Un traspié y un golpe

En mi recuerdo, el salón amarillo no parecía tan deteriorado. De mi visita anterior conservaba la imagen de un lugar cálido, un rincón de vida y de luz en medio de una oscura masa de piedra. Esta vez era diferente, tal vez el cambio de estación, la falta del resplandor estival, el frío que presagiaba el invierno se sumaron a la impresión que me causó la decadencia del lugar.

El perro llegó jadeando y se echó de nuevo junto al biombo descolorido. Me di cuenta de que, al igual que la habitación había decaído, tanto él como Percy Blythe habían envejecido en el tiempo transcurrido desde mayo. Se me ocurrió entonces que Milderhurst era un lugar aparte, separado del mundo real, más allá de los límites del tiempo y el espacio. Un castillo encantado donde el tiempo podía transcurrir más rápido o más lento de acuerdo con el capricho de un ser sobrenatural.

—Por fin, Percy, pensaba que tendríamos que salir a buscarte… —dijo Saffy. De perfil, inclinada sobre la tetera, trataba de poner la tapa en su lugar. Al levantar la vista, me vio junto a su hermana—. ¡Vaya! ¡Hola!

—Es Edith Burchill —dijo Percy con toda naturalidad—. Ha llegado antes de lo previsto. Tomará el té con nosotras.

—Espléndido —opinó Saffy. Su expresión indicaba que no lo decía solo por amabilidad—. Lo serviré tan pronto consiga tapar la tetera. Traeré otra taza. ¡Qué grata sorpresa!

Igual que aquel día de mayo, Juniper estaba junto a la ventana. Esta vez, sin embargo, dormía. Con la cabeza hundida en el sillón de terciopelo verde claro, roncaba suavemente. Recordé el diario de mi madre, la encantadora mujer a quien ella tanto quería. Era triste, terrible, verla convertida en aquella figura.

—Nos alegra que esté aquí, señorita Burchill —dijo Saffy.

—Mi nombre es Edith. Le ruego que me llame Edie.

Ella sonrió complacida.

—Edith, hermoso nombre. Significa «triunfadora», ¿verdad?

—No lo sé —respondí en tono de disculpa.

Percy carraspeó y Saffy se apresuró a continuar.

—El caballero era muy profesional —explicó, echando un vistazo a Juniper—, pero es mucho más sencillo hablar con otra mujer, ¿no es así, Percy?

—Así es.

Al verlas juntas, comprendí que no habría imaginado el efecto que causaría el paso del tiempo. En mi primera visita las gemelas tenían la misma estatura, aunque Percy, debido a su carácter autoritario, parecía más alta. Esta vez, sin duda, Percy era más baja. Y también más frágil. Sin proponérmelo, recordé el pasaje de El doctor Jekyll y míster Hyde en el que el doctor descubre su parte más débil y oscura.

—Tome asiento, por favor —indicó Percy con aspereza—. Tú también, Saffy.

Obedecimos. Saffy sirvió el té, fue insistente con su hermana acerca de Bruno. Preguntó dónde lo había encontrado, en qué estado, cómo había logrado caminar. Comprendí que el lurcher estaba enfermo, que les preocupaba enormemente su salud. Hablaban en voz baja, lanzaban miradas furtivas hacia el lugar donde Juniper dormía. Recordé lo que Percy me había dicho: que Bruno era su perro, que su hermana siempre tenía un animal a su lado, que todas las personas necesitan un ser al que amar. Observé a Percy por encima de mi taza, no pude evitarlo. A pesar de su hosquedad, en su actitud había algo fascinante. Mientras ofrecía breves respuestas a las preguntas de Saffy, contemplé sus labios tensos, la piel caída, las arrugas que el ceño fruncido había formado a lo largo de los años. Tal vez se refería a sí misma cuando decía que todas las personas necesitan un ser al que amar. Me pregunté si a ella también le habían robado al ser que amaba.

Sumida en mis reflexiones, me sobresalté cuando me miró. Me pregunté si me habría leído la mente y me ruboricé de inmediato. Entonces advertí que Saffy me hablaba, y que su hermana me observaba porque no entendía el motivo de mi silencio.

—Lo siento, estaba distraída.

—Le preguntaba sobre su viaje desde Londres. Espero que haya sido agradable.

—Oh, sí, gracias.

—Cuando éramos niñas solíamos ir a Londres. ¿Lo recuerdas, Percy?

Percy asintió con un leve gruñido.

El recuerdo iluminó el rostro de Saffy.

