El peso de la sala de espera

Y porque así suele ser la vida, mientras yo descubría los secretos de mi madre gracias a su hermana, la persona a quien más celosamente habría deseado ocultárselos, mi padre, tuvo un ataque cardiaco.

Herbert me esperaba. Tan pronto como volví de casa de Rita, aferró mis manos y me lo dijo.

—Lo siento mucho. Debí darte antes esta noticia, pero no sabía cómo hacerlo.

El terror aceleraba mis latidos. Fui hacia la puerta, volví.

—¿Está…?

—En el hospital. Estable, según creo. Tu madre no me ha dado detalles.

—Debo…

—Sí. Vamos, buscaremos un taxi.

Durante el trayecto, conversé un poco con el conductor. Un hombre bajo, con ojos muy azules y cabello castaño que comenzaba a encanecer, padre de tres hijos. Mientras me contaba sus travesuras, adoptaba esa expresión de enfado burlón con que los padres tratan de disimular su orgullo. Sonreí y le hice preguntas. Mi voz sonaba tranquila, incluso despreocupada. Llegamos al hospital. Le entregué un billete de diez libras, le dije que se quedara con el cambio y le deseé que disfrutara del festival de danza de su hija. Solo entonces advertí que había comenzado a llover y que estaba en Hammersmith, delante del hospital, sin paraguas. El taxi se alejaba y mi padre se encontraba en algún lugar de ese edificio, con el corazón herido.

* * *

Sola, sentada en el extremo de una fila de sillas de plástico, mi madre me pareció más pequeña que de costumbre. Por encima de sus hombros se distinguía el celeste monótono de la pared. Mi madre siempre cuida su apariencia, conserva hábitos de otra época: tiene sombreros y guantes haciendo juego, guarda los zapatos en sus respectivas cajas, en un estante del armario ordena los bolsos que completan su atuendo. Jamás saldría de casa sin colorete y lápiz de labios, ni siquiera considerando que su marido iba delante en una ambulancia. Mi falta de estilo, mi cabello encrespado, mis labios manchados con lo que pudiera encontrar entre monedas sueltas, pastillas de menta y demás objetos insospechados que habitan el fondo de mi gastado bolso, eran, con seguridad, una permanente decepción para ella.

Me acerqué, besé su mejilla mortalmente fría a causa del aire acondicionado y me senté a su lado.

—¿Cómo está?

Ella sacudió la cabeza. Temí lo peor. Sentí un nudo en la garganta.

—No me han dicho nada. Solo he visto aparatos y médicos que van de un lado a otro —dijo, cerrando los ojos—. No lo sé.

Tragué saliva con dificultad. Aunque no lo dije, no saber me pareció mejor que saber lo peor. Quería encontrar una frase original y reconfortante para aliviar a mi madre, pero ninguna de las dos tenía experiencia en las cuestiones del sufrimiento y el consuelo y preferí callar.

Mi madre abrió los ojos y me miró, acomodó un rizo rebelde detrás de mi oreja. Tal vez no tenía importancia, ella leía mis pensamientos, conocía mis intenciones. No era preciso hablar porque éramos madre e hija y no había necesidad de dar explicaciones.

—Tienes un aspecto terrible —dijo.

Por encima del hombro vi mi imagen reflejada en un brillante cartel del Servicio Nacional de Salud.

—Está lloviendo.

—Llevas un bolso enorme, ¿no hay sitio para un paraguas?

Sacudí la cabeza. Comencé a temblar, tenía frío.

En la sala de espera de un hospital es necesario encontrar algún pasatiempo. Esperar induce a pensar, lo cual, según mi experiencia, no es conveniente. Sentada en silencio junto a mi madre, preocupada por mi padre, me dije que debía comprar un paraguas. En la pared el reloj marcaba los segundos, y por esa misma pared llegó una horda de recuerdos furtivos que con sus dedos ligeros me tocaron el hombro, me cogieron de la mano y me llevaron al pasado.

