Había olvidado que Herbert no estaría en casa el fin de semana. Tenía que pronunciar el discurso principal en la reunión anual de la Asociación de Encuadernadores. Las persianas de Billing & Brown estaban bajadas y la oficina, sombría y silenciosa. Al cruzar el umbral, el silencio se acentuó. Me sentí increíblemente desalentada.
—Jess. ¿Dónde estás, Jessie? —grité esperanzada.
No oí sus patas subiendo afanosamente desde el sótano. Solo llegaban hasta mí oleadas de silencio. Los lugares queridos se vuelven perturbadores cuando faltan sus ocupantes. En ese momento habría sido un placer compartir el sofá con Jess.
—Jessie…
Nada.
Traté de entusiasmarme pensando que tenía mucho trabajo por delante, suficiente para mantenerme ocupada toda la tarde. Fantasmas en Rommey Marsh entraría en la fase de pruebas de imprenta el lunes, y si bien, dadas las circunstancias, le había dedicado gran atención, todo es mejorable. Levanté las persianas y encendí la lámpara de mi escritorio haciendo tanto ruido como pude. Me senté y pasé las páginas del manuscrito. Cambié algunas comas, las volví a su lugar original. Medité acerca de la conveniencia de utilizar «no obstante» en lugar de «pero» sin llegar a una conclusión, hice una marca para seguir considerándolo. Tampoco logré tomar una decisión con respecto a otras cinco cuestiones de estilo. Entonces decidí que era una locura tratar de concentrarme con el estómago vacío.
Herbert había cocinado. En la nevera encontré una lasaña de calabaza. Corté un trozo, la calenté y llevé el plato al escritorio. Me pareció incorrecto comer junto al manuscrito del médium, de modo que elegí hacerlo en compañía de mis artículos del Milderhurst Mercury. Leí fragmentariamente. Ante todo, miré las fotografías. Las imágenes en blanco y negro producen una profunda nostalgia, la ausencia de color es una versión del embudo del tiempo. Había numerosas fotos del castillo en distintos periodos, también de la finca, un retrato muy antiguo de Raymond Blythe y sus hijas gemelas con motivo de la publicación de El Hombre de Barro. Fotos de Percy Blythe, rígida y molesta en la boda de Harry y Lucy Rogers, una pareja del pueblo; Percy cortando la cinta en la inauguración de un centro comunitario; Percy entregando un ejemplar firmado de El Hombre de Barro al ganador de un concurso de poesía.
Revisé las páginas otra vez. Saffy no aparecía en ninguna de ellas. Me sorprendió particularmente. Podía comprender la ausencia de Juniper, pero ¿dónde estaba Saffy? En un artículo sobre el fin de la Segunda Guerra Mundial que destacaba la participación de distintos habitantes del pueblo se veía de nuevo a Percy Blythe en una fotografía, esta vez con el uniforme que llevaba cuando conducía la ambulancia. La miré detenidamente. Por supuesto, era posible que a Saffy no le gustara salir en las fotos. También que se negara a implicarse en los asuntos de la comunidad. Sin embargo, después de haber visto a las Blythe en acción, me parecía más probable que simplemente supiera qué lugar le correspondía. Con una hermana como Percy, con su temple de acero y su compromiso de salvaguardar el buen nombre de la familia, Saffy no esperaba que su sonrisa apareciera en el periódico.
La foto no la favorecía. Percy aparecía en primer plano. La toma se había hecho desde abajo, sin duda para incluir el castillo como fondo. El ángulo elegido le daba un aspecto sombrío y bastante adusto. El hecho de que no sonriera no contribuía a mejorar la imagen.
Miré con más atención. Noté algo en el fondo, detrás del cabello muy corto de Percy. Busqué en el cajón de Herbert una lupa, la sostuve sobre la fotografía y me sorprendí. Tal como había pensado, había alguien en el tejado del castillo, una figura con un largo vestido blanco sentada cerca de uno de los remates. Tenía que ser Juniper.
