Quiero aclarar que fue la tía Rita quien se puso en contacto conmigo. Sucedió que mientras iba dando tumbos, entre vanos intentos de descubrir qué había ocurrido entre mi madre y Juniper Blythe, la tía Rita preparaba una despedida de soltera para mi prima Samantha. No supe si sentirme halagada u ofendida cuando me llamó a la oficina para preguntarme si conocía algún club de estriptis de categoría. A continuación me sentí confundida y finalmente —no pude evitarlo— útil. Le dije que no tenía ni la más remota idea, pero prometí hacer una investigación sobre el tema. Acordamos reunirnos secretamente en su salón de belleza el domingo siguiente para que la informara de los resultados. De nuevo tendría que faltar al asado de mi madre, pero era el único momento que Rita tenía disponible. Le dije a mi madre que tenía que ayudarla con la boda de Sam. No pudo oponerse.
Cortes con Clase se encuentra detrás de un escaparate diminuto en Old Kent Road, encerrado entre un local que vende grabaciones de bandas independientes y la tienda que ofrece las mejores patatas fritas de Southwark. Rita es tan anticuada como los vinilos de la discográfica Motown que ella colecciona, y su exitoso salón se especializa en permanentes, peinados cardados y reflejos azulados. Tiene edad suficiente para ser retro sin saberlo y le agrada contar a quien quiera oírla que empezó en ese mismo salón de belleza siendo una esmirriada jovencita de dieciséis años, en plena guerra. A través de aquel escaparate, el Día de la Victoria había visto que en la sombrerería de enfrente el señor Harvey se quitaba toda la ropa y salía a bailar a la calle vestido solo con su mejor sombrero.
Cincuenta años en el mismo sitio. No es sorprendente que se haya convertido en un personaje muy popular en ese sector de Southwark, con su mercado callejero tan diferente de las lujosas tiendas de Docklands. Algunas de sus clientas la conocen desde que practicaba sus cortes con las escobas y solo confían en ella para teñirse el cabello.
—Las personas no son tontas —dice Rita—; si las tratas con un poco de cariño, nunca te abandonarán.
Además, mi tía posee una extraordinaria habilidad para apostar al ganador en las carreras de caballos, lo que ayuda a mejorar sus finanzas.
No sé mucho sobre el tema, pero en mi opinión es imposible que existan dos hermanas menos parecidas que mi madre y la tía Rita. Mi madre prefiere los zapatos clásicos de tacón bajo, Rita sirve el desayuno sobre sus tacones altos. Si de historias familiares se trata, mi madre es hermética, mientras que Rita es un manantial de sabiduría. Lo sé de primera mano. Cuando tenía nueve años y tuvieron que operar a mi madre de sus cálculos biliares, mi padre me envió con una bolsa a su casa. Tal vez mi tía intuyó que el retoño que apareció en su puerta desconocía por completo los antecedentes de su familia, quizás la acosé con mis preguntas o bien encontró una oportunidad de molestar a mi madre y ganar una batalla de una antigua guerra. En cualquier caso, durante aquella semana se ocupó de ofrecerme muchos datos.
Me mostró amarillentas fotografías, me contó cómo eran ciertas cosas cuando ella tenía mi edad, creó una vívida descripción con colores, aromas y antiguas voces que me permitieron comprender algo que ya había vislumbrado. Mi casa, mi familia eran asépticas y solitarias. Recuerdo que, tendida en el pequeño colchón disponible en casa de Rita mientras mis cuatro primas llenaban la habitación con sus ronquidos y sus inquietos sonidos nocturnos, deseé que ella fuera mi madre, anhelaba vivir en esa casa desordenada y afable, repleta de niños y antiguas historias. Recuerdo también el repentino sentimiento de culpa que me provocó esa idea. Cerré los ojos con fuerza e imaginé mi pensamiento desleal como un pañuelo de seda, lo desaté y conjuré un viento que lo llevara lejos, como si nunca hubiera existido.
Pero había existido.
Aquel día de julio, cuando llegué a casa de mi tía, el calor era sofocante. Llamé a la puerta de cristal y al hacerlo vi reflejada mi pobre imagen. Dormir en un sofá con un perro flatulento no es bueno para el cutis. Eché una ojeada más allá del cartel que decía «Cerrado». Ante una mesa de póquer, con un cigarrillo colgando del labio inferior, la tía Rita sostenía algo pequeño y blanco. Con una seña, me invitó a entrar.