Apoyada en la pared del baño, observé el acto de funambulismo que llevé a cabo en la bañera cuando tenía cuatro años. La niña desnuda quiere huir con los gitanos. No sabe claramente qué son ni dónde encontrarlos; sabe, en cambio, que es la mejor manera de formar parte de una troupe de circo. Es su sueño, y el motivo para desarrollar sus destrezas de equilibrista. A punto de llegar al otro lado, resbala. Pierde el equilibrio, cae, su cabeza queda sumergida en el agua. Sirenas, luces brillantes, caras extrañas…

Al parpadear, la imagen se diluyó. Otra acudió a reemplazarla. Un funeral, el de mi abuela. Estoy sentada en la primera fila de bancos, junto a mi madre y mi padre. Apenas escucho al párroco mientras describe a una mujer distinta de la que conocí. Estoy concentrada en mis zapatos. Son nuevos, y aunque sé que debería mirar el féretro, escuchar con atención y pensar en cosas serias, no puedo dejar de contemplar esos zapatos de charol, de mover los pies para admirarlos. Mi padre lo advierte, me toca suavemente el hombro y dirijo la mirada al frente. Sobre el ataúd veo dos retratos: uno, de la abuela, la que yo conocí; otro, de una extraña, una joven sentada en una playa, tratando de ocultarse de la cámara, con una incipiente sonrisa; parece a punto de abrir la boca y hacer una burla al fotógrafo. El cura dice algo que provoca el llanto de la tía Rita. El rímel de sus pestañas tiñe sus mejillas. Expectante, miro a mi madre, espero de ella una reacción similar. Ella observa el ataúd, las manos enguantadas siguen cruzadas sobre su falda. Nada. De pronto descubro que mi prima Samantha también está atenta a la actitud de mi madre y me siento avergonzada.

Me puse enérgicamente de pie. Cogí por sorpresa los negros pensamientos y los arrojé al suelo. Hundí las manos en mis amplios bolsillos, con firmeza. Después avancé por el pasillo, me detuve a observar los descoloridos carteles del programa de vacunación vigente dos años antes como si fueran objetos de museo. No tenía sentido hacer una lectura atenta.

Al doblar, en un sector iluminado, descubrí una máquina expendedora de bebidas calientes, de esas que tienen un receptáculo para el vaso y arrojan chorros de chocolate, café o agua hirviendo según tu elección. En una bandeja de plástico estaban las bolsitas de té. Puse un par en sendos vasos térmicos, uno para mi madre y otro para mí. Esperé hasta que el agua se coloreó, sin prisa disolví la leche en polvo y regresé por el pasillo.

Mi madre cogió su vaso sin decir una palabra. Con el índice detuvo una gota que chorreaba. No bebió su té. Me senté a su lado y me esforcé por mantener la mente en blanco, pero mi cerebro no obedecía, se preguntaba cómo era posible que tuviera tan pocos recuerdos de mi padre. Verdaderos recuerdos, no aquellos robados de las fotografías y los relatos familiares.

—Me enfadé con él —dijo por fin mi madre—, le grité. Había servido el asado. Allí fuera se enfriaba, pero creí que le serviría de escarmiento. Consideré la posibilidad de ir a buscarlo, pero estaba disgustada, cansada de llamarlo en vano. Y pensé: «Disfrutarás de un delicioso asado frío». —Mi madre apretó los labios, como suele hacer ante la amenaza de que las lágrimas le impidan seguir hablando—. Había pasado toda la tarde en el desván, sacando cajas que apiló en el pasillo; Dios sabe quién las devolverá a su sitio, él no estará en condiciones de hacerlo —reflexionó, y miró distraídamente su té—. Estaba en el baño, lavándose antes de cenar. Allí sucedió. Lo encontré en el suelo, junto a la bañera, en el mismo lugar donde tú te desvaneciste aquella vez cuando eras niña. Evidentemente se estaba lavando las manos, las tenía completamente enjabonadas.

Mi madre calló. Sentí la imperiosa necesidad de llenar el silencio. La conversación tiene un orden tranquilizador, cierta previsibilidad: nada terrible o inesperado suele ocurrir en el transcurso de un diálogo.

—Entonces llamaste a una ambulancia —me apresuré a decir, con el aplomo de una profesora de escuela de enfermería.

—Llegaron rápido, por suerte. Estaba quitándole el jabón de las manos y de pronto los vi. Dos hombres y una mujer. Le hicieron la reanimación, tuvieron que usar uno de esos aparatos eléctricos.

—Un desfibrilador.

