Considerando que Juniper no había llegado, y tampoco su amigo, a Saffy le hubiera gustado refugiarse en la despensa, reconstruir la carta que Percy había destrozado y descubrir su secreto. No obstante, el ánimo conciliador de su hermana era una alegría inesperada que no podía desaprovechar. Esa noche no. Juniper y su invitado especial llegarían en cualquier momento. Sería conveniente estar cerca de la puerta de entrada, para disponer de unos minutos a solas con June.
—Gracias —dijo. Aceptó el vaso que su hermana le ofrecía y bebió un trago en señal de buena voluntad.
—¿Cómo ha ido el día? —preguntó Percy, sentándose en el borde de la mesa del gramófono.
Curiorífico y rarífico, habría dicho Alicia[4]. Por regla general, Percy jamás entablaba conversaciones triviales. Saffy disimuló bebiendo otro sorbo y decidió que sería sensato proceder con suma cautela.
—Oh, normal —dijo, agitando una mano—. Aunque debo admitir que me he caído al ponerme la ropa interior.
—Imposible —dijo Percy, echándose a reír abiertamente.
—Por supuesto que sí. La magulladura puede probarlo. Veré todos los colores del arcoíris antes de que se borre. —Saffy se tocó suavemente el trasero y se apoyó en el borde del diván—. Me temo que estoy envejeciendo.
—Imposible.
—¿Eso crees? —preguntó Saffy, con involuntario entusiasmo.
—Es simple. Yo nací antes; técnicamente siempre seré mayor que tú.
—Sí, lo sé, pero no comprendo…
—Y puedo asegurarte que nunca me he tambaleado al vestirme. Ni siquiera durante los bombardeos.
—Hummm… —Saffy frunció el ceño—. Comprendo. ¿Debo atribuir mi accidente a un fallo casual, sin relación con mi edad?
—Creo que sí. De lo contrario estaríamos firmando nuestro propio certificado de defunción. —Las dos sonrieron: era una de las expresiones favoritas de su padre, solía pronunciarla ante diversos obstáculos—. Lo siento —prosiguió Percy—. Me refiero a lo que sucedió antes, en la escalera —aclaró, y encendió su cigarrillo—. No fue mi intención discutir.
—Podemos culpar a la guerra, ¿verdad? —dijo Saffy, girando la cabeza para evitar el humo—. Como hacen los demás. Dime, ¿qué ocurre ahí fuera, en el ancho mundo?
—No mucho. Lord Beaverbrook está hablando de tanques para los rusos; en el pueblo no quedan peces para pescar y al parecer la hija de la señora Caraway va a ser madre.
Saffy respiró profundamente.
—¡No!
—Sí.
—¿Cuántos años tiene? ¿Quince?
—Catorce.
—Fue un soldado, ¿verdad?
—Un piloto.
—Vaya, la señora Caraway es uno de los pilares de nuestra comunidad. Es terrible —opinó Saffy, para quien no pasó inadvertida la sonrisa burlona de Percy. Sospechó que su hermana disfrutaba con la desventura de la señora Caraway. Lo cual en alguna medida era cierto, pero únicamente porque aquella mujer era una marimandona que criticaba a todos y a todo, incluidas (el rumor había llegado al castillo) las labores de costura de Saffy—. Verdaderamente terrible —subrayó, ruborizada.
—Aunque no sorprendente, considerando la escasa moral de las jóvenes de hoy —afirmó Percy.
—Las cosas han cambiado debido a la guerra. Lo he leído en las cartas al director que publica el periódico. Las muchachas se divierten durante la ausencia de sus maridos, tienen hijos sin haberse casado. Parece que basta con conocer a un hombre para pasar enseguida por el altar.
—Pero nuestra Juniper es diferente.
Saffy palideció. Allí estaba la zancadilla que había estado esperando: Percy lo sabía. De algún modo se había enterado de la relación amorosa de Juniper. Eso explicaba su repentino buen humor. Se había embarcado en una expedición de pesca furtiva, y ella había mordido el anzuelo atraída por la carnaza de los chismes del pueblo. Era humillante.
—Por supuesto —dijo, con la mayor serenidad posible—. Juniper no es así.
—Claro que no.
Las dos hermanas permanecieron sentadas un instante, observándose, con idénticas sonrisas en idénticos rostros, bebiendo sus copas. El corazón de Saffy latía con más fuerza que el reloj preferido de su padre. Se preguntó si Percy podía oírlo. Supo cómo se sentía un insecto atrapado en una red, esperando el avance de la gran araña.
—Sin embargo —dijo Percy, echando la ceniza en el cenicero de cristal—, hoy en el pueblo me han dicho algo extraño.
—¿Sí?
—Sí.
