1992
En 1952 las hermanas Blythe estuvieron a punto de perder Milderhurst Castle. El edificio necesitaba una urgente reparación y la situación económica de la familia era desastrosa. El National Trust deseaba adquirir la propiedad y comenzar la restauración, y todo indicaba que las hermanas no tendrían más opción que mudarse a un lugar más pequeño después de vender su propiedad a extraños o cedérsela a la fundación para que se encargara de conservar el máximo encanto de sus edificios y jardines. Pero no hicieron ninguna de las dos cosas. Percy Blythe abrió el castillo a los visitantes, vendió algunas de las parcelas de tierra cultivable y logró reunir fondos suficientes para mantenerlo en pie.
Lo sé porque pasé buena parte de un soleado fin de semana de agosto investigando los microfilmes del Milderhurst Mercury archivados en la biblioteca del lugar. Le había dicho a mi padre que el origen de La verdadera historia del Hombre de Barro era un gran misterio de la literatura. Fue algo similar a dejar una caja de bombones al alcance de un niño con la esperanza de que no la toque. A mi padre le gusta trabajar en equipo y le entusiasmaba la idea de desvelar un misterio que durante décadas había intrigado a los académicos. Tenía su propia teoría: el drama gótico surgía del secuestro de un niño ocurrido mucho tiempo atrás. Bastaba con encontrar las pruebas para alcanzar la fama, la gloria y la satisfacción personal. No obstante, dado que convalecía en cama, no podía realizar por sí mismo la tarea detectivesca, de modo que consiguió un ayudante. Que, por supuesto, era yo. Accedí por tres motivos: porque se recuperaba de un ataque al corazón, porque su teoría no era totalmente absurda y, sobre todo, porque después de leer las cartas de mi madre la fascinación que me provocaba Milderhurst Castle había adquirido dimensiones patológicas.
Como de costumbre, comencé mi investigación preguntando a Herbert qué sabía sobre casos de secuestro ocurridos a principios de siglo. Sin duda, una de las características que más aprecio en él —la lista es larga— es su capacidad para encontrar la información que busca en medio de un aparente caos. Su casa es estrecha y alta, cuatro antiguos apartamentos unidos: nuestra oficina e imprenta ocupan los dos primeros pisos; el ático se utiliza como almacén; y en el sótano viven Herbert y Jess. En todas las habitaciones las paredes están tapizadas con libros: antiguos, nuevos, primeras ediciones, ejemplares firmados, vigesimoterceras ediciones, apilados en improvisados estantes, con un magnífico y saludable desinterés por exhibirse. Y aun así, Herbert tiene en su cabeza el catálogo completo, su propia biblioteca de referencia. Todo lo que ha leído está al alcance de su mano. Es fantástico verlo ir hacia su objetivo: frunciendo el ceño, emprende la búsqueda; luego alza un dedo, delicado como un candelabro, y se acerca, mudo, a una pared repleta de libros cuyos lomos recorre; una fuerza magnética parece atraerlo hasta que coge el libro indicado.
Era altamente improbable que Herbert supiera algo sobre el secuestro, de modo que no me sorprendió haber preguntado en vano. Le dije que no se preocupara y me dirigí a la biblioteca, en cuyo sótano conocí a una encantadora anciana que aparentemente había esperado toda su vida la oportunidad que en aquel momento yo le ofrecía.
—Firme aquí, querida —dijo, señalando con entusiasmo la lista y el bolígrafo—. Oh, Billing & Brown, qué bien. Mi querido amigo, que en paz descanse, publicó sus memorias en B & B treinta años atrás.
