4

Percy no regresó a casa. Tampoco fue al salón parroquial a ordenar latas de carne. Más tarde Saffy la acusaría de haber olvidado deliberadamente que debía recoger a un evacuado, y si bien la acusación tenía algo de verdad, su ausencia en aquel lugar no tuvo relación con su hermana, sino con las habladurías de la señora Potts. Además, como le recordaría a su gemela, al final todo se había resuelto. Juniper, la querida e imprevisible Juniper, había pasado por delante del salón parroquial por casualidad, y así Meredith había llegado al castillo. Ella, que había abandonado la reunión del Servicio de Mujeres Voluntarias en una especie de estupor, olvidó su bicicleta y caminó por High Street con la cabeza alta y el paso firme, como quien lleva en el bolsillo una lista con las tareas que debe realizar antes de la cena. Sin dar la menor muestra de que era un alma en pena, un eco espectral de su antiguo ser. Nunca supo cómo llegó a la peluquería. Pero allí, precisamente, la llevaron sus pies.

Siempre había tenido el cabello largo y rubio. No era tan largo como el de Juniper ni tan rubio como el de Saffy. No le importaba. Nunca había sido la clase de mujer que se obsesiona con su pelo. Saffy llevaba el cabello largo porque era vanidosa. Juniper, porque no lo era y no prestaba atención al asunto. Percy conservaba ese peinado por el simple hecho de que su padre así lo deseaba. Las mujeres, y en especial sus hijas, debían ser hermosas, lucir largas melenas que cayeran en cascada por la espalda.

Percy se sobresaltó cuando la peluquera mojó su cabello y lo peinó hasta verlo húmedo y liso. Las hojas de la tijera susurraron en la nuca y el primer rizo cayó al suelo. Allí quedó, inerte. Ella se sintió ligera.

La peluquera se había sorprendido ante la petición de Percy, y le había preguntado una y otra vez si estaba segura de su decisión.

—Sus rizos son tan bonitos… —había dicho con tristeza—. ¿Está segura de que quiere cortárselos?

—Completamente.

—Pero no será la misma.

No. La idea le gustó. Sentada frente al espejo, aún en medio de su estupor, Percy había visto su imagen. Le había resultado perturbadora: una mujer madura que por las noches seguía enrollando el cabello en tiras de tela para conseguir los rizos juveniles que la naturaleza no le había dado. Semejante frivolidad era adecuada para Saffy, una romántica que se negaba a olvidar sus antiguos sueños y a aceptar que su caballero de brillante armadura no llegaría, que Milderhurst era y siempre sería su lugar. Pero era ridículo en Percy, la pragmática, la organizadora, la protectora.

Tenía que haberse cortado el pelo hacía muchos años. El estilo de moda era sencillo y suelto. Y aunque no podía asegurar que estaría mejor, cambiar de aspecto era suficiente. Con cada tijeretazo, algo dentro de ella se liberaba, una antigua idea a la que se había apegado sin saberlo. Por fin, la peluquera abandonó las tijeras y con cierta ingenuidad dijo:

—Listo, ¿le parece elegante?

Percy ignoró su irritante condescendencia y con cierto asombro coincidió en que tenía un aspecto elegante.

* * *

Meredith había esperado horas. Primero, de pie. Luego, sentada. Finalmente, tendida sobre el suelo de madera del salón parroquial de Milderhurst. A medida que el tiempo pasaba, la oleada de granjeros y mujeres del lugar se agotaba, la oscuridad comenzaba a acechar en las ventanas y Meredith se preguntaba cuál sería su horrendo destino si nadie la elegía. ¿Debería pasar las próximas semanas sola en ese inhóspito salón? Esa idea hizo que su visión se empañara.

Y entonces, en ese preciso instante, llegó ella. Entró como un ángel resplandeciente, como salida de un cuento, y la rescató del suelo frío y duro, como si gracias a una especie de magia o sexto sentido —algo que la ciencia aún no puede explicar— hubiera sabido que allí la necesitaban.

En realidad, Meredith no la vio entrar —ocupada como estaba en limpiar sus gafas con el dobladillo de la falda—, pero sintió un chisporroteo en el aire y percibió el silencio anormal que se produjo entre las mujeres parlanchinas.

—Señorita Juniper —dijo una de ellas mientras Meredith se ponía nuevamente las gafas y miraba la mesa de los refrescos—, qué sorpresa. ¿En qué podemos ayudarla? Tal vez busca a la señorita Blythe. Curiosamente, no la hemos visto desde el mediodía.

—He venido a buscar a mi evacuado —dijo la joven que aparentemente se llamaba Juniper, interrumpiendo a la mujer con un ademán—. No se levante. Allí la veo.

Comenzó a caminar, dejó atrás a los niños de la primera fila, y Meredith parpadeó varias veces, miró hacia atrás y descubrió que allí no quedaba nadie. Al girar la cabeza, aquella espléndida persona se encontraba ante ella.

