Milderhurst Castle, 4 de septiembre de 1939
Evidentemente, habría un truco para aplicar el pegamento y colocar las tiras de tela sin pringar tanto los cristales. La dama jovial —cintura estrecha, peinado impecable, agradable sonrisa— que mostraba la guía no parecía tener la menor dificultad para reforzar sus ventanas. Por el contrario, parecía auténticamente entusiasmada con la tarea. Sin duda, conservaría el mismo talante cuando cayeran las bombas. Saffy, en cambio, se sentía abrumada. Había comenzado en julio, cuando llegó el primer folleto del ministerio. Pero a pesar del sabio consejo incluido en el segundo —«¡No espere hasta el último momento!»—, creyó que aún era posible evitar la guerra y se dejó ganar por la pereza. El terrible anuncio del señor Chamberlain la obligó a reanudar la tarea. Treinta y dos ventanas ya estaban acondicionadas, solo tenía por delante un centenar. Se preguntó por qué, sencillamente, no había utilizado cinta adhesiva.
Después de pegar el extremo de una banda de tela, bajó de la silla. Retrocedió para observar su trabajo. Ladeó la cabeza y frunció el ceño al ver la cruz torcida. No era una obra de arte, pero aun así cumpliría con su cometido.
—Bravo —dijo Lucy, al entrar con la bandeja del té—. La «X» señala el blanco, ¿verdad?
—Espero que no. El señor Hitler debería saberlo: tendrá que vérselas con Percy si sus bombas se atreven a rozar el castillo —declaró Saffy, limpiándose las manos con una servilleta—. Me temo que este pegamento me tiene manía. No comprendo qué he hecho para ofenderlo, pero seguramente algo he hecho.
—Un pegamento malhumorado, ¡terrorífico!
—No es el único. Aparte de las bombas, después de lidiar con estas ventanas tendré que tomar un sedante.
—Tengo una idea… —dijo Lucy mientras servía el té. Dejó la frase en el aire y después de completar la segunda taza, prosiguió—: Ya le he llevado la comida a su padre, podría echarle una mano.
—Oh, mi querida Lucy, siempre tan servicial. Mi gratitud es infinita.
—No es necesario que me lo agradezca —replicó sonriente el ama de llaves—. He terminado con los trabajos de mi casa y tengo habilidad con el pegamento. Podría pegar mientras usted corta las tiras.
—¡Perfecto! —Saffy arrojó la servilleta en el sillón.
Aún tenía las manos pringosas, pero podía manejar las tijeras. Lucy le alcanzó una taza que ella recibió agradecida. Por un momento permanecieron en silencio, saboreando el primer sorbo. Habían adquirido el hábito de tomar el té juntas. Un rito sencillo, sin protocolo, sin necesidad de abandonar sus tareas. Simplemente encontraban la oportunidad de compartirlas en algún momento del día. Sabían que si Percy se enteraba, lo censuraría. Con el ceño arrugado y la mirada hosca, frunciría los labios y diría cosas como «Es inapropiado» y «Es necesario mantener las normas». Pero a Saffy le agradaba Lucy (en cierta forma eran amigas), y opinaba que compartir con ella una taza de té no podía causar daño alguno.
—Dime, Lucy —dijo, rompiendo el silencio, e indicando de esa manera que debían reanudar su labor—, ¿cómo te las arreglas con la casa?
—Muy bien, señorita Saffy.
—¿No te sientes sola?
Lucy y su madre habían vivido siempre juntas en su casita de las afueras. Y con toda seguridad, la muerte de la anciana había dejado un gran vacío.
—Me mantengo ocupada —respondió Lucy. Había dejado su taza en el alféizar y ya estaba aplicando una de las tiras con pegamento en el cristal. Por un instante Saffy creyó ver una sombra de tristeza en el rostro de su ama de llaves. Sintió que había estado a punto de hacer una grave confesión, y que finalmente se había arrepentido.
—Lucy, ¿te sucede algo?
—Oh, no tiene importancia. Es que echo de menos a mi madre…
—Por supuesto —dijo Saffy. A veces su parte más expansiva le decía que Lucy pecaba de excesiva discreción, pero sabía que la señora Middleton había sido una persona difícil—. ¿Solo eso?
—Lo que pasa es que me siento bien sin ninguna compañía —confesó, mirando de reojo a Saffy—. ¿Suena muy espantoso?
—En absoluto —respondió ella, sonriente. En realidad, le parecía maravilloso. Comenzó a imaginar el soñado apartamento en Londres, y se detuvo. No podía permitirse esas distracciones teniendo tanto trabajo por delante. Se sentó en el suelo, tomó las tijeras y comenzó a cortar las tiras de tela—. ¿Todo en orden ahí arriba?