No eran muchas las personas que habían elegido pasar aquel espléndido día de verano en el sótano de la biblioteca. Resultó fácil conseguir la colaboración de la señorita Yeats y compartimos una grata experiencia. Después de rastrear los archivos, descubrimos tres casos de secuestro sin resolver en Kent y sus alrededores durante el periodo victoriano y eduardiano. Y abundante material periodístico sobre la familia Blythe. Por ejemplo, una encantadora columna de consejos caseros escrita por Saffy Blythe durante los años cincuenta y sesenta; numerosos artículos sobre el éxito de Raymond Blythe como escritor; y algunos sobre la posibilidad de que la familia perdiera Milderhurst Castle en 1952. Por aquella época, Percy Blythe había concedido una entrevista en la que afirmaba: «Un hogar es más que la suma de los elementos materiales que lo componen: es un almacén de recuerdos, un archivo, un guardián de todo lo que ha sucedido dentro de sus límites. Este castillo pertenece a mi familia. Perteneció a mis antepasados varios siglos antes de que yo naciera y no quiero verlo en manos de personas deseosas de plantar coníferas en sus antiguos bosques».
Entrevistado también en aquella ocasión, un representante algo remilgado del National Trust había lamentado no tener oportunidad de restituir Milderhurst Castle a su antiguo esplendor. «Es una tragedia. Durante las próximas décadas el país perderá sus majestuosas propiedades debido a la terquedad de quienes no comprenden que, en estos tiempos de austeridad, es un sacrilegio utilizar estos tesoros nacionales como residencia privada». Cuando se le preguntó qué tareas planeaba llevar a cabo la fundación, esbozó un programa que incluía la reparación estructural del castillo y una completa restauración de los jardines. A primera vista, su proyecto era compatible con las aspiraciones de Percy Blythe.
—La fundación despertaba muchas sospechas —dijo la señorita Yeats cuando se lo comenté—. La década de los cincuenta fue un periodo complicado. En Hidcote se talaron los cerezos, en Wimpole redujeron la alameda, todo en beneficio de una especie de atractivo histórico multiusos.
Aquellos ejemplos tenían escaso significado para mí, pero el atractivo histórico multiusos no parecía concordar mucho con la Percy Blythe que yo había conocido. Al profundizar en la lectura, el panorama se aclaró aún más.
—Aquí dice que la fundación planeaba restaurar el foso —dije, esperando una explicación por parte de la señorita Yeats.
—A modo de póstumo homenaje, después de la muerte de su primera esposa, Raymond Blythe había ordenado rellenar el foso. Es comprensible que no recibieran con alegría el proyecto.
—Hay algo que no comprendo: por qué atravesaban una situación económica tan difícil. Incluso hoy El Hombre de Barro es un clásico, un best seller. Los derechos de autor habrían sido suficientes para vivir con holgura.
—Así es —coincidió la señorita Yeats. Luego frunció el ceño y observó la pila de papeles que se encontraban sobre la mesa—. Creo que… —dijo, mientras los revisaba hasta encontrar el que buscaba—, sí, aquí está. —Me entregó un artículo del periódico del 13 de mayo de 1941—. Evidentemente, Raymond Blythe dejó un par de legados —añadió, mirándome por encima de la montura de sus gafas.
El artículo se titulaba: «Generosa donación de un mecenas salva al instituto». Una fotografía mostraba a una mujer sonriente, vestida con un mono, que aferraba un ejemplar de El Hombre de Barro. Leí rápidamente el texto y comprobé que la señorita Yeats estaba en lo cierto: después de la muerte de Raymond Blythe la mayor parte de los derechos de autor se dividieron entre la Iglesia católica y el Pembroke Farm Institute.
—Aquí dice que se trataba de un grupo de Sussex comprometido con la ecología —dije, leyendo con atención un pasaje.
—Muy avanzado para su época —opinó la bibliotecaria.
Asentí.
—¿Podríamos revisar las listas del material archivado arriba? Tal vez encontremos algo más.
Ante la emocionante perspectiva, las mejillas de la señorita Yeats se tiñeron de rosa intenso y me sentí un poco cruel cuando dije:
—Pero hoy no. No tengo tiempo. —Al ver su desánimo, añadí—: De verdad que lo siento, pero mi padre espera noticias sobre la investigación.
* * *
Y era verdad. Sin embargo, no me dirigí directamente a casa. Me temo que no fui completamente honesta cuando mencioné los tres motivos por los cuales dediqué alegremente el fin de semana a investigar en la biblioteca. Eran ciertos, aunque había también un cuarto motivo, más acuciante: trataba de evitar a mi madre. Todo se debía a aquellas cartas, o más exactamente, a mi incapacidad de mantener cerrada la caja que Rita me había entregado.
