5

El agua estaba templada y era escasa, pero no le importó. Una larga inmersión en una bañera llena de agua caliente se había convertido en un lujo del pasado. Después de la horrenda traición de Percy, estar a solas era suficiente. Se tendió de espaldas con las rodillas flexionadas, la cabeza sumergida, las orejas bajo el agua. Su cabello flotaba como las algas en torno a la isla de su rostro, escuchaba los ruidos del agua que fluía y burbujeaba, el ruido de la cadena del tapón que golpeaba contra la superficie esmaltada y otros singulares sonidos del mundo acuático.

Durante toda su vida adulta, Saffy supo que era la hermana más débil. Percy se burlaba de esa certeza, insistía en que entre ellas no existían esas diferencias. Solo un claroscuro, luces y sombras entre las que ambas alternaban para lograr el perfecto equilibrio. Más allá de su buena intención, la descripción no era correcta. Simplemente, Saffy sabía que aquellas cosas para las cuales estaba dotada no eran importantes. Escribía, cosía bonitos vestidos, cocinaba aceptablemente bien y, en los últimos tiempos, también limpiaba. Pero ¿qué utilidad tenían esas habilidades si era esclava? Peor aún, voluntariamente esclava. Aunque le avergonzara admitirlo, no le molestaba ese papel. La subordinación confería cierta despreocupación, la libraba de responsabilidad. Pero algunas veces, como aquel día, la ofendía la naturalidad con que su hermana esperaba que acatara sus decisiones sin discutir, sin tener en cuenta sus propios deseos.

Se incorporó y se apoyó sobre la lisa superficie de la bañera. Se restregó la cara ardiente de indignación con la toallita húmeda. Sintió el frío del esmalte en la espalda y extendió la toallita, semejante a una sábana encogida, sobre sus pechos y su vientre. La observó contraerse y estirarse al ritmo de su respiración. Luego cerró los ojos. ¿Cómo se había atrevido a hablar por ella, a tomar decisiones en su nombre, a decidir su futuro sin consultarla?

Percy lo había hecho, como siempre, y tampoco esta vez había sabido discutir con ella.

Saffy suspiró lentamente tratando de controlar su ira. El suspiro se transformó en sollozo. Debería sentirse contenta, halagada incluso porque Percy la necesitara fervientemente. En parte era así, pero también estaba cansada de no tener poder, más que cansada, hastiada. Desde que tenía memoria, estaba atrapada en una vida paralela a aquella con la que había soñado; la que, razonablemente, habría podido ser suya.

Sin embargo, esta vez podía hacer algo. Se frotó las mejillas, animada por su canallesca decisión, una manera de ejercer alguna parcela de poder sobre Percy. Más por omisión que por acción. El único botín de guerra sería el grado de respeto por sí misma que pudiera recuperar. Era suficiente.

Le ocultaría algo que Percy seguramente desearía saber. No le hablaría sobre el inesperado visitante que había llegado esa tarde al castillo. Mientras Percy asistía a la boda de Lucy, Juniper seguía encerrada en el ático y Meredith paseaba por la finca, el señor Banks, abogado de su padre, había venido en su coche negro acompañado por dos mujeres de aspecto severo vestidas con traje. Saffy había terminado de poner la mesa para el té en el jardín. Consideró la posibilidad de ocultarse, de simular que no había nadie en casa —no le gustaba el señor Banks y menos aún abrir la puerta a visitantes inesperados—, pero conocía a aquel anciano desde que era una niña, era amigo de su padre y se sentía obligada por algún motivo que no lograba explicar.

Se miró en el espejo oval que se encontraba junto a la despensa y subió justo a tiempo para recibirlo en la puerta principal. Él se mostró sorprendido, casi disgustado al verla. En voz alta manifestó su indignación por el hecho de que un castillo como el de Milderhurst no tuviera una verdadera ama de llaves y le pidió que le acompañara a ver a su padre. Saffy, que deseaba adoptar las nuevas costumbres imperantes en la sociedad, sentía una anticuada veneración por la ley y sus representantes, de modo que obedeció. El señor Banks era hombre de pocas palabras, es decir, no conversaba de temas triviales con las hijas de sus clientes. Subieron las escaleras en silencio y ella lo agradeció. Siempre tuvo dificultad para hablar con hombres como el señor Banks. Al llegar al final de la escalera serpenteante, el abogado la despidió con una inclinación de cabeza y, junto a sus dos acompañantes, atravesó el pasillo en dirección a la habitación que su padre ocupaba en la torre.