—Nuestro padre nos llevaba todos los años. Al principio viajábamos en tren, ocupábamos un compartimento junto a nuestra niñera. Después compró el Daimler y desde entonces hicimos el viaje en coche. Percy prefería quedarse en el castillo, pero yo adoraba Londres, había mucha actividad, cantidad de mujeres hermosas y hombres apuestos; infinidad de cosas que ver: los vestidos, las tiendas, los parques —relató con una sonrisa que me pareció triste—. Siempre imaginé… —continuó, con un imperceptible temblor, y de inmediato miró su taza—, en fin, supongo que todas las jovencitas sueñan con ciertas cosas. Edith, ¿está casada? —La pregunta me pilló desprevenida. Ella se apresuró a levantar la mano—. Perdón, no debía haber hecho esa pregunta, soy una impertinente.

—No tiene importancia. No estoy casada.

—No tenía intención de chismorrear, pero he notado que no lleva alianza. Aunque ya no se estila entre los jóvenes, pensaba que, de todas formas, podía estar casada. Me temo que estoy poco informada, no salgo a menudo —explicó, lanzando una mirada casi imperceptible a Percy—. Ninguna de nosotras —añadió. Sus dedos se agitaron en el aire antes de posarse en un antiguo medallón que llevaba al cuello—. Estuve a punto de casarme una vez.

—No deberíamos agobiar a la señorita Burchill con nuestras historias.

—Por supuesto —dijo Saffy, ruborizada—. Lo lamento.

—Oh, no, por favor, siga con su relato —me apresuré a decir al verla tan avergonzada. Me dio la sensación de que había pasado la mayor parte de su vida obedeciendo a su hermana.

Percy encendió la cerilla, y con ella el cigarrillo que sostenía entre sus labios. Comprendí que Saffy estaba destrozada. Observaba a su gemela con una mezcla de timidez y angustia. Leía entre líneas algo que yo era incapaz de ver, estudiaba un campo de batalla marcado por los resultados de combates previos. Percy se puso de pie y fue a fumar junto a la ventana. Encendió una lámpara a su paso. Solo entonces Saffy volvió a dirigirse a mí.

—Percy tiene razón —dijo con delicadeza, y supe que había perdido esta batalla—. Es desconsiderado por mi parte.

—De ningún modo.

—¿Cómo va su artículo, señorita Burchill? —interrumpió Percy.

—Sí, cuéntenos, Edith —dijo Saffy, recuperando la compostura—. ¿Planea hacer entrevistas durante su estancia en Milderhurst?

—En realidad, el señor Gilbert hizo un trabajo muy minucioso. No les robaré mucho tiempo.

—Entiendo.

—Ya hemos hablado sobre el tema —le recordó su hermana. Creí detectar un matiz de alarma en su voz.

—Por supuesto —respondió Saffy, dedicándome una sonrisa. Sin embargo, había tristeza en su mirada—. Algunas veces creemos cosas que después…

—Si hubiera algo importante que no surgiera en la entrevista con el señor Gilbert, me encantaría tomar nota de ello —comenté.

—No será necesario, señorita Burchill —replicó Percy, que había regresado a la mesa para echar la ceniza de su cigarrillo—. Como ha podido comprobar, el señor Gilbert reunió abundante material.

Asentí. Pese a todo, su tono categórico me desconcertó. Evidentemente, trataba de impedir que hablara a solas con Saffy. Aunque había sido Percy quien había separado del proyecto a Adam Gilbert y había insistido en que yo lo reemplazara. Por mi parte, carecía del grado de vanidad o de insensatez necesarios para creer que la elección se debía a mi destreza con la pluma o a la excelente relación que habíamos iniciado en mi visita anterior. Entonces, ¿por qué motivo era yo la elegida y por qué se negaba a que entrevistara a su hermana? Tal vez fuera una cuestión de autoridad. Percy Blythe estaba acostumbrada a decidir sobre la vida de sus hermanas, quizás ni siquiera podía permitir que mantuvieran una conversación en la que ella no participara. Aunque tal vez fuera algo más delicado: le preocupaba aquello que Saffy quería decirme.

—Seguramente podrá aprovechar mejor su tiempo recorriendo la torre, familiarizándose con la casa, con la manera de trabajar de nuestro padre —recomendó Percy.

—Sí, por supuesto, es importante —respondí. Mi actitud me decepcionó, también yo me sometía dócilmente a las órdenes de Percy Blythe. Pero mi parte obstinada se rebeló—: De todos modos, al parecer, faltan algunos detalles.

