De nuevo en casa

Así fue como, a los treinta años, me convertí en una mujer soltera que vive con sus padres en la casa donde se crio. En el mismo dormitorio de la infancia, la misma cama de un metro y ochenta centímetros junto a la ventana que mira a la funeraria Singer & Sons. Un avance, si lo comparábamos con mi situación más reciente. Adoro a Herbert y puedo dedicarle mucho tiempo a la querida Jess, pero Dios me libre de tener que compartir su sofá otra vez.

La mudanza fue bastante sencilla. Dado que era una situación temporal —tal como informé—, parecía razonable dejar las cajas en casa de Herbert. Hice una sola maleta y cuando llegué descubrí que en diez años el hogar familiar prácticamente no había cambiado.

La casa de Barnes fue construida en los años sesenta. Mis padres la compraron cuando mi madre estaba encinta y fueron ellos quienes la estrenaron. Su mayor rareza consiste en que allí no hay absolutamente nada colocado al azar. En casa de los Burchill todo tiene su sistema: múltiples cestas en el lavadero; paños de colores clasificados en la cocina; un bloc junto al teléfono con un lápiz que jamás se pierde, ningún sobre con garabatos, direcciones y los nombres a medio escribir de las personas que han telefoneado. Impecable. No es sorprendente que hubiera albergado la sospecha de ser hija adoptiva.

Incluso la limpieza del desván que mi padre había emprendido no generaba más que un mínimo desorden: alrededor de dos docenas de cajas con la lista de su contenido pegada en la tapa y aparatos electrónicos de treinta años de antigüedad en sus cajas originales. Por supuesto, no podían seguir eternamente en el pasillo. Puesto que mi padre estaba convaleciente y mis fines de semana estaban totalmente libres, era natural que yo asumiera esa tarea. Trabajé como un soldado y solo fui víctima de la distracción en una ocasión, cuando me topé con la caja rotulada como «Cosas de Edie» y no pude resistir la tentación de abrirla. Contenía una serie de objetos olvidados: collares de macarrones despintados, un joyero de porcelana decorado con hadas y, en el fondo, entre cachivaches y libros —contuve el aliento—, mi ejemplar conseguido de manera ilícita, adorado y hasta entonces extraviado de El Hombre de Barro.

Al tomar con mis manos adultas aquel libro pequeño y ajado, me sumergí en recuerdos resplandecientes. Me vi a los diez años, tendida en el sofá de la sala. La imagen surgió con tal nitidez que habría podido atravesar el tiempo y producir ondas al tocarla. Podía sentir la agradable quietud de los rayos de sol filtrados por los cristales y oler la atmósfera cálida y serena: pañuelos de papel, agua de cebada y encantadoras dosis de cuidados paternales. Vi a mi madre cruzando la puerta, con su abrigo y su bolsa con la compra, de donde cogía algo y me lo ofrecía, un libro que cambiaría mi mundo. Una novela escrita por el mismo caballero que la recibió en su casa durante la Segunda Guerra Mundial.

Raymond Blythe: pasé lentamente el dedo por las letras grabadas de la cubierta. «Creo que te entusiasmará —había dicho mi madre—. Tal vez sea para lectores un poco mayores que tú, pero eres una niña inteligente; estoy segura de que con un poco de esfuerzo podrás comprenderlo. Aunque es bastante largo comparado con los libros que acostumbras a leer, te recomiendo que perseveres». Durante toda la vida había creído que la señorita Perry, la bibliotecaria, era la responsable de que hubiera descubierto mi camino. Pero allí, en el desván, con El Hombre de Barro en mis manos, comencé a vislumbrar otra idea. Existía la posibilidad de que me hubiera equivocado. Tal vez la señorita Perry se limitó a localizar y entregar el libro y fue mi madre quien eligió para mí el título perfecto en el momento adecuado. ¿Me atrevería a preguntárselo?

El libro ya era viejo cuando llegó a mis manos y desde entonces fue objeto de adoración, su deterioro no me asombraba. Esa encuadernación destartalada encerraba las páginas que leí cuando el mundo que describían era nuevo, cuando no sabía cómo terminaría la historia de Jane y su hermano, y del pobre, triste Hombre de Barro.