No había tenido intención de espiar. A decir verdad, le molestaba que el abogado hubiera alterado sus rutinas, de la misma forma que le molestaba cualquier imprevisto que la obligara a subir hasta la torre, con su aroma a muerte inminente y esa monstruosa imagen enmarcada en la pared. Si entre las rejas de la barandilla su mirada no hubiera descubierto la lucha de una mariposa atrapada en una telaraña, sin duda ya habría bajado la escalera y no habría podido escuchar. Pero mientras trataba de desenredar al insecto, oyó que su padre decía:

—Por eso le he llamado, Banks. La muerte es un fastidio. ¿Ha hecho las modificaciones?

—Sí, aquí están, para que las firme en presencia de testigos. También una copia para su archivo, por supuesto.

Saffy no había logrado escuchar los detalles que siguieron. Tampoco deseaba hacerlo. Era la segunda hija de un hombre anticuado, una solterona de edad madura: el universo masculino de las propiedades y las finanzas no le interesaba ni le concernía. Solo quería liberar a la mariposa y alejarse de la torre, dejar atrás su aire viciado y sus recuerdos opresivos. No había entrado allí en veinte años y no deseaba poner un pie en esa habitación nunca más. Mientras bajaba presurosa, trataba de ignorar los recuerdos tristes que luchaban por volver.

Una época, hacía mucho tiempo, ella y su padre habían estado muy unidos. Pero Juniper era la mejor escritora y Percy la mejor hija, lo que dejó muy poco espacio para Saffy en el corazón de su padre. Solo durante un breve y glorioso periodo las habilidades de Saffy ensombrecieron a sus hermanas. Después de la Gran Guerra, cuando su padre regresó malherido, ella había logrado animarlo, darle lo que más necesitaba. La fuerza de su amor era seductora, pasaban las tardes ocultos donde nadie podía encontrarlos…

De pronto se desató el caos y Saffy abrió los ojos. Alguien gritaba. Ella estaba en la bañera con el agua helada, la oscuridad había reemplazado a la luz que entraba por la ventana. Se había dormido. Por fortuna, era solo eso. Pero ¿quién gritaba? Se incorporó, se esforzó por escuchar. Nada. Se preguntó si había imaginado el alboroto.

Entonces comenzó otra vez, y se oyó una campana. El anciano de la torre, en uno de sus ataques. Percy se ocuparía de él. Eran el uno para el otro.

Temblando, Saffy se quitó la toallita fría y se puso de pie. Salió de la bañera y se colocó chorreando sobre la alfombrilla. Desde abajo llegaban voces: Meredith, Juniper, también Percy. Las tres estaban en el salón amarillo. Tal vez esperaban la cena, que ella les serviría, como de costumbre.

Saffy agarró la bata colgada en la puerta, luchó con las mangas y la ajustó sobre su piel mojada y fría. Luego salió al corredor. Sus pasos húmedos resonaban en la piedra, su secreto iba con ella.

* * *

—Papá, ¿puedo ayudarte en algo? —preguntó Percy al abrir la pesada puerta del aposento de la torre. Tardó un momento en encontrarlo, escondido en el nicho junto a la chimenea, debajo de la reproducción de Goya. Y cuando lo hizo, el miedo de su padre le dijo que padecía otro de sus delirios. Es decir, que sus medicamentos seguían en la mesa del vestíbulo, donde los había dejado por la mañana. Era culpa suya, no había tomado suficientes precauciones. Se maldijo por no haberse ocupado de su padre al volver de la iglesia.

Percy le habló con la delicadeza con que se habría dirigido a un niño si alguna vez se hubiera permitido encariñarse con alguno.

—Ven, no temas. Hace una noche espléndida. Te ayudaré a sentarte junto a la ventana —dijo, extendiendo el brazo.

Él asintió enérgicamente y fue a su encuentro. El delirio había pasado. Percy supo que no había sido un episodio grave, porque al sentarse su padre comentó:

—Creí haberte dicho que usaras un postizo.

Se lo había recomendado varias veces, y ella, obedientemente, había comprado uno (no era fácil conseguirlo en tiempos de guerra) que parecía una cola de zorro en su mesilla de noche. En el brazo del sillón, Percy vio la manta de brillantes colores que Lucy había tejido para su padre años antes. La acomodó sobre sus piernas mientras se disculpaba.

