4

Meredith divisó a sus padres subiendo por el sendero. Sintió que su estómago se revolvía. Por un instante le parecieron personajes de un sueño, conocidos pero completamente fuera de lugar en el mundo real. La sensación fue pasajera, su percepción se aclaró y vio con claridad que allí estaban su madre y su padre. Por fin habían llegado y ella quería contarles muchas cosas. Con los brazos extendidos fue corriendo hacia su padre. Él se agachó, imitando su gesto, y se abrazaron. Su madre la besó en la mejilla, algo poco habitual pero agradable. Aunque sabía que ya no era tan pequeña, Rita y Ed no estaban allí para burlarse, de modo que aferró la mano de su padre para recorrer el resto del camino mientras hablaba sin cesar sobre el castillo y su biblioteca, los campos, el arroyo, el bosque.

Percy los esperaba junto a la mesa. Al verlos apagó el cigarrillo. Se alisó la falda, tendió su mano, algo nerviosa, y les saludó.

—Espero que el viaje en tren haya sido tolerable. —Una frase totalmente previsible, incluso amable. Sin embargo, Meredith percibió el modo poco espontáneo con que Percy se dirigía a sus padres y deseó que Saffy estuviera allí en su lugar.

La voz de su madre sonó aguda y cauta:

—El viaje ha sido largo, nos detuvimos muchas veces para permitir el paso de los trenes que llevan a los soldados. Hemos pasado más tiempo esperando que en movimiento.

—Nuestros muchachos tienen que viajar de algún modo, para demostrar a Hitler que Gran Bretaña puede ganar la guerra.

—Así es, señor Baker. Tomen asiento, por favor —dijo Percy, señalando la primorosa mesa—. Seguramente están hambrientos.

Percy sirvió té y trozos del pastel que Saffy había preparado. Los adultos conversaron en tono formal sobre los inconvenientes en el servicio de trenes, la guerra —Dinamarca había sido derrotada, tal vez ocurriera lo mismo con Noruega—, los pronósticos sobre su evolución. Meredith mordisqueaba un trozo de pastel y los observaba. Había imaginado que sus padres echarían un vistazo al castillo y luego mirarían a Percy, prestando atención a su acento afectado y su rigidez, pero por el momento la situación se desarrollaba con bastante normalidad.

No obstante, su madre estaba muy silenciosa. Con una mano aferraba el bolso que descansaba en su falda. Parecía tensa y nerviosa. Meredith se inquietó; jamás la había visto en ese estado; no perdía la compostura ante las ratas o las arañas, ni siquiera cuando el señor Lane, su vecino, regresaba de una larga velada en el pub. Su padre, más distendido, asentía mientras Percy describía las características del Spitfire o las raciones para los soldados en Francia, y bebía té de una taza de porcelana pintada a mano como si lo hiciera todos los días. En realidad, en sus manos esa taza parecía formar parte del juego de té de una casa de muñecas. Meredith advirtió que nunca había reparado en el tamaño de aquellos dedos y sintió una súbita oleada de cariño. Por debajo de la mesa, apoyó la palma sobre la mano libre de su padre. Esas muestras de afecto no eran habituales en la familia; él la miró, sorprendido tal vez, antes de aferrarla.

—¿Cómo van tus clases, mi niña? —preguntó. Acercándose un poco más y guiñando el ojo a Percy, comentó—: Rita es bien parecida, pero nuestra pequeña Merry es un genio.

Meredith se ruborizó de orgullo.

—Saffy me da clases, aquí en el castillo. Deberías ver la biblioteca, hay más libros que en la biblioteca ambulante. Todas las paredes están cubiertas de estantes. Estoy aprendiendo latín. —Meredith adoraba el latín; sonidos del pasado imbuidos de sentido. Antiguas voces que flotaban en el viento. Se ajustó las gafas, el entusiasmo hacía que se deslizaran por su nariz—. Y también estoy aprendiendo a tocar el piano.