—La habitación está ventilada, he cambiado las sábanas y…, espero que no le moleste, pero retiré el jarrón chino de su abuela. Lo olvidé la semana pasada, cuando guardamos los objetos valiosos. Ahora está a buen recaudo en el archivo, junto con los demás.
—Oh, ¿crees que podría romper cosas y causar estragos?
—No, solo pensé que es mejor prevenir que curar.
—Bien —asintió Saffy, cogiendo otro trozo de tela—, es muy prudente, y por supuesto, estoy de acuerdo. Tendría que haberlo previsto yo misma. De todos modos, creo que deberíamos poner un ramito de flores frescas en la mesilla de noche —dijo, suspirando—. Para levantarle un poco el ánimo. Tal vez uno de los jarrones de cristal de la cocina.
—Me parece muy apropiado. Me encargaré.
Saffy sonrió complacida. Pero de pronto surgió en su mente la imagen del niño evacuado que llegaría ese mismo día y sacudió la cabeza.
—Oh, Lucy, es espantoso.
—No lo creo, no es necesario que utilicemos la cristalería fina.
—No, me refiero a la idea en sí misma. Esos niños asustados, sus pobres madres, en Londres, sonriendo y saludando mientras sus hijos parten hacia lo desconocido. ¿Y para qué? Para despejar el terreno, para la guerra, para que lejos de su casa unos muchachos se vean obligados a matar a otros.
Lucy miró a Saffy con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—No debe pensar en eso ahora.
—Lo sé. No lo haré.
—Debemos mantener alta la moral.
—Por supuesto.
—Afortunadamente, hay personas como ustedes, que acogen a esos pobres niños. ¿A qué hora lo esperan?
Saffy dejó su taza vacía y agarró nuevamente las tijeras.
—Percy me ha dicho que el autobús llegará entre las tres y las seis. No tengo más datos.
—¿Ella hará la elección? —preguntó Lucy con cautela.
Saffy comprendió el motivo. Su hermana no era la persona más indicada para adoptar una actitud maternal.
Lucy llevó la silla hasta la ventana siguiente. Saffy la siguió presurosa.
—Solo así logré que accediera. Ya sabes cómo es cuando se trata del castillo. Teme que un monstruo impío arranque la decoración de las barandillas, dibuje garabatos en el papel pintado e incendie las cortinas. Me vi obligada a recordarle que estos muros llevan en pie cientos de años, han sobrevivido a las incursiones de normandos y celtas, y a Juniper. Un niño desamparado no es motivo de preocupación.
Lucy se rio.
—A propósito, ¿la señorita Juniper almorzará aquí? La vi salir temprano con el coche de su padre.
—También yo me lo pregunto —respondió Saffy, soltando las tijeras—. No sé qué tiene en mente Juniper desde… —La hermana mayor reflexionó un instante, apoyó la barbilla en las manos entrelazadas y las soltó con gesto teatral—. A decir verdad, no recuerdo haberlo sabido nunca.
—La señorita Juniper tiene muchas virtudes, aunque no la de ser previsible.
—Así es, sin duda —respondió Saffy con una sonrisa afectuosa.
Lucy titubeó. Bajó de la silla y se pasó los dedos por la frente. Un gesto curioso, anticuado, propio de una damisela a punto de desvanecerse. Saffy lo encontró divertido y pensó incorporar esa adorable costumbre a su novela. Era precisamente la actitud que podía adoptar Adele cuando un hombre la perturbaba.
—Señorita Saffy…
—Dime.
—Tengo que hablarle sobre un asunto más serio.
Lucy suspiró y no dijo más. Durante un instante angustioso Saffy temió que se tratara de una enfermedad, que el médico le hubiera dado una mala noticia. Sería la explicación de su reserva y de la tendencia a abstraerse que había notado últimamente en ella. Recordó que poco antes, al entrar una mañana en la cocina, vio a Lucy en la puerta de atrás con la mirada perdida en el horizonte, mientras los huevos seguían hirviendo más allá del punto de cocción que contentaba al señor Blythe.
—¿Qué sucede? —Con un gesto, Saffy indicó a su ama de llaves que tomara asiento junto a ella—. Estás pálida. Te traeré un vaso de agua.
Lucy negó con la cabeza y buscó un objeto donde apoyarse. Eligió el sillón más cercano.
Saffy se sentó en el diván.
—Voy a casarme. Es decir, alguien me ha propuesto matrimonio y he aceptado.
