Nada sería igual después de aquel día. Imposible. En los miles de libros que había leído, en su imaginación, en sus sueños o en sus escritos, nada habría podido preparar a Juniper Blythe para el encuentro con Thomas Cavill. Cuando lo descubrió flotando en la piscina, supuso que lo había conjurado. Había pasado algún tiempo desde la aparición de su último «visitante», y ningún zumbido monótono sonó en su cabeza, ningún extraño océano hizo eco en sus oídos para alertarla. Pero un resplandor, un destello artificial, dotaba a esa escena de un carácter menos real que la anterior. Miró las copas de los árboles que formaban un dosel a lo largo del sendero: escamas de oro parecían caer a la tierra cuando el viento mecía las hojas más altas.
Se había sentado en el columpio porque, ante una visita, era lo más seguro. Recordó que, siendo niña, después de sentarla en la mesa de la cocina para curar su rodilla sangrante, Saffy le había dado tres consejos: «Siéntate en algún lugar tranquilo, aferra algo con firmeza y espera que pase», y le había explicado que, tal como decía su padre, los visitantes eran un regalo pero aun así debía ser cuidadosa.
—Pero me encanta jugar con ellos —había replicado Juniper—. Son mis amigos, me cuentan cosas interesantes.
—Lo sé, querida, es maravilloso. Solo te pido que recuerdes que no eres uno de ellos. Eres una niña; tienes piel, sangre, huesos que pueden romperse, y dos hermanas mayores que desean verte llegar a la edad adulta.
—Y un padre.
—Por supuesto, un padre.
—Pero no una madre.
—No.
—Y una mascota.
—Emerson.
—Y una venda en la rodilla.
Saffy se había reído y le había dado un abrazo que olía a talco, a jazmín, a tinta. Luego la había depositado sobre las baldosas de la cocina. Y Juniper había evitado mirar la silueta que al otro lado de la ventana la invitaba a jugar.
* * *
Juniper no sabía de dónde llegaban los visitantes. Recordaba, en cambio, que había distinguido las primeras siluetas en los rayos de luz que iluminaban su cuna. Solo cuando cumplió tres años comprendió que los demás no podían verlas. La habían llamado vidente y demente, malvada y dotada. Había espantado a muchas niñeras incapaces de tolerar a sus amigos imaginarios. «No son imaginarios», explicaba ella una y otra vez, esforzándose por hacerlo en un tono razonable. Pero, al parecer, no existía una sola niñera inglesa dispuesta a dar por cierta esa afirmación. Una tras otra, hacían el equipaje y pedían una entrevista con su padre. En su escondite en las venas del castillo, en el recoveco que se abría entre las piedras, Juniper se envolvía en una serie de calificativos: «Es impertinente», «Es obstinada», e incluso, una vez, «¡Está poseída!».
Cada cual tenía su propia teoría acerca de los visitantes. El doctor Finley los definía como «fibras de anhelo y curiosidad» proyectadas por su mente, relacionadas con un sentimiento de culpa. El doctor Heinsein sostenía que eran síntoma de psicosis y había recomendado un montón de píldoras que, según prometía, serían la solución. Su padre afirmaba que eran las voces de sus antepasados, y que ella había sido elegida para oírlas. Saffy insistía en que Juniper era perfecta y a Percy no le importaban las definiciones. Creía que cada persona era única y no comprendía la necesidad de establecer categorías, de etiquetarlas, de diferenciar entre normales y anormales.
En cualquier caso, Juniper no se había sentado en el columpio para sentirse segura. Había elegido el lugar porque le permitía ver con claridad la silueta que flotaba en la piscina. Ella era curiosa y él, hermoso. Su piel lisa, el movimiento de los músculos del pecho cuando respiraba, sus brazos. Si ella misma lo había conjurado, había hecho un magnífico trabajo. Él era exótico, encantador. Quería observarlo hasta que desapareciera, convertido de nuevo en un moteado haz de luz.
Sin embargo, eso no sucedió. Mientras ella apoyaba la cabeza en la cuerda del columpio, él abrió los ojos, la miró y comenzó a hablar.
No era algo excepcional. Muchos visitantes habían conversado con Juniper, pero por primera vez uno de ellos adquiría la forma de un hombre joven. Con muy poca ropa.
Le respondió brevemente, irritada. En realidad, no deseaba que hablara. Solo quería que cerrara sus ojos de nuevo, que flotara en la brillante superficie, para que ella pudiera contemplarlo. Para detenerse en los destellos de sol que danzaban en sus largas extremidades, en su hermoso rostro, para concentrarse en la rara, tensa sensación que crecía en su vientre.
