El libro de los mágicos animales mojados

1992

No podía dejar de pensar en Thomas Cavill y Juniper Blythe. Una historia melancólica. La convertí en mi historia melancólica. Regresé a Londres, reanudé mi vida habitual, pero una parte de mí siguió ligada a ese castillo. Durante el día soñaba despierta, oía susurros. Cerraba los ojos y me veía otra vez en aquel corredor frío y sombrío, esperando junto a Juniper la llegada de su prometido.

—Vive en el pasado. Aquella noche de octubre de 1941 se repite sin cesar en su mente, la aguja del tocadiscos se le ha atascado —me había dicho la señora Bird al salir.

Mientras conducía, yo miraba por el espejo retrovisor los contornos de aquel bosque que rodeaba el castillo y lo cubría con un manto oscuro, protector.

La idea de que una vida entera se hubiera arruinado en una noche era espantosamente triste y me llenaba de interrogantes. ¿Cómo había vivido Juniper aquella noche en la que Thomas Cavill no se presentó a la cita? ¿Lo había esperado junto a sus hermanas en el salón especialmente preparado para la velada? Me preguntaba en qué momento comenzó a preocuparse, si contempló la posibilidad de que hubiera sufrido un accidente o comprendió de inmediato que él la había abandonado.

—Se casó con otra mujer. Huyó con otra a pesar de haberse comprometido con Juniper. Ni siquiera le dejó una nota para dar por terminado el noviazgo —había explicado la señora Bird ante mi pregunta.

Reflexioné sobre aquella historia, la contemplé desde diversos ángulos, al derecho y al revés. Hice conjeturas, correcciones, imaginé distintas versiones. Supongo que pesaba el hecho de haber sido traicionada de un modo similar, pero mi obsesión —confieso que en eso se convirtió— no era producto exclusivo de la empatía. Guardaba relación con los instantes finales de mi encuentro con Juniper. Con la transformación que observé al mencionar que debía regresar a Londres, la manera en que la joven que esperaba anhelante el regreso de su amante fue reemplazada por una figura tensa y desgraciada que me rogaba ayuda y me recriminaba no haber cumplido una promesa. Por encima de todo, había grabado el momento en que me miró a los ojos y me acusó de haber cometido una grave traición, su voz cuando me llamó Meredith.

Juniper Blythe era una anciana enferma, y sus hermanas habían puesto especial atención en advertirme de que solía decir cosas sin sentido. Sin embargo, cuanto más reflexionaba, mayor era la certeza de que mi madre había influido en su destino. Allí se encontraba la explicación al modo en que había reaccionado ante la carta perdida, a su llanto angustiado cuando leyó el nombre del remitente, un llanto similar al que había oído en la infancia mientras nos alejábamos de Milderhurst. Habían pasado décadas de aquella secreta visita, del día en que mi madre me había cogido de la mano y me había arrastrado desde la verja hacia el coche diciendo que había cometido un error, que era muy tarde.

¿Tarde para qué? Para enmendar las cosas, para reparar un antiguo error. Tal vez la misma culpa que la había guiado de regreso al castillo la había alejado nuevamente, antes de atravesar siquiera la verja. La culpa podía explicar su turbación. También podía ser el motivo para mantener en secreto todo el asunto. La profunda impresión que conservaba de aquel día no solo se debía al misterio, sino también al silencio. Aunque mi madre no tenía el deber de darme explicaciones, sentí que me había mentido. Más aún, que aquello me implicaba en cierto modo. En su pasado había algo que ella trataba de ocultar y que luchaba por salir a la luz. Una acción, una decisión, un instante quizás, cuando era casi una niña. Algo que arrojaba una larga y negra sombra sobre su presente y, en consecuencia, también sobre el mío. Tenía que descubrir de qué se trataba. No solo porque era una entrometida, ni por la simpatía que me inspiraba Juniper Blythe, sino porque ese secreto era la clave de la distancia que desde siempre había existido entre mi madre y yo.

* * *

—Así es. —Herbert estuvo de acuerdo cuando se lo dije.

Después de pasar la tarde amontonando mis cajas de libros y diversos utensilios domésticos en su desordenado ático, habíamos salido a caminar por Kensington Gardens. El paseo era un hábito cotidiano impulsado por el veterinario. Se suponía que la actividad estimulaba el metabolismo de Jess y mejoraba su digestión, pero ella no veía con agrado esos paseos.