Había anhelado leerlo otra vez desde que regresé de mi visita a Milderhurst. Abrí el libro al azar y dejé que mis ojos se posaran en una encantadora página amarillenta: «El carruaje que los llevaría a casa de su tío, al que nunca habían visto, partió de Londres al atardecer. Viajó durante toda la noche y por fin, al romper el alba, se encontró al pie de un camino abandonado». Seguí leyendo, avanzando a tumbos en el carruaje junto a Jane y Peter. Atravesamos el viejo portón chirriante, subimos por el largo y sinuoso sendero, hasta que, en lo alto de la colina, gélido bajo la melancólica luz de la mañana, apareció ante nosotros el castillo de Bealehurst. Temblé al pensar en lo que podría encontrar al entrar. La torre sobresalía del tejado, las ventanas se distinguían, oscuras, en la piedra. Jenny se inclinó, apoyó su mano en la ventanilla del coche, yo hice otro tanto. Densas nubes viajaban por el pálido cielo y, cuando el carruaje se detuvo con un ruido sordo, bajamos. Nos encontrábamos a la vera de un oscuro foso. De pronto, de la nada, surgió una brisa que hizo que se ondulara la superficie del agua y el conductor señaló un puente levadizo de madera. Lentamente, en silencio, lo cruzamos. Al llegar a la pesada puerta, se oyó una campana. Era real, y el libro estuvo a punto de caer de mis manos.

Según creo, aún no he mencionado la campana. Mientras yo devolvía las cajas al desván, mi padre convalecía en la habitación de invitados, con un montón de Contabilidad Hoy en la mesilla de noche, un radiocasete con una grabación de Henry Mancini y una campanilla de mayordomo para hacerse oír. Había sido idea suya, un lejano recuerdo de un episodio de fiebre en la infancia. A lo largo de quince días no había hecho más que dormir, por lo que mi madre se alegró al verlo animado y aceptó gustosa la propuesta. Le parecía razonable, según dijo. No previó que la decorativa campanilla sería utilizada de un modo tan vil. En las aburridas y malhumoradas manos de mi padre se transformó en una temible arma, un talismán que lo llevaba de vuelta a la niñez. Con esa campanilla, mi educado padre, especialista en cálculo, se convirtió en un niño malcriado e imperioso, lleno de preguntas impacientes: si había llegado el cartero, a qué se dedicaba mi madre durante el día o a qué hora le servirían la próxima taza de té.

Aquella mañana, cuando encontré El Hombre de Barro en la caja, mi madre había ido al supermercado y yo era la encargada de cuidar de mi padre. El sonido de la campanilla desvaneció el mundo de Bealehurst. Las nubes se dispersaron en todas direcciones, el foso y el castillo desaparecieron y el peldaño donde me encontraba se pulverizó, de modo que, rodeada de letras que flotaban a mi alrededor, caí a través del agujero que se abrió en medio de la página y con un ruido sordo aterricé en Barnes.

Debería avergonzarme, lo sé, pero durante unos instantes no me moví, con la esperanza de obtener un indulto. Solo cuando la campanilla sonó por segunda vez guardé el libro en el bolsillo de la chaqueta y con cuestionable reticencia bajé la escalera.

—¿Todo en orden, papá? —dije con espontaneidad. No es amable disgustarse por las intrusiones de un padre convaleciente.

Mi padre casi había desaparecido entre sus almohadas.

—¿Está lista la comida?

—Todavía no —respondí, y lo enderecé un poco—. Mamá ha dicho que te servirá la sopa tan pronto como regrese. Ha preparado una deliciosa cacerola de…

—¿Tu madre no ha regresado aún?

—No tardará —aseguré, y le dediqué una simpática sonrisa. Mi pobre padre había pasado unos días terribles. Si para nadie es sencillo permanecer tanto tiempo en cama, para una persona como él, carente de aficiones y de talento para relajarse, era una tortura. Renové su vaso de agua tratando de no tocar el libro que sobresalía de mi bolsillo—. Mientras tanto, ¿puedo ofrecerte alguna otra cosa? ¿Un crucigrama? ¿Una almohadilla térmica? ¿Un poco más de pastel?

Mi padre soltó un lento suspiro.

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Llevé mi mano hacia el libro. Mi mente se desprendió de la culpa para considerar los pros y los contras del banco de la cocina en comparación con el sillón de la sala, el que está junto a la ventana y recibe la luz del sol durante la tarde.

—Creo que seguiré con mis tareas. Anímate, papá —dije torpemente.

Cuando me encontraba a un paso de la puerta, mi padre preguntó:

—¿Qué llevas ahí?

—¿Dónde?

—En el bolsillo, algo sobresale, ¿ha llegado el correo? —dijo con voz esperanzada.