Hasta entonces no había conocido a muchos hombres. Su padre, por supuesto. Stephen, su padrino. Algunos jardineros que habían trabajado en la finca a lo largo de los años. Davies, que mimaba al Daimler.
Pero este era distinto.
Juniper trató de ignorarlo, con la esperanza de que comprendiera y desistiera de conversar. Pero él insistió. Le dijo que se llamaba Thomas Cavill. En general, no tenían nombre, al menos nombres corrientes.
Él huyó a toda prisa cuando ella se zambulló en la piscina. Entonces vio la ropa en el solárium. Su ropa. Sin lugar a dudas, era muy extraño.
Y luego, lo más singular fue que Meredith —liberada del salón de costura de Saffy— apareció por allí y comenzó a hablar con aquel hombre.
Juniper, que los observaba desde el agua, estuvo a punto de ahogarse a causa de la sorpresa, porque sus visitantes eran invisibles para las demás personas. Ella había pasado toda su vida en Milderhurst Castle. Al igual que su padre y sus hermanas, había nacido en una habitación del segundo piso. No había visto ningún otro lugar del mundo, conocía a la perfección el castillo y sus bosques. Se sentía protegida, amada y consentida. Leía, escribía, jugaba y soñaba. Nadie esperaba que fuera distinta, especialmente en ciertas ocasiones.
—Tú, mi pequeña, eres una criatura del castillo —solía decirle su padre—. Tú y yo somos iguales.
Durante mucho tiempo, Juniper se había contentado con esa descripción.
A pesar de todo, de una forma que no podía explicar con claridad, las cosas habían empezado a cambiar. Por las noches se despertaba con una inexplicable desazón, con un apetito semejante al hambre, aunque no imaginaba cómo saciarlo. Insatisfacción, añoranza. Una carencia profunda, abismal, que no sabía suplir. No sabía qué echaba de menos. Caminaba, corría, escribía con furia, a toda velocidad. Las palabras, los sonidos, se agolpaban en su cabeza, exigían ser liberados. Era un alivio volcarlos en un papel. No se atormentaba, no meditaba, no volvía a leerlos. Era suficiente dejar que las palabras salieran para que en su interior las voces se silenciaran.
Un buen día sintió el impulso de ir al pueblo. Aunque no solía conducir, llegó con el viejo Daimler hasta High Street. Como si fuera un personaje en un sueño ajeno, había aparcado y había entrado en aquel salón. Una mujer le hablaba, pero para entonces Juniper ya había visto a Meredith.
Saffy le preguntaría más tarde por qué la había elegido.
—No la elegí —había dicho Juniper.
—No quiero contradecirte, mi corderita, pero llegó hasta aquí contigo.
—Sí, por supuesto, pero no la elegí. Sencillamente lo supe.
Juniper nunca había tenido una amiga. Los pomposos amigos de su padre, las personas que visitaban el castillo la agobiaban con sus actitudes y su cháchara. Meredith era diferente. Era divertida, veía las cosas de un modo especial. Era una amante de los libros que no había tenido muchas oportunidades de estar en contacto con ellos. Estaba dotada de un agudo poder de observación, pero sus ideas y sentimientos no estaban influidos por aquello que leía, por lo que otros habían escrito. Tenía una manera única de comprender el mundo y de expresarse, que tomaba por sorpresa a Juniper, la hacía reír, pensar y sentir de un modo desconocido hasta entonces.
Por encima de todo, Meredith traía consigo innumerables historias del mundo exterior. Su llegada había rasgado el velo que cubría el castillo. Había abierto una diminuta ventana para que Juniper vislumbrara aquello que existía más allá de sus límites.
* * *
Y de pronto, inesperadamente, había traído consigo a un hombre. De carne y hueso. Un joven del mundo real había aparecido en la piscina. El velo se había rasgado por segunda vez, la luz del mundo exterior brillaba con más intensidad todavía, y Juniper supo que debería ver aún más.
Él quiso acompañarlas hasta el castillo, pero Juniper se lo impidió. No era un lugar apropiado para observarlo, para inspeccionarlo como lo haría un gato, con detenimiento, rozando inadvertidamente su piel. Si no podía hacerlo, prefería que se marchara. Lo había examinado de esa manera en un soleado y silencioso instante; la brisa acariciaba su mejilla mientras el columpio avanzaba y retrocedía junto a la piscina. Otra vez, la misma sensación en el vientre.