Las leí. Todas. La noche de la despedida de soltera de Sam llegué a casa y las devoré, una tras otra. Comencé con la llegada de mi madre al castillo. Resistí junto a ella los gélidos primeros meses de 1940, fui testigo de la batalla de Inglaterra, oí el estruendo, pasé noches temblando en el refugio Anderson. A lo largo de dieciocho meses su caligrafía fue tornándose más clara; la expresión, más madura. Por fin, ya de madrugada, leí la última carta, enviada poco antes de que su padre fuera a buscarla para llevarla de regreso a Londres, el 17 de febrero de 1941, que decía:
Queridos mamá y papá:
Lamento que hayamos discutido por teléfono. Me alegró tener noticias vuestras y me sentí terriblemente mal por la forma en que terminó nuestra conversación. Creo que no supe explicarme. Sé que mis padres desean lo mejor para mí. Y agradezco, papá, que hayas hablado con el señor Solley. No obstante, no estoy de acuerdo en que regresar a casa y trabajar como mecanógrafa sea lo mejor.
Rita y yo somos diferentes. Ella odiaba el campo y siempre supo lo que quería ser y hacer. Yo, en cambio, durante toda mi vida he sentido algo raro, que era «otra» persona, aunque no podía explicarlo, ni siquiera a mí misma. Me gusta leer, observar a los demás, captar lo que veo y siento por medio de las palabras escritas. Es ridículo, lo sé. Por supuesto, me siento una oveja negra.
Aquí he conocido personas que comparten mis gustos; ahora sé que otros ven el mundo tal como yo lo veo. Saffy opina que cuando la guerra termine —seguramente muy pronto— debería estudiar en una escuela secundaria. Y después, ¿quién sabe? ¿La universidad, tal vez? Pero debo continuar preparándome para estar en condiciones de aprobar el examen de acceso.
Por todo esto, os ruego que no me obliguéis a regresar. Los Blythe están de acuerdo en que siga junto a ellos y, como bien sabéis, cuidan de mí. No me habéis perdido, mamá. Eso no sucederá nunca. Os pido, por favor, que me permitáis seguir aquí.
Con todo mi amor y enorme esperanza, vuestra hija
Meredith
Esa noche soñé con Milderhurst Castle. Era otra vez una niña, con un uniforme escolar que no reconocí, delante de la alta verja de hierro al pie del camino. El portón estaba cerrado y era demasiado alto para escalarlo; tanto que cuando miré hacia arriba, el extremo parecía desaparecer entre las nubes. Intenté trepar, pero, como suele suceder en los sueños, mis pies resbalaban, parecían de gelatina; sentía el hierro frío en las manos. Aun así, anhelaba fervientemente descubrir qué había al otro lado.
En la palma de mi mano apareció una gran llave algo oxidada. Y a continuación me encontraba en un carruaje que ya había atravesado la verja. En una escena tomada de El Hombre de Barro, avanzaba por el sendero largo y sinuoso, a lo largo de los bosques trémulos, los puentes, hasta que por fin, en lo alto de la colina, divisé el castillo.
De pronto estaba dentro. El sitio parecía abandonado, vi pasillos cubiertos de polvo, cuadros torcidos, cortinajes descoloridos. Pero había algo más: el ambiente estancado, denso. Me sentí atrapada en un baúl guardado en un desván húmedo.
Entonces percibí un sonido susurrante, un crujido, un atisbo de movimiento. Al final del pasillo se encontraba Juniper, con el mismo vestido de seda que llevaba cuando visité el castillo. Incluso con la vaguedad propia de los sueños, sentí una profunda y dolorosa añoranza. Ella no dijo una palabra, pero supe que estábamos en octubre de 1941 y esperaba a Thomas Cavill. Detrás de Juniper apareció una puerta, por la que se accedía al salón principal. Se oía música, una melodía conocida.
