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Londres, 22 de junio de 1941

Era un pequeño apartamento, poco más que un par de diminutas habitaciones en lo alto de un edificio victoriano. El tejado caía en pendiente hasta encontrarse con la pared que alguien, en algún momento, había levantado para que un ático inhóspito se dividiera en dos. Para cocinar disponía apenas de un pequeño fregadero y una antigua cocina de gas. Aunque el apartamento no era suyo. Tom no tenía su propia casa porque nunca la había necesitado. Antes de la guerra vivía con su familia, cerca de Elephant & Castle; después, con su regimiento, que menguó y se dispersó hasta convertirse en un grupo de rezagados que se dirigían a la costa. Después de Dunkerque había dormido en una cama del hospital de Chertsey.

De permiso hasta que se curara su pierna y su unidad lo reclamara, había pasado de un lugar a otro. En Londres abundaban las casas vacías, no era difícil encontrar una. La guerra lo había trastocado todo: personas, bienes, afectos. Ya nadie podía saber qué era lo correcto.

Aquel apartamento sencillo que recordaría hasta el día de su muerte, que pronto albergaría sus recuerdos más luminosos, pertenecía a un amigo con quien había estudiado Magisterio, en otra época de su vida, hacía ya una eternidad.

Aunque todavía era temprano, Tom ya había vuelto de su paseo hasta Primrose Hill. Después de la retirada en Francia, de meses de luchar por la supervivencia, no lograba dormir hasta tarde, ni dormía profundamente. Se despertaba con el alboroto de los pájaros. En particular, de los gorriones que se habían instalado en el alféizar de su ventana. Tal vez había cometido un error al alimentarlos, pero el pan estaba mohoso y el tipo del Departamento de Salvamento había insistido en que no debía desperdiciarlo. El calor de la habitación y el vapor del hervidor de agua hacían que el pan se enmoheciera. Trataba de evitarlo abriendo la ventana, pero el calor del sol acumulado en los pisos inferiores subía por el hueco de la escalera y se filtraba por las tablas del suelo hasta llegar al techo del ático y estrecharse en un abrazo con el vapor. Prefirió aceptarlo. El moho, al igual que los pájaros, era parte de su vida. Se levantaba temprano, los alimentaba y salía a pasear.

Los médicos habían dicho que los paseos eran la mejor cura, pero Tom no disfrutaba serenamente de aquellas caminatas. Le servían para exorcizar la agitación que se había apoderado de él en Francia. Agradecía el alivio que le otorgaba cada paso en la acera, aunque fuera temporal. Aquella mañana, en la cumbre de Primrose Hill, observó el despuntar del alba, distinguió el zoológico y la BBC y, en la distancia, la cúpula de San Pablo, que se alzaba nítidamente entre los edificios bombardeados. Durante los ataques más intensos Tom se encontraba en el hospital. El 30 de diciembre la jefa de enfermeras le había llevado el Times —para entonces ya estaba autorizado a leer periódicos— y había permanecido junto a su cama, observándolo mientras leía, en actitud solemne aunque no severa. Antes de que él completara la lectura del título, había declarado que se trataba de la voluntad de Dios. Tom coincidía en que la supervivencia de la cúpula era un prodigio, pero más que a la voluntad divina, lo atribuía a la suerte. No podía aceptar con ligereza que Dios conservara un edificio mientras toda Inglaterra se desangraba. No obstante, asintió ante la enfermera. La blasfemia habría sido un síntoma de alteración mental que ella debería poner en conocimiento del médico.

* * *

Tom había apoyado un espejo en la base del marco de la ventana; vestido solo con camiseta y pantalón, se inclinó hacia él para recorrer sus mejillas con la brocha empapada en jabón de afeitar. Observó indiferente su reflejo en el espejo cuarteado: con la cabeza inclinada para que la tersa luz del sol cayera en su mejilla, un joven se pasaba la navaja por la mandíbula cuidadosamente, en especial cuando rodeaba el lóbulo de la oreja. El tipo del espejo enjuagó la navaja, la agitó y repitió el procedimiento en la otra mejilla, tal como hace un hombre que se dispone a visitar a su madre con motivo de su cumpleaños.

Se miró, suspiró. Dejó la navaja en el alféizar de la ventana y apoyó las manos en el borde exterior de la jofaina. Apretó los párpados y comenzó la consabida cuenta hasta diez. La deslocalización había sido frecuente en los últimos tiempos, desde que regresara de Francia, pero más aún desde que salió del hospital. Se veía a sí mismo desde fuera, incapaz de creer que ese joven del espejo, amigable, sereno, con todo el día por delante, era él. No era posible que ese rostro tranquilo y afeitado llevara consigo las experiencias de los últimos dieciocho meses; imágenes y sonidos; aquel niño que yacía muerto, solo, en un camino de Francia.