—Edie, tesoro —dijo. Su voz se distinguió entre la campanilla de la puerta y la grabación de las Supremes.
Una visita al salón de belleza de la tía Rita se asemeja a un viaje en el túnel del tiempo: el damero de baldosas negras y blancas del suelo, los sillones de piel sintética con almohadones de color verde brillante, los secadores de pelo nacarados con forma de huevo. Los carteles de Marvin Gaye, Diana Ross y los Temptations. Y el invariable aroma del agua oxigenada, en combate mortal con el olor a grasa de la tienda vecina.
—Desde hace rato estoy luchando con esto —dijo Rita sin soltar el cigarrillo—, y como si no fuera suficiente con que mis dedos sean torpes, la maldita cinta no obedece.
Me entregó el objeto de su desvelo y, observando con atención, comprendí que se trataba de una bolsita de encaje con agujeros en la parte superior, por donde debía pasar un cordón.
—Son regalos para las amigas de Sam —explicó la tía Rita, señalando con la cabeza la caja con bolsitas idénticas que se encontraba a sus pies—. Aunque, para ser exactos, lo serán cuando pueda montarlas y llenarlas —añadió, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo—. La tetera acaba de hervir, pero si lo prefieres tengo limonada en la nevera.
Mi garganta se contrajo al oírla.
—Me encantaría.
Tal vez sea raro calificar de esta manera a una tía, pero Rita es provocativa. Mientras servía limonada, su trasero redondeaba la falda en el lugar correcto; la cintura aún era estrecha, a pesar de que treinta y tantos años atrás había tenido cuatro hijos. Sin duda, eran ciertas las escasas anécdotas que mi madre había dado a conocer sobre ella y que, sin excepción, fueron transmitidas a modo de advertencia acerca de aquellas cosas que las chicas buenas no debían hacer. Sin embargo, tuvieron en mí un efecto imprevisto: consolidar la notable leyenda de la tía Rita, la provocativa.
—Aquí tienes, tesoro —dijo, ofreciéndome una copa de Martini llena de burbujas. Luego se arrellanó en su sillón y acarició con ambas manos su peinado cardado—. Qué día, por Dios. Pareces tan cansada como me siento yo.
Bebí un refrescante trago de limonada; las potentes burbujas recorrieron mi garganta. Los Temptations comenzaron a cantar Mi chica y yo dije:
—Creía que no abrías el salón los domingos.
—Normalmente no lo hago, pero una de mis antiguas y queridas clientas necesitaba un teñido para un funeral, no el suyo, afortunadamente, y no pude decirle que no. Hice lo que correspondía. Algunas de ellas son como miembros de la familia. —Rita examinó la bolsa que yo le había entregado, ajustó el cordón, lo aflojó. Sus largas uñas de color rosa chocaron entre sí—. Buena chica. Solo faltan veinte.
Asentí mientras me alcanzaba otra.
—Además, aquí puedo adelantar una parte de las tareas para la boda a salvo de ojos indiscretos —aclaró y abrió más los suyos antes de entrecerrarlos—. Mi Sam es una fisgona, siempre lo ha sido, desde niña. Se subía a los armarios para descubrir los regalos de Navidad y luego sorprendía a sus hermanos adivinando qué contenían los paquetes amontonados bajo el árbol. —Rita cogió otro cigarrillo del paquete que se encontraba sobre la mesa y encendió una cerilla. Brilló una llama que luego se consumió—. ¿Cómo van tus asuntos? Una joven como tú debería tener mejores cosas que hacer un domingo.
—¿Mejor que esto? —pregunté, entregándole la segunda bolsita blanca, con el cordón en su lugar.
—¡Descarada! —replicó ella, y a diferencia de mi madre, al sonreír me recordó a la abuela. Yo adoraba a mi abuela. Mi devoción contradecía la sospecha de ser hija adoptiva. Vivía sola y a pesar de que aclaraba que no le habían faltado ofrecimientos, se negó a casarse por segunda vez. Había sido el gran amor de un hombre joven, no estaba dispuesta a ser la esclava de un anciano. A cada cacerola le correspondía una tapa, solía decirme, y agradecía a Dios haber encontrado la suya en mi abuelo. No recuerdo al padre de mi madre, murió cuando yo tenía tres años y si alguna vez se me ocurrió preguntarle a mi madre acerca de él, su rechazo a revivir el pasado fue suficiente para disuadirme. Por fortuna Rita había sido más receptiva—. Y bien, ¿cómo te va todo?