—No, es un libro, lo descubrí en una de las cajas del desván.

Mi padre frunció los labios.

—La idea es deshacerse de esas cosas, y tú te ocupas de recuperarlas.

—Lo sé, pero es un libro especial.

—¿De qué trata?

Me sorprendí. Jamás habría imaginado que mi padre pudiera preguntarme acerca de un libro.

—De dos huérfanos, Jane y Peter.

Él frunció el ceño con impaciencia.

—Seguramente no es solo eso. Por lo que veo, tiene muchas páginas.

Por supuesto, era mucho más que eso, pero ¿por dónde empezar? La responsabilidad y la traición, la ausencia y la añoranza, el deseo de proteger a los seres queridos más allá de la sensatez, la locura, la fidelidad, el honor, el amor… Miré de nuevo a mi padre, y decidí atenerme a la trama: los padres de los protagonistas murieron al incendiarse su casa de Londres. Un tío al que no conocían los acogía en su castillo.

—¿El tío vivía en un castillo?

Asentí.

—Bealehurst. El tío es una persona agradable y al principio los chicos están encantados con el castillo, pero poco a poco comprenden que allí se esconde un gran misterio, un secreto profundo y oscuro.

—Profundo y oscuro —repitió mi padre, esbozando una leve sonrisa.

—Oh, sí. Ambas cosas. En verdad, terrible —dije, con lentitud y emoción. Mi padre se incorporó, apoyándose en el codo.

—¿Cuál es el terrible secreto?

Lo miré desconcertada.

—No puedo decírtelo.

—Claro que puedes.

Mi padre se cruzó de brazos como un niño caprichoso. Yo traté de encontrar las palabras para explicar el pacto entre el lector y el escritor, el peligro de la avidez, el sacrilegio de revelar en un instante aquello que se construye a lo largo de muchos capítulos, secretos cuidadosamente ocultos por el autor detrás de incontables artificios.

—Si te interesa, te lo prestaré —fue todo lo que pude decir.

Él hizo un gesto apenado, propio de un niño.

—No puedo leer, me da dolor de cabeza.

El silencio que siguió a sus palabras se volvía cada vez más incómodo. Mi padre esperaba que accediera a su petición y yo, como era previsible, me negaba. Por fin dejó escapar un suspiro desolado.

—En realidad, no tiene importancia —dijo, agitando la mano con resignación.

Parecía realmente deprimido. Entonces recordé la intensidad con que el mundo de El Hombre de Barro me había atrapado cuando lo descubrí, convaleciente de mis paperas, y no pude evitarlo.

—Si de verdad quieres saberlo, puedo leerlo para ti —le propuse.

El Hombre de Barro se transformó en nuestra grata rutina. Cada día esperaba con ansiedad ese momento compartido. Terminada la cena, retiraba la bandeja de mi padre, ayudaba a mi madre en la cocina y reanudaba la lectura en el lugar donde la había interrumpido. Él jamás había imaginado que una ficción pudiera despertarle un interés tan auténtico.

—El relato parece inspirado en hechos reales —solía decir—, un viejo caso de secuestro, como el de Lindbergh, el niño al que raptaron entrando por la ventana de su propio dormitorio.

—No, papá, es invención de Raymond Blythe.

—Pero es muy real. Mientras lees puedo ver las imágenes con toda claridad, como si ya supiera qué va a ocurrir, como si ya conociera la historia —sostenía mi padre, y sacudía la cabeza, incrédulo, despertando en mí un enorme orgullo, aunque no hubiera participado en la creación de aquella obra.

Si algún día llegaba tarde del trabajo, él se inquietaba, fastidiaba a mi madre, su oído atento esperaba con impaciencia el momento en que yo abría la puerta. Entonces hacía sonar la campanilla y, fingiendo sorpresa, preguntaba:

—¿Eres tú, Edie? Quería pedirle a tu madre que acomodara las almohadas. Pero, ya que estás aquí, podríamos echar un vistazo para saber qué ocurre en el castillo.

Creo que el castillo, más que la historia, provocaba en mi padre una absoluta fascinación. Siente una admiración reverencial por las propiedades ancestrales. Fue suficiente decir que Bealehurst tiene mucho en común con el hogar de los Blythe para despertar su más ferviente interés. Hizo muchas preguntas. Pude responder algunas gracias a mi propia experiencia. Otras eran sumamente específicas y no tuve más opción que entregarle el ejemplar de El Milderhurst de Raymond Blythe para que saciara su curiosidad por sí mismo. E incluso encontré libros de referencia en la enorme biblioteca de Herbert y se los pedí prestados para llevarlos a casa. Por primera vez mi padre y yo teníamos algo en común y alentábamos mutuamente nuestro apasionado interés.