El perro gimió. Percy entrecerró los ojos.

—El señor Gilbert no entrevistó a Juniper. Yo podría…

—No.

—Sé que no debo molestarla, prometo…

—Señorita Burchill, le aseguro que una entrevista con Juniper no le aportará información sobre el trabajo de nuestro padre. Ni siquiera había nacido cuando escribió El Hombre de Barro.

—Es verdad, pero el texto debería incluir a sus tres hijas…

—Señorita Burchill, debe entender que el estado de nuestra hermana no lo permite —dijo Percy con frialdad—. Tal como le dije en su visita anterior, sufrió un tremendo revés en su juventud, un gran desengaño del que nunca se recuperó.

—Así es. No me atrevería a mencionar a Thomas…

Dejé la frase inconclusa al ver que Percy palidecía. Por primera vez algo la acobardaba. No había tenido intención de pronunciar ese nombre, que parecía llenar de humo el aire que nos rodeaba. Ella cogió otro cigarrillo.

—Podrá aprovechar mejor su tiempo recorriendo la torre —repitió de modo categórico. A pesar de todo, la caja de cerillas que temblaba en su mano contradecía su firmeza—. Le permitirá comprender cómo trabajaba nuestro padre.

Asentí, con una rara opresión en el estómago.

—Si necesitara saber algo más, seré yo, y no mis hermanas, quien responda a sus preguntas.

En ese momento, Saffy intervino con su inimitable estilo. Había escuchado el diálogo con la cabeza gacha. De pronto miró a su hermana con gesto afable y con voz clara, totalmente inocente, dijo:

—Tendrá que ojear los cuadernos de nuestro padre.

Tal vez fue solo una sensación mía, pero habría jurado que una ráfaga helada invadió el salón. Nadie había visto los cuadernos de Raymond Blythe mientras vivía, ni en ningún otro momento a lo largo de cincuenta años de investigaciones realizadas después de su muerte. Incluso se rumoreaba que su existencia era un mito. Y de pronto Saffy los mencionaba con toda naturalidad. Vislumbré la posibilidad de tocarlos, de leer la caligrafía de ese gran escritor; de recorrer con la yema de los dedos sus ideas tal como fueron surgiendo.

—Sí, por favor —logré decir, casi en un susurro.

Percy observaba a Saffy. Yo había perdido la esperanza de comprender la dinámica de una relación forjada durante casi nueve décadas. Era tan improbable como abrir un claro en el bosque Cardarker, pero aun así supe que Saffy había asestado un golpe feroz. Percy no quería que yo leyera esos cuadernos. Su reticencia no hacía más que estimular mi interés, el deseo de tenerlos en mis manos. Conteniendo el aliento, esperé los siguientes pasos de danza.

—Por favor, Percy —insistió Saffy, parpadeando ostensiblemente mientras su sonrisa se transformaba en un gesto de perplejidad. Parecía no comprender por qué motivo su hermana necesitaba esa insistencia. Me dedicó una mirada de soslayo, casi imperceptible, pero suficiente para saber que era mi aliada—. Enséñale el archivo.

El archivo. Por supuesto, allí estaban. Imaginé la escena, que parecía tomada de El Hombre de Barro: los preciados cuadernos de Raymond Blythe ocultos en la cámara de los secretos.

Los brazos, el torso, la barbilla de Percy estaban rígidos. ¿Por qué deseaba que yo no viera esos cuadernos? ¿Qué decían? ¿Cuál era el motivo de su temor?

—Percy, ¿los cuadernos aún están allí? —preguntó Saffy con suavidad, con el tono lisonjero que se emplea para estimular a un niño.

—Supongo que sí. Yo no los he tocado.

—En ese caso… —La tensión entre las gemelas me impedía hablar. Me limité a esperar, conteniendo el aliento. Los segundos eran dolorosamente largos. Una ráfaga de viento sacudió los postigos; los cristales vibraron. Juniper se movió en su sillón. Saffy insistió—: Percy…

—No será hoy, pronto oscurecerá —dijo Percy por fin, depositando su cigarrillo en el cenicero de cristal. Eché un vistazo a través de la ventana. Era verdad. El sol se había ocultado; lo reemplazaba el aire fresco de la noche—. Mañana le enseñaré el archivo —anunció por fin mi anfitriona sin apartar sus ojos de los míos—. Señorita Burchill…, en lo sucesivo no volveremos a hablar acerca de Juniper, ni de él.