—Muy bien —respondí. Busqué en mi bolso, cogí el papel, lo desplegué y leí el nombre que Sarah me había dado—: Roxy Club. Aquí tienes el número de teléfono.
La tía Rita agitó sus dedos y le entregué el papel. Frunció los labios, tanto como había fruncido la bolsita con el cordón.
—Roxy Club —repitió—. ¿Es un buen sitio, con clase?
—Eso me han dicho.
—Buena chica. —La tía dobló de nuevo el papel, lo sujetó bajo el tirante de su sujetador y me guiñó el ojo—. Tú eres la próxima, ¿verdad, Edie?
—¿De qué hablas?
—Del altar.
Esbocé una débil sonrisa y sacudí un hombro para librarme del comentario.
—¿Cuánto tiempo llevas con tu compañero? ¿Seis años?
—Siete.
—Siete años —dijo Rita, levantando la cabeza—. Tendrá que convertirte pronto en una mujer honrada, de lo contrario te entrarán las ganas y lo dejarás atrás. ¿Acaso no sabe que ha pescado algo bueno? ¿Quieres que hable con él?
Aun cuando no hubiera tenido intención de ocultar mi ruptura, era una idea aterradora. Busqué una manera de disuadirla sin dejar la realidad a la vista.
—De verdad, tía Rita, creo que ninguno de los dos tiene interés en casarse.
Ella cogió de nuevo su cigarrillo y entrecerró ligeramente un ojo mientras me observaba.
—¿Eso crees?
—Me temo que sí —dije. Era mentira. En parte. Siempre creí y sigo creyendo que debo casarme. Durante mi relación con Jamie acepté su escepticismo sobre la dicha conyugal, algo totalmente opuesto a mi natural romanticismo. En mi defensa, solo puedo decir que cuando amamos a una persona hacemos cualquier cosa por conservarla a nuestro lado.
Mientras suspiraba lentamente, la mirada de Rita pasó de la incredulidad a la perplejidad y concluyó en una cansada aceptación.
—Tal vez tengas razón. La vida pasa, simplemente, mientras estás distraída. Conoces a alguien, te lleva a pasear en coche, te casas y tienes un montón de hijos. Luego, un buen día descubres que no tienes nada en común. Sabes que antes lo tenías; de otra forma, ¿por qué te habrías casado? Pero las noches de insomnio, las desilusiones, las preocupaciones…, la tristeza de saber que tienes detrás más años que los que te resta vivir. —Rita me sonrió como si me diera la receta de un pastel. Yo habría metido mi cabeza en el horno—. Así es la vida, ¿verdad?
—Estupendo, tía Rita. No olvides incluirlo en tu discurso el día de la boda.
—¡Descarada!
Mientras las estimulantes palabras de la tía Rita seguían flotando en el ambiente cargado de humo, cada una de nosotras se enredó en una lucha personal con su bolsita. El radiocasete seguía girando. Rita tarareaba, un hombre con voz melosa nos instaba a mirar su sonrisa. Ya no pude resistir. Disfrutaba de su compañía, pero había ido a verla por otro motivo. Después de nuestro encuentro en el café, mi madre y yo prácticamente no habíamos hablado. Yo había cancelado nuestra siguiente cita con el pretexto de una acumulación de trabajo y no había respondido a sus llamadas telefónicas. Estaba dolida. Tal vez suene increíblemente adolescente, pero así me sentía. Mi madre no confiaba en mí, negaba categóricamente nuestro antiguo viaje a Milderhurst, insistía en que yo había inventado todo aquello. El dolor que me provocaba acentuó mi necesidad de conocer la verdad. Por ese motivo había faltado a la cita familiar del domingo, desairando así a mi madre una vez más, y había atravesado la ciudad bajo ese calor bochornoso. No quería, no podía, no debía marcharme sin haber logrado algo.
—Tía Rita…
Mi tía siguió concentrada en el cordón que se había enredado en sus dedos.
—Tengo que decirte algo. Se trata de mamá.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Rita, dirigiéndome una mirada aguda, que sentí como un rasguño.