Al ver la diminuta mancha blanca allí, junto a la ventana del ático, sentí una oleada de indignación, tristeza y también ira. Se reavivó en mí la sensación de que Thomas Cavill era la raíz de todo el mal y dejé que mi imaginación vagara una vez más por los hechos de aquella fatídica noche de octubre, cuando destrozó el corazón de Juniper y arruinó su vida. Me temo que la fantasía se había perfeccionado. Ya había estado allí muchas veces, era una película conocida, hasta tenía su banda sonora. Me encontraba junto a las hermanas en ese salón cuidadosamente acondicionado para la ocasión, las escuchaba mientras se preguntaban por qué motivo se habría retrasado; observaba a Juniper, que comenzaba a ser presa de la locura que finalmente la consumiría. De pronto sucedió algo que nunca había ocurrido.
No sé cómo ni por qué, pero trajo consigo una repentina claridad. La banda sonora se detuvo y la imagen se diluyó, dejando tras de sí una verdad irrefutable: en aquella historia había más de lo que saltaba a la vista. Las personas no enloquecen solo porque el ser amado las abandona. Ni siquiera las que padecen de ansiedad o depresión o cualquiera de los estados que pudieran corresponder a aquello que la señora Bird había denominado «episodios».
Solté el Mercury y me incorporé. Había creído al pie de la letra la historia de Juniper Blythe. Mi madre tenía razón: soy terriblemente fantasiosa y tengo predilección por las tragedias. Pero esto no era ficción, era la vida real y debía analizar la situación desde una perspectiva más crítica. Soy editora, mi trabajo consiste en evaluar la credibilidad de un relato. Este, en particular, no era lo suficientemente verosímil. Parecía demasiado simple. Las aventuras amorosas terminan, las personas se traicionan, los amantes se separan. El devenir de la humanidad está plagado de tragedias individuales. Y aunque suene horroroso, considerados a gran escala, son asuntos menores. Ella enloqueció. Las palabras salían de la boca con soltura, pero la historia parecía tomada de un folletín. Al fin y al cabo, yo misma había sido reemplazada de un modo similar poco tiempo atrás y no había perdido la cordura, en lo más mínimo.
Mi corazón se había acelerado. Cogí mi bolso, guardé los artículos impresos, llevé mi plato a la cocina. Tenía que encontrar a Thomas Cavill. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Mi madre no me lo diría, Juniper no podía hacerlo. Él era la clave, tenía la respuesta. Tenía que saber más sobre aquel maestro.
Apagué la lámpara, bajé las persianas y cerré la puerta con llave. Dado que no soy especialista en personas, sino en libros, no se me ocurrió hacerlo de otra manera. A toda prisa emprendí de nuevo el camino a la biblioteca.
* * *
La señorita Yeats se alegró al verme.
—Ha vuelto muy pronto —dijo con el entusiasmo propio de una vieja amiga—. Pero está mojada. ¿Llueve otra vez?
Ni siquiera lo había notado.
—No tengo paraguas —respondí.
—No tiene importancia. Dentro de un rato se habrá secado. Me alegra que esté aquí —dijo, cogiendo de su escritorio una serie de papeles que me entregó con actitud reverente, como si se tratara del Santo Grial—. Aunque dijo que no tenía tiempo, he hecho una pequeña investigación. —Al ver que no comprendía de qué hablaba, añadió—: El Pembroke Farm Institute. Los destinatarios del legado de Raymond Blythe.
Entonces recordé. La mañana me parecía terriblemente lejana.
—Oh, genial, gracias.
—He impreso todo lo que pude encontrar. Pensaba telefonear a su oficina para decírselo, pero se ha adelantado.
Le di las gracias otra vez y eché un obligado vistazo a las páginas donde se detallaba la historia del instituto, simulé reflexionar sobre la información antes de guardarlas en mi bolso.
—Las leeré con más detenimiento, pero antes necesito algo. Necesito datos acerca de un hombre. Se llama Thomas Cavill. Durante la Segunda Guerra Mundial fue soldado y antes, profesor. Vivió y trabajó en Elephant & Castle.
Ella asintió.
—¿Espera descubrir algo en particular?
El motivo por el cual en octubre de 1941 había faltado a la cena en Milderhurst Castle. La razón que llevó a Juniper Blythe a la locura, de la que nunca se recuperó. La causa por la que mi madre se negaba a contarme su pasado.
—En realidad, no. Cualquier dato disponible será bienvenido.