—Vamos, Jessie. Los patos están cerca, querida —dijo Herbert, golpeando ligeramente con el zapato el obstinado trasero de su mascota. Aunque la insistencia no hacía más que acentuar su terquedad.

—Pero ¿cómo puedo descubrirlo? —Tenía una tía, Rita, pero la idea de acudir a ella me parecía especialmente vil teniendo en cuenta la compleja relación de mi madre con su hermana mayor. Hundí las manos en los bolsillos, tratando de encontrar la respuesta en sus pelusas—. ¿Qué debo hacer? ¿Por dónde empezar?

Herbert dejó en mis manos la correa de Jess. Cogió del bolsillo un cigarrillo y lo encendió.

—En mi opinión, solo hay una manera de empezar. —Lo miré con curiosidad, esperando que continuara. Él soltó una teatral bocanada de humo y dijo—: Sabes tan bien como yo que debes hablar con tu madre.

* * *

Los disculparé si piensan que el consejo de Herbert era obvio. Tengo parte de responsabilidad en ello. Sospecho que por haber empezado mi relato comentando el episodio de la carta he dado una impresión totalmente errónea acerca de mi familia. Ahí comienza esta historia, pero no mi historia. Y mucho menos la de Meredith y Edie. Con respecto a lo sucedido aquel domingo, tal vez imaginen un alegre dúo que conversaba y se entendía con facilidad. Aunque suena bien, no es así. Puedo citar una buena cantidad de experiencias de la infancia para demostrar que la relación con mi madre no se caracterizó precisamente por el diálogo y la comprensión: la inexplicable aparición de un sujetador de estilo militar cuando cumplí trece años; el hecho de que Sarah fuera la encargada de darme información básica sobre la sexualidad y demás temas importantes para una chica de esa edad; el fantasma de mi hermano, que mis padres y yo fingíamos no ver.

De todas formas, Herbert estaba en lo cierto. El secreto pertenecía a mi madre y si quería conocer la verdad, saber más sobre la niña cuya sombra me había acompañado en el recorrido por Milderhurst Castle, no había otra manera de empezar. Por fortuna, habíamos acordado reunirnos la semana siguiente para tomar café en una pastelería, muy cerca de Billing & Brown. Salí de la oficina a las once, encontré una mesa en un rincón apartado y, como de costumbre, hice el pedido. Tan pronto como la camarera dejó en la mesa una tetera humeante de Darjeeling, se oyó el ruido de la calle. Miré hacia la puerta. Mi madre entraba, vacilante, llevando en la mano el bolso y el sombrero. Una defensiva cautela se había apoderado de su expresión. Observaba el café desconocido y decididamente moderno. Aparté la vista, miré mis manos, la mesa, jugué con la cremallera de mi bolso, hice lo posible por ignorarla. En los últimos tiempos ese gesto desconcertado es más frecuente, porque mi madre está envejeciendo, porque yo misma estoy envejeciendo o tal vez porque el mundo de hoy es realmente vertiginoso. Mi reacción me alarma, porque ante la debilidad de mi madre debería ser más piadosa, más afectuosa con ella, pero no lo soy. Representa un desgarrón en el tejido de la normalidad, y me asusta porque indica que todo puede volverse desagradable, irreconocible. Mi madre siempre fue un oráculo, un ejemplo de corrección. Al verla insegura en una situación absolutamente cotidiana, mi mundo se estremece, el suelo empieza a moverse bajo mis pies. Esperé y al cabo de unos instantes la miré otra vez. Había recuperado la seguridad, la confianza y agitó candorosamente la mano, creyendo que yo acababa de advertir su presencia.

Avanzó cuidadosamente por el café repleto, esmerándose visiblemente para que su bolso no chocara con las cabezas de los clientes; su gesto decía que no aprobaba el modo en que se habían dispuesto las mesas. Yo me entretuve controlando que en la nuestra no quedaran restos espumosos de capuchino o migajas de pasteles. Nuestros regulares encuentros para tomar café eran una novedad, instituida poco después de que mi padre se jubilara. También yo me sentía un poco incómoda con respecto a ella, pese a que no tenía previsto realizar una investigación muy profunda sobre su vida. Cuando llegó a la mesa, me levanté a medias, mis labios besaron el aire circundante a la mejilla que me ofreció y las dos nos sentamos, sonriendo con evidente alivio porque el saludo en público había terminado.