La seguí. Entramos en el salón, donde estaba puesta la mesa. En el aire se percibía la ansiedad. Conté los sitios de los comensales. De alguna manera supe que uno de ellos había sido colocado para mí, otro para mi madre. Juniper decía algo, es decir, sus labios se movían, pero yo no podía distinguir las palabras.
Y de improviso me vi junto a una ventana que, siguiendo la lógica peculiar de los sueños, era al mismo tiempo la ventana de la cocina de mi madre. A través del cristal veía el cielo tormentoso y descubría un foso negro y brillante. Algo se movió, una oscura silueta comenzó a emerger. Mi corazón empezó a latir desbocado. Supe que era el Hombre de Barro. Me quedé petrificada, con los pies pegados al suelo. Pero cuando estaba a punto de gritar, el temor desapareció. Lo reemplazó una oleada de ternura, pena y un inesperado deseo.
* * *
Desperté sobresaltada, tratando de recordar mi sueño antes de que se desvaneciera. Desde los rincones de la habitación, imágenes difusas acechaban como espectros. Durante unos instantes permanecí inmóvil. El menor movimiento, cualquier atisbo de luz matinal podía disiparlas, como sucedía con la niebla. No quería dejarlas ir, todavía no. El sueño había sido vívido, la nostalgia, real y contundente. Me llevé la mano al pecho, casi sorprendida de que los golpes de mi corazón no hubieran dejado una magulladura.
Al cabo de un rato el sol brilló sobre el techo de Singer & Sons y se filtró por las aberturas de mi cortina. El hechizo del sueño se rompió. Suspiré, y al incorporarme vi la caja en el extremo de mi cama. Al ver aquellos sobres enviados a Elephant & Castle, reviví los hechos de la noche anterior y me invadió la súbita y clara sensación de culpa de quien se ha dado un banquete con los secretos de otra persona. Más allá del placer que me había causado descubrir la voz, las imágenes, las ideas de mi madre, y de las convincentes justificaciones que pudiera ofrecer —las cartas eran antiguas, habían sido escritas para que alguien las leyera, ella no tenía por qué saberlo—, no podía borrar de mi memoria la expresión de Rita cuando me entregó aquella caja y me dijo que disfrutara de la lectura. En su rostro se vislumbraba el triunfo: desde ese momento las dos compartíamos un secreto, establecíamos un vínculo que excluía a su hermana. La tierna sensación de coger la mano de aquella niña había desaparecido, dejando en su lugar un secreto remordimiento.
Debía confesar, pero hice un trato conmigo misma. Si lograba salir de casa sin toparme con mi madre, obtendría un día de gracia para reflexionar sobre la mejor manera de hacerlo. De lo contrario, haría una confesión detallada. Me vestí rápido, completé mi aseo sin hacer ruido y rescaté mi bolso de la sala. Todo marchaba de maravilla hasta que llegué a la cocina. Mi madre me esperaba junto al hervidor. Con la bata ajustada en la cintura un poco más abultada de lo normal, parecía un muñeco de nieve.
—Buenos días, Edie —dijo, mirando por encima del hombro.
Demasiado tarde para retroceder.
—Buenos días, mamá.
—¿Has dormido bien?
—Sí, gracias.
Traté de improvisar una excusa para zafarme del desayuno, pero mi madre me sirvió una taza de té y preguntó:
—¿Qué tal la fiesta de Samantha?
—Alegre, ruidosa —respondí sonriente—. Ya conoces a Sam.
—No te oí volver anoche. Te había preparado la cena.
—Oh…
—Veo que no…
—Estaba muy cansada.
—Por supuesto.
Yo era un ser canallesco y el desafortunado efecto del pudin en la silueta de mi madre le daba un aspecto totalmente vulnerable que hacía que me sintiera aún peor. Me senté delante de la taza de té, inspiré con decisión y dije:
—Mamá, tengo…
Mi madre soltó un «¡Ay!». Hizo una mueca de dolor, se chupó el dedo y luego lo agitó en el aire.
—El vapor, el hervidor nuevo —explicó, empezando a soplar en su dedo.