—Mi hermana Seraphina está encantada con los progresos de su hija —dijo Percy—. Lo hace muy bien, considerando que antes nunca había practicado con el piano.

—¿De verdad? ¿Mi niña sabe tocar canciones? —preguntó el señor Baker.

Meredith sonrió con orgullo, temiendo que sus orejas hubieran enrojecido.

—Algunas.

Percy volvió a llenar las tazas.

—Tal vez más tarde quieras invitar a tus padres al salón de música y tocar alguna pieza para ellos.

—¿Has oído, mamá? —exclamó el señor Baker, dirigiéndose a su esposa—. Nuestra Meredith puede hacerlo.

—Lo he oído —replicó ella. Meredith pudo observar una expresión que no podía definir con exactitud, la misma que aparecía en el rostro de su madre cuando discutía con su marido y él cometía un error insignificante, pero fatal, que le aseguraba la victoria. Con voz tensa, ignorando a Percy, dijo—: Te echamos de menos en Navidad.

—También yo os he echado de menos, mamá. Quería visitaros, pero no había trenes disponibles, los necesitaban para los soldados.

—Rita vuelve a casa con nosotros esta tarde —anunció su madre. Puso la taza sobre el plato, y después de enderezar la cuchara con firmeza, la alejó de ella—. Hemos encontrado un empleo para ella en un salón de belleza en Old Kent Road. Empezará a trabajar el lunes. Al principio se ocupará de la limpieza, y mientras tanto aprenderá a hacer peinados y cortes de pelo —explicó con satisfacción—. Las chicas de más edad entran en las fuerzas aéreas o trabajan en las fábricas. La situación ofrece buenas oportunidades para una jovencita sin otras perspectivas.

Era razonable. Rita siempre alardeaba de su cabello y sus cosméticos.

—Me alegro, mamá. Es bueno tener una peluquera en la familia —opinó Meredith.

La respuesta no fue del agrado de su madre.

Percy Blythe cogió un cigarrillo de la pitillera de plata que —siguiendo instrucciones de Saffy— utilizaba cuando recibía visitas, y buscó las cerillas en sus bolsillos.

El señor Baker se aclaró la garganta.

—Verás, Merry —dijo, y su incomodidad no fue consuelo para Meredith cuando oyó las siguientes palabras—: Tu madre y yo creemos que también es hora de que tú busques un empleo.

Entonces comprendió. Querían que regresara a casa, que se convirtiera en peluquera, que abandonara Milderhurst. En su estómago el miedo formó una bola que comenzó a rodar de un lado a otro. Parpadeó un par de veces, se ajustó las gafas y declaró:

—No quiero ser peluquera. Saffy opina que debo completar mi educación. Que incluso puedo entrar en la escuela secundaria cuando la guerra termine.

—Tu madre cree que la peluquería es una buena opción, pero podríamos pensar en otra cosa si lo prefieres. Un empleo en una oficina, tal vez en algún ministerio.

—Pero Londres no es un lugar seguro —se apresuró a decir Meredith. Fue una ocurrencia genial. A decir verdad, Hitler y sus bombas no la asustaban en lo más mínimo, pero el argumento podía servir para convencerlos.

Su padre sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—No hay motivo para preocuparse. Todos estamos colaborando para acabar con las tropas de Hitler. Tu madre ha empezado a trabajar en una fábrica de municiones y yo, en el turno de la noche. No hemos sufrido bombardeos, no han lanzado gases tóxicos, el vecindario sigue tal como lo recuerdas.

Tal como lo recuerdas. Meredith recordaba ciertamente aquellas calles sombrías y el sombrío papel que desempeñaba allí, y con nauseabunda claridad comprendió que deseaba desesperadamente seguir en Milderhurst. Miró al castillo, entrelazó los dedos y deseó que Juniper percibiera cuánto la necesitaba y acudiera en su ayuda. Deseó que Saffy apareciera de pronto y pronunciara la frase perfecta para que sus padres entendieran que no debían obligarla a regresar.