La señorita Yeats era fenomenal. Mientras yo luchaba con el lector de microfilmes y maldecía el dial, que se negaba a avanzar gradualmente y dejaba atrás semanas enteras, ella recorría la biblioteca recogiendo distintos documentos. Al cabo de media hora nos reunimos. Yo había conseguido noticias inútiles y un dolor de cabeza. Con ellos llegué hasta la mesa donde la bibliotecaria había formado un pequeño pero aceptable dossier.
A decir verdad, no había mucho; nada parecido al interés que la familia Blythe y su castillo despertaban en la prensa local, pero era un comienzo. La noticia de un nacimiento publicado en 1916 en Bernondsey Gazette: Cavill. 22 de febrero. En Henshaw Street la esposa de Thomas Cavill había dado a luz un niño, Thomas. Un eufórico informe del Southwark Star de 1937 titulado «Maestro local gana el premio de poesía». Y otro, de 1939, con un título igualmente categórico: «Maestro local se suma al esfuerzo bélico». El segundo artículo incluía una pequeña foto en cuyo epígrafe se leía: «Señor Thomas Cavill». Pero la copia era de mala calidad, solo pude distinguir que se trataba de un hombre con cabeza, hombros y uniforme del ejército británico. El conjunto de datos parecía bastante exiguo para reflejar la vida de un hombre. Me sentí sumamente decepcionada al ver que no había información posterior a 1939.
—Eso es todo —dije, tratando de dar a mi frase un matiz filosófico para evitar que la señorita Yeats me considerara una desagradecida.
—Casi. —La bibliotecaria me entregó otro grupo de documentos.
Eran anuncios, todos de marzo de 1981, publicados a pie de página en la sección de anuncios por palabras de The Times, Guardian y Daily Telegraph. El mensaje decía: «A Thomas Cavill, exvecino de Elephant & Castle: por favor, comuníquese telefónicamente con Theo al número: (01) 394 7521. Urgente».
—Aparte del motivo, resulta curioso, ¿verdad? —dijo la señorita Yeats.
Sacudí la cabeza, desconcertada.
—Solo tenemos una certeza: quienquiera que sea, Theo tenía verdadero interés en comunicarse con Thomas.
—Querida, no quiero inmiscuirme, pero ¿es de alguna utilidad para su proyecto?
Eché otro vistazo a los anuncios y coloqué mi cabello mojado detrás de la oreja.
—Tal vez.
—Como sabrá, si está interesada en su historial de servicio, el Museo Imperial de Guerra dispone de una magnífica colección de archivos. También puede recurrir a la Oficina Central del Registro Civil para consultar nacimientos, matrimonios y defunciones. Y con un poco más de tiempo, yo podría… ¡Oh, Dios! —exclamó, sonrojándose al mirar su reloj—, es casi la hora de cierre. Precisamente ahora, cuando estábamos afinando la búsqueda. Supongo que no puedo hacer mucho más por hoy.
—Así es —dije—. Solo una cosa. ¿Puedo usar su teléfono?
* * *
Habían pasado once años desde la publicación del anuncio. No podía hacer conjeturas, pero tenía la esperanza de que un hombre llamado Theo contestara y me contara qué había sido de Thomas Cavill durante los últimos cincuenta años. No es necesario explicar que no fue eso lo que sucedió. Mi primer intento se topó con un insistente y desagradable tono, indicativo de que no lograba establecer la comunicación. Frustrada, di un pisotón como un niño malcriado. La señorita Yeats ignoró amablemente la rabieta y me recordó que convirtiera el código de zona en 071 para adecuarlo a los cambios recientes antes de marcar serenamente el número. Bajo su mirada me sentí cohibida y tuve que intentarlo por segunda vez, pero ¡lo conseguí!
Hice una seña para anunciar que el teléfono había comenzado a sonar y toqué emocionada el hombro de la señorita Yeats cuando alguien contestó. Era una mujer. Cuando pregunté por Theo, me respondió amablemente que el año anterior ella le había comprado la casa a un anciano.
—La persona que busca es Theodore Cavill, ¿verdad? —dijo.
Apenas pude contenerme. Entonces, era un pariente.
—Exactamente, es él —respondí.
Delante de mí la señorita Yeats aplaudía como una foca.