—Oh, sí, nada de eso. Estuve pensando en el pasado.
—Ah, eso es diferente. El pasado. ¿Qué momento en particular?
—La guerra.
—Muy bien —dijo Rita, soltando su bolsita.
Decidí proceder con cautela. A mi tía le encanta conversar, pero el tema era delicado.
—Mamá, el tío Ed y tú fuisteis evacuados, ¿verdad?
—Sí, durante un tiempo. Fue una experiencia horrible. Todo aquello que decían del aire puro era mentira. Nadie nos había dicho que el campo apestaba, que las boñigas humeantes se amontonaban por todas partes. ¡Y ellos opinaban que nosotros éramos sucios! Desde entonces tuve un concepto completamente distinto de las vacas y de los campesinos. Pese a los bombardeos, deseaba regresar.
—¿También mamá?
Un leve temblor precedió a la respuesta. Sospechoso.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué te ha dicho ella?
—No me ha dicho nada.
Rita dirigió de nuevo su atención a la bolsita, pero incluso con los párpados bajos su inseguridad era perceptible. Deseaba decir ciertas cosas, pero se mordía la lengua porque sospechaba que no debía hacerlo.
Por mi parte, sabía que era mi oportunidad, aunque me sentía totalmente desleal. Cada una de las palabras que pronuncié a continuación me produjo cierta quemazón.
—Ya sabes cómo es.
La tía Rita inspiró y algo en el aire le dijo que podía confiar en mí. Frunció los labios y me miró de soslayo. Luego inclinó su cabeza hacia mí.
—A tu madre le encantaba. No quería regresar a casa —dijo. En sus ojos brillaba la perplejidad. Supe que había tocado una fibra sensible—. ¿Qué clase de hija no quiere vivir con sus padres? ¿Qué niña es capaz de preferir a otra familia?
Una niña que se siente fuera de lugar, pensé, al recordar mis culpables susurros en la oscuridad del dormitorio de mis primas. Una niña que se siente atrapada en un sitio al que no pertenece. Pero no lo dije. Para una persona como mi tía —que tenía la enorme fortuna de estar en el lugar apropiado para ella— ninguna explicación tendría sentido.
—Tal vez le asustaban las bombas —dije por fin, con voz ronca. Me aclaré la garganta y añadí—: La guerra.
—No estaba más asustada que cualquiera de nosotros. Otros niños querían regresar, incluso en el peor momento. Todos los de nuestra calle volvieron, estuvimos juntos en los refugios. Tu tío —al referirse a su hermano Ed el rostro de Rita se tiñó de veneración— pidió permiso para volver de Kent tan pronto como empezó la guerra; no soportaba estar lejos. Llegó a casa en medio de un bombardeo, justo a tiempo para salvar al hijo de los vecinos. Pero Merry… A ella le sucedía exactamente lo contrario. Fue necesario que nuestro padre fuera a buscarla y la arrastrara de vuelta a casa. Tu abuela nunca se repuso. Nos hacía creer que era feliz porque Merry estaba sana y salva en el campo, así era ella, no hablaba del asunto, pero nosotros no éramos ciegos.
No pude sostener la mirada de mi tía. Mi deslealtad hacía que me sintiera culpable. Rita seguía dolida por la traición de mi madre, la hostilidad había subsistido a lo largo de cincuenta años.
—¿Cuándo regresó? —pregunté con absoluta inocencia, mientras agarraba una nueva bolsita—. ¿Cuánto tiempo había pasado lejos de casa?
La tía Rita apoyó en su labio inferior una de aquellas largas uñas rosadas, con una mariposa pintada en la punta.
—Veamos, los bombardeos ya habían comenzado pero no era invierno, papá había traído prímulas. Quería alegrar a tu abuela, suavizar las cosas. Así era papá —dijo, golpeando con la uña rítmicamente el labio—. Fue en marzo o abril de 1941.
Entonces, al menos sobre ese aspecto, mi madre había dicho la verdad. Había pasado algo más de un año en Milderhurst y había vuelto a su casa seis meses antes de que Juniper Blythe sufriera el desengaño amoroso que destruiría su vida, antes de que Thomas Cavill le prometiera matrimonio para luego abandonarla.
—¿Te dijo alguna vez…?
La melodía de una famosa comedia musical se impuso a mi voz. El novedoso teléfono de mi tía sonaba en el mostrador.
