1992
Herbert me prestó su coche para ir a Milderhurst. Al salir de la autopista bajé el cristal de la ventanilla y dejé que la brisa acariciara mis mejillas. Durante el tiempo transcurrido desde mi anterior visita el campo había cambiado, los meses de verano habían quedado atrás, el otoño llegaba a su fin. Grandes hojas secas se amontonaban a los lados del camino y, a medida que me adentraba en el bosque de Kent, las enormes copas de los árboles se unían en el centro. Cada ráfaga de viento hacía caer una nueva capa de hojas, una estación terminaba, los árboles mudaban su piel.
Al llegar a la granja, encontré una nota.
¡Bienvenida, Edie!
Tengo que hacer diligencias urgentes y el señor Bird está en la cama con gripe. Le dejo aquí la llave de la habitación número 3, en el primer piso. Lamento no poder recibirla. La veré en el comedor a la hora de la cena, a las siete en punto.
Marilyn Bird
P. S. Le pedí a mi marido que llevara una mesa a su habitación. No queda mucho espacio libre, pero le permitirá organizar mejor su trabajo.
Decir que no quedaba mucho espacio libre era un eufemismo, pero siempre tuve predilección por los lugares pequeños y oscuros, de modo que de inmediato dispuse sobre el escritorio las transcripciones de las entrevistas de Adam Gilbert, los ejemplares de El Milderhurst de Raymond Blythe y de El Hombre de Barro, mis cuadernos y mis lápices.
Me senté, dejé que mis dedos pasearan por el perímetro del escritorio. Apoyé la barbilla en las manos y suspiré con satisfacción. Me invadió aquella sensación del primer día de clase, aunque multiplicada por cien. Tenía cuatro días por delante, me sentía plena de entusiasmo y posibilidades.
Entonces vi el teléfono, un antiguo artefacto de baquelita, y surgió en mí una rara ansiedad: me encontraba de nuevo en Milderhurst, el lugar donde mi madre se había descubierto a sí misma.
El teléfono sonó muchas veces. Estaba a punto de colgar cuando ella lo atendió, algo agitada. Hizo una pausa antes de responder.
—Oh, Edie, estaba con tu padre, se le ha metido en la cabeza que… —Mi madre interrumpió sus comentarios y de pronto, con voz aguda, me preguntó—: ¿Te encuentras bien?
—Muy bien, mamá. Solo quería decirte que he llegado.
—¡Oh! —exclamó mi madre. La había sorprendido. La llamada tranquilizadora para anunciar la llegada no formaba parte de nuestros hábitos desde hacía una década, cuando logré convencerla de que si el gobierno confiaba en mí lo suficiente para concederme el derecho a votar era hora de que ella confiara en que podía viajar en el metro sin necesidad de comunicar que había llegado felizmente a mi destino—. Gracias, es muy amable por tu parte, tu padre se alegrará. Te echa de menos, está abatido desde que te marchaste. —Mi madre hizo otra pausa, más larga; me parecía adivinar sus pensamientos. De pronto dijo—: ¿Estás allí, en Milderhurst? ¿Qué aspecto tiene?
—Espléndido, el otoño lo tiñe de dorado.
—Recuerdo cómo era en otoño, los árboles verdes todavía, pero las ramas más altas comenzaban a enrojecer.
—También las hay de tonos anaranjados. Y hojas por todas partes; cubren el suelo como una alfombra mullida.
—Lo recuerdo también. El viento llega desde el mar y cae una lluvia de hojas. ¿Hay viento?
—Todavía no, pero el pronóstico anuncia borrasca para esta semana.
—Entonces verás caer las hojas como nieve, y crujirán bajo tus pies, me parece estar viéndolo.
Esas últimas palabras sonaron casi frágiles y un incomprensible rapto de cariño me hizo decir:
—Mamá, a las cuatro habré terminado mi trabajo, podrías venir a pasar un día conmigo.
—Oh, Edie, no puedo. Tu padre…
—Deberías venir.
—¿Sola?
—Podemos almorzar en algún sitio agradable, solas tú y yo, y dar un paseo por el pueblo —sugerí, y en voz más baja, añadí—: Si no quieres, no iremos al castillo.
Silencio. Por un instante creí que había cortado, pero oí un leve sonido. Mi madre lloraba.
