Y precisamente cuando me preguntaba qué había sucedido entre Thomas y Juniper y si alguna vez tendría oportunidad de descubrirlo, ocurrió algo totalmente imprevisto. Era miércoles al mediodía. Herbert y yo regresábamos con Jess de nuestro saludable paseo por Kensington Gardens, con más alboroto del que sugiere mi relato. A Jess no le gusta caminar y no tiene dificultad para dar a conocer sus sentimientos: expresa su protesta deteniéndose a intervalos de medio metro para olisquear las esquinas, en busca de misteriosos olores.
Durante una de tales sesiones de exploración, mientras Herbert y yo esperábamos, él preguntó:
—¿Qué novedades hay en el frente hogareño?
—Ha comenzado el deshielo —dije, y le hice una síntesis de los acontecimientos recientes—. No quiero apresurarme, pero creo que estamos ante un nuevo y brillante comienzo.
—¿Tus planes de mudarte han quedado en suspenso? —preguntó Herbert, alejando a Jess de una mancha de barro sospechosamente olorosa.
—Oh, no. Mi padre planea comprarme una bata con mi nombre bordado e instalar un tercer colgador para colocarla en el baño tan pronto como esté en condiciones de hacerlo. Me temo que si no despego rápido, estaré perdida.
—Suena horroroso. ¿Has visto algo ya en los anuncios?
—Muchas cosas. Aunque tendré que pedirle a mi jefe un significativo aumento de sueldo para estar en condiciones de pagarlo.
—¿Crees que lo conseguirás?
Giré la mano hacia ambos lados, como lo haría un titiritero.
Herbert me pasó la correa de Jess para buscar sus cigarrillos.
—Si tu jefe no puede concederte el aumento, tal vez pueda ayudar con alguna idea.
—¿Qué clase de idea? —pregunté, levantando una ceja.
—Muy buena, según creo —dijo Herbert, y al ver mi gesto desconcertado, agregó guiñando el ojo—: Todo a su debido tiempo, mi querida Edie.
Al doblar la esquina vimos al cartero a punto de deslizar unas cartas bajo la puerta de Herbert. Él lo saludó con el sombrero y, con el puñado de sobres bajo el brazo, abrió la puerta. Jess, como de costumbre, se dirigió a su trono, el almohadón bajo el escritorio de su amo, donde se acomodó con destreza antes de dedicarnos una mirada de profunda indignación.
—¿Té o el correo? —preguntó Herbert tan pronto cerró la puerta.
Ya iba camino a la cocina cuando lo oí, porque al volver de nuestros paseos Herbert y yo tenemos un hábito compartido.
—Yo me encargo del té; lee tú el correo.
La bandeja estaba preparada en la cocina —Herbert es muy puntilloso con ciertas cosas— y una provisión de scones recién horneados se enfriaba bajo una servilleta. Mientras yo vertía crema y mermelada casera en pequeños cuencos, Herbert leía los encabezados de la correspondencia. Iba rumbo a la oficina, tratando de mantener la bandeja en equilibrio, cuando le oí decir:
—Vaya, vaya.
—¿De qué se trata?
—Una oferta de trabajo, según creo.
—¿De quién?
—Una editorial de renombre.
—¡Qué descaro! Confío en que les dirás que ya tienes un buen trabajo.
—Por supuesto, lo haré. Aunque no soy el destinatario. La elegida eres tú y nadie más que tú.
* * *
La carta había sido enviada por la editorial que publicara El Hombre de Barro. Frente a una humeante taza de Darjeeling y un scone con mermelada, Herbert la leyó en voz alta y luego la releyó en silencio. Entonces me explicó sucintamente el contenido, porque a pesar de mis diez años en la industria editorial, la sorpresa me había privado temporalmente de la capacidad de comprender. En breve, el año próximo, con ocasión de su setenta y cinco aniversario, se publicaría una nueva edición de El Hombre de Barro y los editores de Raymond Blythe me pedían que escribiera una nueva introducción.
—Estás bromeando —dije, pero Herbert negó con la cabeza—. Es increíble. ¿Por qué me habrán elegido?
