islington, había creído que aquella sensación, aquel dolor sordo, imposible de aplacar, se aliviaría al llegar a su hogar, en el preciso instante en que su madre lo abrazara y, llorando sobre su hombro, le dijera que estaba en casa, que no tenía por qué preocuparse. No fue así, y Tom comprendía el motivo. Aquella ansiedad no era nostalgia. Tal vez había elegido esa palabra con cierta indolencia, incluso con esperanza, para referirse a la conciencia de haber perdido algo esencial. No era un lugar. Había perdido una parte de su ser.
Sabía dónde se había quedado. En aquel terreno cercano al canal del Escalda, cuando al volverse se había encontrado con los ojos del soldado alemán que le apuntaba por la espalda. Había sentido pánico, náuseas y había disparado. Una de las capas que lo cubrían, la que sentía y temía, había volado como un papel y había caído al suelo en el campo de batalla. El resto, el núcleo resistente, había huido sin mirar atrás, sin percibir más que el sonido de su respiración jadeante.
La deslocalización, la división de su ser, lo había convertido en mejor soldado y, a la vez, en un hombre inepto. Por ese motivo ya no vivía con su familia. Los objetos y las personas aparecían velados ante sus ojos, y ciertamente no era capaz de tocarlos. En el hospital, el médico le había explicado que otros soldados padecían esa misma dificultad. Pero la explicación no había servido para disminuir el espanto. Porque cuando su madre le sonrió —como lo hacía cuando él era niño—, cuando insistió en que se quitara los calcetines para que pudiera zurcirlos, él solo sintió aquel vacío. Lo mismo le ocurrió al beber de la taza de su padre; cuando Joey —incluso convertido en un mocetón, siempre sería su hermano pequeño— soltó un aullido y fue hacia él trotando torpemente, aferrando contra su pecho un gastado ejemplar de Azabache; cuando sus hermanas, al verlo tan delgado, prometieron cederle sus raciones para que recuperara peso. Tom no sintió nada, y deseó…
—¡Señor Cavill!
El nombre de su padre. El corazón de Tom dio un vuelco. De inmediato se serenó, esa voz le decía que su padre seguía vivo, sano, y que todo se arreglaría. Durante las últimas semanas lo había visto caminando a su encuentro por las calles de Londres, agitando su mano frente a él en el campo de batalla, acercándose para estrechar su mano en el barco que cruzaba el Canal. No había sido su imaginación. Por el contrario, aquel mundo con bombas y balas, el arma en sus manos, los barcos que hacían agua al cruzar el Canal oscuro y traicionero, los lánguidos meses en hospitales cuya pulcritud enmascaraba el olor de la sangre, los niños muertos en los caminos arrasados por las bombas eran una horrenda ficción. En el mundo real todo estaba en orden, porque su padre aún vivía. Así debía de ser, porque alguien gritaba: «¡Señor Cavill!».
Tom se volvió y la vio. Una niña lo saludaba. Un rostro familiar se acercaba. La niña caminaba con la intención de parecer mayor —los hombros erguidos, la cabeza en alto— y al mismo tiempo corría, como aquellos niños que saltaban de su asiento en el parque y atravesaban las barandillas de hierro ahora transformadas en remaches, balas y alas de avión.
—¡Hola, señor Cavill! —dijo ella, jadeante, ya frente a él—. ¡Ha vuelto!
La esperanza de encontrarse con su padre se esfumó. El anhelo, la dicha, el alivio escaparon dolorosamente por su piel. Suspirando, comprendió que el señor Cavill era él, y que la niña con gafas que parpadeaba en la calle en algún momento había sido su alumna. Antes, cuando tenía alumnos, cuando hablaba con pretendida autoridad de grandes conceptos que ni siquiera había comenzado a entender. Se estremeció al recordarlo.
Meredith. Lo recordó de pronto, con toda claridad. Así se llamaba, Meredith Baker. Había crecido. Ya no era tan niña. Se la veía más alta, insegura aún con su nuevo cuerpo. Sonrió, logró saludarla y tuvo una agradable sensación, que no pudo describir de inmediato, relacionada con esa niña, con la última ocasión en que la había visto.
Comenzaba a fruncir el ceño tratando de desentrañar el recuerdo, cuando de pronto la escena apareció: un día caluroso, una piscina circular, una chica.