Él se marchó. Juniper rodeó con su brazo los hombros de Meredith y, riendo, subió con ella la colina. Bromeó sobre Saffy, que con sus alfileres pinchaba telas y piernas por igual. Señaló la antigua fuente abandonada; se detuvo un momento para observar el agua verdosa, estancada, triste, y las libélulas que revoloteaban a su alrededor. Pero durante todo el trayecto sus pensamientos seguían al hombre que se dirigía hacia la carretera.
Juniper empezó a caminar más rápido. Hacía mucho calor, el cabello ya seco caía a ambos lados de su cara, la piel parecía más tensa que de costumbre. Se sentía extrañamente alegre. ¿Oiría Meredith los latidos de su corazón?
—Tengo una gran idea. ¿Te has preguntado alguna vez cómo es Francia? —dijo de pronto. Entonces cogió de la mano a su amiga y juntas corrieron escaleras arriba, en medio de las zarzas, bajo el dosel de árboles. Fugaces. La palabra surgió en su mente y se sintió tan ágil como un ciervo. Cada vez más rápido, entre risas, mientras el viento jugaba con el cabello de Juniper y sus pies se regocijaban sobre la tierra seca y caliente, y la dicha corría junto a ella. Por fin llegaron al pórtico. Jadeando, subieron los peldaños, hacia las ventanas abiertas, hacia la fresca quietud de la biblioteca.
—June, ¿eres tú?
Era la voz de Saffy. Llegaba desde su escritorio. La querida Saffy levantaba la vista de la máquina de escribir, como solía hacerlo, levemente desconcertada, como si la realidad la hubiera sorprendido mientras soñaba con pétalos de rosa y gotas de rocío. Tal vez fuera consecuencia del sol, la piscina, el hombre, el cielo azul. En cualquier caso, Juniper no pudo resistir la tentación de besar la cabeza de su hermana antes de seguir presurosa su camino.
Saffy sonrió.
—¿Meredith está contigo? Oh, sí. Según veo, habéis estado en la piscina. Ten cuidado, papá…
Juniper y Meredith desaparecieron antes de que pudiera completar su advertencia. Atravesaron corredores de piedra en penumbra, subieron estrechos tramos de escalera, uno tras otro, hasta que por fin llegaron al ático, el punto más alto del castillo. Juniper se dirigió rápidamente a la ventana abierta, trepó por la repisa y giró de modo que sus pies quedaran apoyados en el tejado.
—Ven, rápido —ordenó a Meredith, que desde el vano de la puerta la miraba extrañada.
Meredith soltó un suspiro, se ajustó las gafas y repitió los movimientos de Juniper. La siguió por el tejado empinado hasta llegar al remate que miraba al sur, como la proa de un barco, y las dos se sentaron casi en el borde.
—Allí, ¿lo ves? —preguntó Juniper, señalando un garabato en el horizonte—. Tal como dije, desde aquí puedes ver Francia.
—¿De verdad?
Juniper asintió y ya no miró hacia la costa. Entrecerró los ojos en dirección al campo cubierto de matorrales amarillentos que bordeaba el bosque Cardarker, buscando, esperando echar un último vistazo…
Se estremeció. Lo había visto, una silueta minúscula cruzaba el primer puente. Llevaba las mangas levantadas hasta los codos, podía distinguirlo, y con las palmas extendidas acariciaba la hierba. De pronto se detuvo, levantó los brazos y apoyó las manos en la nuca, aparentemente para mirar el cielo. Giró hacia el castillo. Ella contuvo el aliento. Se preguntó cómo era posible que la vida cambiara tan radicalmente en media hora, aunque nada hubiera cambiado.
—El castillo tiene una falda —dijo Meredith, señalando hacia abajo.
Él reanudó la marcha y desapareció al bajar la colina. Thomas Cavill se había deslizado por la rendija que lo llevaría al mundo exterior. El aire que rodeaba el castillo parecía saberlo.
—Mira, allí abajo —insistió Meredith.
Juniper sacó sus cigarrillos del bolsillo.
—Allí había un foso. Papá ordenó que lo rellenaran cuando murió su primera esposa. Aunque no deberíamos nadar en la piscina —explicó sonriente. Meredith la miró angustiada—. No te preocupes, mi pequeña Merry. Nadie se disgustará cuando te enseñe a nadar. Papá ya no sale de su torre, no tiene por qué saberlo. Además, con un día como el de hoy es un crimen no aprovechar la piscina.