«Eres Thomas Cavill, un soldado. Tienes veinticinco años, hoy es el cumpleaños de tu madre, irás a su casa a comer con ella», se dijo con firmeza al terminar de contar. Se encontraría con sus hermanas. La mayor llevaría a su bebé, al que en su honor había bautizado con el nombre de Thomas. Allí estaría también su hermano Joey. Theo no vendría, porque hacía la instrucción en el norte con su regimiento y escribía alegres cartas donde hablaba de las granjas lecheras y de una joven llamada Kitty. Serían efusivos, como de costumbre. Al menos, una versión de sí mismos en tiempos de guerra: no cuestionaban, apenas se quejaban, solo se permitían bromear sobre las dificultades que implicaba obtener huevos y azúcar. Nunca dudaban de que Gran Bretaña lograría superar el mal momento, que ellos lograrían superarlo. Tom apenas podía recordar, vagamente, esa sensación.

* * *

Juniper miró el papel y confirmó una vez más la dirección. Lo inclinó, siguió el movimiento con su cabeza y maldijo su desastrosa caligrafía. Su escritura era demasiado veloz, descuidada, ansiosa por pasar a la siguiente idea. Miró la modesta casa, distinguió el número en la puerta pintada de negro. Veintiséis. Tenía que ser allí.

Juniper se guardó el papel en el bolsillo. Más allá del número y la calle, a partir de los relatos de Merry podía reconocer la casa con tanta claridad como si se tratara de la Abadía de Northanger o Cumbres Borrascosas. Tomó impulso, subió los peldaños de cemento y llamó a la puerta.

Llevaba dos días en Londres y casi no se lo podía creer. Le parecía como si fuera un personaje de ficción que había escapado del libro donde, con sumo cuidado, su creador la había encerrado; con unas tijeras había recortado su silueta y había saltado hacia las páginas de una historia más indecente, ruidosa y dinámica. Una historia que ya adoraba: el trajín, el caos, el desorden, las cosas y las personas que no comprendía eran estimulantes, tal como lo había sabido desde siempre.

La puerta se abrió. Un rostro con el ceño fruncido la pilló desprevenida.

—¿Qué quiere? —preguntó una chica más joven que ella que por algún motivo parecía mayor.

—Deseo ver a Meredith Baker —declaró Juniper. La voz de su nuevo personaje le sonó extraña. Recordó a Percy, que siempre sabía cómo comportarse en el mundo, pero la imagen se mezcló con otra más reciente: la vio con el rostro enrojecido por la ira después de una reunión con el abogado de su padre. Decidió olvidarla.

La chica —a juzgar por su gesto rencoroso solo podía ser Rita— miró a Juniper de arriba abajo y adoptó una expresión altanera, suspicaz y —extrañamente, dado que no se conocían— de profundo disgusto.

—¡Meredith, ven aquí! —gritó por fin, con desdén.

Mientras esperaban, Juniper y Rita se observaron en silencio. En la mente de Juniper surgieron una infinidad de palabras que se entrelazaron para formar una descripción que más tarde pondría por escrito para enviársela a sus hermanas. Entonces llegó Meredith, presurosa, con las gafas sobre la nariz y una servilleta en la mano.

Las palabras perdieron importancia. Merry era la primera amiga que tenía, antes nunca había tenido oportunidad de echar de menos a alguien como a ella, de prever la inmensa pena que le causaría su ausencia. En marzo, el padre de Merry había llegado sin avisar al castillo, decidido a llevar a su hija de vuelta a casa. Juniper había abrazado a su amiga y le había susurrado al oído:

—Iré a Londres. Te veré pronto.

Merry lloraba, pero Juniper no había llorado aquel día. La había despedido y había regresado al tejado del ático para recordar cómo era la soledad, su compañera de toda la vida. Sin embargo, en los silencios que la partida de Merry había dejado descubrió algo nuevo. Un reloj marcaba suavemente la cuenta atrás hacia un destino que Juniper había resuelto dejar a su espalda.

—Has venido —dijo Meredith, ajustándose con el dorso de la mano las gafas, mientras parpadeaba incrédula.

—Te dije que lo haría.

—¿Dónde vives?

—En casa de mi padrino.

Meredith esbozó una sonrisa que se convirtió en carcajada.

—Entonces, salgamos de aquí —propuso, aferrando la mano de Juniper.

—¡Le diré a mamá que no has terminado tu trabajo en la cocina! —gritó Rita a sus espaldas.

—No la escuches —pidió Meredith a su amiga—. Está disgustada porque en su trabajo no le permiten alejarse del armario de las escobas.

—Es una pena que no la encierren en ese armario.