* * *
Las hermanas Blythe me esperaban en el castillo al día siguiente, pero, según estaba previsto, el tiempo empeoraría y no quise desperdiciar una tarde soleada sentada ante mi escritorio. Judith Waterman había sugerido que el texto incluyera mis propias impresiones sobre el lugar, de modo que decidí dar un paseo. También en esta ocasión la señora Bird había dejado una cesta con fruta en la mesilla de noche. Elegí una manzana y un plátano; puse en mi bolso un cuaderno y un bolígrafo. Estaba a punto de salir cuando en un extremo de la mesa vi el diario de mi madre.
—Vamos, mamá, regresemos al castillo —dije, y lo llevé conmigo.
* * *
Cuando era niña, en las raras ocasiones en que mi madre no me esperaba a la salida de la escuela, tomaba el autobús hasta Hammersmith, donde se encontraba la oficina de mi padre.
Allí, en la alfombra, o, si era afortunada, en el escritorio de alguno de sus colaboradores, hacía mis deberes, decoraba mi agenda escolar o escribía el nombre del chico que me gustaba. No importaba, solo debía abstenerme de usar el teléfono y no interferir en su trabajo.
Una tarde me enviaron a una habitación que no conocía, al final de un largo pasillo. Era pequeña, poco más grande que un armario iluminado, pintada de beis y marrón, sin los brillantes azulejos de color cobre y los estantes de cristal de las demás oficinas de la empresa. Allí había un pequeño escritorio de madera, una silla y una estantería alta y estrecha. En uno de los estantes, junto a los voluminosos libros de contabilidad, detecté algo interesante. Una esfera de cristal con una escena navideña: una cabaña que, al pie de un pinar, resistía estoicamente mientras los copos de nieve caían al suelo.
En la oficina de mi padre las reglas eran claras: no debía tocar nada. Sin embargo, no pude evitarlo. Esa esfera me transfiguró, era una diminuta fracción de magia en un mundo de tonos marrones, una puerta oculta detrás de un armario, un irresistible símbolo de niñez. De pronto me encontré encima de la silla, con la bola en la mano. La incliné hacia ambos lados, contemplé los copos de nieve, inmersa en ese mundo, ajena a lo que sucedía a mi alrededor. Sentí un raro deseo de entrar en esa esfera, conocer al hombre y a la mujer que se distinguían detrás de una de las ventanas iluminadas o deslizarme en trineo con los dos niños que ignoraban el ruido y el ajetreo del mundo exterior.
Lo mismo me ocurrió al acercarme a Milderhurst Castle. Mientras subía por la colina, sentí que la atmósfera se transformaba; atravesé una barrera invisible hacia otro mundo. Aunque las personas en su sano juicio no hablan de casas que emiten energía ni de personajes embrujados, ni se acercan a ellos, comencé a creer que una fuerza indescriptible surgía de las profundidades de Milderhurst Castle. Lo había percibido en mi primera visita y lo sentí de nuevo aquella tarde. Era una especie de atracción; el castillo me llamaba.
No llegué por el mismo camino. Fui campo a través hasta el sendero y lo seguí hasta llegar a un puente de piedra, luego crucé el segundo, algo más grande, y por fin vi el castillo, imponente en lo alto de la colina. Seguí adelante, no me detuve hasta alcanzar la cima. Solo entonces giré para ver el camino por donde había llegado. El dosel de árboles se extendía hacia abajo; a la luz de la antorcha que el otoño encendía, las copas emitían destellos rojos y dorados. Lamenté no haber llevado una cámara; tendría que haber sacado una foto para mi madre.
Dejé atrás el sendero. Mientras bordeaba un gran seto, miraba la ventana más pequeña del ático, la que correspondía a la habitación de la niñera, aquella que albergaba el armario secreto. Tuve la impresión de que el castillo me vigilaba, bajo los aleros sus numerosas ventanas fruncían el ceño. Dejé de mirar y seguí a lo largo del seto hasta que llegué a la parte de atrás.
Frente a un gallinero, ahora vacío, distinguí una estructura abovedada de chapa acanalada. Al acercarme, lo reconocí: el refugio antiaéreo. Junto a él, un cartel oxidado —vestigio de las épocas en que era visitado con frecuencia— rezaba: «Anderson». Aunque las letras se habían desdibujado con el paso del tiempo, pude distinguir lo suficiente para comprender que se refería a la participación de Kent en la batalla de Inglaterra. A un par de kilómetros una bomba había matado a un chico montado en su bicicleta. Allí decía que el refugio se construyó en 1940, de modo que seguramente se trataba del mismo en el que mi madre buscó amparo durante los bombardeos.
