Las páginas de anuncios

1992

Cuando regresé a casa, después de visitar a Theo Cavill, mi padre me esperaba. La puerta no se había cerrado aún cuando desde su habitación llegó el sonido de la campanilla. Subí junto a él y lo encontré cómodamente apoyado en sus almohadas, sosteniendo la taza y el plato que mi madre le había llevado después de la cena. Fingió sorpresa al verme.

—Oh, Edie —dijo, echando un vistazo al reloj de la pared—, no te esperaba. Había perdido la noción del tiempo.

Era bastante improbable. Junto a él, sobre la manta, vi abierto mi ejemplar de El Hombre de Barro y, sobre sus rodillas, la libreta con espiral que había dado en llamar su «dossier». La escena revelaba una tarde dedicada a meditar sobre los misterios de El Hombre de Barro; tanto como la avidez con que observaba las páginas impresas que sobresalían de mi bolso. No puedo explicarlo, pero el demonio se apoderó de mí en aquel momento. Bostezando, avancé lentamente hacia el sillón que estaba al otro lado de la cama. De espaldas a él, sonreí. Por fin mi padre no pudo resistir:

—¿Conseguiste algo en la biblioteca sobre un antiguo secuestro en Milderhurst Castle?

—Oh, sí. Lo olvidaba —dije, entregándole los artículos sobre el tema que llevaba en el bolso.

Mi padre los revisó, uno tras otro, con una ansiedad que me hizo sentirme culpable por haber retrasado ese momento. Los médicos nos habían advertido sobre el riesgo de que los pacientes cardiacos sufran depresión, en especial un hombre como mi padre, acostumbrado a estar atareado y ocupar un lugar importante, que de pronto tenía que lidiar con su condición de jubilado. Si quería convertirse en un detective de la literatura, no sería yo quien se lo impidiera, aunque El Hombre de Barro fuera el primer libro que había leído en cuarenta años. Además, me parecía un objetivo más encomiable que dedicarse a reparar cosas que ni siquiera necesitaban ser reparadas. Decidí esmerarme.

—¿Hay algo útil, papá?

Su fervor había decaído.

—Nada que se refiera a Milderhurst.

—Me temo que no, al menos no de manera evidente.

—Sin embargo, tenía la certeza de que algo sucedió.

—Lo siento, papá, es todo lo que he podido encontrar.

—No es culpa tuya, Edie —dijo con una valiente sonrisa—. No debemos desalentarnos. Más bien tenemos que modificar el enfoque. —Mi padre comenzó a darse golpecitos con el lápiz; luego lo apuntó hacia mí—. He estado revisando el libro toda la tarde y tengo la certeza de que se trata de algo relacionado con el foso. No hay otra posibilidad. En tu libro sobre Milderhurst se dice que Raymond Blythe ordenó rellenarlo justo antes de escribir El Hombre de Barro.

Asentí con gran convicción y decidí no recordarle la muerte de Muriel Blythe y el consecuente dolor de Raymond.

—Es evidente que significa algo. Igual que la niña en la ventana, secuestrada mientras sus padres duermen. Ahí está la clave, solo tengo que relacionarlo de la manera correcta.

Mi padre siguió leyendo los artículos con suma atención, tomó notas con letra apresurada y enérgica. Traté de concentrarme, sin éxito. Un misterio real acechaba mi mente. Decidí mirar el crepúsculo a través de la ventana. La luna en cuarto creciente se alzaba en el cielo púrpura. Tenues nubes pasaban por delante. Pensé en Theo y el hermano que había desaparecido cincuenta años antes, cuando no se presentó en Milderhurst Castle. Había emprendido la búsqueda de Thomas Cavill con la esperanza de descubrir algo que explicara la locura de Juniper, y aunque no lo había logrado, mi diálogo con Theo había cambiado mi punto de vista sobre Tom. Si su hermano estaba en lo cierto, no era un hipócrita, sino un hombre calumniado. Al menos por mí.

—No estás escuchando. —Parpadeando, me aparté de la ventana. Por encima de sus gafas de leer, mi padre me lanzaba una mirada de reproche—. Acabo de exponer una teoría muy sensata y no has oído ni una palabra.

—Sí, el foso, los niños…, ¿barcos?

Mi padre bufó indignado.

—Eres igual que tu madre, desde hace unos días las dos estáis absolutamente distraídas.

—No sé de qué hablas, papá. Soy todo oídos —dije, apoyando los codos en las rodillas—, cuéntame tu teoría.