«No respondas», rogué en silencio. Me aterrorizaba la idea de que algo pudiera estropear nuestro prometedor diálogo.
—Seguramente es Sam, que trata de espiarme —dijo Rita.
Asentí. Ambas escuchamos los últimos compases y de inmediato reanudé la conversación.
—¿Mamá te contó algo sobre su vida en Milderhurst? ¿Hizo algún comentario sobre los dueños de la casa, las hermanas Blythe?
Rita puso los ojos en blanco.
—No hablaba de otra cosa, te lo aseguro. Solo era feliz cuando llegaba alguna carta de ese sitio. Era muy misteriosa, no la abría en presencia de otros.
Recordé el relato de mi madre, el salón parroquial de Kent, el momento en que desde la fila de los niños evacuados vio partir a Rita.
—Cuando erais niñas, tú y ella estabais muy unidas.
—Éramos hermanas. Nos peleábamos, por supuesto, habría sido extraño que no lo hiciéramos, vivíamos apiñados en una casa pequeña. Pero nos entendíamos. Hasta que empezó la guerra, es decir, hasta que conoció a esa gente. —Rita cogió el último cigarrillo del paquete, lo encendió y echó una bocanada de humo hacia la puerta—. Cuando volvió era otra, no solo por la manera de hablar. En ese castillo le habían metido todo tipo de ideas.
—¿Qué ideas? —pregunté, aunque ya lo sabía. La voz de Rita adquirió un matiz defensivo que reconocí sin dificultad: la reacción de una persona que ha sido víctima de una comparación injusta.
—Ideas. —Agitó en el aire las uñas rosadas de una mano, cerca del abultado peinado. Temí que no siguiera hablando. Rita miró la puerta moviendo los labios, como si meditara acerca de la respuesta apropiada. Al cabo de un rato que me pareció un siglo, me miró otra vez. El casete había terminado y en el salón reinaba un silencio poco habitual. La ausencia de música creaba un espacio propicio para murmurar, para quejarse del calor, de los olores, del paso de los años. De pronto, con voz tranquila y clara, dijo—: Regresó convertida en una esnob. Cuando se fue era una de nosotros y cuando volvió se había transformado en una esnob.
Lo que siempre había vislumbrado adquirió una forma precisa: mi padre, su actitud hacia mi tía, mis primas e incluso mi abuela; los susurros entre él y mi madre; mis propias observaciones sobre las diferencias entre mi casa y la de Rita. Mi madre y mi padre eran unos esnobs. Me sentí avergonzada, por ellos y por mí misma. Y también ligeramente disgustada con Rita por haberlo dicho, y apenada por haberla alentado a hacerlo. Con la visión nublada, simulé concentrarme en mi tarea con la bolsita blanca.
La tía Rita, por el contrario, se sentía aliviada. Se veía en su rostro. La verdad nunca dicha era una herida que había permanecido oculta varias décadas.
—Libros. Cuando regresó solo le interesaba hablar sobre cosas que había aprendido de los libros —dijo Rita, apagando la colilla del cigarrillo—. De nuevo en casa miraba con desdén nuestras pequeñas habitaciones, despreciaba la música que oía papá. Su hogar era la biblioteca. En lugar de ayudarnos, se escondía entre libros. Decía tonterías, planeaba escribir para un periódico. Aunque parezca increíble, incluso envió algunas cosas.
Me quedé boquiabierta. Meredith Burchill no escribía, no enviaba artículos al periódico. Habría asegurado que Rita fantaseaba, pero, precisamente por ser inverosímil, aquella novedad debía de ser cierta.
—¿Las publicaron?
—No, por supuesto. A eso me refiero, a que le llenaron la cabeza de tonterías, de ideas que no concordaban con su realidad.
—¿Qué cosas escribía?, ¿qué temas elegía?
—No lo sé. Nunca me enseñó lo que escribía. Tal vez pensaba que no podía comprenderlo. De todos modos, yo no tenía tiempo. Por entonces conocí a Bill y comencé con este negocio. Estábamos en guerra, como bien sabes —explicó Rita, y soltó una carcajada, pero la amargura acentuó las arrugas que rodeaban sus labios. Hasta entonces no las había notado.
—¿Alguno de los Blythe visitó a mamá en Londres?