«Cálida. Perfecta. Azul».
Juniper encendió la cerilla. Respiró profundamente, apoyó una mano en el tejado inclinado y miró la cúpula que se recortaba en el claro cielo azul. Y las palabras acudieron a su mente:
Yo, vieja tortuga,
me arrastraré hasta una rama seca; y allí,
a mi compañero, que nunca volveré a ver,
lamentaré haber perdido.
Ridículo, por supuesto. Absolutamente ridículo. Aquel hombre no era su compañero. No tenía que lamentar pérdida alguna. Y aun así, había recordado esas palabras.
—¿Te gusta el señor Cavill?
El corazón de Juniper se aceleró. Su rostro se encendió instantáneamente. Meredith la había descubierto, había intuido sus pensamientos secretos. Se ajustó el tirante del vestido. No supo qué responder. Mientras guardaba la caja de cerillas en el bolsillo, oyó que su amiga decía:
—A mí me gusta.
Y a juzgar por sus mejillas sonrojadas, Juniper percibió que, en verdad, a Meredith le gustaba mucho su maestro. Sintió alivio —sus pensamientos aún eran privados— y, al mismo tiempo, una envidia opresiva por tener que compartir lo que sentía. Entonces miró a Meredith y esa sensación desapareció tan súbitamente como había surgido.
—¿Qué es lo que te gusta de él? —preguntó, esforzándose por parecer despreocupada.
Meredith no respondió de inmediato. Juniper fumaba, con la vista fija en el lugar por donde aquel hombre había abandonado los terrenos del castillo.
—Es muy inteligente —dijo por fin—. Y guapo. Y es amable, siempre. Tiene un hermano, un grandullón que se comporta como un bebé, llora por todo y a veces grita en medio de la calle. Pero deberías ver la paciencia y la suavidad con que lo trata el señor Cavill. Si los vieras juntos, pensarías que está pasando el mejor momento de su vida. No finge, como suelen hacer las personas cuando se sienten observadas. Es el mejor maestro que he tenido. Me regaló un diario, un auténtico diario con las tapas de piel. Dice que si me esfuerzo podría seguir estudiando en la escuela secundaria e incluso en la universidad, y algún día podría escribir cuentos o poemas, o artículos para el periódico… —Meredith hizo una pausa y suspiró antes de continuar—: Nadie antes que él creyó que yo fuera capaz de hacer algo bueno.
Juniper se acercó a la pequeña que se encontraba a su lado. Los hombros de ambas se tocaron.
—Eso es una tontería. El señor Cavill tiene razón, por supuesto. Sabes hacer infinidad de cosas. No hace mucho que te conozco, y ya lo he comprobado —aseguró.
La tos le impidió continuar. Una rara sensación la había invadido mientras Meredith describía a su maestro y mencionaba sus propias aspiraciones. Un fuego se había encendido en su pecho, se había avivado hasta ser incontenible y se había dispersado por su piel. Al llegar a los ojos había amenazado con transformarse en lágrimas. Sintió ternura, cariño, necesidad de proteger a esa niña que esbozaba una sonrisa esperanzada. No pudo contenerse, la abrazó con fuerza. Meredith se puso tensa, se aferró a las tejas.
Juniper se alejó.
—¿Qué sucede? ¿Te encuentras bien?
—Solo un poco asustada por la altura, eso es todo.
—¿Por qué no me lo has dicho?
Meredith se encogió de hombros y mirando sus pies desnudos, explicó:
—Muchas cosas me asustan.
—¿De verdad?
Ella asintió.
—Supongo que es normal.
—¿Alguna vez has tenido miedo?
—Pues claro, como cualquiera.
—¿De qué?
Juniper miró hacia abajo, aspiró su cigarrillo.
—No lo sé.
—¿De los fantasmas del castillo?
—No.
—¿Las alturas?
—No.
—¿Miedo de ahogarte?
—No.
—¿De no ser amada y sentirte eternamente sola?
—No.
—¿De tener que hacer algo intolerable durante el resto de tu vida?