Un silencio tenso se instaló entre ellas. Percy fumaba y Saffy se concentraba en morderse la lengua. Aquello era irritante. Y artero: su propia hermana aprovechaba su debilidad por los chismes para tentarla a revelar un secreto. Se negó a caer en la trampa. No necesitaba que Percy la informara sobre el cotilleo del pueblo. Ya sabía la verdad. Al fin y al cabo, era ella quien había leído el diario de Juniper, y su hermana no lograría embaucarla para que compartiera su contenido.
Con pretendido aplomo, Saffy se puso de pie, se alisó el vestido, y comenzó a inspeccionar la mesa. Alineó los cubiertos con minucioso cuidado, incluso logró tararear en voz baja, con aire despreocupado, y esbozar una inocente sonrisa. Fue una especie de consuelo ante la duda que acechaba en las sombras.
Por cierto, era asombroso el hecho de que Juniper tuviera un amante, y le dolía que no se lo hubiera dicho. Pero eso no cambiaba las cosas. Al menos, las cosas que interesaban a Percy, las importantes. Guardar el secreto no haría ningún daño; Juniper tenía un amante, nada más. Era natural en una muchacha; un asunto menor, seguramente efímero. Como todas las fascinaciones de Juniper, también esta se desvanecería y al joven se lo llevaría la misma brisa que traería consigo una nueva atracción.
Las ramas del cerezo, sacudidas por el viento, arañaban el postigo suelto. Saffy tembló, aunque no tenía frío. Desde la pared de la chimenea, el espejo reflejaba sus movimientos. Era un inmenso espejo de marco dorado, sujeto por una cadena que pendía de un gancho. No se apoyaba en la pared, se inclinaba hacia delante, y sintió que la observaba desde lo alto, como si ella fuera un duendecillo verde. Dejó escapar un suspiro, breve e involuntario, se sintió sola y cansada de estar tan aturdida. Estaba a punto de desviar la mirada, de seguir supervisando la mesa, cuando advirtió que Percy, agazapada en un ángulo del espejo, fumaba y observaba al enanito verde que ocupaba el centro. Más que observarlo, lo escrutaba tratando de encontrar la prueba, la confirmación de aquello que sospechaba.
El pulso de Saffy se aceleró. Sintió la repentina urgencia de decir algo, de cambiar el silencio del salón por un poco de conversación, de ruido. Respiró profundamente.
—Juniper se ha retrasado —dijo—, pero no debería sorprendernos; sin duda la causa es el tiempo, alguna interrupción del servicio de trenes. El suyo debía llegar a las cinco y cuarenta y cinco, y aun suponiendo que el autobús del pueblo se retrasara, ya tendría que estar aquí. Espero que no haya olvidado el paraguas, pero ya sabes cómo es…
—Juniper está comprometida —interrumpió bruscamente Percy—. Eso dicen, que se ha comprometido.
El cuchillo para el primer plato produjo un sonido metálico al chocar con su compañero. Saffy abrió la boca, pestañeó.
—¿Qué dices, querida?
—Que Juniper está comprometida, que se casará.
—Eso es totalmente ridículo —replicó Saffy con sincero asombro—. ¿Es posible imaginar a Juniper casada? ¿Quién lo dice? —añadió, lanzando una risita apenas audible.
Percy soltó una bocanada de humo.
—Y bien, ¿quién ha estado diciendo esas tonterías? —insistió.
Durante un instante su hermana permaneció en silencio, ocupada en quitar una hebra de tabaco de su labio superior. Cuando la sintió en la punta del dedo, frunció el ceño y agitó la mano sobre el cenicero.
—Tal vez no tenga importancia. Estaba en la oficina de correos…
—¡Ajá! —exclamó Saffy, con un aire excesivamente triunfal. Y también con alivio. Los chismes del pueblo eran solo eso, no tenían fundamento real—. Tenía que haberlo imaginado. ¡Esa Potts! Es un verdadero peligro. Por fortuna, todavía no empieza a difundir rumores sobre asuntos de estado.
—¿Crees que no es verdad? —preguntó Percy sin ninguna entonación particular.
—Por supuesto que no.
—¿Juniper no te ha dicho nada?
—Ni una palabra. —Saffy se acercó a Percy y apoyó una mano en su hombro—. Créeme, Percy, querida. ¿Te imaginas a Juniper de novia, vestida de blanco, comprometiéndose a amar y obedecer a otra persona durante el resto de su vida?
El cigarrillo yacía ahora inerte y marchito en el cenicero. Percy reflexionó un instante, paseando el dedo por su barbilla. Luego esbozó una sonrisa y se encogió de hombros. Parecía haberse librado de esa idea.
—Tienes razón —dijo—. Son unos estúpidos rumores, nada más. Solo me preguntaba si… —insinuó, pero dejó la frase inconclusa.
La música había cesado y la aguja del gramófono seguía girando diligente en el centro del disco. Saffy la rescató y la dejó en reposo. Cuando se disponía a salir para controlar el pastel de conejo, Percy dijo:
—Si fuera verdad, Juniper nos lo habría dicho.