—No lo sé. Aquí no lo dice —respondió él después de dar la vuelta a la carta y comprobar que el dorso de la hoja estaba en blanco.
—Qué extraño —comenté. Un escalofrío recorrió mi piel. Los filamentos que la unían a Milderhurst comenzaban a estremecerse—. ¿Qué debo hacer?
Herbert me entregó la carta.
—Para empezar, deberías telefonear a este número.
* * *
Mi diálogo con Judith Waterman, editora de Pippin Books, fue breve y bastante agradable. Le dije quién era y por qué motivo quería hablarle, a lo que ella respondió:
—Para ser sincera, habíamos contratado a otro escritor y estábamos satisfechos con su trabajo. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con las hijas de Raymond Blythe. El asunto se convirtió en un terrible dolor de cabeza. El libro se publicará el año que viene, de modo que el tiempo apremia. La edición lleva meses de trabajo, nuestro escritor ya había realizado entrevistas y había redactado un borrador cuando de forma imprevista las señoritas Blythe telefonearon para informarnos de que debíamos detener el proceso.
No me resultó difícil vislumbrar el placer con que Percy Blythe habría tomado esa decisión.
—Esta edición es muy importante para nosotros —continuó Judith—, lanzaremos bajo un nuevo sello una colección de clásicos y cada uno de ellos incluirá a modo de prólogo una especie de ensayo biográfico. La verdadera historia del Hombre de Barro, uno de nuestros títulos más populares, es ideal como lectura para el verano.
Yo asentía como si ella estuviera presente.
—No logro comprender. No creo que yo…
—El problema —insistió Judith— surgió a raíz de una de las hijas del autor, Persephone Blythe, lo cual no deja de ser sorprendente, dado que la propuesta llegó a nosotros a través de su hermana gemela. En cualquier caso, ellas no están conformes, ciertas cláusulas contractuales nos impiden publicar el libro sin su autorización y el proyecto está en peligro. Me reuní con las hermanas Blythe hace un par de semanas y afortunadamente accedieron a seguir adelante con otro escritor, mientras ellas lo aprobaran. —Judith hizo una pausa. Oí que bebía algo—. Les enviamos una larga lista de escritores, con muestras de su trabajo. Sin leerla siquiera, Persephone Blythe pidió que usted se hiciera cargo de escribir el prólogo.
—¿Ella lo pidió? —pregunté con aprensión.
—Así es. Categóricamente.
—No soy escritora, como bien sabe.
—Sí. Traté de explicar ese detalle a las señoritas Blythe, pero no le dieron importancia. Evidentemente la conocen y saben a qué se dedica. Más aún, parece que es la única persona que están dispuestas a admitir, lo que limita drásticamente nuestras opciones: si Edie Burchill no acepta, el proyecto fracasa.
—Entiendo.
—No dudo de que hará un buen trabajo —aseguró Judith; su voz estaba acompañada por el ruido de papeles que se movían en su escritorio—. Es editora, sabe redactar, he consultado a alguno de sus clientes y todos la han elogiado.
—¿En serio? —pregunté, incapaz de dominar mi vanidad. Ella, con mucho tino, ignoró la pregunta.
—Y todos en Pippin creemos que es prometedor. Tal vez la elección de las hermanas se deba a que finalmente están dispuestas a hablar sobre los hechos que inspiraron el libro. No es necesario decir que si logramos desvelarlos causaremos un gran impacto.
Por supuesto, no era necesario. Mi padre ya lo sabía.
—Y bien, ¿cuál es su respuesta?
¿Cuál fue mi respuesta? Percy Blythe me quería a mí. Debía escribir sobre El Hombre de Barro, y para ello debía visitar nuevamente a las hermanas Blythe en su castillo. ¿Qué otra cosa podía decir?
—De acuerdo. Lo haré.
* * *
—Estuve allí la noche del estreno —dijo Herbert cuando terminé de contarle mi conversación.
—¿Viste la versión teatral de El Hombre de Barro?