Tal vez gracias a una extraña comunicación entre gemelas, Percy eligió ese momento para intervenir. Golpeando ligeramente la pitillera con la punta del cigarrillo y adoptando un aire distante, opinó:

—Comprendo cuánto desean que Meredith los acompañe, pero la invasión…

—Regresarás con nosotros esta tarde, y punto. —Erizada como un puercoespín, la señora Baker ignoró a Percy y miró a su hija con una expresión que prometía severo castigo.

Detrás de las gafas, los ojos de Meredith se llenaron de lágrimas.

—No lo haré.

—No contradigas a tu madre —la reprendió el señor Baker.

Percy, que inspeccionaba el interior de la tetera, se puso de pie con brusquedad.

—Si me disculpan, prepararé más té. En este momento no disponemos de personal. Economía de guerra.

Los Baker observaron su retirada.

—No disponemos de personal —siseó la señora Baker, mirando a su esposo—. ¿Lo has oído?

—Por favor, Annie —rogó el. No le agradaba la confrontación. Su tamaño bastaba para disuadir a los violentos y raramente necesitaba recurrir a los puños. Su esposa, en cambio…

—Esa mujer nos ha despreciado desde que llegamos. ¡Economía de guerra en un lugar como este! —exclamó, señalando el castillo—. Tal vez cree que debemos ir tras ella.

—¡No —gritó Meredith—, ella no es lo que tú piensas!

—Meredith —dijo su padre. El señor Baker no apartó la vista del suelo, pero levantó la voz casi en un ruego y la miró de soslayo.

Por regla general, Meredith permanecía en silencio a su lado cuando su madre y Rita comenzaban a gritar. Pero aquel día no pudo hacerlo.

—Papá, mira la mesa de té que han preparado especialmente…

—Ya es suficiente, señorita. —La señora Baker se había puesto de pie y tiraba de la manga del vestido nuevo de Meredith con todas sus fuerzas—. Ve a buscar tus cosas. Los vestidos con los que llegaste aquí. El tren partirá dentro de un rato.

—No quiero marcharme —insistió Meredith, apelando a su padre—. Por favor, no me obliguéis, estoy aprendiendo…

—¡Bah! —exclamó su madre, haciendo un ademán desdeñoso—. Ya veo lo que has aprendido aquí: a no respetar a tus padres. Y veo que has olvidado quién eres y de dónde vienes. —Y apuntando a su esposo con el dedo, agregó—: Te dije que no debíamos enviarlos a este lugar. Si hubieran seguido en casa, como yo quería…

—Ya basta —la interrumpió el señor Baker. Su paciencia tenía un límite—. Siéntate, Annie, ella vendrá con nosotros.

—¡No lo haré!

—Sí, lo harás —dijo su madre, amenazándola con la palma abierta—. Ya verás la bofetada que te espera cuando lleguemos a casa.

—¡Basta! —gritó su padre, que también se había puesto de pie para aferrar la muñeca de su esposa—. Por Dios, ya está bien, Annie —rogó, mirándola a los ojos. Algo sucedió entonces entre ellos. Meredith vio que su madre dejaba caer el brazo. Su padre asintió—. Todos estamos un poco irritados, eso es todo.

—Dile a tu hija…, no tolero verla. Solo espero que nunca sepa lo que significa perder un hijo —sentenció la madre de Meredith, y se alejó con los brazos cruzados.

Meredith vio a su padre exhausto, súbitamente envejecido. Se pasó una mano por el cabello, que comenzaba a ralear, aún se distinguían las marcas que el peine había dejado por la mañana.

—No te disgustes, tu madre es así, ya la conoces. Se preocupa por ti, también yo —dijo. Luego echó un vistazo al castillo que se erguía ante ellos—. Hemos oído historias. Rita lo decía en sus cartas, y otros niños, al volver, contaban que los habían maltratado.