—Hace calor —comentó mi madre.

—Mucho —respondí.

Comenzamos a recorrer con soltura un trayecto conocido: hablamos de la nueva obsesión de mi padre, es decir, deshacerse de las cajas guardadas en el desván; de mi trabajo y los encuentros sobrenaturales en Rommey Marsh; y de los chismes del club de bridge de mi madre. Hicimos una pausa. Nos sonreímos. Mi madre no tardaría en hacer la pregunta de rigor.

—¿Cómo está Jamie?

—Bien.

—Leí el artículo del Times. La nueva obra fue bien recibida.

—Sí. —También yo lo había leído. Sin proponérmelo. Sencillamente me había topado con él cuando buscaba las páginas de anuncios de alquiler. Había recibido una crítica muy elogiosa. Pero en el maldito periódico no se ofrecían apartamentos que yo estuviera en condiciones de pagar.

Mi madre hizo una pausa mientras le servían el capuchino que había pedido para ella.

—Dime —continuó, poniendo en el plato una servilleta de papel para absorber la leche que se había volcado de la taza—, ¿tiene algún proyecto en marcha?

—Está escribiendo un guion. Un amigo de Sarah es director de cine, ha prometido leerlo.

La boca de mi madre dibujó una cínica «o» antes de emitir algunas onomatopeyas de admiración. La última fue ahogada por un sorbo de café sorprendentemente amargo que por fortuna le hizo cambiar de tema.

—¿Y el apartamento? Tu padre quiere saber si el grifo de la cocina sigue causando problemas. Se le ha ocurrido una manera de arreglarlo definitivamente.

Imaginé el apartamento frío y vacío que había abandonado aquella mañana. Pensé que mi vida se había convertido en una colección de recuerdos guardados en cajas de cartón, ahora apiladas en el ático de Herbert.

—El apartamento está en orden, el grifo funciona. Dile que no necesita más reparaciones.

—Tal vez alguna otra cosa necesite ser reparada —sugirió mi madre, casi rogando que así fuera—. Podría pasar el sábado para hacer una revisión general.

—En realidad, como te he dicho, no es necesario.

Mi madre estaba sorprendida y ofendida. Había sido descortés con ella. La necesidad de fingir que todo marchaba sobre ruedas me agobiaba. Aunque me refugio en la ficción literaria, en la vida real no soy una mentirosa, no domino el arte del subterfugio. En circunstancias normales, habría sido el momento perfecto para comunicar la noticia de mi separación, pero no podía hacerlo si tenía intención de hablar con mi madre sobre Milderhust y Juniper Blythe. En ese preciso instante, el hombre de la mesa vecina decidió pedir prestado el salero. Mientras se lo alcanzaba, mi madre dijo:

—Te he traído algo. —Era una vieja bolsa de Marks & Spencer, plegada para proteger su contenido—. No te hagas muchas ilusiones, nada nuevo —aclaró al entregármela.

Abrí la bolsa. El contenido me desconcertó. A menudo recibo manuscritos que en opinión de sus autores merecen ser publicados, pero no creía que existiera una persona capaz de ofrecerme algo semejante.

—¿Lo recuerdas? —preguntó mi madre, mirándome como si yo hubiera olvidado mi propio nombre.

Observé otra vez las hojas sujetas con grapas, los dibujos infantiles de la cubierta, las palabras torpemente escritas en el encabezado: El libro de los animales mojados, escrito e ilustrado por Edith Burchill. Entre «los» y «animales» se distinguía una flecha, y allí se había agregado con tinta de otro color la palabra «mágicos».

—Tú lo escribiste, ¿lo recuerdas ahora?

—Sí —mentí. La expresión de mi madre me indicaba que para ella era importante que lo recordara. Y mientras paseaba el pulgar sobre un borrón de tinta que el bolígrafo había dejado al atascarse en un trazo, supe que también yo quería recordar.

—Te sentías muy orgullosa de tu obra —comentó mi madre, inclinando la cabeza para echar un vistazo a las hojas que tenía en mis manos—. Trabajaste durante días, acurrucada bajo el tocador de la habitación de invitados.

