20 de abril de 1940
Era típico. Después de un invierno terriblemente frío, la primavera había llegado con una gran sonrisa. El día era perfecto. Percy no pudo evitarlo, se lo tomó como un desaire divino a su persona. Dejó de creer en Dios ese mismo día, cuando, de pie en la iglesia del pueblo, en el extremo del banco que su abuela había diseñado y William Morris había tallado, oyó que el señor Gordon, el párroco, declaraba que Harry Rogers y Lucy Middleton eran marido y mujer. Toda aquella experiencia tenía la vaga textura de una pesadilla, tal vez debido a la cantidad de whisky que había consumido para tolerarla.
Harry sonrió a su flamante esposa. Una vez más, Percy confirmó que era guapo. No en sentido convencional, no era rudo, ni suave, ni pulcro, era guapo porque era bueno. Siempre lo había creído, incluso cuando ella era una niña y él, un joven que llegaba a su casa para ocuparse de los relojes de su padre. Algo en su manera de comportarse, la modestia de su postura, hablaba de un hombre que con justicia se valoraba a sí mismo. Más aún, su naturaleza serena tal vez no fuera dinámica, pero indicaba cariño y ternura. A través de la barandilla de la escalera ella lo observaba mientras reanimaba los relojes más antiguos y caprichosos del castillo. Si él advertía su presencia, nunca lo puso de manifiesto. Tampoco ahora la veía, solo tenía ojos para Lucy.
La novia, por su parte, sonreía. Interpretaba a la perfección el papel de una mujer feliz de casarse con el hombre que amaba. Percy conocía a Lucy desde hacía tiempo, pero nunca había sospechado que fuera tan buena actriz. Sintió náuseas y deseó que todo aquello terminara cuanto antes.
Habría podido fingir una enfermedad o argumentar que sus obligaciones en el Servicio de Ambulancias le impedían asistir a la boda, pero la gente del pueblo habría murmurado. Lucy había trabajado más de veinte años en el castillo. Era inconcebible que se casara sin que algún miembro de la familia Blythe presenciara la ceremonia. Su padre estaba descartado por razones obvias. Saffy debía preparar el castillo para la visita de los padres de Meredith. Y Juniper —lejos de ser una candidata ideal— se había refugiado en el ático con su pluma, en un arranque de inspiración. En consecuencia, la responsabilidad había recaído en Percy. No podía eludirla, sobre todo porque habría tenido que dar explicaciones a su gemela. Desolada porque se perdería la boda, le había exigido un informe detallado.
—El vestido, las flores, la manera en que se miran el uno al otro —había dicho, contando con los dedos los datos pedidos cuando Percy se disponía a salir del castillo—. Quiero saberlo todo.
—Sí —había dicho Percy, preguntándose si su petaca de whisky cabía en el bolso que su hermana le había elegido—. No olvides los medicamentos de papá. Los dejé en la mesa del vestíbulo.
—La mesa del vestíbulo, de acuerdo.
—Es importante que los tome a su hora. No queremos que se repita el último episodio.
—No, por supuesto —coincidió Saffy—. La pobre Meredith creyó que se trataba de un fantasma, y además revoltoso.
Percy ya estaba bajando los peldaños de la entrada, cuando de pronto se dio media vuelta.
—Saffy, si ocurre algo, no olvides decírmelo.
Detestables mercaderes de la muerte se aprovechaban de un anciano perturbado. Le susurraban al oído, se beneficiaban de sus temores, de su antigua culpa. Enseñaban sus crucifijos católicos y hablaban en latín por los rincones del castillo; convencían a su padre de que los espectros de su imaginación eran demonios. Y tenía la certeza de que lo hacían para apoderarse del castillo cuando él ya no estuviera.
Percy se mordía la piel que rodeaba las uñas y se preguntaba cuánto debería esperar para salir a fumar un cigarrillo; si no hacía ruido, tal vez podría escapar inadvertida. El párroco dijo algo y todos se pusieron de pie: Harry tomó la mano de Lucy, dispuesto a alejarse del altar. Lo hizo con enorme ternura. Percy comprendió que ni siquiera en ese momento era capaz de odiarlo.
La dicha se dibujaba en los rostros de los recién casados y se esforzó por imitarlos. Incluso logró participar del aplauso que los acompañó mientras salían de la iglesia. Pero advirtió que sus uñas habían dejado una marca en el respaldo del banco, que la forzada alegría dibujaba extraños surcos en su rostro. Se sintió una marioneta. Un ser oculto en el techo de la iglesia tiró de un hilo invisible y ella cogió su bolso. Se rio y fingió ser una criatura animada.