¿Eso era todo? Meredith sintió el burbujeante placer del alivio. Sabía que algunos evacuados no habían sido tan afortunados como ella. Si ese era el motivo del conflicto, bastaba con tranquilizar a su padre.

—No tienes de qué preocuparte, papá. Soy feliz en este lugar, ¿acaso no leíste mis cartas?

—Por supuesto. Los dos las leímos. El momento en que llegaban tus cartas era el más feliz del día.

Por la manera en que lo dijo, Meredith supo que era verdad, y sintió una punzada en su interior al imaginarlos frente a la mesa comentando las cosas que ella había escrito.

—En ese caso —respondió, incapaz de mirarlo a los ojos—, sabes que todo marcha bien. Mejor que bien.

—Sé que eso decías —replicó su padre, y miró hacia el lugar donde se encontraba su esposa, temiendo que se hubiera alejado demasiado—. Y es parte del problema. Tus cartas eran tan… alegres. Pero una amiga le había dicho a tu madre que las familias adoptivas cambiaban las cartas que los niños escribían. Les impedían decir cosas que crearan una mala impresión. Hacían que todo pareciera mejor de lo que realmente era —explicó. Y después de soltar un suspiro, preguntó—: Pero no ha sido así en tu caso, ¿verdad, Merry?

—No, papá.

—¿Eres feliz?, ¿tanto como se desprende de tus cartas?

—Sí. —Meredith advirtió que su padre vacilaba. Vislumbró la posibilidad y se apresuró a decir—: Percy es un poco rígida, pero Saffy es una maravilla. Si entras, la conocerás, tocaré una canción para ti.

Su padre miró hacia la torre. El sol brilló en sus mejillas. Meredith lo observó mientras sus pupilas se cerraban. Esperó, tratando de leer sus pensamientos. Con el rostro inexpresivo, él movía los labios como si tomara medidas y memorizara cifras, pero no logró descubrir el resultado de sus cálculos. El señor Baker miró a su esposa, iracunda junto a la fuente, y su hija supo que era su oportunidad.

—Por favor, papá —le rogó, tirando de la manga de su camisa—, no me obligues a volver. Estoy aprendiendo muchas cosas aquí, mucho más de lo que podría aprender en Londres. Haz que mamá lo comprenda.

Después de suspirar, el señor Baker miró nuevamente a su esposa. Meredith vio el cambio en su expresión, la ternura que se dibujaba en su rostro, y su corazón dio un vuelco. Por fin, mirando en la misma dirección, advirtió que su madre se llevaba una mano a los labios, la otra se agitaba ligeramente a un costado. El sol creaba reflejos rojizos en su cabello castaño, la vio bella y sorprendentemente joven. Ella le devolvió la mirada a su marido y de pronto Meredith comprendió quién había inspirado ese gesto tierno.

—Lo siento, Merry —dijo su padre, cubriendo los dedos que seguían aferrados a su camisa—. Es lo mejor, ve a buscar tus cosas. Regresamos a casa.

Fue entonces cuando Meredith cometió una auténtica maldad, la traición que su madre nunca le perdonaría. Ella encontró muchas justificaciones: la privaban por completo del derecho a elegir; era una niña, y aún lo sería durante algunos años, por lo que nadie tenía en cuenta sus deseos; se había cansado de que la trataran como a un paquete o una maleta que se envía aquí o allá según los adultos crean más conveniente. Solo quería pertenecer a un lugar.

—Yo también lo siento, papá —dijo a su vez.

Y mientras el desconcierto se instalaba en el rostro de su padre, se disculpó con una sonrisa, eludió la furiosa mirada de su madre y corrió tan rápido como pudo por el parque, saltó la valla y encontró refugio en la fresca oscuridad del bosque Cardarker.

