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Milderhurst, 4 de septiembre de 1939

La bicicleta había pasado casi dos décadas en el establo, cubriéndose de telarañas. Percy tenía la certeza de que estaría ridícula montada en ese vehículo. Llevaba el cabello recogido con una cinta elástica y la falda apretada entre las rodillas. Aunque atentara contra su elegancia, el ciclismo no afectaría a su recato.

El párroco le había advertido sobre el riesgo de que los ciclistas cayeran en manos enemigas, pero ella siguió adelante con la idea de resucitar aquella reliquia. Si los rumores eran ciertos, si el gobierno se preparaba para tres años de guerra, el combustible sería racionado. Debía encontrar un medio de transporte. La bicicleta había pertenecido a Saffy, pero ella había dejado de usarla hacía tiempo. Percy la había desempolvado y se había ejercitado en lo alto del sendero hasta que logró equilibrarla con soltura. No imaginaba que disfrutaría con ello, y se preguntó por qué nunca había tenido su propia bicicleta, por qué había esperado hasta convertirse en una mujer madura, con incipientes canas, para descubrir ese placer. Porque era un placer sentir la brisa en las mejillas mientras pasaba junto a los setos, en particular durante aquellos calurosos días de finales del verano.

Percy subió la colina y luego, sonriendo, bajó la pendiente. El paisaje se teñía de dorado, en los árboles las aves cantaban y el calor estival llenaba el aire. Septiembre en Kent. Parecía increíble que el anuncio del día anterior no fuera solo una pesadilla. Tomó un atajo a través de Blackberry Lane, siguió el perímetro del lago y luego bajó de su bicicleta para recorrer a pie el estrecho tramo que bordeaba el arroyo.

Poco después de entrar en el túnel dejó atrás a la primera pareja; parecían algo mayores que Juniper y llevaban sus máscaras antigás colgadas al hombro. Caminaban cogidos de la mano y hablaban en voz baja, mirándose a los ojos. Su presencia pasó casi inadvertida.

De pronto apareció otra pareja, similar a la anterior, e incluso una tercera. Percy saludó con una inclinación de cabeza y de inmediato se arrepintió. La chica le dirigió una tímida sonrisa. La tierna mirada que a continuación intercambiaron los novios ruborizó a Percy, se sintió absolutamente indiscreta. Blackberry Lane siempre había sido el lugar preferido por los enamorados, también cuando ella era joven, y sin duda desde mucho antes. Bien lo sabía Percy, durante años su propia aventura amorosa se había desarrollado bajo el más estricto secreto, tanto más porque no existía la posibilidad de que fuera legalizada con el matrimonio.

Habría podido hacer elecciones más convenientes, sentirse atraída por hombres apropiados, con quienes habría sido posible mostrarse en público sin riesgo a exponer a su familia al ridículo. Pero el amor no era sensato, al menos para ella: era indiferente a las normas sociales, al decoro y al sentido común. Y aun cuando su pragmatismo era motivo de orgullo, no pudo resistirlo, de la misma forma que no podía dejar de respirar. En consecuencia, se había entregado a su amor, se había resignado a las miradas furtivas, las cartas secretas, las escasas y deliciosas citas.

Percy avanzaba con las mejillas ardientes. No era extraño que sintiera una especial afinidad con aquellos jóvenes enamorados. A continuación, caminó con la cabeza gacha, concentrada en el suelo tapizado de hojas, ignorando a las personas que encontraba a su paso. Por fin salió al camino, montó de nuevo su bicicleta y se dirigió al pueblo. Le pareció increíble que la maquinaria de guerra se hubiera puesto en marcha en un mundo tan hermoso y sereno, mientras los pájaros cantaban en los árboles, las flores coloreaban los campos y palpitaban los corazones enamorados.