—Ahora vive en una residencia de ancianos en Putney. En la orilla del río. Recuerdo que le alegraba regresar a ese lugar, dijo que había sido maestro en una escuela al otro lado del camino.
* * *
Fui a visitarlo. Esa misma tarde.
De las cinco residencias de Putney solo una se hallaba junto al río; fue fácil encontrarla. La llovizna había cesado. La tarde era templada y clara. Me detuve ante la fachada, como si estuviera en un sueño, comparando la numeración del edificio de ladrillos con la que había apuntado en mi bloc.
Tan pronto como llegué al vestíbulo, me recibió una enfermera, una joven de pelo corto que al sonreír dibujaba una diagonal con sus labios. Le dije el motivo de mi visita.
—Oh, qué bien. Theo es uno de los más adorables.
La duda me aguijoneó y le devolví la sonrisa con cierta incomodidad. Me había parecido buena idea, pero la intensa luz fluorescente del pasillo al que velozmente nos acercábamos me quitó esa certeza. Había algo desagradable en una persona dispuesta a presentarse ante un anciano desprevenido, uno de los más queridos del lugar. Una completa extraña interesada en su historia familiar. Consideré la posibilidad de marcharme, pero mi guía estaba entusiasmada con mi visita y ya me había conducido a través del vestíbulo con asombrosa eficiencia.
—Se sienten solos cuando el final se acerca, sobre todo si nunca se casaron. No tienen hijos o nietos en los que pensar —comentó la enfermera.
Asentí con una sonrisa y la seguí a lo largo del amplio y blanco pasillo. Los espacios entre las puertas estaban adornados con jarrones sujetos a la pared. De allí asomaban marchitas flores púrpura. Me pregunté quién sería el encargado de cambiarlas, pero no formulé la pregunta en voz alta. Avanzamos sin detenernos hasta el final del pasillo. A través del cristal de la puerta vi un jardín. La enfermera la abrió e inclinó la cabeza para indicarme que pasara primero. Ella me siguió.
—Theo —dijo en voz muy baja. No supe a quién se dirigía—, ha venido a visitarte…, perdón, no recuerdo su nombre —dijo girando hacia mí.
—Edie Burchill.
—Edie Burchill está aquí, Theo.
Entonces vi un banco de hierro al otro lado de un seto. Un anciano se puso de pie. Por la manera en que se apoyaba, encorvado, en el respaldo del asiento, comprendí que había estado sentado todo el día y que el hecho de ponerse de pie era un vestigio de los modales anticuados que seguramente había utilizado toda su vida. Parpadeó detrás de sus gruesas gafas.
—¡Hola! Por favor, acompáñeme.
—Los dejaré a solas. Estoy cerca, si me necesita, solo tiene que llamarme —dijo la enfermera. Inclinó la cabeza, cruzó los brazos y desapareció por el sendero de ladrillo. La puerta se cerró tras ella.
Theo era un hombre pequeño, de un metro sesenta de estatura en el mejor de los casos, corpulento. Un aficionado habría podido dibujar el tronco delineando una berenjena y ajustando un cinturón en su parte más ancha.
—Estaba aquí sentado, mirando el río. Nunca se detiene —dijo, señalándolo con la cabeza.
Me gustó su voz. Su timbre cálido me recordó la infancia, cuando sentada con las piernas cruzadas en una alfombra polvorienta oía a un adulto de rostro difuso hablar con voz serena y mi mente se dejaba llevar por la fantasía. De pronto comprendí que no sabía cómo empezar a hablar con aquel anciano, que había cometido un gran error al ir a verlo y que debía marcharme de inmediato. Abrí la boca para decírselo, pero él habló primero.
—Estoy en un atolladero. No logro recordarla. Le pido disculpas, mi memoria…
—No tiene por qué disculparse. No nos conocemos.
Theo, sorprendido, balbuceó algo para sí.
—Entiendo. Bien, está aquí ahora, y no tengo muchas visitas… Lo lamento, he olvidado su nombre, Jean lo ha dicho, pero…
Mi cerebro me alertó: «Sal de aquí».
—Edie —dijo mi boca—. He venido por sus anuncios.
—Perdón, ¿ha dicho mis anuncios? —preguntó, ahuecando una mano junto a la oreja como si no hubiera oído bien—. Creo que me confunde con otra persona.