* * *

Percy descubrió los planes de Saffy por pura casualidad. Si no se hubiera ausentado de la mesa, tal vez jamás lo habría sabido, al menos no antes de que fuera demasiado tarde. Fue una suerte que le resultara tan embarazoso y aburrido ser testigo de las rencillas familiares. Se había disculpado para alejarse un rato, con la esperanza de que al volver los ánimos se hubieran calmado. Esperaba que Saffy, agazapada junto a la ventana para espiar desde lejos, le exigiera un informe: ¿cómo son los padres de Meredith? ¿Cómo se siente ella? ¿Qué han dicho del pastel? Se sorprendió al encontrar la cocina vacía.

Siguiendo con la disculpa que había puesto, llegó con la tetera y puso el hervidor en el fuego. El tiempo transcurría lentamente, dejó de mirar las llamas y se preguntó qué había hecho para merecer una boda y visitas a la hora del té en un mismo día. Entonces, desde la despensa se oyó la campanilla del teléfono. Como las llamadas telefónicas eran escasas desde que la oficina de correos advirtiera que la cháchara social podía entorpecer comunicaciones importantes para los objetivos de la guerra, Percy no reconoció de inmediato el origen de aquel ruido indignante.

En consecuencia, cuando por fin levantó el auricular, su voz sonaba tan temerosa como suspicaz.

—Milderhurst Castle, buenas tardes.

Al otro lado, su interlocutor se identificó apresuradamente como Archibald Wicks, de Chelsea, y pidió hablar con la señorita Seraphina Blythe. Desconcertada, Percy le dijo que ella le daría el mensaje, y entonces el caballero le comunicó que era la persona que le había dado un empleo a Saffy y que llamaba, según lo acordado, para hacer los arreglos necesarios relativos a su alojamiento en Londres para la semana siguiente.

—Lo siento, señor Wicks —dijo Percy, sintiendo que la sangre hervía en sus venas—. Me temo que se trata de un error.

Se oyeron ruidos en la línea y luego la voz del señor Wicks.

—¿Un error? La línea…, no se oye bien.

—Mi hermana Seraphina no podrá aceptar ese puesto en Londres.

De nuevo, la línea hizo oír sus crujidos. Percy imaginó los cables de teléfono, tendidos de un poste a otro, agitándose con el viento.

—Entiendo —continuó el señor Wicks—. Pero es extraño, he recibido su carta aceptando el puesto, la tengo ahora mismo en mis manos. Hemos intercambiado suficiente correspondencia sobre el asunto.

Las palabras del señor Wicks explicaban la frecuencia con que Percy llevaba correspondencia desde y hacia la oficina de correos en los últimos tiempos, y la obstinación con que Saffy se empeñaba en permanecer cerca del teléfono, «porque podría tratarse de una llamada importante, concerniente a la guerra». Percy se maldijo por haberse distraído con las tareas del Servicio de Mujeres Voluntarias, por no haber prestado la debida atención.

—Comprendo, y no dudo que Seraphina tenía la sincera intención de cumplir con su palabra. Pero la guerra… y, además, nuestro padre se ha puesto enfermo. Me temo que por el momento debe permanecer aquí.

Pese a su decepción y a su comprensible confusión, el señor Wicks se había serenado al oír que Percy le enviaría un ejemplar firmado de la primera edición de El Hombre de Barro para su colección de libros raros y se había despedido en buenos términos. Al menos, no había amenazado con entablar una demanda por incumplimiento del contrato.

Sin embargo, Percy sospechaba que no sería tan sencillo controlar la decepción de su hermana. Desde algún lugar llegó el ruido del inodoro, las cañerías burbujearon en la cocina. Percy se sentó en el banco y esperó. Al cabo de unos minutos, Saffy bajó la escalera.

Al entrar en la cocina, se detuvo. La puerta trasera estaba abierta.

—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Meredith? ¿Sus padres ya se han marchado? ¿Necesitas algo?

—He venido a buscar más té.

—Oh. —El rostro de Saffy se relajó—. Yo me ocuparé, vuelve con tus invitados —dijo sonriente. Luego tomó la lata con hojas de té y levantó la tapa de la tetera.

Después de su desconcertante diálogo con el señor Wicks, Percy no sabía cómo empezar. Por fin, simplemente dijo:

—Mientras esperaba que hirviera el agua he atendido una llamada de teléfono.