* * *

Meredith comenzó a sentir deseos de orinar cuando a través de la ventanilla aún veía pasar los tristes edificios de Londres, grises por el hollín. Apretó las piernas, levantó la maleta y la puso sobre sus rodillas. Se preguntó adónde se dirigían y cuánto tardarían en llegar. Se sintió tensa y cansada. Ya había comido todos los sándwiches de mermelada que su madre había preparado, y aunque no tenía apetito, el tedio y la incertidumbre le hicieron recordar que también había guardado en la maleta una bolsa de galletas de chocolate. Abrió las cerraduras y levantó la tapa apenas lo suficiente para espiar en su interior y tantear el contenido. Habría podido hacerlo con comodidad, pero prefirió no alertar a Rita.

Allí estaba el abrigo ligero que su madre había cosido por las noches. A la izquierda, una lata de leche condensada, que, según las estrictas instrucciones recibidas, debía regalar a sus anfitriones. Debajo, media docena de paños higiénicos; su madre había insistido en que los llevara; Meredith se había sentido avergonzada, casi humillada ante su argumento:

—Existe la posibilidad de que te hagas mujer mientras estás lejos de casa. Rita podrá ayudarte, pero debes estar preparada.

Rita había sonreído. Meredith había sentido un escalofrío y había deseado ser una rara excepción biológica.

Acarició la suave tapa de su cuaderno y entonces, ¡bingo! Debajo se escondía la bolsa de papel llena de galletas. Aunque el chocolate estaba algo derretido, logró separar una y, dando la espalda a Rita, comenzó a mordisquearla.

En el asiento de atrás uno de los chicos había comenzado a recitar unos versos que invitaban a los ciudadanos a formar parte del Servicio de Prevención de Ataques Aéreos, y Meredith dirigió su mirada a la máscara antigás. Se llevó a la boca el trozo de galleta restante y limpió las migas que habían caído sobre la caja. La máscara tenía un horrible olor a caucho y arañaba espantosamente la piel. A regañadientes, Rita, Ed y Meredith habían prometido que siempre la llevarían consigo. Más tarde, Merry había oído a su madre cuando confesaba ante la señora Paul que prefería morir a causa de los gases a tolerar la asfixiante sensación que provocaban aquellas máscaras. En ese momento decidió que perdería de vista la suya tan pronto como surgiera la oportunidad.

De repente vio personas que desde sus pequeños jardines los saludaban al paso del tren. Chilló cuando sintió el pellizco de Rita.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó, frotándose el brazo dolorido.

—Esas buenas personas solo buscan diversión —dijo su hermana—. Haz lo que esperan de ti, dedícales algunos sollozos.

* * *

Por fin dejaron atrás la ciudad. Aparecieron los verdes campos. El convoy traqueteaba por las vías, aminoraba la marcha al pasar por las estaciones, pero debido a que se habían quitado los carteles, era imposible saber dónde se encontraban. Meredith durmió un rato. Lo supo cuando el ruido del tren deteniéndose la despertó bruscamente. El paisaje no había cambiado, solo se veían bosquecillos en el horizonte, pájaros en el cielo azul. Por un instante creyó que el tren cambiaría de dirección y regresarían a casa: los alemanes habían comprendido que Gran Bretaña no valía la pena, la guerra había terminado y ya no era necesario que los niños abandonaran sus hogares.

No fue así. Al cabo de otra larga espera, durante la cual Roy Stanley vomitó más piña en conserva a través de la ventanilla, recibieron la orden de bajar del vagón y formar una fila. Todos los niños fueron vacunados y se les sometió a una revisión en busca de piojos. Luego todos volvieron al tren, que siguió su camino. No tuvieron oportunidad de usar un baño.