Supuse que no habría inconveniente en que echara un vistazo. Bajé los empinados peldaños. A través de la puerta abierta entraba luz suficiente para ver que habían creado una escenografía con objetos de la época de la guerra: postales de paquetes de cigarrillos que mostraban aviones Spitfire y Hurricane; sobre una mesa, una antigua radio con mueble de madera; un cartel donde Churchill apuntaba su dedo acusador hacia mí y afirmaba: «¡Merecemos la victoria!». Al igual que en 1940, esperé oír los bombarderos.
Al salir, la luz me hizo parpadear. Las nubes cruzaban el cielo, una tenue sábana blanca cubría el sol. Descubrí en el seto un recoveco y no pude resistir la tentación de sentarme. Cogí el diario de mi madre, me apoyé en la valla y abrí la primera página, escrita en enero de 1940.
Querido, adorado cuaderno:
Te he guardado mucho tiempo —un año entero, incluso un poco más—, porque eres el regalo que me hizo el señor Cavill después de los exámenes. Me dijo que debía escribir algo especial, que las palabras perduraban para siempre y que algún día podría hacer un relato que mereciera tus páginas. En aquel momento no le creí. Nunca había tenido una historia especial que pudiera contar. ¿Suena muy triste? Tal vez, pero no me apena, lo escribo solo porque es la verdad: nunca había tenido una historia especial que contar y no imaginaba que la fuera a tener. Fue un error. Un terrible, enorme y maravilloso error. Algo ha sucedido y ya nada será igual.
Supongo que debería empezar diciendo que escribo desde un castillo. Un auténtico castillo de piedra, con una torre y muchas escaleras serpenteantes, enormes candelabros en todas las paredes, manchados por la cera que a lo largo de décadas ha caído de sus velas. Tal vez piensas que esto, el hecho de vivir en un castillo, es tan maravilloso que sería codicia esperar más, pero aún hay más.
Estoy sentada en el alféizar del ático, el lugar más fantástico de todo el castillo. Es la habitación de Juniper. Te preguntarás quién es ella. Juniper es la persona más increíble del mundo. Es mi mejor amiga, y yo, la suya. Fue quien me impulsó a escribir, dijo que estaba cansada de verme cargando contigo de un lado a otro como un objeto sagrado, y que era hora de tomar impulso y grabar palabras en tus hermosas páginas.
Ella dice que las historias están en todas partes y las personas que esperan el momento ideal para empezar a escribir acaban con las páginas vacías. Al parecer, escribir significa capturar en el papel imágenes e ideas. Tejer como una araña, aunque utilizando palabras para formar el dibujo. Juniper me ha dado esta pluma estilográfica. Creo que la cogió de la torre y me asusta un poco que a su padre se le ocurra averiguar quién la robó. De todos modos, la uso. Es una pluma verdaderamente estupenda. Es posible querer a una pluma, ¿no lo crees?
Juniper me sugirió que escribiera sobre mi vida. Siempre me pide que le hable sobre mi madre y mi padre, Ed y Rita, y el señor Paul, nuestro vecino. Se ríe muy fuerte, su risa burbujeante se derrama como el contenido de una botella que haya sido agitada antes de quitarle el tapón. Es un poco alarmante, pero también encantadora. No es una risa desagradable, sino armoniosa, profunda como la tierra. Y no solo eso me encanta de ella, también sus gestos cuando le cuento las cosas que dice Rita: frunce el ceño y suelta exclamaciones cuando corresponde.