Un temblor casi imperceptible hizo que unas hojas de té cayeran de la cuchara.

—¿Cuándo?

—Hace un momento.

Saffy recogió el té. En la palma de su mano tenían el aspecto de hormigas muertas.

—Algún asunto relacionado con la guerra, ¿verdad?

—No.

Saffy se inclinó sobre la mesa y se aferró a una servilleta como si tratara de no caer al mar.

El hervidor eligió ese momento para soltar un silbido amenazante. Saffy lo apartó del fuego y permaneció de espaldas a Percy, conteniendo la respiración.

—Era un tal Archibald Wicks, de Londres. Un coleccionista, según dijo.

—¿Y qué le has dicho?

Desde el exterior llegó un grito. Percy se dirigió rápidamente hacia la puerta abierta.

—Percy, ¿qué le has dicho?

La brisa trajo el dorado aroma de la hierba recién cortada.

—Percy… —dijo Saffy casi en un susurro.

—Le he dicho que te necesitábamos aquí.

Saffy dejó escapar un sonido semejante a un sollozo.

Percy continuó, con serenidad:

—Sabes que no puedes marcharte. No debes engañar a una persona de esa manera. Te esperaba en Londres la semana próxima.

—Me espera en Londres porque allí estaré. Hice una solicitud para un empleo y él me eligió —declaró Saffy. Y en ese instante se volvió hacia su hermana. Flexionó el codo y levantó el puño apretado, en un gesto teatral acentuado por el hecho de que aún aferraba la servilleta—. Me eligió —repitió, agitando enfáticamente el puño—. Colecciona todo tipo de objetos hermosos y me contrató, a mí, para que le ayude con su trabajo.

Percy buscó un cigarrillo y, después de luchar con la cerilla, logró encenderlo.

—Iré, Percy, no puedes detenerme.

Maldita Saffy, no le facilitaría las cosas. La cabeza de Percy palpitaba. La boda la había agotado, tenía que ser la anfitriona de los padres de Meredith y, por si fuera poco, su hermana se comportaba de un modo deliberadamente estúpido, la obligaba a dar una explicación pormenorizada. Percy no se inmutó. Tenía autoridad suficiente para decidir por ella.

—No —dijo, soltando una bocanada de humo—. No irás. No irás a ninguna parte. Tú lo sabes, yo lo sé y el señor Wicks lo sabe también.

Saffy dejó caer los brazos y la servilleta chocó con las baldosas.

—Le has dicho que no iría.

—Alguien tenía que hacerlo. Estaba a punto de enviarte el billete.

Los ojos de Saffy se llenaron de lágrimas. Percy se alegró al verlo. Tal vez finalmente podrían evitar una escena.

—Ya verás que es lo mejor…

—No permitirás que me marche.

—No —aseguró Percy con afable firmeza.

El labio inferior de Saffy temblaba. Cuando por fin logró hablar, su voz fue apenas un susurro.

—No puedes controlarnos para siempre —dijo, mientras los dedos que jugaban con los hilos de su falda formaban una minúscula bolita.

El gesto infantil desencadenó un déjà vu. Percy sintió la abrumadora necesidad de abrazar a su hermana gemela y no soltarla nunca más, de decirle que la amaba, que no tenía intención de ser cruel, que lo hacía por su bien. Pero no lo hizo. No pudo. Y de todos modos, no habría tenido sentido; nadie quiere oír ese tipo de cosas aunque en lo más profundo de su corazón sepa que son ciertas.

En cambio, se esforzó por suavizar su tono.

—No intento controlarte. Tal vez algún día, en el futuro, puedas marcharte —dijo Percy, señalando las paredes del castillo—. Pero ahora no. Te necesitamos aquí, por la guerra y el estado de papá. Por no mencionar la falta de servicio. ¿Has pensado qué sucedería con nosotros si nos dejas? ¿Puedes imaginarnos a Juniper, a papá o (Dios no lo quiera) a mí delante de un montón de ropa para lavar?