Durante un rato el vagón permaneció en silencio. Ni siquiera los bebés lloraban, de lo agotados que estaban. Viajaron mucho tiempo sin detenerse. A Meredith le asombraba que Inglaterra fuera tan grande. Se preguntó si en algún momento el tren llegaría al borde de un precipicio. Entonces se le ocurrió que tal vez todo aquello era una gran conspiración, que el conductor era un malvado alemán y se daría a la fuga con los niños ingleses. Sin embargo, la teoría tenía sus incoherencias; por ejemplo, cabía preguntarse para qué necesitaba Hitler millones de nuevos ciudadanos que aún se meaban en la cama. Pero Meredith estaba exhausta, sedienta, triste, era incapaz de encontrar la respuesta. Apretó más las piernas y comenzó a contar las infinitas parcelas que desfilaban ante sus ojos, sin saber dónde, en qué terminaría aquella travesía.

* * *

Cada casa tiene un corazón, que ama, que se llena de alegría, que sufre. El corazón de Milderhurst era grande y poderoso y latía —con más o menos fuerza, más rápido o más lento— en el pequeño aposento de la torre. Allí, un lejano antepasado de Raymond Blythe había escrito sonetos para la reina Isabel; desde allí una tía abuela había huido para pasar una dulce temporada con Lord Byron; en aquel alféizar de ladrillo se había quedado el zapato de su madre cuando saltó desde la tronera y encontró la muerte en el soleado foso, seguida por una fina hoja de papel donde flotaba su último poema.

De pie, junto al gran escritorio de roble, Raymond cargó su pipa con una pizca de tabaco fresco, y luego añadió otro poco. Después de la muerte de Timothy, el menor de sus hermanos, su madre se había recluido en la torre, envuelta en su ardiente dolor. Desde la gruta, el jardín o el lindero del bosque, él solía ver junto a la ventana la silueta de su pequeña cabeza, que miraba el campo, el lago: el rostro de marfil —similar al del broche que llevaba— que había heredado de su madre, aquella condesa francesa que Raymond no había conocido. Pasaba días enteros saltando entre las plantaciones de lúpulo y trepaba al tejado del granero con la esperanza de que ella lo viera, se preocupara y le gritara que bajara de allí. Pero nunca lo hizo. Siempre era la niñera quien le ordenaba regresar a casa al final del día.

Pero aquello había ocurrido mucho antes, él era un viejo tonto perdido en sus recuerdos. Su madre fue una poetisa admirada en su época y en torno a ella comenzaron a forjarse mitos: el susurro de la brisa estival, la promesa del sol reflejado en una pared blanca… Mamá… Ni siquiera podía recordar su voz.

Ahora esa habitación le pertenecía. Raymond Blythe: el rey del castillo. Era el hijo mayor y, junto con los poemas, el legado más importante que su madre había dejado. Un verdadero escritor, respetado y —era la verdad, no permitía que la humildad lo avasallara— de cierta fama, tal como ella lo había sido en su momento. Se preguntó si al convertirlo en heredero del castillo y de su pasión por la escritura adivinaba que él lograría satisfacer sus expectativas, que en algún momento contribuiría a aumentar el prestigio de su familia en los círculos literarios.

De pronto Raymond sintió dolor en su rodilla enferma, la apretó con fuerza y estiró la pierna hasta que la tensión cedió. Se acercó cojeando a la ventana y apoyado en el alféizar encendió una cerilla. Era un día perfecto y mientras aspiraba su pipa entrecerró los ojos para mirar el campo, el sendero, el parque, la trémula silueta del bosque Cardarker, las majestuosas arboledas de Milderhurst. Aquellos árboles sabían su nombre, le habían pedido que regresara de Londres; lo habían llamado cuando se encontraba en el campo de batalla, en Francia.

¿En qué se transformaría ese lugar cuando él ya no estuviera? Su médico había dicho la verdad. Raymond lo sabía, era viejo, no estúpido. Y aun así, no podía creer que alguna vez dejaría de ser el amo del paisaje que se desplegaba ante sus ojos, que el apellido y el legado de la familia Blythe morirían con él. No obstante, era responsabilidad suya. Tenía que haberse casado otra vez, encontrar una mujer capaz de darle un hijo varón. En los últimos tiempos el asunto de la herencia ocupaba buena parte de sus pensamientos.