* * *
Las magnolias estaban allí, tal como Saffy había deseado. Había rezado y cruzado los dedos para que así fuera. Era uno de aquellos raros y preciosos días de abril, cuando el verano comienza a anunciarse. Saffy se rio, sencillamente porque no pudo contenerse.
—Vamos, anímate —dijo, alentando a Merry a seguirla—. Es sábado, el sol brilla, tu madre y tu padre vendrán a visitarte. No hay excusa para arrastrar los pies.
Pero la niña estaba realmente desanimada. En lugar de alegrarse ante la perspectiva de ver a sus padres, había lloriqueado toda la mañana. Por supuesto, Saffy adivinaba el motivo.
—No te preocupes —dijo, cuando Meredith estuvo a su lado—. Juniper no pasará mucho tiempo allí. Esto no suele durar mucho más de un día.
—Pero no ha salido desde la hora de la cena. La puerta está cerrada, ella no responde. No comprendo —se quejó Meredith, entrecerrando los ojos de un modo poco halagüeño, una costumbre que a Saffy le resultaba terriblemente simpática—, ¿qué está haciendo?
—Escribe. Así es Juniper. Siempre lo ha sido. Pero pronto volverá a la normalidad —explicó Saffy con sencillez—. Ven, ayúdame a poner la mesa —dijo, entregándole los platos de postre—. Tus padres podrían sentarse de espaldas al seto, de esa manera verán el jardín.
—De acuerdo —respondió Meredith, más animada.
Saffy sonrió para sus adentros. Meredith Baker era encantadoramente dócil, una alegría inesperada después de haber criado a Juniper, y su estancia en el castillo había resultado un rotundo éxito. Nada mejor que un niño para insuflar vida a las antiguas piedras; sol y risa era precisamente lo que el médico había aconsejado. Incluso Percy le había tomado cariño, sin duda aliviada al comprobar que la decoración de las barandillas seguía intacta.
La mayor sorpresa, no obstante, había sido la reacción de Juniper. Nunca había demostrado un afecto similar por otra persona. Saffy solía oírlas reír y conversar en el jardín y le desconcertaba, aunque de una forma muy grata, la auténtica cordialidad de su voz. Hasta entonces nunca había calificado a su hermana como una persona cordial.
—Pongamos un plato aquí para June —indicó—, por si acaso, y tú junto a ella… y Percy allí.
Meredith había seguido sus instrucciones, pero de pronto se detuvo.
—¿Dónde te sentarás tú? —preguntó. Tal vez comprendió el gesto de Saffy, porque se apresuró a continuar—: Estarás con nosotros, ¿verdad?
—No, querida —respondió Saffy, dejando caer los tenedores sobre su falda—. Me encantaría, ya lo sabes. Pero Percy es muy tradicional con respecto a estas cosas. Es la mayor, y en ausencia de nuestro padre debe asumir el papel de anfitriona. Sé que debe sonar terriblemente tonto y formal para ti, y muy anticuado, pero es la forma en que nuestro padre desea que recibamos a los invitados.
—Aun así, no entiendo por qué no podéis estar presentes las dos.
—Una de nosotras debe quedarse dentro por si nuestro padre necesita ayuda.
—Pero Percy…
—Está muy entusiasmada con la idea de conocer a tus padres.
Saffy no había logrado convencer a Meredith. Más aún, la niña estaba totalmente decepcionada y quiso alegrarla a cualquier precio. Había mentido sin verdadera convicción, y cuando Meredith soltó un largo y triste suspiro, la escasa fortaleza que aún conservaba se esfumó.
—Oh, Merry —dijo mirando furtivamente hacia atrás—, no debería decirlo bajo ningún concepto, pero tengo otro motivo para quedarme en el interior del castillo. —Luego se deslizó hacia un extremo del viejo banco del jardín e indicó a Meredith que la acompañara. Inspiró profundamente y soltó el aire con decisión. Entonces le habló a la niña de la llamada telefónica que esperaba—. Es un importante coleccionista de Londres. Le escribí en respuesta a un anuncio que apareció en el periódico. Buscaba una ayudante para hacer el catálogo de su colección. Y él me respondió hace unos días para decirme que había sido elegida y que telefonearía esta tarde para conversar sobre los detalles.
—¿Qué colecciona?
—Antigüedades, obras de arte, libros, bellos objetos, ¡una maravilla! —dijo Saffy, apoyando la barbilla sobre sus manos entrelazadas.