Entonces lo reconocí. El delicioso recuerdo de estar oculta en aquel espacio abrigado y oscuro se liberó de su largo enclaustramiento. Mi cuerpo se estremeció: volvieron a mi memoria la polvorienta alfombra circular; la grieta en el yeso, tan ancha que podía contener un lápiz; los rayos de sol en las duras tablas de madera donde se apoyaban mis rodillas.

—Pasabas mucho tiempo escribiendo, oculta en la oscuridad. Tu padre temía que tu timidez te impidiera hacer amistades, pero no lográbamos entusiasmarte con otra cosa.

Recordaba haber sido lectora en la niñez. No recordaba haber escrito. A pesar de todo, cuando mi madre se refirió al intento de desalentar esa veta, aparecieron lejanas imágenes de mi padre: cuando volvía de la biblioteca, él sacudía la cabeza, incrédulo; y a la hora de la cena me preguntaba por qué no elegía libros que no fueran de ficción. No comprendía por qué prefería esas tontas fantasías, por qué no me interesaba aprender sobre el mundo real.

—Había olvidado que escribía cuentos —dije. Miré la improvisada contraportada y sonreí al ver dibujado un ficticio logo del editor.

—De todos modos, creí que debías tenerlo. Tu padre se ha dedicado a vaciar el desván y por eso lo he encontrado —explicó mi madre, quitando de la mesa una antigua miga—. No tiene sentido dejar que lo destruyan las polillas, ¿verdad? Y quién sabe, tal vez algún día puedas enseñárselo a tu hija. —Mi madre se enderezó en su silla, y el túnel que nos había llevado al pasado se cerró tras ella—. Cuéntame cómo fue tu fin de semana. ¿Hiciste algo especial?

Se había abierto una ventana perfecta; si lo hubiera intentado, no habría podido encontrar una mejor. Miré El libro de los mágicos animales mojados, el papel polvoriento, los borrones de tinta, los sombreados y los colores infantiles. Comprendí que mi madre lo había conservado, que más allá de sus reparos deseaba hacerlo, que había elegido precisamente ese día para recordarme una parte de mí que había olvidado. Me invadió un incontenible deseo de compartir con ella lo que me había sucedido en Milderhurst Castle. Una dulce sensación de que todo iría bien.

—Sí. Algo muy especial —dije. Ella me dedicó una amplia sonrisa. Mi corazón había empezado a galopar. Sentí que me observaba a mí misma. Me encontraba al borde del precipicio y me pregunté si estaría dispuesta a saltar—. Hice una visita guiada —dije con una voz débil que no reconocí como propia— por Milderhurst Castle.

Mi madre abrió los ojos con incredulidad.

—¿Estuviste en Milderhurst?

Asentí. Ella bajó la mirada. Aferró el asa de su taza de café, la hizo girar hacia ambos lados. La observé con curiosidad, sin saber qué sucedería a continuación. Ansiosa y recelosa a la vez.

Como un sol brillante que asoma en el horizonte, la dignidad recuperó su lugar. Mi madre levantó la cabeza, colocó su cuchara y sonrió.

—¿Cómo es el castillo?

—Grande. —Trabajo con las palabras, y sin embargo, eso fue todo lo que pude decir. Sin duda, era producto de la sorpresa, de la increíble transformación que había presenciado—. Como salido de un cuento.

—Una visita guiada, no imaginaba que existiera tal cosa. Así son los tiempos modernos, todo tiene su precio.

—Fue una visita informal. Una de las propietarias me enseñó el lugar. Una anciana llamada Persephone Blythe.

—¿Percy? —preguntó mi madre. Percibí un leve temblor en su voz. La única fisura en su actitud—. ¿Percy Blythe aún vive allí?

—Las tres, mamá. También Juniper, la que envió la carta para ti.

Mi madre abrió la boca, con intención de hablar. Las palabras no salieron y la cerró, apretando los labios. Cruzó las manos sobre la falda y permaneció tan pálida e inmóvil como una estatua de mármol. La imité, hasta que el silencio se volvió muy pesado y no pude tolerarlo.

—El lugar es siniestro —dije, aferrando la tetera. Mis manos temblaban—. Polvoriento y oscuro. Al ver a las tres ancianas sentadas en el salón de ese enorme y antiguo edificio me sentí como si estuviera en una casa de muñecas.

—Juniper… ¿Cómo está ella? —preguntó mi madre con una voz extrañamente débil. Y después de aclararse la garganta, añadió—: ¿Qué aspecto tiene?