Raymond aspiró su pipa de un modo levemente burlón, como si se encontrara en compañía de un viejo amigo cuyos comentarios le aburrieran. Era un melodramático, un viejo sentimental. Tal vez a todos los hombres les agrada creer que su ausencia causará un colapso. Al menos a los hombres orgullosos como él. Debía andar con cautela. Tal como advertía la Biblia, la soberbia precede a la ruina. Por otra parte, no necesitaba un hijo, tenía tres hijas y ninguna de ellas era el tipo de mujer que soñaba con el matrimonio. Y tenía a la Iglesia, su nueva Iglesia. El sacerdote había dicho que los hombres que honran generosamente a la Iglesia católica serán merecedores de eterna recompensa. El astuto padre Andrews sabía que Raymond podía conseguir tanta benevolencia divina como deseara.

Dio otra calada a su pipa, contuvo el humo un instante, antes de exhalar. El padre Andrews le había explicado por qué lo acosaban los fantasmas; y también qué debía hacer para exorcizar al demonio. Aquello era el castigo por su pecado. Sus pecados. No había sido suficiente con el arrepentimiento, la confesión, ni siquiera con la flagelación. Raymond había cometido un delito muy grave.

Pero ¿podía entregar el castillo a unos extraños, aunque lo hiciera para acabar con el funesto demonio? ¿Qué sucedería con los susurros, las horas distantes atrapadas entre sus piedras? Su madre habría dicho que el castillo debía seguir en manos de la familia Blythe. ¿Se atrevería a decepcionarla? Tenía una sucesora natural, Persephone, la mayor y más fiable de sus hijas. Aquella mañana la había visto partir en su bicicleta. La había observado cuando se detuvo junto al puente para revisar los pilares, tal como él le había enseñado. Era la única que amaba el castillo casi tanto como él mismo. Afortunadamente, nunca había encontrado marido y, con toda seguridad, no sucedería en el futuro. Al igual que las estatuas del jardín, formaba parte del castillo. Jamás le haría daño. Raymond sospechaba que —al igual que él— Percy era capaz de estrangular con sus propias manos a quien se atreviera a mover una sola piedra de Milderhurst.

Entonces oyó el ruido de un motor, un coche. Cesó tan de repente como había comenzado. Una pesada puerta de metal se cerró. Alargó el cuello para ver más allá del alféizar. El viejo Daimler. Alguien lo había conducido desde el garaje hasta el sendero y lo había dejado allí. Una silueta atrajo su atención. Un hada pálida, su hija Juniper, se deslizaba desde la escalinata de la entrada hacia el asiento del conductor. Raymond sonrió con una mezcla de dicha y perplejidad. Era un animalito atolondrado, pero lo que esa niña frágil y lunática era capaz de hacer con veintiséis simples letras, la manera en que podía combinarlas, era sencillamente extraordinaria. Si hubiera sido más joven, se habría sentido celoso…

Otro ruido. Más cerca. Allí dentro.

¡Shhh! ¿Puedes oírlo?

Petrificado, Raymond escucha.

Los árboles pueden. Son los primeros en saber que se acerca.

Pasos en el descansillo de la escalera. Suben, se acercan a él. Deja la pipa en el alféizar. Su corazón galopa.

¡Escucha! Los árboles del bosque profundo y oscuro se estremecen, agitan sus hojas como envoltorios de plata gastada, susurran que algo está a punto de suceder.

Raymond trató de serenarse. La hora había llegado. El Hombre de Barro había venido, por fin, en busca de venganza. Tal como debía suceder.

No podía salir de la habitación. El demonio esperaba en la escalera. Solo podía escapar por la ventana, como una flecha, como lo hiciera su madre.

—¡Señor Blythe!

La voz se acercaba. Raymond se preparó. El Hombre de Barro era astuto, podía engañarlo. Con la piel de gallina se esforzó por oír más allá de su agitada respiración.