El entusiasmo daba brillo a las diminutas pecas de la nariz de Meredith. Saffy confirmó que era una niña encantadora, y que había progresado enormemente en apenas seis meses. Cuando llegó con Juniper, era una niña abandonada y flaca. Pero debajo de la palidez londinense y el vestido raído se escondía una mente despierta y sedienta de saber.
—¿Podré conocer la colección? Siempre he querido ver una pieza egipcia auténtica.
Saffy se rio.
—Por supuesto. Al señor Wicks le encantará enseñar sus preciados objetos a una niña inteligente como tú.
Meredith estaba radiante. Saffy, en cambio, comenzó a sentir remordimientos. Le pareció poco considerado llenar su cabeza con tales ideas y pedirle que callara.
—Una gran noticia, sin lugar a dudas, pero debes recordar que es un secreto. Percy aún no lo sabe, y no lo sabrá —dijo entonces, en tono más serio.
—¿Por qué? —preguntó asombrada.
—Porque con toda seguridad no se alegrará. No quiere que me marche. Es algo reacia al cambio, le gusta que todo siga igual, que las tres vivamos juntas. Es muy protectora, siempre lo ha sido.
Meredith asintió, sumamente atenta a esa característica de la lógica familiar. Saffy creyó que cogería su diario y empezaría a apuntar sus observaciones. Comprendía su interés, había oído lo suficiente sobre la hermana mayor de la niña, era razonable que la noción de hermana protectora le resultara extraña.
—Percy es mi gemela y la quiero de verdad, pero a veces, Merry, debemos anteponer nuestros propios deseos. La felicidad no está garantizada, es preciso conquistarla —explicó, y resistió el impulso de añadir que había tenido otras oportunidades y las había perdido. Meredith era ahora su confidente, pero no quería agobiar a una niña con penas de adultos.
—¿Qué sucederá cuando llegue el momento de marcharte? —preguntó Meredith—. Percy lo descubrirá.
—Oh, se lo diré antes —respondió Saffy entre risas—. No tengo planeado desaparecer en la oscuridad de la noche, de ninguna manera. Solo debo encontrar las palabras adecuadas para no herir los sentimientos de Percy. Hasta entonces, es mejor que no sepa nada sobre el asunto, ¿comprendes?
—Sí —dijo Meredith, algo agitada.
Saffy se mordió el labio. Tenía la desagradable sensación de haber cometido un desafortunado error. Era injusto poner a una niña en una posición tan incómoda. Aunque solo hubiera tenido la intención de distraerla.
Meredith interpretó el silencio de Saffy como una falta de confianza en su capacidad para guardar un secreto.
—No diré nada, te lo prometo. Ni una palabra. Soy muy buena guardando secretos.
—Oh, Meredith —exclamó Saffy, sonriendo con tristeza—, no lo dudo, no se trata de eso. Creo que debo disculparme, cometí un error al pedirte que lo hicieras. ¿Puedes perdonarme?
Meredith asintió, solemne. Saffy detectó en su rostro un destello, tal vez el orgullo de haber sido tratada como una adulta. Recordó la ansiedad con que, en la infancia, deseaba crecer; la impaciencia con que esperaba que llegara el momento de ser adulta. Se preguntó si era posible impedir que eso le ocurriera a esa niña, si era justo intentarlo. En cualquier caso, el deseo de evitar que Meredith descubriera demasiado pronto las decepciones de la edad adulta no le parecía reprochable. Lo mismo le había sucedido con Juniper.
—Y ahora, tesoro —dijo, arrebatando el último plato de las manos de Meredith—, yo terminaré con esto. Ve a divertirte mientras esperas la llegada de tus padres. La mañana es demasiado espléndida para desperdiciarla en estas tareas. Pero trata de no ensuciar demasiado tu vestido.
Merry llevaba uno de los delantales que Saffy había cosido para ella cuando llegó. Algunos años antes había encargado una tela con diseño Liberty, simplemente porque era bonita. Desde entonces había languidecido en su armario de costura, esperando pacientemente a que le encontrara una utilidad. Y por fin había sucedido.
Meredith se perdió en la lejanía. Saffy se concentró otra vez en la mesa para asegurarse de que todo estuviera en orden.
* * *
Meredith paseó sin rumbo entre la alta hierba, que crujía a su paso, pensando que la ausencia de una persona podía despojar por completo de sentido a ese día. Rodeó la colina, llegó al arroyo, siguió el sendero hasta el puente.