—Te traeré un poco de hielo.
—Agua fría será suficiente —dijo, abriendo el grifo—. Es la forma del pico. No sé para qué inventan nuevos diseños, los hervidores tradicionales funcionan a la perfección.
Inspiré de nuevo, pero solté el aire otra vez. Mi madre seguía hablando.
—Preferiría que se concentraran en algo útil. Un remedio para el cáncer, por ejemplo —comentó, y cerró el grifo.
—Mamá, hay algo que debo…
—Vuelvo enseguida. Le llevaré el té a tu padre antes de que suene la campanilla.
Mi madre subió por la escalera. La esperé, preguntándome qué le diría. Era improbable que confesando mi pecado obtuviera su indulgencia. No existe una manera agradable de decirle a otra persona que la hemos espiado por el ojo de la cerradura.
Hasta la cocina llegaba el rumor de la conversación entre mis padres. Luego oí que la puerta se cerraba y sus pasos por la escalera. Me puse de pie. Era absurdo apresurarse. Necesitaba más tiempo. De pronto vi a mi madre en la cocina.
—Supongo que su majestad no dará la lata durante quince minutos —dijo. Yo seguía de pie detrás de la silla, con la torpeza propia de un mal actor—. ¿Te marchas ya? Ni siquiera has tomado el té.
—Yo…
—Querías decirme algo, ¿verdad?
Levanté la taza y observé detenidamente el contenido.
—¿De qué se trata? —preguntó mi madre ajustándose el cinturón de la bata, con un ligero atisbo de preocupación en la mirada.
¿A quién trataba de engañar? Más reflexiones, algunas horas de retraso, nada podría cambiar la realidad. Dejé escapar un suspiro resignado.
—Tengo algo para ti.
Volví a mi habitación y busqué las cartas que había ocultado bajo la cama. Mi madre me esperaba en la cocina; una ligera arruga surcaba su frente. Puse la caja en la mesa.
—¿Pantuflas? —preguntó, frunciendo el ceño. Observó sus pies con un calzado similar, luego me miró—. Gracias, Edie, un par de pantuflas nunca está de más.
—No son…
Un recuerdo pareció irrumpir en su mente.
—Tu abuela solía usar este tipo de pantuflas —dijo sonriente, y me dirigió una mirada ingenua, imprevistamente alegre. No me sentí capaz de levantar la tapa y declarar que era una traidora—. ¿Lo sabías? ¿Por eso las compraste? Es increíble que todavía se encuentre esa clase de…
—Mamá, no son pantuflas. Por favor, abre la caja.
Mi madre sonrió con perplejidad, se sentó y acercó la caja. Me dedicó una mirada vacilante antes de abrirla y frunció el ceño al ver el montón de sobres descoloridos.
La sangre hervía en mis venas mientras observaba las emociones que delataba su rostro. Confusión, sospecha. Un grito ahogado indicó que los había reconocido. Más tarde, al recordarlo, pude precisar el instante en que la apresurada caligrafía del sobre se transformaba en una experiencia palpable. Percibí el cambio en su expresión. Una vez más, sus rasgos parecían los de aquella niña de casi trece años que había escrito la primera carta a sus padres para hablarles del castillo donde había descubierto quién era; mi madre había regresado al momento en que la escribía. Paseó la mano por los labios, la mejilla, luego se la llevó al cuello. Por fin, después de una eternidad, hurgó en la caja y tomó un puñado de sobres con cada mano. Mientras los agitaba, dijo, sin mirarme a los ojos:
—¿De dónde…?
—Rita.
Mi madre soltó un lento suspiro. Asintió, como si ya hubiera adivinado la respuesta.
—¿Sabes cómo las consiguió?
—Las encontró entre las cosas de la abuela.
—No puedo creer que las haya conservado —dijo mi madre, soltando una risa que revelaba asombro y algo de tristeza.
—Las escribiste para ella, no es sorprendente.
Mi madre sacudía la cabeza.
—Pero nuestra relación no era de ese tipo.