—Señor Blythe…

El demonio pronunciaba su nombre otra vez, ahora más cerca. Raymond se acurrucó, tembloroso, detrás del sillón. Sería un cobarde hasta el final. Los pasos siguieron, regulares, llegaron a la puerta, se oyeron sobre la alfombra, cada vez más cerca. Apretó los párpados, se llevó las manos a la cabeza. Aquel ser ya estaba junto a él.

—Oh, pobre Raymond. Ven aquí, dame la mano. Lucy te ha traído una sopa deliciosa.

* * *

En los suburbios del pueblo, a ambos lados de High Street, los álamos formaban hileras gemelas, como soldados fatigados. Percy pasó veloz junto a ellos. Advirtió que de nuevo llevaban uniforme: los troncos estaban pintados de blanco; también los bordillos, y las llantas de muchos automóviles. Finalmente el anunciado apagón había comenzado a realizarse la noche anterior: media hora después de la caída del sol, el alumbrado de las calles se apagó, las ventanas se cubrieron con gruesas cortinas y se prohibió la circulación de vehículos con los faros encendidos. Después de cerciorarse de que su padre se encontraba bien, Percy había subido a lo alto de la torre y desde allí había mirado más allá del pueblo, en dirección al Canal. Sin más luz que el resplandor de la luna, había sido presa de una siniestra sensación. La misma que habrían experimentado los habitantes del lugar siglos atrás, cuando el mundo era mucho más oscuro, cuando ejércitos de caballeros atravesaban esos campos, resonaban los cascos de los caballos y los guardias del castillo se aprestaban a defenderlo.

Se apartó al ver que el señor Donaldson avanzaba en dirección a ella, aferrado al volante, con los codos pegados al cuerpo y la cara contraída mientras detrás de las gafas sus ojos trataban de enfocar el camino. Su rostro se iluminó cuando reconoció a Percy, levantó la mano para saludarla y el coche se desvió aún más. Refugiada en la hierba, ella contestó al saludo y con cierta preocupación siguió el zigzagueante recorrido del señor Donaldson rumbo a su casa en Bell Cottage. ¿Qué haría cuando cayera la noche? Suspiró. Más que las bombas, la oscuridad acabaría con sus vecinos.

* * *

Para quien ignorara el anuncio del día anterior todo habría sido normal en Milderhurst. Sus habitantes seguían comprando comida, conversaban a la salida de la oficina de correos, se ocupaban de sus asuntos cotidianos. Y aunque no se oían lamentos ni chirriaban los dientes, había algo más sutil y, tal vez por eso, más triste. La guerra inminente era visible en la mirada ausente de los más ancianos, en aquella expresión sombría que no era miedo, sino dolor. Porque ellos lo sabían, habían pasado la guerra anterior y recordaban a los jóvenes que había partido, entusiastas, y no habían regresado. Y aquellos que, como su padre, habían vuelto, pero habían dejado en Francia una parte de sí que jamás podrían recuperar; aquellos que de vez en cuando, con los ojos húmedos y los labios pálidos, suspiraban y susurraban reviviendo momentos que no podían compartir y tampoco olvidar.

Percy y Saffy habían escuchado en la radio el anuncio del primer ministro Chamberlain y el himno nacional.

—Supongo que tendremos que decírselo —dijo Saffy.

—Sí.

—¿Lo harás tú?

—Por supuesto.

—Elige el momento apropiado, para que pueda aceptarlo.

—Sí.

Durante semanas habían evitado mencionar a su padre la posibilidad de una guerra. Sus recientes delirios habían rasgado el delgado velo que lo conectaba con la realidad. Su razón oscilaba como el péndulo del reloj. Por momentos hablaba con absoluta cordura sobre el castillo, la historia o las grandes obras de la literatura y de pronto se escondía detrás de los sillones, sollozaba temeroso imaginando fantasmas o riendo como un niño travieso, invitaba a Percy a remar en el arroyo: conocía el mejor lugar para recoger huevos de sapo y solo se lo enseñaría si era capaz de guardar el secreto.