Por un momento Saffy creyó que su ama de llaves deliraba o al menos bromeaba. Era sencillamente absurdo. Lucy era totalmente de fiar; y desde que comenzara a trabajar en Milderhurst nunca había mencionado siquiera un nombre masculino, y mucho menos que saliera con un hombre. Y de pronto, sin más, se casaba. A esa edad. Era un poco mayor que ella, rondaba los cuarenta años.
Un pesado silencio había caído entre ambas. Saffy comprendió que debía decir algo, pero no logró pronunciar una palabra.
—Voy a casarme —repitió Lucy, esta vez con más lentitud y con cautela, como si ella misma tratara de acostumbrarse a la idea.
—Es una maravillosa noticia —dijo Saffy al fin—. ¿Quién es el afortunado? ¿Dónde os conocisteis?
—Nos conocimos aquí, en Milderhurst.
—Oh…
—Es Harry Rogers. Me casaré con él. Me lo ha pedido y he dicho que sí.
Harry Rogers. El nombre le resultaba vagamente familiar. Con toda seguridad, Saffy lo conocía, pero no podía relacionar el nombre con un rostro. Sintió que sus mejillas ardían de vergüenza y decidió disimularlo con una amplia sonrisa, esperando que fuera suficiente para demostrar su alegría.
—Nos conocemos desde hace años, por supuesto, porque él viene a menudo al castillo. Pero comenzamos a salir juntos hace un par de meses. Después de que el reloj de péndulo se averiara en primavera.
Harry Rogers. ¿Ese hombrecillo insignificante? A juzgar por lo que había visto, Saffy no podía decir que fuera apuesto ni galante. Mucho menos, inteligente. Era un hombre común, a quien solo le interesaba hablar con Percy sobre el estado del castillo y los mecanismos de los relojes. Aunque debía admitir que su hermana siempre se refería a él con cariño, hasta que ella le advirtió que si no ponía cierta distancia aquel hombre acabaría rendido a sus pies. De todas formas, no era el hombre indicado para Lucy, con su rostro agraciado y su risa alegre.
—Pero ¿cómo ha ocurrido? —La pregunta surgió involuntariamente. Lucy no pareció ofendida. Se apresuró a responder con toda franqueza. Saffy necesitaba oír su explicación para comprender cómo había sucedido algo semejante.
—Él había venido a ocuparse del reloj y yo me marchaba más temprano porque debía atender a mi madre. Así fue como nos encontramos, rumbo a la salida. Me ofreció llevarme a casa y acepté. Hicimos amistad y cuando mi madre murió… fue muy bondadoso, un auténtico caballero.
En silencio, las dos mujeres se entregaron a sus respectivas reflexiones. Más que sorpresa, Saffy sentía curiosidad, seguramente alimentada por la escritora que habitaba en ella. Se preguntaba qué clase de conversación habrían mantenido esas dos personas en el modesto coche del señor Rogers; de qué manera el gentil ofrecimiento de llevarla a su casa había concluido en un romance.
—¿Eres feliz?
—Oh, sí. Soy feliz —respondió Lucy sonriente.
—Entonces, también yo me siento enormemente feliz por ti —afirmó Saffy, obligándose a sonreír—. Debes invitarlo a tomar el té. Haremos una pequeña fiesta.
Lucy negó con la cabeza.
—Es muy amable por su parte, señorita Saffy, pero creo que no sería prudente.
—¿Por qué? —preguntó Saffy, aunque lo sabía perfectamente bien. Y se sintió avergonzada por no haber encontrado un modo más adecuado de confirmar la invitación. Lucy era una mujer muy sensata, incapaz de considerar la posibilidad de compartir la mesa con sus señores, especialmente con Percy.
—Preferimos no armar alboroto. No somos jóvenes. No será un largo noviazgo, no tiene sentido esperar, sobre todo teniendo en cuenta la guerra.
—Supongo que Harry, a su edad, no irá…
—Oh, no, nada de eso. Hará su contribución en la guardia del señor Potts. Harry combatió en la Primera Guerra, en Paschendaele, junto a mi hermano Michael…
En el rostro de Lucy apareció una nueva expresión, esta de orgullo, una ligera satisfacción mezclada con cierta inseguridad. Era producto de la novedad, del reciente cambio de su situación. Aún tenía que acostumbrarse a esa nueva persona, a la mujer que pronto se casaría, formaría parte de una pareja, tendría un hombre a su lado y, gracias a él, una posición respetable en la sociedad. Al menos eso imaginaba Saffy, poniéndose en su lugar. Para ella, si una persona merecía ser feliz, esa era Lucy.