Herbert asintió. Jess se echó a sus pies.
—¿No te lo había contado?
—No.
No era extraño. Sus padres eran gente de teatro y había pasado buena parte de su infancia entre bambalinas.
—Tenía alrededor de doce años y lo recuerdo porque fue una de las obras más asombrosas que he visto. Por distintos motivos. En el centro del escenario habían montado el castillo, sobre una plataforma elevada e inclinada de modo que la torre apuntaba hacia el público y a través de la ventana del ático era posible ver la habitación donde dormían Jane y su hermano. En el borde de la plataforma se encontraba el foso, iluminado desde atrás. Por fin apareció el Hombre de Barro y comenzó a trepar por las piedras del castillo, proyectando largas sombras sobre el auditorio, creando la impresión de que el lodo, la humedad, la oscuridad, el monstruo mismo se nos caerían encima.
—Parece una pesadilla, no es sorprendente que lo recuerdes.
—Es verdad, pero no fue solo eso. Recuerdo aquella noche porque se produjo un alboroto entre el público.
—¿Qué clase de alboroto?
—Yo miraba entre bambalinas, y desde allí pude verlo. Se produjo una conmoción en el palco del autor, la gente se puso de pie, una niña lloraba, alguien se encontraba mal. Llamaron a un médico y parte de la familia se refugió detrás del escenario.
—¿La familia Blythe?
—Eso supongo, aunque confieso que perdí el interés tan pronto cesó el alboroto. El espectáculo continuó, por supuesto. Creo que al día siguiente el incidente apenas fue mencionado en los periódicos. Sin embargo, para un chico como yo fue inquietante.
—¿Descubriste alguna vez qué había sucedido? —pregunté, pensando en Juniper, en aquellos episodios que eran motivo de comentario.
Herbert negó con la cabeza y bebió su té.
—Fue solo otra anécdota del mundo teatral —concluyó. Luego aspiró su cigarrillo y sonriendo, dijo—: Ahora, hablemos de ti, de la invitación al castillo que ha recibido Edie Burchill. ¡Vaya cosa!
No pude contener la sonrisa, pero mi expresión se vició un poco cuando reflexioné sobre las circunstancias que habían motivado mi designación.
—No me siento muy bien cuando pienso en el escritor que rechazaron.
Herbert agitó la mano y la ceniza cayó en la alfombra.
—No es culpa tuya, Edie, querida. Percy Blyhte decidió que fueras tú. Es un ser humano.
—Después de conocerla, no podría asegurarlo.
Él rio, dio una calada a su cigarro y dijo:
—El escritor por el que sufres lo superará. Todo vale en el amor, la guerra y la edición.
Sin duda, el escritor desplazado no me entregaría su amor, pero tenía la esperanza de que tampoco me declarara la guerra.
—Se ha ofrecido a entregarme sus notas. Judith Waterman me las enviará esta tarde.
—Es una actitud muy correcta.
Estuve de acuerdo. De pronto, se me ocurrió otra cosa.
—Espero que mi ausencia no te cree dificultades. ¿Podrás arreglártelas tú solo?
—Será difícil —dijo Herbert, frunciendo el ceño con burlona perseverancia—, pero supongo que lo afrontaré con valor.
Le respondí con una mueca.
Él se puso de pie y buscó las llaves del coche en sus bolsillos.
—Tenemos una cita con el veterinario. Lamentablemente no podré esperar hasta que esas notas lleguen. Marca los mejores pasajes, por favor.
—Lo haré.
Herbert llamó a Jess y luego aferró mi cara entre sus manos con firmeza. Las sentí temblar de emoción mientras su barba me rozaba las mejillas, donde depositó sendos besos.
—Eres brillante, querida Edie.
* * *
El paquete de Pippin Books llegó esa tarde, cuando me disponía a marcharme. Consideré la posibilidad de llevarlo a casa, abrirlo de un modo tranquilo, profesional. Pero lo pensé mejor, cerré la puerta, encendí de nuevo las luces y me dirigí a toda prisa a mi escritorio, desgarrando el papel por el camino.