Pero el alegre club de fans de El Hombre de Barro fundado por la familia Burchill se enfrentaba a un escollo, y era nada menos que mi madre. Pese a que nuestra costumbre había surgido de manera inocente, el hecho de que, a puerta cerrada, mi padre y yo diéramos vida a un mundo que mi madre se negaba categóricamente a mencionar —aun cuando podía reivindicar un derecho del cual nosotros carecíamos— podía parecer desleal. Tendría que hablar con ella y sabía que la conversación sería espinosa.

Desde mi regreso al hogar paterno, la relación con mi madre no había experimentado grandes cambios. Tenía la esperanza, algo ingenua, de que milagrosamente el cariño renacería entre nosotras. Podríamos compartir tareas, conversar con frecuencia y soltura, e incluso mi madre podría sincerarse, revelarme sus secretos. Obviamente, no fue así. A decir verdad, pese a que, según creo, a mi madre le alegraba que yo estuviera allí, agradecía que la ayudara con mi padre y —a diferencia de su actitud en el pasado— mostraba mucha más tolerancia con respecto a nuestras diferencias, en otros aspectos parecía más distante, distraída, dispersa y particularmente silenciosa. Al principio lo atribuí al ataque cardiaco de mi padre. Supuse que la angustia y el consecuente alivio la habían inducido a reconsiderar su vida. Pero a medida que las semanas pasaban y la situación no mejoraba, comencé a preocuparme. En ocasiones interrumpía sus ocupaciones, permanecía de pie con las manos en el agua jabonosa del fregadero, miraba impávida a través de la ventana, con una expresión lejana, confundida. Parecía haber olvidado quién era y dónde se encontraba.

Así la descubrí aquella tarde, cuando decidí hacer mi confesión sobre el asunto de la lectura.

—Mamá… —dije. No pareció escucharme. Me acerqué y me detuve junto a la mesa—. Mamá…

Ella apartó la vista de la ventana.

—Oh, Edie. Es hermosa esta época del año, ¿verdad? Los días largos, los atardeceres serenos.

Me dirigí hacia la ventana y contemplé junto a ella los últimos resplandores anaranjados. Era hermosa, sin duda, aunque tal vez no lo suficiente para provocar una atracción tan hipnótica.

Permanecimos en silencio un momento. Luego me aclaré la garganta y le dije que había comenzado a leer El Hombre de Barro a mi padre. Expliqué con detalle las circunstancias que habían dado origen a esa decisión, y en particular que no había sido planeada. Ella apenas me oyó, asintió levemente cuando mencioné la fascinación que el castillo ejercía sobre su marido. Fue el único indicio de que me escuchaba. Después de haberla informado de lo que creí necesario, me preparé para lo que pudiera suceder.

—Es una muestra de cariño hacia tu padre. Lo hace feliz. —No era precisamente la respuesta que esperaba—. Ese libro se ha convertido en una especie de tradición familiar —añadió, esbozando una sonrisa—. Un compañero en épocas de enfermedad. Tal vez no lo recuerdes, pero lo traje para ti cuando tuviste paperas. Estabas muy triste, no sabía qué hacer.

Tal como sospechaba, había sido mi madre. No fue la señorita Perry, sino ella, quien eligió El Hombre de Barro. El libro perfecto, el momento adecuado.

—Lo recuerdo.

—Es bueno que tu padre encuentre un motivo de interés mientras se recupera. Mejor aún porque lo comparte contigo. No ha tenido muchas visitas, sus compañeros de trabajo están ocupados. La mayoría ha enviado sus saludos por escrito. Supongo que desde que se jubiló…, en fin, cada uno sigue adelante con su vida, ¿verdad? Pero no es agradable sentir que te han olvidado.

Mi madre volvió la cabeza. Yo había notado ya que apretaba los labios. Tuve la sensación de que no solo se refería a mi padre y dado que por aquella época todos los caminos me llevaban a Milderhurst, a Juniper Blythe y a Thomas Cavill, me pregunté si seguía sufriendo por un antiguo amor, una relación muy anterior al momento en que conoció a quien sería su marido, cuando era joven y vulnerable. Cuanto más lo consideraba, mirando de soslayo su perfil pensativo, más me enfadaba. Quise saber quién era Thomas Cavill, aquel hombre que había huido durante la guerra dejando una estela de corazones rotos: la pobre Juniper, que se marchitaba en el ruinoso castillo familiar; mi propia madre, que alimentaba secretamente su pena varias décadas más tarde.