Me pregunté qué debía decir. Podía describir a la alegre adolescente, a la anciana desgreñada, podía relatar la escena final con sus desesperadas acusaciones.

—Se la ve perturbada. Llevaba un vestido anticuado, me dijo que esperaba a un hombre. La dueña del hotel donde me alojé dijo que está enferma, sus hermanas cuidan de ella.

—¿Está enferma?

—Una especie de demencia. Su novio la abandonó hace muchos años y nunca pudo recuperarse.

—¿Su novio?

—Su prometido, para ser exactos. Le dio calabazas, y eso, según dicen, la llevó a la locura.

—Oh, Edie, como de costumbre, eres muy propensa a fantasear —dijo mi madre. Su malestar se transformó en una sonrisa, como la que se dedicaría a un gatito torpe.

El hecho de que me considerara una ingenua me enervó.

—Solo repito lo que me dijeron en el pueblo: que Juniper siempre fue frágil, incluso en su juventud.

—La conocí entonces, Edie, no necesito que me digas cómo era —soltó mi madre. Me pilló desprevenida.

—Lo siento.

—No —interrumpió. Levantó una mano, luego se la llevó a la frente. Echó una mirada furtiva por encima del hombro y dijo—: Yo soy quien lo siente, no comprendo qué me ha sucedido. —Entonces suspiró y esbozó una sonrisa algo vacilante—. Supongo que es la sorpresa de saber que aún viven, las tres, en el castillo. Ya son muy ancianas —comentó, frunciendo el ceño, aparentemente concentrada en cálculos matemáticos—. Las gemelas no eran jóvenes cuando las conocí, al menos eso me parecía.

Todavía sorprendida por su arrebato, respondí con cautela:

—¿Eran ya ancianas, con el cabello canoso y todo eso?

—No, por supuesto. Es difícil precisarlo. Creo que tenían menos de cuarenta años, aunque por entonces no significaba lo mismo que hoy. Y yo era una niña. Los niños suelen ver las cosas de otra manera, ¿no es así? —No respondí, ella no esperaba que lo hiciera. Me miraba, pero sus ojos tenían un aire distante. Parecían servir de pantalla para la proyección de una película—. Se comportaban como madres, más que como hermanas, con respecto a Juniper. Eran mucho mayores, su verdadera madre había muerto cuando ella era apenas una niña. El padre aún vivía, pero no se ocupaba demasiado de su hija.

—Era escritor. Raymond Blythe —dije tímidamente, temía excederme otra vez ofreciendo datos que ella conocía. En esta ocasión no pareció importarle. Esperé algún indicio de que recordara el libro pedido en la biblioteca cuando yo era niña. Al vaciar mi apartamento lo había buscado, con la esperanza de enseñárselo, pero no pude encontrarlo—. Escribió un relato titulado La verdadera historia del Hombre de Barro.

—Sí —se limitó a decir, en voz muy baja.

—¿Lo conociste?

Mi madre sacudió la cabeza.

—Lo vi alguna vez, pero solo a distancia. Por entonces era muy mayor y vivía recluido. Pasaba la mayor parte del tiempo en la torre, donde escribía. Yo no estaba autorizada a subir allí. Era una de las reglas más importantes de la casa. No había muchas en realidad —dijo mirando hacia abajo. En sus párpados palpitaban unas venas púrpura—. Ellas solían hablar de su padre. Aparentemente, era un hombre difícil. Siempre me pareció una especie de rey Lear que con sus actitudes enemistaba a sus hijas.

Por primera vez mi madre hacía referencia a un personaje de ficción. El efecto de sus palabras hizo añicos mi línea de pensamiento. En la universidad escribí un ensayo sobre las tragedias de Shakespeare y nunca había dado muestra alguna de conocer sus obras.

—Edie, ¿dijiste quién eras durante la visita a Milderhurst? —preguntó mi madre con una mirada incisiva—. ¿Hablaste sobre mí con Percy o alguna de ellas?

—No —respondí. Me pregunté si la omisión ofendía a mi madre, si querría saber por qué no dije la verdad.

—Bien —dijo, y asintió—. Fue una buena decisión, piadosa, solo habrías logrado confundirlas. Ha pasado mucho tiempo y fue muy breve el periodo que compartí con ellas. Con toda seguridad me han olvidado por completo.