Al llegar dejé caer dos casetes y comencé a revisar una pila de papeles, alrededor de cien páginas, cuidadosamente unidas con dos grandes clips. La primera hoja era una nota de Judith Waterman. Incluía una síntesis del proyecto, que, en esencia, decía: «New Pippin Classics es un nuevo sello de Pippin Books que ofrecerá a sus antiguos y nuevos lectores una selección de nuestros clásicos, con atractivas portadas, excelente encuadernación y nuevas introducciones biográficas. Los títulos de NPC aspiran a constituir una dinámica presencia editorial en el futuro. Los volúmenes de la serie —que comienza con La verdadera historia del Hombre de Barro, de Raymond Blythe— estarán numerados, de modo tal que los lectores puedan hacer su colección completa».
Un asterisco me llevó a una nota al pie, donde Judit decía:
Edie, por supuesto, tú decides acerca del texto. Sin embargo, considerando que ya se ha escrito en abundancia sobre Raymond Blythe y que era tan reticente a hablar sobre su inspiración, creemos que sería interesante dar protagonismo a sus tres hijas, saber cómo fue su infancia en el lugar donde transcurre El Hombre de Barro.
En las transcripciones de las entrevistas de Adam Gilbert, nuestro anterior escritor, encontrarás detalladas descripciones e impresiones de sus visitas al castillo. Puedes utilizarlas, por supuesto, pero no dudes en realizar tu propia investigación. En realidad, Persephone Blythe se mostró entusiasmada ante esa posibilidad y sugirió que debías visitar el castillo. (De más está decir que si ella deslizara algún dato sobre el origen de la obra, nos encantaría que incluyeras esa información).
El presupuesto nos permite pagar una breve estancia en el pueblo de Milderhurst. Estamos en contacto con la señora Marilyn Bird, del hotel Home Farm. Adam estuvo muy cómodo en la habitación y la tarifa incluye las comidas. La señora Bird tiene disponibles cuatro noches a partir del 31 de octubre. En nuestra próxima comunicación me dirás si estás de acuerdo en que hagamos la reserva.
Aparté la carta, miré la primera página de los documentos de Adam Gilbert y sentí una profunda emoción. Creo haber sonreído y sin duda me mordí el labio con ímpetu suficiente para recordarlo.
* * *
Al cabo de cuatro horas había leído todo el material. Ya no estaba en una silenciosa oficina de Londres. Por supuesto, seguía allí, pero al mismo tiempo, me encontraba lejos, en un oscuro y laberíntico castillo de Kent, con tres hermanas, su venerable padre y un manuscrito que se convertiría en un libro que alcanzaría la categoría de clásico.
Dejé las páginas en el escritorio y me alejé un poco para estirarme. Luego me puse de pie para estirarme mejor. Sentía un nudo en la base de la columna —según me habían dicho, es producto de leer con los pies cruzados sobre la mesa— y traté de deshacerlo. Desde la profundidad oceánica de mi mente ciertas ideas habían logrado salir a la superficie. En primer lugar, me impactó la profesionalidad de Adam Gilbert. Las entrevistas habían sido transcritas con fidelidad y claridad en una antigua máquina de escribir, y el autor había agregado notas manuscritas donde lo creyó necesario. Por su nivel de detalle podían leerse como obras teatrales (con indicaciones entre paréntesis para la interpretación cuando el personaje lo merecía). Tal vez por ese motivo otra idea surgió con fuerza: había allí una evidente omisión. De rodillas en mi sillón revisé nuevamente cada página para confirmarlo. No se mencionaba a Juniper Blythe.
Tamborileé con mis dedos sobre el montón de papel. Adam Gilbert tenía sobrados motivos para no mencionarla. El material ya era abundante, ella no había nacido cuando El Hombre de Barro se publicó y… era Juniper.
No obstante, no podía pasarlo por alto. La perfeccionista que habita en mí comenzó a molestarse. Las hermanas Blythe eran tres. Por lo tanto, su historia no podía ni debía escribirse sin la voz de Juniper.