—No hay nada que tú no seas capaz de hacer —dijo Saffy con amargura—. Nunca habrá nada que tú no seas capaz de hacer.

Percy había ganado. Lo sabía. Y lo más importante: Saffy lo sabía. Pero no sintió alegría, solo la habitual responsabilidad. Todo su ser sufría por su hermana, por la joven que alguna vez había sido, con el mundo a sus pies.

—Señorita Blythe…

Percy miró hacia la puerta. Allí estaba el padre de Meredith, y junto a él, su delgada mujercita.

—Mi esposa y yo planeábamos llevarla a casa con nosotros, pero ella está decidida a quedarse —dijo, encogiéndose de hombros—, y me temo que ese pequeño demonio se ha escapado.

Como si no tuviera ella suficiente. Miró hacia atrás, pero Saffy también había desaparecido.

—En ese caso, tendremos que buscarla.

—Lo que pasa es que mi esposa y yo debemos tomar el tren de las tres y veinticuatro —explicó tristemente el señor Baker—, es el único que hay hoy.

—Entiendo. No se retrasen entonces. En los tiempos que corren, si pierden ese tren tal vez tengan que esperar hasta el miércoles.

—Pero mi hija…

La señora Baker estaba a punto de llorar, y no parecía una actitud apropiada para una mujer con un rostro rudo y afilado como el suyo. Percy lo sabía por experiencia propia.

—No se preocupe. La encontraré. ¿Hay en Londres algún número al que pueda telefonearles? Seguramente no ha ido muy lejos.

* * *

Desde una rama del roble más antiguo del bosque Cardarker podía divisar el castillo. La torre cónica y su aguja que perforaba el cielo. El pináculo plateado brillaba, las tejas rojas relucían bajo el sol de la tarde. En el parque, en lo alto del sendero, Percy despedía a sus padres.

La maldad que acababa de cometer ardía en las orejas de Meredith. Tendría repercusiones, lo sabía, pero no le habían dejado otra opción. Había corrido hasta quedarse sin aliento y entonces había trepado al árbol, animada por la rara y agitada energía que le otorgaba haber actuado impetuosamente por primera vez en la vida.

En lo alto del sendero su madre caminaba abatida y por un instante Meredith pensó que lloraba. Luego sus brazos se alzaron, con los puños apretados. Su padre retrocedió y ella supo que su madre gritaba, no necesitaba oírla para saber que iba a tener problemas.

Entretanto, en el jardín, Percy Blythe fumaba, con una mano en la cadera, y observaba el bosque. Un atisbo de duda contrajo el estómago de Meredith: había dado por sentado que sus anfitriones deseaban que permaneciera en el castillo, pero ¿era así en realidad? Era probable que las gemelas, disgustadas por su desobediencia, se negaran a seguir cuidando de ella. Tal vez su deseo la había llevado a cometer un gran error.

Percy Blythe terminó su cigarrillo y se dirigió al castillo. De pronto, Meredith se sintió muy sola.

Un movimiento atrajo su mirada hacia el tejado. Su corazón dio un vuelco. Una persona vestida de blanco trepaba por allí. Juniper. ¡Por fin! Llegó hasta el borde, se sentó, y dejó que sus piernas se balancearan. Meredith sabía que a continuación encendería un cigarrillo, apoyaría la espalda en el tejado y miraría al cielo.

Pero no lo hizo. Inmóvil, miró el bosque. La emoción le provocó una especie de risa que quedó atrapada en su garganta. Juniper la había oído, de alguna manera había percibido su presencia. Si existía un ser capaz de tal cosa, ese era ella.

Meredith no podía regresar a Londres. No lo haría. Todavía no.

Sus padres bajaban por el sendero, alejándose del castillo. Su madre, con los brazos cruzados. Su padre caminaba a su lado.

—Lo siento —susurró—. No tenía alternativa.