—Y le dieron un medicamento para disolver coágulos. Él llevaba su camiseta, pensé que debía traerle una limpia. —Mi madre sacudió la cabeza, porque hasta ahora lo había olvidado o tal vez asombrada de que semejante idea hubiera surgido mientras su marido yacía inconsciente en el suelo. En mi opinión, no tenía importancia y, de todos modos, no estaba en situación de juzgarla. Por supuesto, no ignoraba que habría debido estar allí para ayudar en lugar de interrogar a la tía Rita sobre el pasado de mi madre.

Un médico se acercaba por el pasillo. Mi madre cruzó los dedos. Estaba a punto de incorporarme, pero siguió su camino y desapareció por una puerta, al otro lado de la sala de espera.

—Pronto nos dirán algo, mamá. —Una disculpa pendiente pesaba sobre mis palabras. Me sentía totalmente impotente.

* * *

Solo hay una fotografía de la boda de mis padres. En realidad, algún álbum polvoriento guarda seguramente muchas más. Para mí, sin embargo, nada más que una imagen de ese momento ha sobrevivido al paso del tiempo.

No es una típica foto de boda, donde los novios ocupan el centro y las respectivas familias forman dos alas desiguales, que inspiran dudas acerca de la capacidad de volar de la criatura retratada. En esta foto las familias poco armónicas se han esfumado. Lo que importa son ellos y el arrobamiento con que la novia mira al novio. Su rostro resplandece; tal vez no sea una ilusión, sino un efecto de la iluminación que utilizaban los fotógrafos de la época.

Y él es increíblemente joven. Los dos. Él, con todo su cabello, no imagina que no permanecerá para siempre en su cabeza. Tampoco que tendrá un hijo y lo perderá; que su futura hija le resultará desconcertante; que finalmente su esposa lo ignorará; que un buen día su corazón se detendrá y una ambulancia lo llevará al hospital, y esa misma esposa —sentada en la sala de espera junto a la hija que él no logra comprender— esperará que despierte.

En la foto no hay atisbo de todo esto. En ese instante, el futuro es desconocido y prometedor, tal como debe ser. Y al mismo tiempo, el futuro está presente en la foto —al menos una versión—, en esos ojos, en particular, los de ella. El fotógrafo no solo ha retratado a dos jóvenes en el día de su boda, ha captado el cruce de un umbral, una ola en el preciso instante en que se transforma en espuma y comienza a caer. Y la joven, es decir, mi madre, ve más allá del hombre amado que está junto a ella, ve toda la vida que ambos tienen por delante.

Posiblemente sea mi romanticismo, una vez más. Tal vez ella está admirando su cabellera, o soñando con el banquete, con la luna de miel. Este tipo de fotos, los iconos de una familia, promueven ficciones. En aquella sala de espera comprendí que solo había una manera de conocer con certeza cuáles eran sus sentimientos, sus esperanzas mientras lo miraba; de saber si su vida era más complicada, su pasado más difícil de lo que sugiere su expresión. Sencillamente, tenía que preguntar. Era extraño, pero nunca se me había ocurrido. Supongo que el foco en el rostro de mi padre es el responsable. Por la manera en que mi madre lo mira, toda la atención se concentra en él; ella es apenas una jovencita inocente, de origen modesto, cuya vida acaba de comenzar. Era un mito que mi madre hubiera intentado publicar. Cuando se refería a su vida antes de conocer a su marido, siempre relataba las historias de mi padre.

Pese a todo, al recordar esa imagen después de la visita a mi tía enfoqué el rostro de mi madre. Menos iluminada, algo más pequeña. Me pregunté si esa joven de ojos grandes podía guardar un secreto. Si diez años antes de casarse con el hombre fuerte y espléndido que se veía a su lado había mantenido un romance prohibido con su maestro, un hombre comprometido con su amiga. Por aquel entonces tendría unos quince años, y si bien Meredith Burchill no era la clase de mujer que se embarcara en una historia de amor adolescente, ¿qué podía decirse de Meredith Baker? Durante la infancia y la pubertad mi madre ponía especial énfasis en aleccionarme sobre las cosas que las buenas chicas no hacían. ¿Hablaba a partir de su propia experiencia?