Adam Gilbert había incluido sus datos en la primera página. Eran las nueve y media. Durante diez segundos consideré la posibilidad de que fuera muy tarde para telefonear a una persona que vivía en Old Mill Cottage, Tenterden. Luego levanté el auricular y marqué el número.
Respondió una mujer.
—Hola, soy la señora Button.
Su voz pausada y melódica me recordó aquellas películas de la época de la guerra, con las filas de operadoras telefónicas que manejaban las centralitas.
—Hola, me llamo Edie Burchill, me temo que me he confundido de número. Busco al señor Adam Gilbert.
—Esta es la residencia del señor Gilbert. Habla su enfermera, la señora Button.
Una enfermera. Por Dios, era un inválido.
—Lamento molestarla tan tarde. Tal vez debería telefonear en otro momento.
—De ningún modo. El señor Gilbert aún se encuentra en su estudio. Veo luz bajo la puerta. No sigue las prescripciones del médico, pero, mientras cuide su pierna, no es mucho lo que puedo hacer. Es bastante obstinado. Un minuto, por favor.
La enfermera dejó el auricular, oí el ruido del plástico al chocar, luego los pasos que se alejaban, un golpe en una puerta, un diálogo a media voz, y unos segundos después Adam Gilbert atendió el teléfono.
Me presenté, expliqué el motivo de mi llamada, me disculpé por la manera en que me había entrometido en su trabajo. El señor Gilbert no hizo el menor comentario.
—Hasta hoy ignoraba por completo la existencia de este proyecto. No comprendo por qué Percy Blythe ha tomado semejante decisión —dije, esperando obtener respuesta. No fue así. Decidí seguir hablando—: De verdad que lo lamento. Aún no puedo explicármelo. Solo la he visto una vez y muy brevemente. Jamás supuse que esto sucedería. —Le estaba dando la lata. Me di cuenta de ello y con gran esfuerzo logré callar.
—Edie Burchill, la perdono por haberme robado el trabajo —dijo él finalmente, hastiado—. Pero con una condición. Si descubre algo sobre el origen de El Hombre de Barro, seré el primero en saberlo.
—Por supuesto —aseguré, aunque a mi padre no le agradaría.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarla?
Le expliqué que había leído sus transcripciones, elogié la minuciosidad de sus notas y luego dije:
—Sin embargo, algo me intriga.
—¿De qué se trata?
—La tercera hermana, Juniper. No se hace mención de ella.
—No.
Esperé a que el señor Gilbert me diera algún detalle, pero no lo hizo.
—¿Habló con Juniper?
—No.
De nuevo esperé en vano. Aparentemente el diálogo no sería fluido. Al otro lado de la línea mi interlocutor se aclaró la garganta y dijo:
—Pedí una entrevista pero no estaba disponible.
—¿No?
—En sentido estricto, estaba allí. Según creo, no sale a menudo. Sus hermanas no me permitieron hablar con ella. No se encuentra bien, supongo que ese fue el motivo pero… —Durante unos instantes percibí que se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas. Luego, después de suspirar, dijo—: Tengo la impresión de que trataban de protegerla.
—¿De qué? ¿De usted?
—Claro que no.
—¿De qué trataban de protegerla entonces?
—No lo sé, solo fue una sensación. Parecían preocupadas por lo que pudiera decir. Temían que fuera deshonroso.
—¿Para ellas? ¿Para su padre?
—Tal vez, incluso para ella misma.
Recordé entonces mi extraña sensación ante la mirada que intercambiaron Saffy y Percy cuando Juniper me gritó en el salón amarillo; la preocupación de Saffy cuando descubrió que su hermana había conversado conmigo en el corredor; su temor de que hubiera dicho algo indebido.
—Pero ¿por qué? —A decir verdad, me lo preguntaba a mí misma. Pensé en la carta perdida de mi madre, en el conflicto que se insinuaba entre líneas—. ¿Cuál podía ser su secreto?
—Debo admitir que hice algunas averiguaciones —dijo Adam en voz más baja—. Mi curiosidad crecía a medida que su negativa se volvía más categórica.