* * *

Finalmente, Juniper Blythe había logrado llegar a Londres. En tren, tal como Meredith le había sugerido durante aquella conversación en el tejado del castillo. La huida no había sido tan difícil como había imaginado. Sencillamente cruzó los campos y no se detuvo hasta llegar a la estación.

Sintió una profunda alegría, y por un momento olvidó que debería hacer más que eso. Sabía escribir, crear grandes ficciones y plasmarlas en textos elaborados. Nada más. Todo lo que conocía sobre el mundo y su funcionamiento lo había aprendido de los libros, de las conversaciones de sus hermanas —ninguna de ellas particularmente mundana— y de los relatos de Merry sobre Londres. Por lo tanto, no era sorprendente que al llegar a la estación ignorara cuál debía ser el siguiente paso. Solo al ver la taquilla con el cartel que ponía «Venta de billetes» recordó que era necesario comprar uno.

El dinero nunca le había interesado, tampoco lo había necesitado. De todos modos, después de la muerte de su padre le había correspondido una pequeña suma. No hizo preguntas sobre los detalles del testamento, le bastó comprobar que Percy estaba irritada y Saffy preocupada. Y que ella era la involuntaria causa de todo aquello. Pero cuando Saffy mencionó la existencia de una cantidad de verdaderos billetes, de aquellos que servían para intercambiar por otras cosas, y le sugirió que los depositara en un lugar seguro, Juniper se negó. Dijo que prefería conservarlos consigo durante un tiempo. La querida Saffy había aceptado la curiosa petición sin pestañear. Era perfectamente razonable tratándose de su adorada Juniper.

El tren estaba lleno, pero un hombre mayor se puso de pie y la saludó con el sombrero. Juniper comprendió que la invitaba a tomar asiento junto a la ventana. Lo consideró un gesto encantador. Sonrió y asintió. Se sentó con la maleta sobre la falda y permaneció expectante. «¿Su viaje es realmente necesario?», preguntaba un cartel en el andén. «Sí», se dijo Juniper. Comprendía con absoluta claridad que seguir en el castillo habría significado aceptar un futuro que no deseaba. El que había visto reflejado en los ojos de su padre cuando este aferraba sus hombros y le decía que los dos eran iguales.

El vapor de la locomotora se arremolinó a lo largo del andén. Juniper sintió una gran emoción: un gran dragón resoplaba, montada en su lomo se elevaría por el cielo rumbo a un lugar fantástico. El chillido de un silbato le erizó la piel. De pronto el tren comenzó a moverse. Con la mejilla apoyada en el cristal de la ventana, Juniper rio. Lo había conseguido.

A lo largo del viaje su aliento empañó la ventanilla. Vio pasar estaciones desconocidas, sin nombre, campos, pueblos y bosques. Imágenes borrosas, verdes y azules, con franjas rosadas, iban quedando atrás. En ciertos momentos los colores difusos se volvían más nítidos, formaban una escena enmarcada por la ventanilla. Un cuadro de Constable u otro de aquellos pintores bucólicos que su padre admiraba. Versiones de un paisaje eterno que él había alabado con ojos lacrimosos.

Juniper no toleraba la eternidad. Sabía que solo existía el aquí y ahora, y el latido de su corazón, ligeramente acelerado porque viajaba rumbo a Londres en un tren ruidoso y vibrante.

Londres. Pronunció esa palabra para sí una vez, la repitió. Se deleitó con su equilibrio, sus sílabas armoniosas, la sensación que producía en su boca. Suave pero firme, como un secreto; era la clase de palabras que susurran los amantes. Juniper anhelaba el amor, la pasión, las complicaciones. Quería vivir, amar, ser indiscreta, conocer secretos, saber qué se decían otras personas, qué sentían, qué cosas hacían reír, llorar, suspirar a otros seres más allá de Percy, Saffy, Raymond o Juniper Blythe.

Una vez, cuando era muy pequeña, un globo aerostático despegó de los terrenos de Milderhurst. Tal vez el navegante era un amigo de su padre, o un aventurero famoso, no podía recordarlo. Para celebrarlo se organizó un picnic en el parque, al que fueron invitadas las primas del norte y algunos personajes del pueblo. Cuando la llama comenzó a elevarse y la cesta intentó seguirla, unos hombres se dispusieron a soltar las cuerdas que la sujetaban al suelo. Pero las cuerdas se tensaron, las llamas alcanzaron mayor altura y por un instante, mientras todos miraban azorados, el desastre pareció inminente.