Busqué en mi bolso la copia de la página del Times.
—He venido por Thomas Cavill —dije, enseñándole la página.
Él no la miró. Lo había desconcertado. Su expresión pasó de la confusión a la alegría.
—He estado esperándola —dijo con entusiasmo—. Por favor, tome asiento. ¿Es miembro de la policía, la policía militar tal vez?
¿La policía? Sacudí la cabeza. Ahora yo me sentía confundida.
Él, agitado, juntó sus manos y comenzó a hablar muy rápido.
—Sabía que si vivía lo suficiente, alguien, algún día, mostraría un poco de interés por mi hermano. Venga, siéntese, por favor. Dígame de qué se trata, qué ha descubierto.
Lo miré, totalmente perpleja. No entendía a qué se refería. Me acerqué y dije con amabilidad:
—Señor Cavill, creo que ha habido una confusión. No he hecho ningún descubrimiento y no soy policía ni militar. He venido porque trato de encontrar a su hermano, Thomas, y pensé que podría ayudarme.
El anciano agachó la cabeza.
—¿Creyó que yo podía… ayudarla?
La realidad hizo palidecer sus mejillas. Buscó apoyo en el respaldo del asiento y asintió con una recia dignidad que me causó dolor aun cuando no comprendía dónde se originaba.
—Entiendo —dijo, esbozando una tenue sonrisa.
Lo había perturbado y, aunque no sabía cómo, ni qué relación tenía la policía con Thomas Cavill, supe que debía decir algo para explicar mi presencia.
—Antes de la guerra su hermano fue maestro de mi madre. Hace unos días, conversando con ella, me dijo que ejerció gran influencia en su vida. Lamentó haber perdido contacto con él. —Tragué saliva, sorprendida y molesta en igual medida al comprobar que me había resultado muy sencillo mentir—. Mi madre se preguntaba qué fue de él, si continuó impartiendo clases después de la guerra, si se había casado.
Mientras yo hablaba, Theo miraba el río, pero por el brillo de sus ojos comprendí que no podía verlo. Allí no había gente paseando por el puente, ni botes balanceándose en la ribera opuesta, ni el ferri cargado de turistas con cámaras fotográficas.
—Temo decepcionarla —dijo por fin—, no sé qué ha sido de Tom.
Theo se sentó, apoyó la espalda contra las barras de hierro y siguió con su relato.
—Mi hermano desapareció en 1941. En mitad de la guerra. Un buen día llamaron a la puerta de mi madre. Allí estaba el policía local, un reservista. Había sido amigo de mi padre, combatieron juntos en la Gran Guerra. Pobre hombre —exclamó Theo, agitando la mano como si tratara de cazar una mosca—. Se sentía muy incómodo. Seguramente detestaba tener que dar esa clase de noticias.
—¿Qué clase de noticias?
—Tom no se había presentado en el cuartel y el policía venía a buscarlo. Pobre mamá. —Theo suspiró—. ¿Qué podía hacer? Dijo la verdad, que Tom no estaba en casa y no sabía dónde encontrarlo, vivía solo desde que lo habían herido. No pudo regresar con la familia después de Dunkerque.
—¿Fue evacuado?
Theo asintió.
—Se salvó de milagro. Después pasó varias semanas en el hospital. Su pierna se curó, pero mis hermanas decían que había cambiado. Reía y hablaba como si leyera un guion.
Un niño comenzó a llorar cerca de nosotros. Theo miró hacia el río y sonrió fugazmente.
—Se ha caído su helado —dijo—. No sería sábado en Putney si algún niño no perdiera su helado en el sendero.
Esperé a que continuara. No lo hizo.
—¿Y qué sucedió? ¿Qué hizo su madre? —pregunté, tratando de ser discreta.
Él seguía mirando el sendero, pero sus dedos tamborileaban en el respaldo del banco.
—Tom se ausentó sin permiso durante la guerra. El policía no podía justificarlo. Sin embargo, era una buena persona y se mostró tolerante por respeto a mi padre. Le dio a mi madre veinticuatro horas para encontrarlo y hacer que se presentara ante sus superiores antes de que el asunto pasara a ser oficial.
—Pero ella no lo encontró.
Theo negó con la cabeza.