—¿Nos vamos? —preguntó con espontaneidad, como si fueran viejas amigas y todo aquello estuviera planeado.

* * *

Percy había pasado horas junto al arroyo sentada sobre una piedra que el agua había alisado, haciendo barquitos con todo aquello que había podido encontrar. Regresó a la iglesia para recoger su bicicleta y partió rumbo al castillo. Después de un día caluroso la noche era fresca y el atardecer comenzaba a ensombrecer las colinas.

La desesperación había enmarañado sus ideas y mientras pedaleaba trataba de ordenarlas. La noticia del compromiso era devastadora, pero más doloroso era el ocultamiento. Durante todo ese tiempo —porque a la propuesta le había precedido un periodo de cortejo—, Lucy y Harry habían mantenido un romance furtivo, la habían evitado sin tener en cuenta ninguno de los dos que se trataba de su ama de llaves y su amante. La traición era un hierro candente en su pecho. Quería gritar, arañarse la cara y arañársela a ellos, hacerles tanto daño como ellos le habían hecho; bramar hasta quedarse sin voz; ser azotada hasta no sentir más dolor; cerrar los ojos y no tener que abrirlos otra vez.

Pero no lo hizo. Percy Blythe no se comportaba de esa manera.

La oscuridad seguía cayendo sobre los terrenos lejanos, más allá de las copas de los árboles. Una bandada de pájaros oscuros volaba hacia el Canal.

La pálida silueta de la luna apenas se distinguía en las sombras. Percy se preguntó desde dónde llegarían los bombarderos.

Suspiró, se llevó una mano a la nuca, ahora al descubierto; luego, mientras la brisa nocturna acariciaba su rostro, pedaleó con más fuerza. Harry y Lucy se casarían y nada podía hacer para evitarlo. El llanto no serviría, tampoco el reproche. No había remedio. Debía trazar un nuevo plan y ajustarse a él. Hacer lo necesario, como de costumbre.

Al llegar a la verja de Milderhurst Castle se desvió del camino hacia el puente destartalado y bajó de la bicicleta. Había pasado casi todo el día sentada, pero se sentía extrañamente cansada. El cansancio recorría sus huesos, sus ojos, sus brazos, llegaba hasta la punta de los dedos. Se sentía exhausta, como una goma elástica estirada hasta el límite que al ser liberada se vuelve frágil y deforme. Hurgó en su bolso en busca de un cigarrillo.

Percy recorrió los últimos metros a pie, fumando mientras llevaba la bicicleta a su lado. Se detuvo al distinguir la silueta del castillo, apenas visible, una negra fortaleza en el cielo azul oscuro. Ninguna rendija filtraba luz. Las cortinas estaban corridas; los postigos, cerrados. El apagón se cumplía al pie de la letra. Bien. No deseaba que Hitler dirigiera la atención a su casa.

Dejó la bicicleta en el suelo y se tendió junto a ella, sobre la hierba fresca. Fumó otro cigarrillo. Y otro más, el último. Giró hacia un costado y con el oído apoyado en el suelo escuchó, como su padre le había enseñado. Su familia y su hogar estaban cimentados con palabras, le había dicho más de una vez. En lugar de ramas, el árbol familiar tenía frases. Capas de ideas expresadas en poemas y dramas, prosa y ensayos políticos formaban el suelo del jardín. Siempre susurrarían en su oído cuando los necesitara. Antepasados a los que nunca conocería, que vivieron y murieron antes de que ella naciera, dejaron una infinita estela de palabras. Hablaban entre sí, le hablaban a ella desde la tumba. Nunca estaría sola.

Al cabo de un rato, Percy se puso de pie, recogió sus cosas y en silencio reanudó la marcha hacia el castillo. El ocaso había dado paso a la noche y la luna, bella y traidora, extendía sus pálidos dedos hacia el paisaje. Un valiente ratón pasó veloz por el césped bañado en plata. La hierba temblaba en las suaves colinas y más allá el bosque se mecía indiferente.

A medida que se acercaba, comenzó a oír voces. Las de Saffy y Juniper, y otra, una voz infantil, la de una niña. Después de vacilar un instante subió el primer peldaño, luego el siguiente; recordó haber atravesado mil veces esa puerta esperando con ansiedad el futuro, aquello que estaba por suceder, ese preciso momento.

A punto de abrir la puerta de su casa, con los altos árboles del bosque Cardarker como testigos, hizo una promesa. Ella era Persephone Blythe. Aunque no fueran muchos, en su vida había otros amores: sus hermanas, su padre y, por supuesto, su castillo. Era —aunque solo por unos minutos— la mayor, la heredera de su padre, la única que compartía con él su amor por las piedras, el alma, los secretos de su casa. Se repondría y seguiría adelante. Y desde ese momento, su deber sería garantizar que a ninguno de ellos le hiciesen daño. Haría lo que fuera necesario para protegerlos.