Durante el verano anterior a la Gran Guerra, cuando tenían ocho años, con la ayuda de su padre, Percy y Saffy habían traducido Sir Gaiwan y el caballero verde. Mientras él leía el poema original en inglés medieval, Percy cerraba los ojos y dejaba que aquellos mágicos sonidos, aquellos antiguos susurros la envolvieran.

—Gaiwan percibía a los etaynes that hym anelede, los «seres que lo acechaban». ¿Sabes de qué se trata, Persephone? ¿Has oído alguna vez las voces de tus ancestros susurrando desde las piedras? —preguntaba su padre. Ella asentía, se acurrucaba más cerca de él, y cerraba los ojos para seguir escuchando.

En aquel entonces todo era sencillo. Querer a su padre también. Era un hombre fuerte, de casi dos metros de estatura, y habría hecho cualquier cosa para conseguir su aprobación. Muchas cosas habían sucedido desde aquella época y ahora le resultaba casi inaceptable que su rostro de anciano adoptara aquella ávida expresión infantil. No lo confesaba, jamás se lo habría dicho a Saffy, pero no toleraba verlo en una de sus «fases regresivas», como las había denominado el médico. El pasado no la dejaba en paz. La nostalgia se convertía en un grillete. Una ironía, porque Percy Blythe no era sentimental.

Enredada en una involuntaria melancolía, condujo su bicicleta por el tramo que la separaba de la iglesia y la apoyó en la fachada de madera, evitando estropear el parterre del párroco.

—Buenos días, señorita Blythe.

Percy sonrió. Era la señora Collins. Aquella mujer, que debido a una inexplicable curvatura del tiempo parecía anciana desde hacía treinta años, llevaba la bolsa de punto colgada en un brazo y sostenía una esponjosa tarta Victoria.

—Oh, señorita Blythe —dijo, sacudiendo afligida sus rizos plateados—, ¿habría imaginado que llegaríamos a esto? Otra guerra…

—Supongo que no, señora Collins. En realidad, nunca lo imaginé, pero debo decir que, conociendo la naturaleza humana, no me sorprende.

—Pero otra guerra, todos esos chicos…

La señora Collins había perdido a sus dos hijos en la Gran Guerra, y aunque Percy no tenía hijos, sabía lo que era amar ardientemente. Con una sonrisa recibió la tarta de las temblorosas manos de su vieja amiga y, tomándola del brazo, le dijo:

—Vamos, querida. Entremos y busquemos una silla.

El Servicio de Mujeres Voluntarias había resuelto reunirse en el salón contiguo a la iglesia para hacer sus labores de costura. De acuerdo con la opinión de sus miembros más influyentes, el salón parroquial, con suelo de madera y desprovisto de decoración, era más apropiado para recibir a los evacuados. Percy vio aquel enjambre de mujeres que en torno a las improvisadas mesas instalaban máquinas de coser y desplegaban grandes retales de tela con los que harían prendas y sábanas para los evacuados, vendas y apósitos para los hospitales. Se preguntó cuántas de ellas abandonarían la tarea una vez que se agotara el entusiasmo inicial. De inmediato se reprendió por ser tan poco piadosa. Y poco crítica, porque sabía que ella misma se disculparía tan pronto como encontrara otra manera de colaborar. No sabía coser y estaba allí porque todos tenían el deber de colaborar, y las hijas de Raymond Blythe no podían faltar a ese deber.

Percy ayudó a la señora Collins a tomar asiento frente a una mesa de tejedoras, donde la conversación, como era previsible, giraba en torno a los hijos, hermanos y sobrinos que serían reclutados. Luego fue a la cocina, donde dejó la tarta Victoria, evitando a la señora Caraway, porque su habitual expresión presagiaba un encargo desagradable.