—Lo siento, papá, lo olvidé. Oí la campana y no quise retrasarme.

—Pareces un hombre, ¿eso es lo que quieres?, ¿que te traten como a un hombre?

—No, papá —respondió ella. Las yemas de sus dedos recorrieron la nuca, se detuvieron en el minúsculo bucle aterciopelado que sobresalía de la línea de su cabello. El comentario de su padre no tenía importancia, no estaba ofendida, solo un poco sorprendida. Miró furtivamente hacia atrás. Su imagen ondulaba en el cristal biselado de la puerta: una mujer de aspecto algo severo, angulosa, erguida, con senos bastante generosos, una curva pronunciada en la cadera, un rostro que aun sin maquillaje no le parecía masculino. Deseó que no lo fuera.

Entretanto, a través de la ventana su padre miraba el paisaje nocturno, ignorando dichoso las reflexiones que había provocado.

—Todo esto… —dijo, sin apartar la vista.

Ella apoyó el codo en el respaldo del sillón. Sin necesidad de más palabras comprendía lo que Raymond Blythe sentía al mirar las tierras de sus antepasados.

—Papá, ¿has leído el cuento de Juniper? —Percy propuso este tema porque sabía que era uno de los escasos incentivos con que podía animar a su padre. Trataba de alejarlo de las sombras que aún lo acechaban.

Él señaló el sitio donde se encontraba la pipa con sus accesorios. Percy se la alcanzó. Mientras su padre llenaba la cazoleta ella lio un cigarrillo.

—Tiene un gran talento. Sin duda.

—Lo heredó de ti.

—Debemos ser cuidadosos. Una mente creativa necesita libertad. Debe ir a su ritmo, seguir sus propios patrones. Es difícil de explicar a una persona como tú, cuya mente funciona de una manera más formal, pero es imperativo que ningún asunto doméstico, ninguna distracción afecte a su talento. —De pronto, Raymond aferró la falda de su hija—. ¿Tiene algún pretendiente?

—No, papá.

—Una chica como Juniper necesita protección —dijo con firmeza—. Debe permanecer en Milderhurst, en el castillo.

—Por supuesto.

—Tú debes asegurarte de que así sea. Eres responsable de tus hermanas —sentenció. Luego empezó con su habitual perorata sobre el legado, los herederos, la responsabilidad.

Percy fumó su cigarrillo, y cuando su padre estaba a punto de concluir el discurso, le anunció:

—Te llevaré al baño antes de salir.

—¿Te vas?

—Tengo una reunión en el pueblo.

—¡Siempre tan ocupada! —Raymond hizo su reproche afligido. Al advertir el temblor de sus labios, Percy pudo imaginar al niño que su padre había sido. Un chico consentido, acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba.

—Vamos, papá —insistió ella, y lo acompañó hasta el baño. Mientras esperaba en el frío corredor, buscó su tabaco en el bolsillo. Recordó que lo había dejado en la habitación de su padre y regresó a buscarlo.

En el escritorio vio su lata de tabaco, y también un paquete. Era del señor Banks pero no tenía sello postal, es decir, que había sido entregado en mano.

Su corazón se aceleró. Saffy no había mencionado la visita. Tal vez el señor Banks había venido desde Folkestone, se había introducido furtivamente en el castillo y había subido a la torre sin anunciarse. Era posible, aunque poco probable. ¿Qué motivo tendría para actuar de esa manera?

Titubeó un instante, sintió calor en la nuca, las axilas comenzaron a transpirar, la blusa se le pegó al cuerpo.

Mirando por encima del hombro, a pesar de que sabía que estaba a solas, abrió el sobre y leyó el contenido. Un testamento. Fechado ese mismo día. Desplegó el papel y lo leyó. Sintió la extraña y opresiva sensación de haber confirmado sus peores sospechas.

Se llevó una mano a la frente. No podía creer que hubiera sucedido. Sin embargo, allí estaba, en negro sobre blanco, salvo por los trazos azules con que su padre había autorizado el documento. Lo leyó otra vez, con más detenimiento, en busca de algún espacio en blanco, una laguna jurídica, cualquier indicio de que, a causa de la precipitación, se hubiera equivocado.

Pero no había ningún error.