Y entonces la vio. La chica de la piscina, allí, en la calle de Londres, inconfundible. Por un momento creyó que se lo estaba imaginando. La chica de sus sueños, aquella que solía ver estando lejos, radiante, flotando sonriente mientras él avanzaba penosamente, para caer, por fin, bajo el peso de su compañero Andy —que había muerto sobre sus hombros sin que él lo advirtiera—; cuando la bala hirió su rodilla y la sangre tiñó el suelo, cerca de Dunkerque.
Tom la contempló, sacudió ligeramente la cabeza, y en silencio comenzó a contar hasta diez.
—Ella es Juniper Blythe —dijo Meredith, jugando con un botón de su blusa, y sonriendo miró a su amiga. Tom siguió su mirada. Juniper Blythe, por supuesto.
Ella sonrió con asombrosa franqueza. Su rostro se transformó por completo y lo transformó. Por una fracción de segundo, Tom era de nuevo el joven que se encontraba junto a la reluciente piscina aquel día de verano, antes de que la guerra comenzara.
—¡Hola! —saludó Juniper.
Tom inclinó la cabeza para responder al saludo. Las palabras, escurridizas, se negaban a salir de su boca.
—El señor Cavill era mi maestro —explicó Meredith—. Lo conociste en Milderhurst…
Mientras Juniper prestaba atención a su amiga, Tom le echó un vistazo furtivo. No era Helena de Troya, la atracción que ejercía no se debía a la belleza de su rostro. En cualquier otra mujer aquellos rasgos habrían sido agradables pero imperfectos: los ojos demasiado separados, el cabello demasiado largo, la abertura entre los dientes delanteros. En ella, sin embargo, añadían una extravagante belleza. Su peculiar manera de comportarse la distinguía de las demás mujeres. Aunque fuera completamente natural, su belleza era sobrenatural, más radiante que ninguna.
—En la piscina, ¿lo recuerdas? Había venido para averiguar cómo me encontraba en el castillo.
—Oh, sí —dijo Juniper Blythe, y miró a Tom. Él sintió que algo se encogía en su interior, su respiración se entrecortaba al verla sonreír—. Estaba nadando en mi piscina —bromeó. Tom deseaba decir algo gracioso, bromear como hacía antes.
—El señor Cavill también es poeta —continuó Meredith, con una voz que parecía surgir de un lugar muy lejano.
Tom trató de concentrarse. Poeta. Se rascó la frente. Ya no se veía de esa manera. Recordaba vagamente que se fue a la guerra para adquirir experiencia, con la convicción de que podría desentrañar los secretos del universo, ver las cosas de un modo distinto, más vívido. Y, en efecto, lo había conseguido. Pero lo que había visto no era poético.
—Ya no escribo —replicó. Era la primera frase que lograba pronunciar y se sintió obligado a ampliarla—. Otras cosas me han mantenido ocupado —aclaró, dirigiéndose exclusivamente a Juniper—. Vivo en Notting Hill.
—Bloomsbury —respondió ella.
Él asintió. El hecho de verla allí después de haberla imaginado tantas veces, de tantas maneras, era casi perturbador.
—No conozco a muchas personas en Londres —prosiguió Juniper. Tom no supo si era ingenua o tenía plena conciencia de su encanto. En cualquier caso, algo en su manera de hablar le dio coraje:
—Me conoce a mí.
Ella lo miró de un modo extraño, inclinó la cabeza como si escuchara palabras que él no había pronunciado y luego sonrió. De su bolso sacó un bloc de notas, escribió algo y le entregó la hoja. Sus dedos rozaron la palma de Tom. Él sintió una especie de descarga eléctrica.
—Lo conozco —coincidió.
En ese momento sintió —y volvió a sentirlo cada vez que recordó aquel diálogo— que nunca dos palabras habían contenido tanta verdad.
—¿Iba a su casa, señor Cavill? —preguntó Meredith. Tom había olvidado dónde estaba.
—Así es, por el cumpleaños de mi madre —respondió, y miró su reloj sin ver la hora—. Debo seguir mi camino.
Meredith sonrió y lo saludó con la «V» de la victoria. Juniper se limitó a sonreír.
Tom no desplegó el papel hasta llegar a la calle de su madre, pero una vez en la puerta de su casa, ya se había aprendido de memoria la dirección.