Consideró la posibilidad de seguir adelante, internarse en la profundidad del bosque, donde la luz era tenue, la trucha moteada desaparecía y el agua se volvía densa como la melaza; seguir hasta el estanque abandonado al pie del árbol más antiguo del bosque Cardarker. Aquel lugar de persistente oscuridad que detestaba cuando llegó al castillo. Sus padres llegarían dentro de una hora, tenía tiempo y conocía el camino, solo debía bordear el arroyo.
Pero sin Juniper no sería tan divertido. Tan solo un lugar oscuro, húmedo y algo pestilente.
—Es maravilloso, ¿verdad? —había dicho Juniper cuando la llevó hasta allí por primera vez.
Meredith no supo qué responder. Se habían sentado en un tronco frío y húmedo; sus zapatillas estaban mojadas porque había resbalado en una piedra. La finca tenía otra piscina, rodeada de mariposas y pájaros, con un columpio que se balanceaba bajo los destellos de luz. Deseó fervientemente que Juniper decidiera ir hacia allí. Sin embargo, no lo dijo. La convicción de su amiga le hacía pensar que sus gustos eran infantiles, que no se esforzaba por valorar ese lugar.
—Sí —dijo con firmeza, y añadió—: Es maravilloso.
De pronto, Juniper se puso de pie y armoniosamente extendió los brazos para recorrer de puntillas el tronco caído.
—Son las sombras; la manera, casi furtiva, en que las cañas se curvan hacia la orilla; el olor a barro, humedad y podredumbre —explicó sonriendo—. Casi prehistórico. Si te dijera que hemos cruzado un umbral invisible y hemos entrado en el pasado, ¿me creerías?
Meredith se había estremecido —tal como lo hacía en ese instante—, una tenue, serena melodía había resonado en su cuerpo infantil con inexplicable urgencia y había sentido una súbita nostalgia, aunque ignoraba el objeto de su añoranza.
—Cierra los ojos, escucha —había susurrado Juniper, llevándose un dedo a los labios—, puedes oír a las arañas tejiendo…
Ahora cerraba los ojos y escuchaba el coro de grillos, de vez en cuando la zambullida de una trucha, el lejano zumbido de un tractor. Y también otro sonido, que parecía claramente fuera de lugar: un motor que se acercaba.
Abrió los ojos. Lo vio. Un coche negro bajaba desde el castillo por el sendero de grava. Lo observó. Milderhurst no solía recibir visitantes, menos aún motorizados. Pocas personas disponían de combustible para dar paseos, pues lo reservaban para huir hacia el norte cuando llegaran los alemanes. En los últimos tiempos incluso el sacerdote que visitaba al anciano de la torre hacía el camino a pie. Este automóvil debía de transportar a un personaje importante, por algún asunto relacionado con la guerra.
El conductor, un hombre al que Meredith no reconoció, tocó el ala de su sombrero negro e inclinó la cabeza con gesto severo a modo de saludo. El vehículo se alejó por la grava, desapareció en una curva arbolada para reaparecer poco después al pie del sendero antes de convertirse en un punto oscuro que giraba hacia Tenterden Road.
Meredith bostezó y olvidó rápidamente todo aquello. Junto al pilar del puente crecían las violetas silvestres. No pudo resistirlo, recogió algunas y formó un hermoso ramo. Entonces se sentó en la barandilla y dejó, con aire soñador, caer una tras otra, cual acróbatas de color púrpura, a la suave corriente del arroyo.
—Buenos días.
Montada en su bicicleta, Percy Blythe subía por el sendero. Llevaba en la cabeza un sombrero que no le favorecía, y en la mano, el consabido cigarrillo. Meredith solía denominarla la Hermana Severa. Pero aquel día, más que severo, su gesto era triste. Tal vez se debía al sombrero.
—¡Hola! —respondió Meredith, aferrándose a la barandilla para no caer al arroyo.
—Tal vez debiera decir buenas tardes —comentó Percy. Se detuvo y miró el reloj que llevaba en la muñeca—. Han pasado treinta minutos del mediodía. Recuerdas que tenemos un compromiso a la hora del té, ¿verdad? —Percy dio una larga calada a su cigarrillo y luego echó el humo con lentitud—. Tus padres se sentirán decepcionados si después de viajar hasta aquí faltas a la cita.
Meredith sospechó que se trataba de una broma, aunque la expresión y la voz de Percy no eran precisamente joviales. Temiendo equivocarse, se limitó a sonreír. A lo sumo, daría la impresión de no haber oído.
Percy no dio indicios de haberse percatado de la respuesta de Meredith, y mucho menos de haber prestado atención.
—Bien, hay cosas que hacer —dijo. Inclinó la cabeza a modo de despedida y siguió su camino rumbo al castillo.