El disgusto no podía derrotar al entusiasmo.

—Este informe me hace pensar. El secuestro no resuelto de un chico, mientras dormía, en una finca cercana a Milderhurst. La ventana apareció abierta, pese a que la niñera insiste en que estaba cerrada cuando llevó al niño a la cama. Y las marcas en el suelo indican que allí apoyaron una escalera. Sucedió en 1872, cuando Raymond tenía seis años. Edad suficiente para que aquel acontecimiento le causara una profunda impresión, ¿no crees?

Era posible. Por lo menos no era imposible.

—Seguramente, papá. Parece muy plausible.

—La verdadera clave reside en que el cuerpo del niño fue hallado después de una exhaustiva búsqueda… —en ese punto mi padre sonrió orgulloso y prolongó el suspense— en el fondo del fangoso lago de la finca. —Sus ojos se encontraron con los míos. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué tienes esa expresión?

—Porque es horroroso, ese pobre chico, su familia…

—Sí, por supuesto, pero sucedió hace más de cien años; ha pasado mucho tiempo, no me refería a eso, sino a que para un chico que vivía en el castillo cercano seguramente fue terrible oír que sus padres hablaban sobre el tema.

Recordé los cerrojos de la ventana de la habitación de los niños. Percy Blythe me había dicho que a Raymond le preocupaba la seguridad debido a un episodio de la infancia. Mi padre estaba en lo cierto.

—Así es.

—Pero aún no comprendo qué relación tiene con el foso de Milderhurst —dijo, frunciendo el ceño—. Tampoco cómo es posible que el cuerpo del chico se convirtiera en un hombre que vive en la profundidad de un foso. Ni por qué la descripción del hombre al emerger es tan vívida…

Un suave golpe en la puerta nos obligó a mirar en esa dirección.

—No quiero interrumpir, solo quería saber si has terminado tu té —dijo mi madre.

—Sí, gracias, querida —respondió mi padre. Ella vaciló antes de entrar para recoger la taza.

—Veo que estás muy ocupado —dijo, y para evitar mirarme, simuló concentrarse en una gota de té que chorreaba.

—Trabajamos en nuestra teoría —respondió mi padre, y me guiñó el ojo, ignorando felizmente que una corriente de aire frío había dividido la habitación.

—Supongo que tenéis para rato. Yo me despido hasta mañana, el día ha sido agotador —declaró mi madre. Besó a mi padre en la mejilla y se despidió de mí inclinando la cabeza, pero sin mirarme—. Buenas noches, Edie.

—Buenas noches, mamá.

Para disimular la tensión reinante entre nosotras, tampoco la miré mientras se marchaba. Fingí gran interés en las páginas que tenía sobre las rodillas, los artículos sobre el Pembroke Farm Institute que había recopilado la señorita Yeats. La introducción decía que fue fundado en 1907 por un hombre llamado Oliver Sykes. El nombre me resultó familiar y me devané los sesos hasta recordar que se trataba del arquitecto responsable del diseño de la piscina circular de Milderhurst. Parecía coherente que Raymond Blythe tuviera algún motivo para admirar al grupo de conservacionistas al que legaba su dinero. Y que hubiera empleado a esas personas para trabajar en su preciada finca. La puerta del dormitorio de mi madre se cerró y suspiré aliviada. Dejé a un lado los papeles y traté de actuar con normalidad, por el bien de mi padre.

—¿Sabes, papá? Ese asunto del lago y el chico…, creo que has descubierto algo importante.

—Precisamente de eso estaba hablando, Edie.

—Lo sé, y tengo la certeza de que sirvió de inspiración a la novela.

Mi padre puso los ojos en blanco.

—No, olvídate del libro. Me refiero a tu madre.

—¿A mamá?

Él señaló la puerta.

—Está triste, no soporto verla así.

—Creo que es tu imaginación.

—No soy tonto. Lleva semanas rondando abatida por la casa. Hoy ha dicho que había encontrado las páginas de unos anuncios en tu cuarto y comenzó a llorar.

¿Mi madre había estado en mi habitación? ¿Mi madre lloraba?

—Ella es muy sensible, siempre lo ha sido. No puede ocultar lo que siente, tampoco tú. Sois muy parecidas.

Tal vez el comentario tuviera la intención de conmoverme, pero la mera idea de que mi madre no pudiera ocultar sus sentimientos era absolutamente desconcertante. Tanto que la sugerencia de que nos parecíamos pasó a segundo plano, y no tuve fuerzas para argumentar que era totalmente incorrecta.