—Uhhh…, no —dijo Juniper, haciendo una mueca de disgusto. Meredith parecía tan desalentada que se vio obligada a decir—: Hay una cosa…
Aunque no tenía intención de confesar su gran temor, su corazón comenzó a acelerarse. Juniper no sabía mucho sobre la amistad, pero tenía la certeza de que no era aconsejable decir a una nueva y querida amiga que temía ser una persona violenta. Siguió fumando y recordó el arrebato de pasión, la ira que había amenazado con desgarrarla. El modo en que había aferrado la espada, sin dudar, y lo había atacado, y luego… había despertado en su cama. Saffy se encontraba a su lado y Percy, junto a la ventana. Saffy le sonreía, pero un instante antes, cuando aún no sabía que Juniper estaba despierta, su expresión era diferente: los labios apretados, el ceño fruncido contradecían las frases con que después había negado cualquier posible desgracia, porque, por supuesto, ¡nada había sucedido! Solo uno de sus episodios, como otros tantos.
Se lo habían ocultado porque la amaban. Aún lo hacían. Al principio lo había creído. Al fin y al cabo, ¿qué motivo tenían para mentir? Ya había padecido esas amnesias. Aquella no tenía que ser diferente.
Y sin embargo, lo había sido. Juniper lo descubrió, aunque sus hermanas no lo supieran. Fue pura casualidad. La señora Simpson tenía una entrevista con su padre. Juniper se encontraba en el puente que cruzaba el arroyo cuando la mujer se acercó y, apuntando un dedo hacia ella, dijo:
—Tú, criatura salvaje, eres un peligro para los demás. Deberían encerrarte por lo que hiciste.
Juniper no comprendió a qué se refería.
—A mi hijo le han tenido que dar treinta puntos. ¡Treinta! Eres un animal.
Un animal.
El detonante. Al oír esas palabras, Juniper se sobresaltó, un recuerdo fragmentado acudió a su memoria. Un animal —Emerson— gritando de dolor.
Aunque se esforzó por concentrarse, el resto se negó a aparecer. Permaneció oculto en un oscuro rincón de su defectuoso cerebro. Cuánto lo despreciaba. Habría renunciado de inmediato a todo lo demás: la escritura, las febriles oleadas de inspiración, la alegría de captar ideas en una página. Habría renunciado incluso a sus visitantes a cambio de recordar. Había intentado persuadir a sus hermanas, les había rogado, sin obtener ningún resultado. Por fin recurrió a su padre. En su torre él le contó el resto. El daño que Billy Simpson le hizo al pobre y enfermo Emerson, el querido perro que solo quería pasar sus últimos días bajo el sol, junto al rododendro. Y el daño que Juniper le hizo a Billy Simpson. Y luego le dijo que no debía lamentarlo, no era culpa suya.
—Ese chico era un matón. Lo merecía. —Y con una sonrisa, añadió—: Las normas son diferentes para las personas como tú, Juniper. Para las personas como nosotros.
* * *
—Y bien, ¿a qué le temes?
—Diría que… a terminar como mi padre —respondió Juniper, observando el oscuro perfil del bosque Cardarker.
—¿A qué te refieres?
No había manera de explicarlo sin agobiar a Merry con ciertas cosas que no debía saber.
El miedo que oprimía el corazón de Juniper como una goma elástica. El horror de terminar sus días convertida en una anciana demente, vagando por los corredores del castillo, sumergida en un mar de papeles, amedrentada por las criaturas que surgen de su propia pluma. Se encogió de hombros y eligió ofrecer una versión más ligera de sus temores.
—A no poder escapar de este lugar.
—¿Por qué quieres marcharte?
—Mis hermanas me asfixian.
—A mi hermana le agradaría asfixiarme. —Juniper sonrió y dejó caer la ceniza en el canalón—. Hablo en serio. Me odia.
—¿Por qué?
—Porque soy diferente. Porque no quiero ser como ella, aunque sea lo que se espera de mí.
Juniper aspiró largamente su cigarrillo, inclinó la cabeza y contempló el mundo que se abría más allá del castillo.
—Merry, ¿puede una persona escapar de su destino? Esa es la cuestión.
Al cabo de unos instantes, una voz infantil respondió, con sentido práctico:
—El tren siempre estará a tu disposición.
Al principio Juniper creyó haber oído mal. Pero al mirar a Meredith comprendió que lo decía con toda seriedad.
—También los autobuses, pero creo que el viaje en tren es más rápido, y más agradable.
Juniper no pudo evitarlo, se echó a reír. Una gran carcajada salió de lo más profundo de su ser.
Meredith esbozó una sonrisa vacilante. Su amiga la abrazó.
—Oh, Merry, ¿sabías que eres auténtica y completamente perfecta?
Meredith sonrió ampliamente esta vez. Las dos se recostaron contra las tejas para observar el límpido cielo vespertino.
—Merry, ¿sabes algún cuento?
—¿De qué tipo?
—Cuéntame algo sobre Londres.