La tía se encogió de hombros.
—Merry era espantosamente reservada. Solía salir a hacer recados sin decir adónde iba. Tal vez lo hacía para encontrarse con alguien.
¿Fue la manera en que lo dijo, la leve insinuación presente en sus palabras o el hecho de que no me mirara mientras hablaba? En cualquier caso, supe de inmediato que su comentario implicaba algo más.
—¿Con quién?
Rita dirigió su mirada a la caja que contenía las bolsitas de encaje, como si nada fuera más interesante que verlas allí alineadas.
—Tía Rita, ¿con quién habría podido encontrarse?
—Oh, está bien —dijo. Al cruzar los brazos, los abultados pechos que el escote dejaba a la vista se juntaron. Me miró fijamente y comenzó a hablar—: Era un maestro, o lo había sido, antes de la guerra. Estaba de vuelta en Elephant & Castle. Muy guapo, al igual que su hermano. Se parecían a esos galanes de cine, decididos y reservados. Su familia vivía cerca e incluso tu abuela encontraba algún motivo para salir a saludarlo cuando pasaba por la calle. Todas las chicas estaban enamoradas de él, también tu madre. Y bien —continuó, encogiéndose de hombros—, un día los vi juntos.
Había oído más de una vez la expresión «ojos desorbitados», pues así estaban en ese momento los míos.
—¿Dónde?
—La seguí. Tenía una justificación que echaba por tierra el remordimiento y la culpa: se trataba de mi hermana pequeña, su conducta no era normal y vivíamos una época peligrosa. Tenía que velar por ella.
Poco me importaban los motivos de mi tía. Yo solo quería saber qué había visto.
—¿Dónde los viste? ¿Qué hacían?
—Los vi a distancia, pero fue suficiente. Estaban en el parque, sentados en el césped, muy juntos, abrazados. Él hablaba, ella escuchaba con verdadero interés. Luego ella le entregó algo y él… —Rita agitó el paquete de cigarrillos vacío—, maldición, desaparecen como por arte de magia.
—¡Rita!
Ella suspiró.
—Se besaron, ella y el señor Cavill, allí en el parque, a la vista de todo el mundo.
Los planetas chocaron, los fuegos de artificio estallaron, las estrellitas iluminaron los oscuros recovecos de mi mente.
—¿El señor Cavill?
—Sí, Edie querida, su maestro, Tommy Cavill.
Me faltaban las palabras, al menos alguna que tuviera sentido. Creo que emití un sonido porque Rita acercó una mano a su oído y preguntó:
—¿Qué dices?
Pero no logré repetirlo. La adolescente que más tarde sería mi madre se escabullía de su casa para encontrarse en secreto con su maestro, el prometido de Juniper Blythe, el hombre de quien se había enamorado. Sus citas incluían la entrega de ciertos objetos, y más aún, besos. Y todo aquello había sucedido meses antes de que traicionara a Juniper.
—Pareces agotada, querida. ¿Te sirvo otra limonada?
Asentí. Fue a buscarla. Tragué.
—Si de verdad te interesa, deberías leer las cartas que tu madre envió desde el castillo.
—¿Qué cartas?
—Las que enviaba a Londres.
—No creo que ella esté de acuerdo.
Rita observó una mancha de tinte en su muñeca.
—No tiene por qué enterarse.
Sin duda vio en mi rostro el desconcierto.
—Estaban entre las cosas de tu abuela —explicó Rita, mirándome a los ojos—, ahora están en mi poder. Aunque le hacían daño, ella las conservó hasta su muerte. Era una sentimental. Supersticiosa también, creía que las cartas no se podían destruir. Si quieres, te las buscaré.
—No lo sé, no creo que deba…
—Las cartas —afirmó Rita, subrayando sus palabras con un gesto que me hizo sentirme tonta, ingenua y optimista a la vez— existen para ser leídas, ¿verdad?
Asentí, con cierta aprensión.
—Tal vez te ayuden a comprender qué ideas se le ocurrieron a tu madre en su lujoso castillo.
El hecho de leer las cartas de mi madre sin su consentimiento era reprochable, pero acallé mi culpa. Rita tenía razón: mi madre había escrito esas cartas para su familia. Ella estaba en su derecho, podía dármelas, y también a mí me asistía el derecho de leerlas.
—Sí —dije de pronto—. Gracias.