—¿A qué te refieres?

—Era una de las cosas que más me gustaban de ella, que fuera diferente de todas las engreídas que había conocido. Cuando la vi por primera vez, estaba llorando.

—¿De verdad?

—En el cine. Por casualidad no había nadie más en la sala. La película no era particularmente triste, pero tu madre se pasó todo el tiempo llorando en la oscuridad. Trató de disimularlo, pero cuando salimos al vestíbulo, sus ojos estaban tan rojos como tu camiseta. Me dio pena y la invité a tomar el té.

—¿Por qué lloraba?

—Nunca lo supe. En aquella época lloraba con facilidad.

—¿Hablas en serio?

—Oh, sí. Era muy sensible. Y algo rara. Inteligente e imprevisible. Cuando describía las cosas, te parecía verlas por primera vez.

Quise preguntar: «¿Qué sucedió después?», pero me pareció una crueldad insinuar que ya no era la misma persona. Me alegró que mi padre reanudara el relato:

—Todo cambió a causa de tu hermano. Después de Daniel nada fue igual.

Por primera vez, al menos que yo recordase, mi padre pronunciaba el nombre de mi hermano. Quise preguntar un aluvión de cosas. Solo logré decir: «Oh».

—Fue terrible —dijo mi padre con voz serena. Sin embargo, el temblor del labio inferior lo delataba y ese movimiento involuntario oprimió mi corazón.

Acaricié su brazo, pero él no pareció advertirlo. Sus ojos seguían fijos en la alfombra, junto a la puerta. Dedicó una melancólica sonrisa a algo que no estaba allí.

—Le encantaba saltar. «¡Papá, mira cómo salto!» —dijo.

Los imaginé, mi pequeño gran hermano sonreía orgulloso mientras saltaba como una rana por la casa.

—Me habría gustado conocerlo.

—También a mí me habría gustado que lo conocieras —coincidió mi padre, poniendo su mano sobre la mía.

La brisa nocturna agitó la cortina, que rozó mi hombro. Me estremecí.

—Cuando era niña, creía que en la casa vivía un fantasma. A veces oía que mamá hablaba contigo, decíais su nombre. Pero cuando yo entraba en la habitación, callabais. Una vez le pregunté a mamá sobre él.

—¿Qué dijo? —preguntó mi padre, mirándome a los ojos.

—Que era mi imaginación.

Mi padre levantó una mano, la miró con el ceño fruncido, con los dedos arrugó una invisible hoja de papel y suspiró.

—Creíamos que era lo correcto. Hicimos lo que consideramos mejor.

—Lo sé.

—Tu madre… —Mi padre apretó los labios otra vez, tratando de dominar su pena. Una parte de mí quería librarlo de ese sufrimiento. Pero no podía. Había esperado mucho tiempo para oír aquella historia. Al fin y al cabo, describía mi carencia y esperaba con avidez las migajas que él pudiera compartir conmigo. El cuidado con que eligió sus palabras fue doloroso—. Tu madre se lo tomó muy mal, se culpó, no pudo aceptar que fue un accidente. Que Daniel tuvo un accidente. Se convenció de que ella lo había provocado, de que merecía perder un hijo.

Enmudecí. No solo porque era algo terrible, sino porque por fin él había decidido contármelo.

—¿Por qué pensó algo semejante?

—No lo sé.

—¿La enfermedad de Daniel era hereditaria?

—No.

—Tan solo… —me esforcé inútilmente por encontrar las palabras apropiadas— sucedió.

Mi padre dejó caer la tapa de su libreta, y la puso junto con El Hombre de Barro en la mesilla de noche. Evidentemente, esa noche no habría sesión de lectura.

—A veces las personas no son racionales. Al menos, en apariencia. Tienes que hurgar un poco para saber qué hay en el fondo.

Asentí, fue todo lo que pude hacer. Después de un día tan extraño, mi padre me recordaba las sutilezas del alma humana. Aturdida como me sentía, no era capaz de captar sus palabras por completo.

—Siempre sospeché que su madre había tenido algo que ver en todo aquello. Habían discutido años antes, cuando tu madre aún era una adolescente. A partir de entonces se distanciaron. Nunca supe los detalles, pero fuese lo que fuese que tu abuela hubiera dicho, Meredith lo recordó al perder a Daniel.

—Pero la abuela no habría hecho daño a mamá deliberadamente.

Mi padre sacudió la cabeza.