Me abrumó la sensación de que ignoraba por completo quién era la mujer que se encontraba a mi lado. Aquella en cuyo cuerpo me había formado, en cuya casa me había educado. Esencialmente, era una extraña. Durante treinta años no le había atribuido más dimensión que a esas sonrientes muñecas de papel de la niñez, que recortaba junto con los vestidos que podía elegir para ellas. Más aún, había pasado los últimos meses tratando de desvelar imprudentemente sus secretos mejor guardados y nunca me había tomado la molestia de preguntarle por todo lo demás. Allí, en el hospital, mientras mi padre se encontraba en la sala de urgencias, me pareció de pronto muy importante saber más sobre mi madre, la misteriosa mujer que hacía alusión a Shakespeare, que alguna vez había enviado artículos para que los periódicos los publicaran.

—Mamá…, ¿cómo conociste a papá?

—En el cine. Ponían El acebo y la hiedra. Ya lo sabes.

Al cabo de un instante, hice otra pregunta:

—Me refiero al modo en que sucedió. ¿Tú lo viste o él te vio a ti? ¿Quién inició la conversación?

—Oh, Edie, no recuerdo. Él…, no, yo. Lo he olvidado —dijo, moviendo los dedos de una mano como lo hacen los titiriteros para animar a sus marionetas—. Estábamos solos en el cine.

Mientras conversábamos, mi madre había adoptado una expresión lejana pero agradable, liberada del caótico presente en el que su marido se debatía entre la vida y la muerte.

Decidí estimularla a seguir su relato:

—¿Era guapo? ¿Fue amor a primera vista?

—Lo dudo. En principio lo tomé por un asesino.

—¿Papá, un asesino?

Creo que no me oyó, perdida como estaba en sus recuerdos.

—Era tétrico estar sola allí, un cine es un lugar comunitario. Las filas de asientos vacíos, la sala a oscuras, la enorme pantalla creaban un efecto siniestro. Cualquier cosa podía suceder en esa oscuridad.

—¿Él se había sentado junto a ti?

—Oh, no, mantuvo una distancia respetuosa, tu padre es un caballero. Después de la función, en el vestíbulo, comenzamos a hablar. Él esperaba a alguien…

—¿Una mujer?

Ella prestó excesiva atención a la tela de su falda y, con un leve tono de reproche, exclamó:

—Oh, Edie…

—Es solo una pregunta.

—Creo que sí, pero ella no apareció. Y eso —mi madre apretó las rodillas, levantó la cabeza y lanzó un delicado suspiro—, eso fue todo. Me invitó a tomar el té y acepté. Fuimos a Lyons Corner, en el Strand. Yo pedí un trozo de tarta de pera y recuerdo que lo consideré muy elegante.

Sonreí.

—¿Fue tu primer novio?

¿El titubeo era producto de mi imaginación?

—Sí.

—Le robaste el novio a otra mujer —bromeé, tratando de mantener el tono trivial de la conversación, pero de inmediato pensé en Juniper Blythe y Thomas Cavill y mis mejillas ardieron súbitamente. Aturdida por mi traspié, no presté atención a la reacción de mi madre. Antes de que ella pudiera replicar, me apresuré a hacer otra pregunta—: ¿Cuántos años tenías entonces?

—Fue en 1952, yo acababa de cumplir los veinticinco.

Asentí. Fingí hacer el cálculo mental cuando en realidad una voz en mi interior susurraba: «Tal vez sea la oportunidad de saber un poco más sobre Thomas Cavill».

Una voz malvada, me avergoncé por prestarle atención. Pero aun cuando no me enorgulleciera, la oportunidad era tentadora. Con la excusa de distraer a mi madre de su preocupación por la salud de mi padre, dije:

—Veinticinco. Un poco tarde para el primer novio, ¿no crees?

—No —respondió sin dudarlo—. Era otra época, había otras prioridades.

—Pero después conociste a papá.

—Sí.

—Y te enamoraste.

—Sí —dijo mi madre, con una voz tan tenue que más que oírla tuve que leer en sus labios.

—¿Fue tu primer amor?

Mi madre me miró como si la hubiera abofeteado.

—Edie, no…

La tía Rita tenía razón. No había sido el primero.

—No hables de él en pasado —pidió. Las lágrimas rodaron por las arrugas que rodeaban sus ojos. Me sentí tan mal como si en verdad la hubiera abofeteado. Más aún cuando comenzó a sollozar en mi hombro, a gotear más que llorar. Mi madre no llora. Y aunque mi brazo quedó aplastado contra la silla, no moví un músculo.