—Edie, quiero pedirte algo —dijo entonces mi madre, mirándome de nuevo con sus ojos tristes—. Prefiero que tu padre no sepa nada sobre la evacuación.

—¿Papá no sabe que te enviaron lejos de Londres?

—Lo sabe, pero ignora que estuve en Milderhurst —reveló mi madre, y de inmediato concentró su atención en el dorso de sus manos, movió sus dedos uno tras otro y ajustó su alianza de oro.

—Creo que si lo supiera pensaría que eres extraordinaria —opiné. Aunque una leve sonrisa alteró su seriedad, mi madre siguió observando sus manos. Yo insistí—: Sé lo que digo. Ese lugar lo ha cautivado.

—De todos modos, prefiero que no lo sepa.

—Entiendo.

En realidad, no entendía, pero así lo acordamos. La luz de la calle caía sobre las mejillas de mi madre y le daba un aspecto vulnerable, parecía una mujer diferente, más joven, más frágil. Decidí no presionarla. En cambio, no pude dejar de observar su actitud contemplativa.

—Cuando era niña, a esta hora, mi madre me pedía que fuera a buscar a tu abuelo al pub y lo llevara de regreso a casa.

—¿Ibas tú sola?

—Por entonces, antes de la guerra, era habitual. Yo llegaba al pub y esperaba en la puerta. Al verme, él me hacía una seña, terminaba su cerveza y juntos regresábamos a casa.

—¿Te entendías bien con tu padre?

—Creo que lo desconcertaba —respondió mi madre, inclinando ligeramente la cabeza—. También a tu abuela. Quería que yo fuera peluquera cuando terminara la escuela, ¿te lo había contado?

—Como Rita.

—No habría destacado haciendo ese trabajo.

—Yo creo que sí, eres muy habilidosa con las tijeras de podar.

Después de una pausa, ella me dirigió una sonrisa oblicua, poco espontánea. Supe que deseaba decir algo más. Esperé, pero evidentemente se arrepintió y de pronto comenzó a mirar de nuevo hacia la ventana.

Hice un débil intento de conversar sobre sus años escolares, con la esperanza de que en algún momento mencionara a Thomas Cavill, pero no mordió el anzuelo. Se limitó a decir que le gustaba ir a la escuela y me ofreció una taza de té.

* * *

El aislamiento de mi madre tenía una ventaja: evitaba discusiones sobre mi separación. En nuestra familia la represión es un hábito. Mi madre no hizo preguntas ni me agobió con comentarios obvios. Aceptó bondadosamente sostener el mito de que yo había tomado la altruista decisión de instalarme en casa para colaborar en el cuidado de mi padre.

Me temo que no puedo decir lo mismo de Rita. Las malas noticias llegan rápido, y mi tía no es precisamente una amiga desinteresada. No habría debido sorprenderme cuando, al llegar al Roxy Club para la despedida de soltera de Sam, mi tía me arrinconó en la entrada.

—Querida, me he enterado —dijo Rita, cogiéndome del brazo—. No te preocupes, no pienses que eres vieja o poco atractiva, ni que estarás sola el resto de tu vida.

Hice una seña al camarero. Tenía que pedir una copa fuerte. Con una vaga sensación de vacío envidié a mi madre, en casa con mi padre y su campanilla.

—Muchas personas encuentran al «indicado» más tarde, y son muy felices. Mira a tu prima —dijo Rita señalando a Sam, que me sonreía detrás del tanga de un sujeto bronceado—. Ya te llegará el turno.

—Gracias, tía Rita.

—Buena chica. Ahora diviértete y deja todo eso atrás. —Mi tía estaba a punto de seguir su camino para derrochar alegría entre las demás invitadas, pero se detuvo y aferró mi brazo—. Casi lo olvido. He traído algo para ti. —Sacó de su bolso una caja de zapatos, que, a juzgar por la ilustración, contenía un par de pantuflas bordadas, del estilo que le habría gustado a mi abuela. Un extraño regalo, aunque debo admitir que parecían muy cómodas. Y prácticas. Al fin y al cabo, últimamente pasaba muchas noches en casa.