Solo una cuerda se soltó, el artefacto se tambaleó y las llamas amenazaron con incendiar la tela del globo. Juniper miró a su padre. Era apenas una niña, ignoraba su terrible pasado —pasaría algún tiempo antes de que él confiara esos secretos a su hija pequeña— y aun así, comprendió el terror que le causaba el fuego. Contemplaba el desarrollo de los acontecimientos con un rostro blanco como el mármol, esculpido por el pavor. Juniper adoptó esa expresión, deseosa de conocer la sensación de convertirse en mármol y sentir un miedo profundo. Las cuerdas restantes se liberaron justo a tiempo, el globo se enderezó y se elevó hacia el cielo azul.

Cuando su padre murió, Juniper sintió que su cuerpo, su alma, todo su ser se sacudía tal como aquel globo cuando se cortó la primera cuerda y se liberó de buena parte del lastre. Ella misma cortó las cuerdas restantes: puso algunas prendas al azar en una maleta junto con las dos direcciones de personas conocidas en Londres y esperó el día en que sus hermanas, atareadas, no se dieran cuenta de su marcha.

Solo una cuerda unía todavía a Juniper con su hogar. Era la más difícil de cortar. Percy y Saffy la habían anudado cuidadosamente. Pero debía hacerlo, porque su amor y su dedicación la aprisionaban tanto como las expectativas de su padre. Al llegar a Londres, envuelta en el humo y el tumulto de la estación de Charing Cross, se vio a sí misma como una reluciente tijera y se inclinó para cortar la cuerda. La vio caer, sinuosa como un rabo, antes de perderse en la distancia, ganando velocidad a medida que se acercaba al castillo.

Libre al fin, buscó un buzón y envió a casa la carta donde explicaba brevemente qué había decidido y por qué. Sus hermanas la recibirían antes de que les entrara el pánico o enviaran a algún emisario para llevarla de vuelta. Se alarmarían, lo sabía. A Saffy, en particular, la abrumaría el miedo, pero no tenía alternativa.

Sin duda, jamás le habrían permitido marcharse sola.

* * *

Juniper y Meredith se tendieron en la hierba del parque, descolorida por el sol. La luz jugaba al escondite con las hojas de los árboles. Habían buscado sillas plegables, pero en su mayoría estaban rotas, apoyadas en los troncos de los árboles esperando que alguien las reparara. A Juniper no le molestó. El día era sofocante; agradeció la frescura de la hierba. La cabeza descansaba sobre el brazo flexionado. Con la otra mano sostenía un cigarrillo. Fumaba sin prisa, entrecerrando alternativamente los ojos para observar el follaje que se recortaba en el cielo, mientras Meredith hablaba sobre el progreso de su manuscrito.

—Y bien —dijo, después de escuchar a su amiga—, ¿cuándo me lo enseñarás?

—No lo sé. Está casi listo. Casi, pero…

—¿Qué sucede?

—No lo sé, estoy tan…

Juniper se giró hacia Meredith. Con la palma de la mano hizo sombra para protegerse de la luz.

—Tan…

—Nerviosa.

—¿Nerviosa?

—Tal vez no te guste —dijo Meredith, y se incorporó.

Juniper hizo otro tanto y cruzó las piernas.

—Eso no sucederá.

—Pero si sucediera, nunca, jamás volvería a escribir.

—En ese caso, pequeña mía, puedes dejar de escribir ahora mismo —dijo Juniper, frunciendo el ceño y adoptando el tono severo de Percy.

—¡Entonces sabes que no te gustará! —exclamó Meredith desolada. Juniper solo había tenido intención de bromear, como de costumbre, y esperaba una respuesta en el mismo tono. Pero la sorpresa borró su fachada autoritaria.

—No quería decir eso, en absoluto —explicó, apoyando la mano en el corazón de su amiga—. Escribe lo que salga de aquí, porque es lo que necesitas, lo que deseas, nunca lo hagas para agradar a otra persona.

—¿Ni siquiera a ti?

—Y mucho menos a mí. Por Dios, Merry, ¿qué autoridad tiene mi opinión?

Meredith sonrió. La desolación se esfumó y comenzó a hablar con repentino entusiasmo sobre un puercoespín que había aparecido en el refugio Anderson de su familia. Juniper se rio al escucharla, pero aun así, detectó una rara y nueva tensión en su rostro. Si hubiera sido otra clase de persona, si no hubiera tenido tanta facilidad para inventar personajes y lugares, para otorgar significado a las palabras, habría comprendido mejor la ansiedad de Merry. Pero no estaba en condiciones de hacerlo y dejó de pensar en ello. Estar en Londres, ser libre, tenderse en la hierba, sentir el sol ahora en la espalda era todo lo que importaba.

Juniper apagó su cigarrillo. Vio un botón fuera del ojal en la blusa de Meredith y se acercó a ella.

—Ven, eso está muy descuidado, déjame ayudarte.