* * *

Fuera la distante corriente del tráfico seguía su curso, ocasionalmente alterado por sirenas. Las paredes de los hospitales tienen una característica singular: no son más que ladrillos y mampostería, y sin embargo, dentro de ellas, el ruido, el ajetreo de la ciudad, la realidad, desaparece. Está allí, al otro lado de la puerta, y al mismo tiempo bien podría ser un territorio mágico y lejano. Al igual que Milderhurst. En el castillo había experimentado la misma deslocalización, una abrumadora sensación de aislamiento me envolvió tan pronto como crucé la puerta, el mundo exterior pareció reducirse a granos de arena. Me pregunté qué estarían haciendo en aquel enorme y oscuro castillo las hermanas Blythe, en qué habían ocupado sus días desde que me marché. Las imágenes acudieron a mi mente como una sucesión de instantáneas: Juniper, vagando por los corredores con su ajado vestido de seda; Saffy, apareciendo de la nada para guiarla; Percy, frunciendo el ceño junto a la ventana del ático, observando sus campos de la misma forma que el capitán de un barco otea el horizonte.

Pasada la medianoche, aparecieron las enfermeras, nuevos rostros trajeron consigo el mismo alboroto en la iluminada sala de los médicos. Un irresistible faro de normalidad, una isla en un mar imposible de atravesar. Traté de dormir usando mi bolso como almohada, pero fue inútil. A mi lado, mi madre parecía muy pequeña y sola, y más vieja de lo que recordaba en nuestra última cita. No pude evitarlo, comencé a imaginar un futuro, escenas de su vida sin mi padre. Lo vi con claridad: el armario vacío, las comidas silenciosas, la ausencia de los ruidos del bricolaje. La casa sería un lugar solitario, quieto, poblado de ecos.

Si mi padre moría, solo quedaríamos nosotras. Dos no es un gran número, no deja muchas alternativas. Es un número sereno que permite conversaciones sencillas y claras; las interrupciones no son necesarias, en realidad, son imposibles. Tal vez ese fuera nuestro futuro. Ambas ofreceríamos nuestros comentarios, nuestras interjecciones amables, diríamos verdades a medias, guardaríamos las apariencias. La idea era intolerable. De pronto me sentí completamente sola.

En tales momentos de soledad echo de menos a mi hermano. Sería un hombre ya, afable, sonriente, hábil para animar a nuestra madre. El Daniel que imagino siempre sabe con exactitud lo que debe decir, es totalmente distinto de su pobre hermana, que sufre a causa de su timidez. Eché un vistazo a mi madre y me pregunté si también ella pensaba en Daniel. Es probable que el hospital le trajera recuerdos de su hijito. No podía preguntarlo, porque no hablamos sobre él, del mismo modo que no hablamos sobre la evacuación, el pasado, sus penas. Nunca lo hicimos.

Tal vez fue porque mi tristeza se debía a los secretos que nuestra familia había guardado durante tanto tiempo; porque mi anterior insistencia la había molestado y debía pagar por ello; o porque una diminuta parte de mí quería provocar una reacción, castigarla por ocultarme sus recuerdos, por robarme al verdadero Daniel; en cualquier caso, dije:

—Mamá…

Ella se frotó los ojos y, parpadeando, miró su reloj.

—Jamie y yo nos hemos separado.

—¿Hoy?

—No, a finales de año.

Sorprendida, mi madre soltó un «Oh», y luego, frunciendo el ceño, calculó cuántos meses habían pasado desde entonces.

—No me lo habías dicho.

—No.

El hecho y sus implicaciones la confundían. Asintió lentamente, recordando seguramente las numerosas preguntas que me había formulado en relación con Jamie durante esos meses, y mis respuestas. Por supuesto, mentiras.

—Tuve que abandonar el apartamento —dije, aclarándome la garganta—. Estoy buscando un sitio pequeño adonde mudarme.

—Por eso no podía encontrarte para darte la noticia de tu padre. Lo intenté con todos los números posibles, incluso el de Rita, hasta que llamé a Herbert. Ya no sabía qué hacer.

—Fue una buena idea —opiné, con un tono artificialmente alegre—, porque me he instalado en su casa.

Mi madre se quedó pasmada.

—¿Tiene una habitación disponible?

—Un sofá.

—Entiendo. —Mi madre tenía las manos cruzadas sobre la falda, como si entre ellas cobijara un pájaro que no estaba dispuesta a soltar—. Debo escribir una nota para Herbert, en Pascua nos envió su mermelada de arándanos y olvidé darle las gracias.