—Gracias, señorita Blythe. —La señora Potts, de la oficina de correos, tendió la mano para agarrar la tarta y le echó un vistazo—. Es espléndida, muy esponjosa.

—Es una gentileza de la señora Collins. Solo soy su mensajera —dijo Percy, tratando de escabullirse, pero la señora Potts, diestra en trampas verbales, lanzó rápidamente su red.

—La echamos de menos el viernes en el entrenamiento del Servicio de Mujeres Voluntarias.

—Tenía otro compromiso.

—Qué pena. El señor Potts siempre dice que interpreta maravillosamente el papel de víctima.

—Es muy amable.

—Y nadie puede accionar una bomba de mano con tanta energía.

Percy esbozó una leve sonrisa. El servilismo nunca le había aburrido tanto.

—Y dígame, ¿cómo está su padre? —Una gruesa capa de codiciosa simpatía cubrió la pregunta y Percy contuvo el deseo de arrojar la maravillosa tarta de la señora Collins a la cara de la señora de correos—. Según he oído, no se encuentra bien.

—Está muy bien, gracias por su interés, señora Potts.

De pronto volvió a su mente la imagen de su padre, unas noches antes. Corría en bata por el pasillo; al llegar a la escalera se agachó y, llorando como un niño asustado, dijo que el Hombre de Barro se acercaba a la torre, venía a buscarlo. El doctor Bradbury le había recetado medicamentos más potentes, pero el paciente había pasado horas temblando, negándose a tomarlos, hasta que por fin se había dormido.

—Un pilar de nuestra comunidad —afirmó la señora Potts con un apenado temblor—, es triste que la salud empiece a declinar. Pero afortunadamente tiene a su hija para ocuparse de las obras de caridad, en especial cuando el país está en estado de alerta. Los habitantes del pueblo miran hacia el castillo en momentos inciertos, siempre lo han hecho.

—Es muy amable, señora Potts, haremos lo que esté a nuestro alcance.

—Supongo que la veré esta tarde en el salón parroquial, el comité de evacuación necesitará ayuda.

—Allí estaré.

—Yo he estado allí por la mañana, ordenando latas de leche condensada y carne en conserva. Le daremos una a cada niño. No es mucho, pero con la escasa ayuda que recibimos de las autoridades no podemos ofrecer nada mejor. Y toda ayuda es bienvenida, ¿verdad? Me han dicho que planean acoger a un niño. Una acción muy noble. El señor Potts y yo hablamos sobre el asunto, claro está, y ya me conoce, me encantaría ayudar, pero la alergia de mi pobre Cedric… —la señora Potts se encogió de hombros a modo de disculpa—, en fin, no lo resistiría —explicó. Luego se inclinó hacia ella y, golpeándose la punta de la nariz, agregó—: Tan solo debe tener en cuenta que los niños que vienen del este de Londres tienen costumbres diferentes de las nuestras. Sería aconsejable que consiguiera unos libros de Keating y un buen desinfectante antes de permitir que uno de ellos entre en el castillo.

A pesar de que Percy albergaba sus propios temores con respecto al carácter de su futuro huésped, la sugerencia de la señora Potts le resultó absolutamente desagradable. Para ahorrarse una respuesta, cogió de su bolso el paquete de cigarrillos y encendió uno.

La señora Potts no se amedrentó.

—Y supongo que ya se ha enterado de la otra noticia.

—¿Cuál es, señora Potts? —preguntó Percy, impaciente por librarse de ella.

—Seguramente ya lo saben en el castillo con más detalle que cualquiera que nosotros.

Naturalmente, en ese momento el salón quedó en silencio y todas las mujeres allí reunidas miraron a Percy. Ella se esforzó por ignorarlas.

—¿Los detalles acerca de qué? —dijo, tratando de no mostrar su irritación—. No sé de qué habla.

La chismosa abrió los ojos con exageración y al ver que había atraído el interés del auditorio, su rostro resplandeció:

—Las noticias acerca de Lucy Middleton, por supuesto.