—Una aguja en un pajar. Mi madre y mis hermanas estaban destrozadas. Habían buscado por todas partes, pero… yo no estaba allí en ese momento, no las ayudé —dijo, encogiéndose de hombros—. Nunca pude perdonármelo. Estaba en el norte, haciendo la instrucción con mi regimiento. Lo supe cuando llegó la carta de mi madre. Y entonces ya era tarde. Tom formaba parte de la lista de desertores.
—Lo siento.
—Su nombre sigue allí hasta el día de hoy —dijo Theo. Me afligió ver sus ojos llenos de lágrimas. Él se ajustó las gruesas gafas—. Desde entonces la reviso todos los años porque, según me dijeron una vez, algunos aparecieron al cabo de unas décadas ante el cuerpo de guardia. Con el rabo entre las piernas y una serie de decisiones equivocadas en su historial, se ponían a merced del oficial al cargo. Reviso la lista porque estoy desesperado. Sé que Tom no lo haría —dijo, mirándome a los ojos—. No aceptaría una absolución deshonrosa.
Se oían voces detrás de nosotros. Al mirar hacia atrás vi que un joven ayudaba a una anciana a salir al jardín. La mujer reía por algo que él había dicho mientras caminaban lentamente hacia los rosales.
También Theo los vio y bajó la voz.
—Tom era un hombre honorable —dijo, pronunciando con esfuerzo cada palabra, apretando los labios para contener su emoción. Comprendí que para él era fundamental que yo me formara una buena impresión sobre su hermano—. Nunca habría hecho lo que ellos decían, huir de esa manera. Jamás. Se lo dije a la policía militar. Nadie me escuchó. Mi madre sufría a causa de la vergüenza, la preocupación, se preguntaba qué le había sucedido en realidad, si estaba solo, perdido. Si había sufrido alguna herida que le hiciera olvidar quién era, su origen. —El anciano hizo una pausa y frotó su frente gacha; parecía avergonzado. Comprendí que en el pasado sus insólitas teorías habían sido censuradas—. En cualquier caso, nunca pudo superarlo. Era su hijo preferido, aunque nunca se hubiera atrevido a admitirlo. No era necesario, Tom era el preferido de todos.
Permanecimos en silencio. Dos grajos se deslizaban por el cielo. Mientras ascendían, se acercaban el uno al otro. Los observé hasta que llegaron al río. Entonces me dirigí nuevamente a Theo:
—¿Por qué la policía no quiso escucharlo? ¿Por qué tenían la certeza de que Tom había huido?
—Había una carta —dijo, apretando la mandíbula—. Llegó a principios de 1942, meses después de que Tom desapareciera. Mecanografiada, y muy breve. Solo decía que había conocido a alguien y que huía para casarse. Que permanecería oculto, pero se comunicaría con nosotros más adelante. La policía la vio, y ya no tuvo interés en seguir investigando. Estábamos en guerra, no había tiempo para buscar a un hombre que había desertado.
Cincuenta años después la herida seguía abierta. Me costaba imaginar cuánto debió de doler en aquella época el hecho de perder a un ser querido y no ser capaz de convencer a nadie para que colaborara en la búsqueda. Sin embargo, en Milderhurst Castle me habían dicho que Thomas Cavill no acudió a la cita con Juniper porque había huido con otra mujer. ¿Solo el orgullo familiar y la lealtad hacia su hermano hacían que Theo descartara por completo esa posibilidad?
—¿No creyó lo que decía esa carta?
—Ni por un segundo —aseguró con vehemencia—. Es verdad que había conocido a una chica y que se había enamorado. Él mismo me lo dijo. Me escribió sobre ella, en sus cartas decía que era hermosa, que el mundo era bello en su compañía, que se casarían. Pero no pensaba huir, estaba ansioso por presentárnosla.
—¿La conoció?
El anciano negó con la cabeza.
—Ninguno de nosotros. Por algún motivo relacionado con su familia debían mantener el secreto hasta que ellos recibieran la noticia. Supuse que se trataba de gente de alcurnia.
Mi corazón se había acelerado. El relato de Theo coincidía con mi propia versión.
—¿Recuerda el nombre de la chica?
—Él nunca lo mencionó.
Mis esperanzas se frustraron.