—No podemos saberlo, Edie. Nunca me gustó la forma en que tu abuela y Rita se aliaban para atacar a tu madre. Dejaba un sabor amargo en mi boca. Las dos te utilizaban como una cuña.

Me sorprendió su perspectiva, y el afecto con que la había dado a conocer. Rita había insinuado que mi madre y mi padre eran unos esnobs, que despreciaban a esa rama de la familia, pero al oír la versión de mi padre comencé a preguntarme si las cosas eran tan simples como suponía.

—La vida es muy corta, Edie. Un día estamos aquí, y al siguiente ya no estamos. No sé qué ha sucedido entre vosotras, pero si tu madre es infeliz, me siento infeliz, y soy un tipo que no es tan viejo, que se está recuperando de un ataque cardiaco, cuyos sentimientos deberían ser tomados en cuenta.

Sonreí. Mi padre también sonrió.

—Trata de reconciliarte con ella, Edie, querida.

Asentí.

—Necesito tener la mente despejada para desentrañar el misterio de El Hombre de Barro.

* * *

Más tarde, en mi habitación, tendida en la cama, revisé las páginas de anuncios, y mientras marcaba apartamentos que no podía pagar, pensaba en la mujer sensible, extraña, risueña y llorona que no había tenido oportunidad de conocer. Un enigma que aparecía en aquellas fotografías de bordes redondeados y colores suaves, con falda acampanada y blusa floreada, y llevaba de la mano a un niño con flequillo y sandalias de piel. Un niño que se divertía saltando, un hijo cuya muerte la había destrozado.

Pensaba también en las palabras de mi padre, en que mi madre se había culpado cuando Daniel murió, en que creía merecer esa muerte. Su manera de decirlo, de utilizar el verbo «perder», la sospecha de que podía relacionarse con aquella pelea con su madre trajeron a mi memoria la última carta que mi madre había enviado a sus padres. Rogaba que le permitieran seguir en Milderhurst, insistía en que por fin había encontrado el lugar al que pertenecía, aseguraba que su elección no implicaba que la abuela la hubiera «perdido».

Las conexiones eran tangibles, pero a mi estómago poco le importaban. Su insolente interrupción me recordó que después de la lasaña de Herbert no había probado bocado.

Avancé sin hacer ruido por el largo y silencioso pasillo, rumbo a la escalera. Casi había llegado cuando advertí la delgada franja de luz que se distinguía debajo de la puerta del dormitorio de mi madre. Dudé. La promesa hecha a mi padre vibraba en mis oídos. La reconciliación. No tenía grandes esperanzas —nadie igualaba la destreza de mi madre para deslizarse airosa sobre el hielo—, pero era importante para mi padre, de modo que tomé aire profundamente y llamé la puerta con mucha delicadeza. No hubo respuesta y por un instante me creí a salvo. Pero de pronto oí una voz:

—Edie, ¿eres tú?

Abrí la puerta. Vi a mi madre sentada en la cama debajo de mi cuadro favorito, una luna llena convertía en mercurio un mar oscuro como el regaliz. Las gafas de leer se apoyaban en la punta de su nariz y sobre las rodillas descansaba una novela titulada Los últimos días en París. Parpadeaba con cierta perplejidad.

—Vi luz bajo la puerta.

—No podía dormir. La lectura suele ayudar —dijo, enseñándome el libro.

Asentí. No seguimos hablando. Mi estómago aprovechó la ocasión para llenar el silencio. Estaba a punto de disculparme y huir hacia la cocina cuando mi madre dijo:

—Edie, cierra la puerta.

Lo hice.

—Ven, siéntate, por favor —pidió. Se quitó las gafas y las colgó con su cadena en una de las columnitas de la cama. Me senté cautelosa a sus pies, en el mismo lugar que ocupaba en la mañana de sus cumpleaños cuando era una niña.

—Mamá, yo…

—Tenías razón, Edie —interrumpió mi madre. Luego colocó el marcapáginas en su novela y cerró el libro, pero no lo dejó en la mesilla de noche—, estuve contigo en Milderhurst. Hace ya muchos años.

Sentí un incontenible deseo de llorar.

—Eras una niña, no creí que lo recordaras. No pasamos mucho tiempo allí. No tuve valor para atravesar la verja —dijo sin mirarme, apretando la novela contra su pecho—. Cometí un error al fingir que lo habías imaginado. Pero fue… muy desconcertante. No estaba preparada para tu pregunta. No quería mentir. ¿Puedes perdonarme?