Era mi oportunidad y la aproveché:

—Pues no, mamá. No te han olvidado. Es decir, Juniper te recuerda.

—¿A qué te refieres?

—Al verme creyó que eras tú.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó mi madre, mirándome a los ojos.

—Me llamó Meredith.

—¿Dijo algo más?

Una encrucijada. Una decisión. Aunque en realidad no tenía alternativa. Debía actuar con suma cautela: si repetía las palabras de Juniper, si le decía a mi madre que la acusaba de faltar a una promesa y arruinar su vida, ella daría por terminada la conversación.

—No mucho. ¿Tú y ella erais amigas? —pregunté. El hombre sentado a la mesa vecina se puso de pie. Su voluminoso trasero empujó la nuestra y todo lo que había sobre ella se estremeció. Sonreí distraída en respuesta a sus disculpas, preferí concentrarme en evitar que nuestras tazas y nuestra conversación se tambalearan—. Mamá, te he preguntado si Juniper y tú erais amigas.

Ella levantó su taza. Durante unos instantes pareció entretenerse despegando la espuma con la cuchara.

—Ha pasado tanto tiempo… Es difícil recordar los detalles. —La cuchara tocó el plato, se oyó un ruido metálico—. Como te he dicho, viví con ellas poco más de un año. Mi padre vino a buscarme a principios de 1941.

—¿Nunca regresaste?

—Fue la última vez que vi Milderhurst Castle.

Mi madre mentía.

—¿Estás segura? —pregunté irritada.

—Edie, qué pregunta tan extraña —replicó ella riendo—. Por supuesto que estoy segura. ¿Crees que es posible olvidar algo así?

Era posible. De hecho, yo lo había olvidado.

—De eso se trata. Ocurrió algo interesante. Este fin de semana, al ver la entrada del castillo, el portón al pie del camino, tuve la increíble sensación de haber estado allí antes. —Mi madre callaba, yo continué—: Contigo.

Su silencio fue intolerable. De pronto advertí el murmullo de fondo, el ruido de los filtros de café que se vaciaban, el zumbido del molinillo, las risas chillonas del entresuelo, todo a un paso de mí, como si mi madre y yo estuviéramos muy lejos, cada una en su propia burbuja.

Traté de controlar el temblor de mi voz:

—Era una niña. Fuimos en coche hasta allí, tú y yo, nos detuvimos ante la verja. Hacía calor, vi un estanque y quise nadar en él, pero no entramos. Dijiste que era muy tarde.

Con lentitud y suavidad mi madre se llevó la servilleta a los labios. Luego me miró. Por un instante vislumbré en sus ojos el brillo de la confesión. De pronto parpadeó y lo hizo desaparecer.

—Estás imaginando cosas.

Sacudí la cabeza.

—Los portones se parecen mucho unos a otros. Lo has visto en alguna película y te has confundido.

—Lo recuerdo.

—Crees recordarlo. Lo mismo sucedió cuando acusaste al vecino, el señor Watson, de ser un espía ruso, o cuando creías ser hija adoptiva y tuvimos que mostrarte el certificado de nacimiento. —Su voz había adquirido un matiz que recordaba perfectamente el que tenía cuando yo era niña. Aquella irritante certeza que tiene una persona sensata, respetable, poderosa. Una persona que no te escuchará aunque grites—. Tu padre me obligó a llevarte al médico a causa de los terrores nocturnos.

—Esto es diferente.

—Siempre has sido fantasiosa, Edie —replicó ella con una sonrisa nerviosa—. Aunque no lo heredaste de mí, y con toda certeza, tampoco de tu padre —aseguró, y se inclinó para levantar su bolso del suelo—. A propósito, me está esperando en casa.

—Pero, mamá… —dije, intentando retenerla. Sentía el abismo que se abría entre nosotras, la desesperación me aguijoneaba—, ni siquiera has terminado tu café.

—He bebido suficiente —respondió ella, mirando el fondo de su taza, donde aún quedaba un poco.

—Te pediré otro…

—No, ¿cuánto te debo?

—Nada, mamá. Por favor, no te vayas.

—He pasado toda la mañana fuera, tu padre está solo y ya sabes cómo es. Si no regreso enseguida, encontraré la casa desmantelada.

Sentí su mejilla fría y húmeda contra la mía. Luego se marchó.