—Tom era categórico: primero debía conocer a su familia. A lo largo de todos estos años me ha atormentado hasta lo indecible el hecho de ignorarlo. Si hubiera sabido quién era, habría contado con un dato para iniciar la búsqueda. Tal vez ella también había desaparecido, existía la posibilidad de que hubieran sufrido un accidente estando juntos. Quizás su familia tuviese información útil.
Estuve a punto de mencionar a Juniper, pero decidí que no era conveniente. No tenía sentido alentar esperanzas. Las hermanas Blythe no tenían más datos sobre el paradero de Thomas Cavill. Estaban tan convencidas como la policía de que había huido con una mujer.
—La carta —dije de pronto—. Si no fue Tom, ¿quién la envió y por qué?
—No lo sé, pero le diré algo: Tom no se casó. Lo corroboré en el Registro Civil. También investigué las defunciones, aún lo hago todos los años, por si acaso. Nada. No hay rastro de él desde 1941. Parece haberse desvanecido en el aire.
—Pero las personas no se desvanecen en el aire.
—No —coincidió Theo con una sonrisa exhausta—. He pasado toda mi vida tratando de encontrarlo. Hace unos años incluso contraté a un detective. Fue un derroche de dinero. Gasté miles de libras para que un estúpido me dijera que durante la guerra Londres era un lugar excelente para un hombre que quería desaparecer —explicó, y suspiró—. A nadie parece importarle que Tom no quisiese desaparecer.
—¿Qué sucedió con los anuncios? —pregunté, señalando las páginas impresas que seguían en el asiento, entre los dos.
—Los publiqué cuando el estado de Joey, nuestro hermano pequeño, se agravó. Pensé que valía la pena intentarlo, tal vez me había equivocado y Tom estaba cerca, buscando algún motivo para volver. Joey era un chico simple, pero lo adoraba. Habría hecho cualquier cosa por conseguir que lo viera una vez más.
—Pero no dieron resultado.
—Solo telefonearon chicos bromistas.
El sol se ocultaba, el rosa intenso del cielo anunciaba el atardecer. La brisa acariciaba mis brazos. Descubrí que, de nuevo, estábamos solos en el jardín. Recordé que Theo era un anciano, que debería estar dentro ante un plato de carne asada en lugar de revivir las penas del pasado.
—Hace un poco de frío. ¿Entramos? —lo invité.
Él asintió y trató de sonreír, pero al ponernos de pie advertí que no tenía suficiente energía.
—No soy estúpido, Edie —dijo cuando llegamos a la puerta. La abrí, pero él insistió en que yo pasara primero—. Sé que no volveré a ver a Tom. Los anuncios, los datos que compruebo año tras año, las fotografías familiares y otras cosas que conservo para enseñárselas son nada más que un hábito, y lo hago porque me ayuda a llenar su ausencia.
Sabía exactamente de qué hablaba.
Desde el comedor llegaban ruidos de sillas y cubiertos, el rumor de los diálogos, pero él se detuvo en medio del pasillo. Una flor marchita cayó a su paso, el tubo fluorescente chirrió y vi algo que fuera había pasado inadvertido: las lágrimas hacían brillar sus mejillas.
—Gracias, Edie. No sé por qué ha decidido venir a visitarme, pero me alegro de que lo haya hecho. Era un día triste, algunos lo son, y me sienta bien hablar de él. Solo quedo yo, mis hermanos y hermanas están aquí —dijo, llevando su mano al corazón—. A todos los echo de menos, pero no tengo palabras para describir cuánto lamento haber perdido a Tom. La culpa… —su labio inferior comenzó a temblar y se esforzó por controlarlo—, saber que le fallé, que algo terrible sucedió y nadie lo sabe, que la historia, el mundo lo consideran un traidor porque no pude demostrar lo contrario…
Cada partícula de mi ser deseó darle consuelo.
—Lamento no haber traído buenas noticias sobre su hermano.
Él sacudió la cabeza y sonrió.
—Una cosa es la esperanza; otra, la razonable posibilidad. No soy tonto. Sé que moriré sin haberlo resuelto.
—Desearía poder ayudar de alguna manera.
—Vuelva a visitarme alguna tarde. Sería maravilloso. Puedo contarle más cosas sobre Tom. Prometo que la próxima vez serán recuerdos más alegres.