Recordé El libro de los mágicos animales mojados. Mi madre y yo tampoco teníamos una relación estrecha.
—Supongo que así se comportan las madres —opiné.
Ella cogía sobres del montón y los agitaba en el aire.
—Cosas del pasado. Cosas que me esforcé por dejar atrás —dijo, más para sus adentros que para mí—. Ahora no parece tener importancia…
Mi corazón se aceleró ante la perspectiva de una revelación.
—¿Por qué quieres olvidar el pasado?
Ella no respondió de inmediato. La fotografía, más pequeña que los sobres, se había deslizado —al igual que la noche anterior— y había caído sobre la mesa. Antes de levantarla, mi madre respiró profundamente y la recorrió con el pulgar. En su cara se dibujó el dolor.
—Ha pasado mucho tiempo, y aun así, a veces…
De pronto pareció recordar que yo estaba allí. Simuló mezclar distraídamente la foto entre las cartas, como si no tuviera importancia.
—Tu abuela y yo…, no era fácil. Éramos muy distintas, siempre lo fuimos, pero a partir de la evacuación se hizo más evidente. Nos peleamos y ella nunca me perdonó.
—Porque querías ir a la escuela secundaria.
En ese instante todo pareció detenerse, incluso el aire dejó de circular.
El rostro de mi madre revelaba su conmoción.
—¿Las has leído? ¿Has leído mis cartas? —preguntó con voz serena y ligeramente temblorosa.
Tragué saliva. Asentí con torpeza.
—¿Cómo te has atrevido a hacerlo? Son asuntos privados.
Mis justificaciones se hicieron trizas. La vergüenza inundó mis ojos. Todo se volvió borroso, incluida la cara de mi madre, que había perdido el color, solo en la nariz se veían unas pecas como aquellas de la niña de trece años.
—Quería saber.
—No te concierne. No tiene nada que ver contigo —dijo mi madre. Aferró la caja, la apretó contra su pecho y después de vacilar un segundo fue hacia la puerta.
«Sí, tiene que ver conmigo», dije para mis adentros. Y luego, en voz alta, añadí:
—Me mentiste.
Mi madre trastabilló.
—Acerca de la carta de Juniper, de Milderhurst: nosotras estuvimos allí…
Aunque vaciló al atravesar la puerta, no me miró, no se detuvo.
—… Lo recuerdo.
Me encontré a solas en la cocina, rodeada por el silencio glacial que llega cuando se ha roto algo frágil. En lo alto de la escalera una puerta se cerró.
* * *
Desde entonces habían transcurrido dos semanas. Nuestra relación aún era glacial. Observábamos las normas de urbanidad, por mi padre y porque era nuestro estilo. Asentíamos y sonreíamos, pero nos limitábamos a intercambiar frases tales como «¿Me alcanzas el salero?». Me sentía culpable y justa a la vez; orgullosa e interesada en la niña que amaba los libros tanto como yo; enfadada y herida por la mujer que se negaba a compartir conmigo un ápice de su verdadero ser.
Por encima de todo lamentaba haber hablado con mi madre de las cartas. Maldije a todos los que decían que la sinceridad era la mejor actitud. Empecé a revisar de nuevo los anuncios de alquileres y seguí adelante con la guerra fría. Pasaba en casa el tiempo indispensable. No era difícil, la edición de Fantasmas en Rommey Marsh me daba un motivo válido para trabajar durante muchas horas. Herbert estaba encantado con la compañía. Según decía, mi dedicación le recordaba a los «viejos tiempos», cuando, después de la guerra, Inglaterra volvía a ponerse en pie, y junto al señor Brown seleccionaba manuscritos y firmaba contratos.
Así fue como aquel sábado, después de visitar la biblioteca, con los artículos impresos bajo el brazo, miré el reloj y me percaté de que habían pasado unos minutos de la una. No regresé a casa. Mi padre estaba ansioso por conocer los resultados de la investigación, pero tendría que esperar hasta la sesión de lectura de aquella noche. Me dirigí a Notting Hill, alentada por la promesa de la bienvenida, la buena compañía y tal vez un improvisado almuerzo.