—Me parece razonable. Y seguramente tendrás que tomarte algunos días antes y después de la boda…
—En realidad… —Lucy apretó los labios y miró más allá del hombro de Saffy—, de eso debo hablarle.
—Oh…
—Sí. —Lucy sonrió sin espontaneidad, sin alegría, y la sonrisa poco a poco se transformó en un suspiro—. Es algo incómodo, pero Harry prefiere…, es decir, cree que cuando nos casemos, será mejor que me ocupe de nuestra casa y encuentre una manera de colaborar durante la guerra. —Tal vez Lucy comprendió, al igual que Saffy, que la explicación no era suficiente y se apresuró a añadir—: En especial, si fuéramos bendecidos con un hijo.
Entonces Saffy comprendió. El gran velo había desaparecido. Todo aquello que parecía borroso se vio con nitidez: Lucy estaba tan enamorada de Harry Rogers como podía estarlo la propia Saffy. Se preguntó cómo no lo había imaginado desde el principio. Ahora resultaba evidente. De hecho, era la única explicación posible. Harry le había ofrecido la última oportunidad. ¿Qué mujer, en el lugar de Lucy, no habría tomado la misma decisión? Saffy tocó su medallón, el pulgar paseó por la cerradura, y la invadió una súbita afinidad, una oleada de afecto fraterno, de solidaridad hacia Lucy, tan fuerte que de pronto deseó contárselo todo, explicarle que ella sabía exactamente cómo se sentía.
Abrió la boca para hacerlo, pero las palabras no acudieron. Sonrió fugazmente, parpadeó y se asombró cuando las lágrimas amenazaron con deslizarse por sus mejillas. Lucy, entretanto, había apartado la mirada, buscaba algo en sus bolsillos. Saffy trató de recuperar la compostura. Miró hacia la ventana. Un pájaro negro planeaba en una invisible corriente de aire cálido.
Parpadeó de nuevo y la escena se empañó. El llanto era ridículo. Seguro que se debía a la guerra, la incertidumbre, las malditas ventanas.
—La echaré de menos, señorita Saffy. A todos. He pasado más de la mitad de mi vida en Milderhurst Castle. Siempre creí que terminaría mis días aquí…, aunque suene un poco morboso.
—Terriblemente morboso —dijo Saffy sonriendo entre lágrimas, aferrando otra vez el medallón. Ella también echaría de menos a Lucy, pero no era el único motivo de su llanto. Nunca volvió a abrir el medallón. No necesitaba la fotografía para ver su rostro. El rostro del hombre de quien se había enamorado; el hombre que se había enamorado de ella. Tenían el futuro por delante, todo era posible. Hasta que alguien se lo arrebató.
Lucy lo ignoraba. Y si lo sabía, si a lo largo de los años había descubierto indicios y los había relacionado para comprender la triste realidad, tuvo la delicadeza de no mencionarlo jamás. Tampoco en ese momento.
—Nos casaremos en abril —anunció, sacando de su bolsillo un sobre. Saffy lo cogió, supuso que se trataba de la carta que notificaba su renuncia—. En primavera, en la iglesia del pueblo. Será una boda sencilla. Desearía quedarme hasta entonces, pero creo que… —Las lágrimas se agolparon ahora en los ojos de Lucy—. Lamento de verdad no haber avisado con más tiempo, en esta época no será fácil encontrar quien la ayude.
—Tonterías —respondió Saffy. Sintió un escalofrío y de pronto advirtió que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las secó y observó las manchas de maquillaje que dejaban en el pañuelo—. Por Dios, debo de tener un aspecto terrible —dijo sonriendo—. No te disculpes, no pienses en ello un segundo más y no llores. El amor no debe ser motivo de lágrimas, sino de celebración.
—Sí —dijo Lucy. Su tono era por completo ajeno al de una mujer enamorada—. Es hora de continuar.
Saffy no fumaba, no toleraba el olor y el sabor del tabaco, pero en aquel momento habría deseado hacerlo. No sabía en qué ocupar sus manos. Tragó saliva, se irguió, y como solía hacer cuando debía mostrarse fuerte, fingió ser Percy.
Oh, Dios. Percy.
—Lucy…
El ama de llaves, que estaba recogiendo las tazas vacías, se volvió hacia ella.
—¿Percy está al tanto de que nos abandonas?
Lucy sacudió la cabeza. Su rostro palideció.
—Tal vez yo pueda… —propuso Saffy, con un nudo en el estómago.
—No —replicó Lucy con una valiente sonrisa—. Debo hacerlo yo misma.