Saffy se ruborizó. Recordó el diario, la sorpresa que le había causado la página más reciente, el dolor de no haber sido partícipe del secreto.
—Sin duda —se apresuró a decir—. Es lo que se suele hacer en esos casos.
—Así es.
—Especialmente entre hermanas.
—Sí.
Así era, en verdad. Una relación amorosa podía mantenerse en secreto, pero un compromiso era algo diferente. Saffy consideró que ni siquiera Juniper podía ignorar por completo los sentimientos de los demás, las implicaciones de semejante decisión.
—De todos modos, deberíamos hablar con ella —sugirió Percy—. Recordarle que papá…
—Él ya no está aquí —la interrumpió su hermana—. Ya no está, Percy. Ahora somos libres de hacer nuestra voluntad.
Dejar atrás Milderhurst, ir hacia el encanto y la emoción de Nueva York sin mirar atrás…
—No —replicó Percy, tajante. Saffy temió haber expresado sus intenciones en voz alta—. No somos completamente libres. Tenemos mutuas obligaciones. Juniper lo comprende, sabe que el matrimonio…
—Perce…
—Esa fue la voluntad de papá, sus condiciones.
Percy miró a su hermana. Por primera vez desde hacía meses, Saffy tuvo la oportunidad de contemplar su rostro a muy poca distancia. Descubrió nuevas arrugas. Fumaba demasiado, la abrumaban las preocupaciones y la guerra dejaba su huella. Pero más allá del motivo, la mujer que se encontraba frente a ella ya no era joven. Tampoco vieja. De pronto —aunque tal vez ya lo sabía— descubrió que había una franja intermedia, y que ambas se encontraban allí. Ya no eran muchachas, pero aún les faltaba un tramo para convertirse en viejas arpías.
—Papá sabía lo que hacía.
—Por supuesto, querida —dijo Saffy con ternura.
¿Por qué no había visto antes a todas esas damas que poblaban la espaciosa franja intermedia? Porque aunque no eran invisibles, se ocupaban silenciosamente de los asuntos propios de las mujeres que ya no eran jóvenes y todavía no eran viejas: limpiar la casa, secar las lágrimas de las mejillas de sus hijos, zurcir los calcetines de sus maridos. De repente, Saffy comprendió que Percy actuaba de esa forma porque sentía celos de Juniper, que con sus dieciocho años podía casarse algún día, que aún tenía toda la vida por delante. También comprendió por qué Percy había elegido precisamente esa noche para concentrarse en esas ideas. A pesar de que Juniper y las habladurías del pueblo habían contribuido a inquietarla, su actitud era consecuencia del encuentro con Lucy. Saffy sintió una oleada de cariño por su estoica hermana, una emoción tan intensa que estuvo a punto de dejarla sin aliento.
—No hemos sido afortunadas, ¿verdad, Perce?
Percy apartó la vista del cigarrillo que estaba liando.
—¿Qué dices?
—Las dos hemos sido desafortunadas en los asuntos del corazón.
—No creo que podamos responsabilizar a la mala fortuna. Diría que fue una cuestión matemática, ¿no es así?
Saffy sonrió. Eran las palabras que había pronunciado la institutriz antes de marcharse a Noruega para casarse con su primo recientemente viudo. Las había llevado al lago para dar una de sus clases, solía hacerlo cuando no estaba con ánimo de enseñar y quería evitar la estrecha vigilancia del señor Broad. Tendida al sol, con su parsimonia y su acento característicos, con un malicioso brillo de placer en los ojos, les dijo que debían dejar de lado cualquier ilusión de casarse; que la Gran Guerra que había herido a su padre también había matado esa posibilidad. Las gemelas de trece años la miraron con el rostro impávido, una expresión que dominaban a la perfección porque sabían que irritaba a los adultos. En aquel momento, ni siquiera pensaban en pretendientes y matrimonio.
—Sin duda, es mala suerte que todos tus futuros maridos mueran en los campos de batalla franceses —dijo suavemente Saffy.
—¿Cuántos planeabas tener?
—¿Perdón?
—Maridos. Te he oído decir: «Que todos tus futuros maridos…». —Percy encendió su cigarrillo y agitó la mano—. No tiene importancia.
—Solo uno —replicó Saffy, repentinamente mareada—. Solo hubo uno a quien quise tener por marido. —El silencio que siguió fue atroz, y Percy, finalmente, tuvo la dignidad de mostrarse incómoda. Sin embargo, no dijo nada, no ofreció ninguna palabra de consuelo, ningún gesto amable. Aplastó la punta de su cigarrillo para apagarlo y se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—Me duele la cabeza.
—Entonces siéntate, te traeré unas aspirinas.
—No —respondió Percy, esquivando la mirada de Saffy—. Yo misma las buscaré en el botiquín. Me sentará bien el paseo.