¿Es posible negarse ante semejante petición?

—Por supuesto.

—Adoraba ese lugar, nunca quise abandonarlo.

—Oh, mamá…

—También a ella, a Juniper Blythe.

Mi madre me miró con una expresión tan desolada que sentí un nudo en la garganta.

—Háblame de ella.

Mi madre hizo una larga pausa. En sus ojos advertí que se hallaba lejos, en el tiempo y el espacio.

—Era… distinta a todas las personas que he conocido —comenzó, apartando un mechón de su frente—. Cautivadora, en sentido estricto. Me fascinó.

Pensé en la mujer de cabello blanco que había conocido en el sombrío corredor de Milderhurst. En la increíble transformación que experimentó su rostro cuando sonrió. En el relato de Theo sobre las ardientes cartas de amor de su hermano. En la niña de la fotografía a la que habían pillado por sorpresa y miraba la cámara con aquellos ojos grandes y separados.

—No querías regresar a casa.

—No.

—Querías estar con Juniper.

Mi madre asintió.

—Y la abuela se enfadó.

—Oh, sí. Durante meses había insistido, pero yo había logrado convencerla de que debía seguir allí. Cuando comenzaron los bombardeos, se alegraron de que estuviera a salvo, al menos eso supongo. Pero finalmente envió a mi padre a buscarme y ya no regresé al castillo. Aunque nunca dejé de hacerme preguntas.

—¿Acerca de Milderhurst?

—Acerca de Juniper y el señor Cavill.

Sentí que mi piel se erizaba y me aferré al pie de la cama.

—Era mi maestro preferido: Thomas Cavill. Ellos se comprometieron. Nunca tuve noticias de ninguno de los dos.

—Hasta que llegó la carta perdida de Juniper.

Cuando mencioné la carta, mi madre se estremeció.

—Sí.

—Y te hizo llorar.

—Sí —repitió. Por un momento creí que se echaría a llorar otra vez—. Aunque la carta no era triste, sino el hecho de que se hubiera perdido durante tanto tiempo. Pensaba que ella había olvidado.

—¿Qué había olvidado?

—Que me había olvidado a mí, por supuesto —dijo mi madre con los labios temblorosos—, creí que se habían casado y me habían olvidado por completo.

—Pero no lo hicieron.

—No.

—Nunca se casaron.

—No, pero yo no lo sabía. No lo comprendí hasta que tú no lo dijiste. Nunca más supe de ellos. Le había enviado algo a Juniper, algo muy importante para mí, y esperaba su respuesta. Esperé mucho tiempo, dos veces al día controlaba la llegada de la correspondencia, sin resultado.

—¿Le escribiste otra vez para saber por qué no respondía, para comprobar que lo hubiera recibido?

—Estuve a punto de hacerlo varias veces, pero me sentí una pedigüeña. Después me encontré con una de las hermanas del señor Cavill en la tienda de comestibles y me dijo que él había huido para casarse sin informar a su familia.

—Oh, mamá, lo siento.

Ella dejó el libro sobre la colcha.

—Los odié, a los dos. Me habían hecho daño. El rechazo es un cáncer, Edie. Consume a las personas.

Me acerqué, aferré su mano, ella respondió al gesto. Había lágrimas en sus mejillas.

—La odiaba y la adoraba, sentí un profundo dolor. —Mi madre buscó un sobre en el bolsillo de su bata y me lo entregó—. Y entonces, esto. Cincuenta años después.

Era la carta perdida de Juniper. La recibí en silencio, sin saber si me pedía que la leyera. La miré a los ojos y asintió.

Mis manos temblaban. La abrí.

Querida Merry:

¡Mi niña inteligente! Tu cuento llegó sano y salvo y lloré al leerlo. ¡Qué obra tan adorable! Intensa y terriblemente triste. Con admirables descripciones. Eres una jovencita muy despierta. Hay una enorme sinceridad en tu escritura, una franqueza a la que muchos aspiran y que pocos logran. Debes continuar. No hay motivo para que no hagas con tu vida exactamente lo que deseas. Nada te retiene, mi pequeña amiga.