* * *
Era tarde cuando Meredith, por fin a solas, pudo escribir. La noche había sido un tormento: Rita y su madre habían discutido durante la cena. Su padre había obligado a toda la familia a escuchar las noticias que el señor Churchill emitía por radio en relación con los rusos. Y luego su madre —que seguía castigando a Meredith por su traición en el castillo— había descubierto una enorme pila de calcetines que debían ser zurcidos. Recluida en la cocina —como de costumbre, sofocante en verano— repasó mentalmente lo ocurrido aquel día una y otra vez, decidida a no olvidar el menor detalle.
Finalmente se refugió en la quietud de la habitación que compartía con Rita. Sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared y su precioso diario sobre las rodillas, garabateaba con ímpetu sus páginas. A pesar del suplicio, la espera había sido prudente. En los últimos tiempos Rita se comportaba de un modo particularmente odioso, y si hubiera descubierto el diario, las consecuencias habrían sido catastróficas. Por fortuna, la costa estaría despejada por un par de horas. Gracias a algún mágico conjuro, Rita había logrado que el ayudante del carnicero le prestara atención. Aquello seguramente era amor: el chico solía apartar algunas salchichas para dárselas a escondidas. Ella, por supuesto, se veía a sí misma como la abeja reina y tenía la certeza de que se casaría con aquel muchacho.
Pero el amor no la había apaciguado. Aquella tarde, cuando Meredith regresó a casa, la esperaba para preguntarle quién era la mujer que había aparecido en la puerta por la mañana, adónde se habían marchado con tanta prisa, de qué se trataba todo el asunto. Por supuesto, ella no había dado explicaciones. Juniper era su secreto.
—Es solo una persona que conozco —dijo, tratando de parecer despreocupada.
—A mamá no le alegrará saber que has abandonado tus tareas para salir de paseo con esa presumida —la amenazó Rita.
Pero esta vez Meredith estaba en condiciones de replicar.
—Tampoco papá se alegrará cuando le cuente lo que haces en el refugio con el chico de las salchichas.
El rostro de Rita había enrojecido de indignación y le había arrojado un objeto que resultó ser su zapato. A cambio de la magulladura en la rodilla, Meredith evitó que su madre se enterara de la visita de Juniper.
Completó la frase, puso un enfático punto final y luego, pensativa, se llevó la pluma a la boca. Había llegado a la escena en que Juniper se topaba con el señor Cavill, que caminaba con el ceño fruncido, mirando fijamente el suelo, como si se esforzara por contar sus pasos. Al ver su silueta desde el otro lado del parque, su corazón había comenzado a palpitar, lo había reconocido, aun sin saberlo. Recordó su enamoramiento infantil, la manera en que solía observarlo y escuchar cada una de sus palabras imaginando que algún día se casaría con él. El recuerdo la estremeció. Por aquel entonces era apenas una niña, ¿cómo se le había ocurrido algo semejante?
De un modo inimaginable, curioso, fantástico, él y Juniper habían reaparecido el mismo día. Las dos personas que más habían influido para que descubriera el camino que deseaba seguir en la vida. Meredith era fantasiosa y lo sabía, su madre siempre la acusaba de soñar despierta, pero aquello indudablemente tenía un significado. El hecho de que ambos hubieran regresado a su vida en el mismo momento era obra del destino.
Una idea la impulsó a saltar de la cama. Buscó en el fondo del armario los cuadernos escondidos. El cuento no tenía título aún, debía decidirlo antes de que Juniper lo recibiera. Deseaba mecanografiarlo, como un verdadero original. El señor Seebohm, el vecino, tenía una antigua máquina de escribir; si se ofrecía a llevarle el almuerzo, tal vez le permitiera usarla.
Arrodillada en el suelo, se colocó el cabello detrás de las orejas y echó un vistazo a sus escritos, leyó párrafos al azar, deteniéndose en aquellos que, según creía, merecerían gran atención por parte de Juniper. Se sintió decepcionada. El relato era acartonado. Los personajes hablaban demasiado, pero no expresaban sentimientos y no transmitían la impresión de saber qué esperaban de la vida. Más aún, faltaba algo vital, un aspecto de la existencia de su heroína que —de pronto lo comprendió— debía desarrollar. Le pareció increíble no haberse percatado antes.
El amor. Era lo que su historia necesitaba. ¿No era acaso el amor, el extraordinario palpitar de un corazón, lo que hacía girar el mundo?