—¿Qué descubrió? —pregunté, agradecida porque no podía verme. Mi ansiedad era indigna.
—Un incidente en 1935. Podríamos denominarlo un escándalo —declaró el señor Gilbert, y con una misteriosa satisfacción dejó que la última palabra quedara suspendida entre nosotros. Podía imaginarlo, recostado en su sillón Thonet, delante de su escritorio, con la bata ajustada a la altura del vientre y la pipa encendida entre los labios.
—¿Qué clase de escándalo? —pregunté, también en voz baja.
—Un «asunto desgraciado», según me dijeron, en el que estuvo implicado el hijo de un empleado, uno de los jardineros. Los detalles fueron muy imprecisos y no pude encontrar datos oficiales para verificarlo, pero se dice que tuvo una pelea con Juniper y salió malparado.
—¿Juniper le hizo daño cuando tenía trece años?
En mi mente apareció la imagen de la anciana que había conocido en Milderhurst y la foto de aquella niña delgada. Contuve la risa.
—Es lo que sugieren, aunque suene poco probable.
—¿El chico dijo que Juniper lo había herido de alguna forma?
—Él no lo dijo. No son muchos los chicos dispuestos a admitir que han sido vencidos por una frágil niña. Pero su madre fue al castillo para quejarse. Al parecer Raymond Blythe le ofreció una indemnización, disfrazada de gratificación, a su padre, que había trabajado allí toda su vida. Pero no logró acallar los rumores. En el pueblo todavía suelen hablar del tema.
En mi opinión, Juniper era de la clase de personas que provocan habladurías: pertenecía a una familia importante, era hermosa, tenía talento y era encantadora, tal como la había definido mi madre. No podía creer que hubiera sido una adolescente violenta. Me parecía absolutamente imposible.
—Es probable que no sea más que un cotilleo sin fundamento —dijo Adam, como si hubiera adivinado mis pensamientos—, y que no tenga relación con la negativa de sus hermanas a autorizar la entrevista.
Asentí lentamente.
—Tal vez solo desean evitarle un momento de tensión. No se siente bien en presencia de extraños y ni siquiera había nacido cuando su padre escribió El Hombre de Barro.
—Estoy de acuerdo, seguramente de eso se trata —dije.
Pero no estaba segura. No habría podido imaginar que a las gemelas les preocupaba un antiguo incidente con el hijo del jardinero, pero no podía librarme de la certeza de que ocultaban algo. Colgué el teléfono y regresé al pasillo fantasmal, vi las expresiones de Juniper, Saffy y Percy. Me sentí una niña con edad suficiente para reconocer ciertos matices, pero incapaz de descifrarlos.
* * *
El día en que debía partir hacia Milderhurst, mi madre entró temprano en mi habitación. Aunque el sol todavía estaba oculto detrás de la fachada de Singer & Sons, me había despertado casi una hora antes, nerviosa como un niño en su primer día de colegio.
—Quiero darte algo —dijo—. Al menos, en préstamo. Es un objeto preciado para mí.
Esperé, preguntándome de qué se trataba. Ella lo sacó del bolsillo de su bata. Me miró un instante y me lo entregó. Un librito con la cubierta de piel marrón.
—Dijiste que querías conocerme mejor —continuó mi madre. Trataba de mostrar coraje, pero su voz era vacilante—. Todo está aquí. Ella está aquí. La persona que yo fui.
Tomé el diario, con el nerviosismo con que una madre primeriza sostiene a su recién nacido. Con la reverencia que se debe a un objeto preciado, con el temor de dañarlo, con el asombro, la emoción y la gratitud que me inspiraba el hecho de que ella me hubiera confiado su tesoro. No supe qué decir, es decir, se me ocurrían muchas cosas, pero tenía un nudo en la garganta; allí estaba la verdadera historia.
—Gracias —fue todo lo que conseguí articular antes de echarme a llorar.
Los ojos de mi madre se nublaron en instantánea respuesta y nos estrechamos en un abrazo.