—Gracias, es muy amable por tu parte —dije, antes de abrir la caja. Pero al levantar la tapa descubrí que allí no había pantuflas sino cartas.

—De tu madre —dijo la tía Rita con una sonrisa diabólica—. Tal como te prometí. Podrás leer sobre los viejos tiempos, será entretenido.

Más allá de la curiosidad que me despertaban las cartas, en nombre de la niña cuya concienzuda caligrafía ondulaba en los sobres, sentí una oleada de rechazo hacia mi tía. Aquellas líneas habían sido escritas por esa niña, a quien su hermana mayor había abandonado durante la evacuación. Rita se había escabullido para alojarse con su compañera de escuela, dejando así a Meredith sola e indefensa.

Cerré la caja, ansiosa por salir del club. Aquel lugar ruidoso y atrevido no era adecuado para los pensamientos y los sueños de una niña, la misma que me había acompañado por los corredores de Milderhurst Castle, aquella que yo deseaba conocer mejor algún día. Cuando llegaron las copas con pajitas de formas sugerentes, me disculpé, era hora de regresar a casa.

* * *

Subí la escalera totalmente a oscuras, de puntillas, temiendo despertar a mi padre y oír su campanilla. La lámpara de mi escritorio emitía una luz tenue, se oían los extraños ruidos nocturnos de la casa. Me senté en el borde de la cama con la caja de zapatos sobre la falda. En aquel momento habría podido hacer otra cosa. Dos caminos se abrían ante mí, podía elegir cualquiera de ellos. Después de una ligerísima vacilación, levanté la tapa y cogí los sobres, ordenados por fecha.

Una fotografía cayó en mis rodillas. Dos niñas sonreían a la cámara. La más pequeña era mi madre, con sus sinceros ojos castaños, sus codos huesudos, su cabello oscuro y corto —mi abuela prefería un estilo recatado—, y la mayor, con su largo cabello rubio, era Juniper Blythe, por supuesto. La había visto en el libro comprado en el pueblo de Milderhurst, allí estaba la niña de los ojos luminosos, unos años después. Con gran determinación puse de nuevo en la caja la fotografía y las cartas, excepto la primera. La desplegué. El papel era tan fino que podía sentir el trazo de la pluma en los dedos. Arriba, a la derecha, se leía claramente la fecha: 6 de septiembre de 1939. Aquella letra grande y redonda decía lo siguiente:

Queridos mamá y papá:

Os echo de menos a los dos, muchísimo. ¿También vosotros me echáis de menos a mí? Ahora estoy en el campo y las cosas son muy diferentes. Ante todo, hay vacas, ¿sabíais que de verdad dicen «muuu»? Muy alto. La primera vez que las oí no podía creerlo.

Vivo en un verdadero castillo, pero no es como seguramente os imagináis. No hay puente levadizo, aunque hay una torre y tres hermanas y un anciano al que nunca veo. Sé que está ahí porque las hermanas hablan de él. Lo llaman papá y es un escritor de libros. Como los de la biblioteca. La hermana pequeña se llama Juniper, tiene diecisiete años y es muy guapa, tiene los ojos grandes. Ella fue quien me trajo a Milderhurst. A propósito, ¿sabéis que la ginebra se hace con los frutos del enebro?[5]

Aquí también hay un teléfono, tal vez si tenéis tiempo y el señor Waterman quisiera prestaros el de la tienda, podríais…

Llegué al final de la página, pero no leí el reverso. Permanecí inmóvil, como si prestara suma atención a un sonido. Supongo que así era, porque la vocecita de la niña había salido de la caja y resonaba ahora en la penumbra de la habitación. «Ahora estoy en el campo…», «hay una torre y tres hermanas…». Los diálogos se evaporan tan pronto se dan por terminados. La palabra escrita perdura. Aquellas cartas habían viajado en el tiempo, durante cincuenta años habían esperado pacientemente en su caja el momento en que yo las encontrara.

Los faros de un coche que pasa por la calle arrojan destellos plateados que se filtran por mis cortinas. Brillantes guirnaldas atraviesan el techo. Otra vez el silencio y la penumbra. Seguí leyendo y al hacerlo sentí una opresión en el pecho, un objeto cálido y firme golpeaba mis costillas. La sensación se parecía al alivio y, curiosamente, a la desaparición de una especie de nostalgia. No tenía sentido, pero la voz de la niña me resultaba familiar, y al leer las cartas, de alguna manera me reencontraba con una antigua amiga. Una persona a quien había conocido mucho tiempo atrás.