De esa manera dimos por concluida la conversación que había temido durante meses. Fue relativamente indolora, eso era bueno, aunque también un poco insensible, lo que no era tan bueno.

Mi madre se puso de pie. En principio creí que me había equivocado, que la conversación no había terminado y, como había previsto, tendríamos una escena. Pero al seguir la dirección de sus ojos vi que un médico se acercaba. También yo me levanté. Traté de descifrar su gesto, de adivinar de qué lado caería la moneda, pero fue imposible. Esa expresión valía para ambas posibilidades. Supongo que aprenden a hacerlo en la facultad de medicina.

—¿Es usted la señora Burchill? —preguntó una voz con acento levemente foráneo.

—Sí.

—El estado de su esposo es estable.

Mi madre dejó escapar un largo suspiro.

—Ha sido muy importante que la ambulancia llegara tan rápido. Afortunadamente llamó a tiempo.

Oí sonidos semejantes al hipo. Los ojos de mi madre goteaban otra vez.

—Ya veremos cómo evoluciona. Por el momento creemos que no necesitará una angioplastia. Permanecerá aquí unos días para que podamos controlarlo, luego seguirá recuperándose en casa. Tendrá que vigilar sus estados de ánimo, los pacientes cardiacos suelen sentirse deprimidos. Las enfermeras la ayudarán en lo que necesite.

Mi madre asentía con agradecido fervor. Como yo, buscaba las palabras correctas para expresar su alivio y su gratitud, pero solo lograba repetir: «Por supuesto». Por último, se despachó con el consabido: «Gracias, doctor», pero para entonces él se había aislado detrás de la pantalla de su blanca bata. Inclinó la cabeza con aire indiferente, como si otro lugar, otra vida por salvar requirieran su atención —sin duda ya contaban con ella— y hubiera olvidado por completo quiénes éramos nosotras, y a qué paciente correspondíamos.

Estaba a punto de sugerir que fuéramos a ver a mi padre cuando se echó a llorar —mi madre, que nunca llora—, y no fueron solo unas lágrimas que pueden secarse con el dorso de la mano, sino terribles sollozos que me recordaron momentos de infancia. Aquellos en que algo me disgustaba y mi madre me decía que algunas chicas eran afortunadas, parecían más bonitas cuando lloraban —sus ojos se agrandaban, sus mejillas se coloreaban, sus labios se hacían más gordezuelos—, pero ella y yo no pertenecíamos a esa clase.

Tenía razón: las dos éramos lloronas horribles y chillonas. Al verla allí, tan pequeña, tan impecablemente vestida, tan claramente conmocionada, quise abrazarla hasta que dejara de llorar. Pero no lo hice. Busqué en mi bolso y le ofrecí un pañuelo de papel.

Ella lo aceptó, pero siguió llorando. Después de una momentánea vacilación le toqué el hombro, convertí el gesto en una especie de palmada afectuosa y a continuación acaricié la espalda de su cárdigan de cachemira. Logré que su cuerpo se relajara un poco y se apoyara en mí como un niño que busca consuelo.

Finalmente mi madre se sonó la nariz.

—He tenido mucho miedo, Edie —dijo mientras se limpiaba los ojos y miraba los restos de maquillaje en el pañuelo.

—Lo sé, mamá.

—Creo que no habría podido…, si algo le hubiese sucedido, si llego a perderlo…

—Estará bien, no te preocupes.

Ella parpadeó como un animal que se enfrenta a una luz demasiado brillante.

—Sí.

Pregunté a una enfermera en qué habitación se encontraba mi padre. Atravesamos los pasillos iluminados y llegamos a la puerta. Mi madre se detuvo antes de entrar.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Edie, no quiero que tu padre se altere.

No respondí. Me pregunté por qué me creía capaz de algo semejante.

—Se horrorizaría si supiera que duermes en un sofá. Sabes que se preocupa por ti.

—Pronto lo solucionaré —aseguré, mirando la puerta—, estoy ocupándome del tema, miro los anuncios, pero hasta ahora no he encontrado nada apropiado.

—Tonterías —replicó mi madre, alisando su falda. Luego respiró profundamente y, sin mirarme, dijo—: En casa tienes una cama muy apropiada.