Dice que soy afortunada —¿puedes creer que una persona como ella diga eso de mí?— porque he aprendido lo que sé en el mundo real. Ella, en cambio, todo lo aprendió de los libros. A mí me parece el paraíso, pero evidentemente no es así. ¿Sabes que no ha regresado a Londres desde que era muy pequeñita? Toda la familia fue a ver el estreno de la obra inspirada en el libro que escribió su padre, La verdadera historia del Hombre de Barro. Cuando Juniper mencionó ese libro, creyó que yo lo conocía. Fue vergonzoso admitir que no lo había leído. Maldije a mis padres por impedirme saber ese tipo de cosas. Ella se sorprendió, pero no me avergonzó. Asintió y dijo que sin duda se debía a que tenía suficiente entretenimiento en el mundo real, con las personas reales. Luego adquirió ese aspecto triste que tiene a veces, pensativo y algo perplejo, como si tratara de encontrar la solución a un asunto complicado. Diría que es la misma expresión que mi madre desprecia cuando la advierte en mí, la que la impulsa a apuntarme con el dedo y a decirme que despeje las nubes y me ponga manos a la obra.
Pero me gusta el cielo nublado, es mucho más interesante que el cielo azul. Si las nubes fueran personas, desearía saber sobre ellas. Preguntarme qué hay detrás de las capas de nubes me atrae más que ver un cielo siempre claro.
Hoy el cielo está muy gris. Al mirar por la ventana da la sensación de que alguien ha tendido una gran manta grisácea sobre el castillo. Hay escarcha en el suelo. La ventana del ático mira a un lugar especial, uno de los favoritos de Juniper. Es un cuadrado en medio de los setos, donde entre las zarzas sobresalen lápidas, torcidas como los dientes de un anciano.
Clementina Blythe
1 año
Arrebatada cruelmente
Duerme, pequeña, duerme
Cyrus Maximus Blythe
3 años
Partió muy pronto
Emerson Blythe
10 años
Amado
Al verlas por primera vez creí que era un cementerio de niños. Juniper me dijo que eran mascotas. Los Blythe quieren mucho a sus animales, en especial Juniper. Lloraba cuando me hablaba de Emerson, su primer perro.
Brrr, aquí hace mucho frío. Cuando llegué a Milderhurst heredé una enorme variedad de calcetines de lana. Saffy es una gran tejedora, pero no acierta con las medidas. La tercera parte de los calcetines que tejió para los soldados son demasiado estrechos para cubrir el musculoso pie de un hombre, pero perfectos para mis finos tobillos. Llevo seis calcetines en cada pie y otros tres en la mano izquierda. He dejado la derecha al descubierto para sostener la pluma. A eso se debe mi caligrafía. Me disculpo, querido diario. Tus hermosas páginas merecen algo mejor.
Y bien, aquí estoy, sola en el ático mientras Juniper se entretiene leyendo para las gallinas. Saffy cree que ponen más huevos cuando se sienten estimuladas y ella, que ama a todos los animales, dice que ninguno es tan inteligente y sereno como una gallina. Por mi parte, me encantan los huevos, de modo que todos somos felices.
Comenzaré por el principio, y escribiré tan rápido como pueda. Mis dedos no se enfriarán…
Un ladrido feroz me encogió el corazón. Frente a mí apareció un perro, el lurcher de Juniper. Enseñaba los dientes y gruñía amenazante.
—Tranquilo, muchacho —dije con voz tensa.
Consideraba la conveniencia de tender mi mano y acariciarlo —tal vez se calmara— cuando en el barro distinguí el extremo de un bastón. Lo siguió un par de zapatos con cordones. Al levantar la vista reconocí a Percy Blythe. Me lanzó una mirada furiosa.
Casi había olvidado su figura delgada y adusta. Apoyada en el bastón, llevaba una ropa del mismo estilo que aquel día, cuando nos conocimos. Pantalón claro y una camisa que habría podido parecer masculina si su cuerpo no hubiera sido tan menudo y su delgada muñeca no hubiera lucido un delicado reloj.
—Es usted —dijo, tan sorprendida como yo.
—Lo lamento, no quería molestar…
El perro gruñó otra vez.
—¡Bruno, ya basta! —ordenó ella, agitando la mano. El lurcher gimió y se echó a su lado—. La esperábamos mañana.
—Sí, lo sé, a las diez.
—¿Acaba de llegar?
Asentí.
—He llegado hoy desde Londres. El cielo estaba claro, y sabiendo que se esperan lluvias para los próximos días, decidí salir a pasear, a tomar algunas notas. Después vi el refugio y… No tenía intención de molestar.
En cierto momento, mientras daba mis explicaciones, Percy dejó de prestar atención.
—Bien, ya que está aquí podría tomar el té con nosotras —dijo, sin el menor atisbo de alegría.