Me encantaría decirte esto en persona, entregarte tu manuscrito bajo el árbol del parque, aquel que captaba entre sus hojas pequeños diamantes de luz. Pero lamento decirte que no regresaré a Londres, como estaba previsto. Al menos no por un tiempo. Aquí las cosas no han resultado como había imaginado. No puedo contar demasiado, solo que ha ocurrido algo y es mejor que permanezca en casa por ahora. Te echo de menos, Merry, fuiste mi primera y única amiga, ¿te lo he dicho alguna vez? A menudo pienso en los momentos que pasamos juntas, en especial aquella tarde en el tejado, ¿la recuerdas? Habías llegado pocos días antes y aún no habías hablado de tu miedo a las alturas. Me preguntaste cuáles era mis miedos y te lo dije. No se lo había dicho a nadie.

Adiós, mi pequeña.

Con amor, siempre,

Juniper

La leí otra vez. Tenía que hacerlo. Mis ojos siguieron aquella estridente letra cursiva. Muchas cosas despertaban mi curiosidad, pero mi atención se concentró en algo en particular. Mi madre me había enseñado la carta para que comprendiera quién era Juniper, qué clase de amistad la unía a ella. Sin embargo, solo podía pensar en mi madre y yo. Había pasado toda mi vida adulta inmersa en el mundo de los escritores y sus manuscritos. Había llevado a la mesa familiar innumerables anécdotas, aun sabiendo que caían en oídos sordos, y desde la infancia me había visto como una aberración. Ni una sola vez mi madre insinuó haber tenido aspiraciones literarias. Rita lo había mencionado, por supuesto, pero hasta el momento en que bajo la inquieta mirada de mi madre leí la carta de Juniper, no lo había creído. Le devolví la carta a mi madre, tragando el nudo que la pena había formado en mi garganta.

—Tú escribías.

—Era una fantasía infantil, al crecer perdí el interés.

Pese a todo, evitaba mirarme, y eso indicaba que había sido más que un capricho infantil. Traté de preguntarle si seguía escribiendo, si conservaba alguna de sus obras, si me las enseñaría alguna vez, pero no lo hice, no pude. Mi madre observaba la carta de nuevo, con profunda tristeza.

—Erais buenas amigas.

—Sí.

«La adoraba», había dicho mi madre. «Mi primera y única amiga», había escrito Juniper. Y aun así, se habían separado en 1941 y nunca se reencontraron. Medité antes de preguntar:

—¿A qué se refiere Juniper cuando dice que ocurrió algo?

Mi madre alisó la carta.

—Supongo que se refiere a que Thomas huyó con otra mujer. Tú me lo dijiste.

Era verdad, pero solo porque así lo creía en aquel momento. Pero ahora, después de hablar con Theo Cavill, ya no lo creía.

—¿Y por qué al final habla del miedo?

—Es un poco raro —coincidió mi madre—. Tal vez recordaba esa conversación como ejemplo de nuestra amistad. Pasábamos mucho tiempo juntas, hacíamos distintas cosas, no comprendo por qué hace hincapié en ello. —Entonces mi madre me miró y advertí que su desconcierto era auténtico—. Juniper era una persona intrépida, no tenía los miedos habituales de las demás personas. Solo le causaba terror la idea de terminar sus días como su padre.

—¿En qué sentido?

—Nunca lo dijo con claridad. Raymond Blythe era un anciano perturbado, y al igual que su hija, un escritor. Creía que sus personajes habían cobrado vida y que lo perseguían. Una vez me crucé con él por error. Me desorienté y terminé junto a su torre. Era un hombre que causaba miedo. Tal vez se refiere a eso.

Era posible. Recordé mi visita al pueblo de Milderhurst y las cosas que se decían sobre Juniper. Las amnesias, los momentos que no podía recordar. Para una chica que padecía sus propios episodios debía de resultar terrorífico ser testigo de la demencia senil de su padre. Los hechos demostraron que tenía motivos para temer.

Mi madre suspiró y con una mano se revolvió el cabello.

—He causado un desastre. Juniper, Thomas… Y ahora tú miras las páginas de anuncios de pisos por mi culpa.

—Eso no es verdad. Miro los anuncios porque tengo treinta años y no puedo quedarme aquí para siempre, aunque el té sabe mucho mejor cuando lo preparas tú —repliqué sonriente.

Ella también sonrió. Sentí un profundo cariño, desde la profundidad surgía algo que había pasado mucho tiempo dormido.

—Soy yo quien ha causado un desastre, no debí leer tus cartas. ¿Podrás perdonarme tú a mí?

—No es necesario que lo preguntes.

—Solo quería conocerte mejor, mamá.

Ella acarició mi mano con suavidad y supe que me comprendía.

—Edie, desde aquí se oyen los gruñidos de tu estómago. Bajemos a la cocina, te prepararé algo de comer.