Saffy se ocultó en la despensa del mayordomo para leer la carta. Había comprendido enseguida de qué se trataba y se había esforzado por disimular su emoción delante de Percy. Después de coger nerviosa el sobre, bajó la escalera. Se detuvo en el descansillo para asegurarse de que su hermana no se arrepintiera de repente e intentara dirigirse otra vez a la pila de leña. Solo cuando oyó que cerraba la puerta de su dormitorio se permitió relajarse. Ya había perdido las esperanzas de recibir una respuesta, y ahora que la tenía en las manos, casi deseaba que no hubiera ocurrido. La incertidumbre, la tiranía de lo ignorado, era casi insoportable.
Una vez en la cocina, entró presurosa en la despensa sin ventanas, en otro tiempo ocupada con la indómita presencia del señor Broad. Como evidencia de su temible reinado solo quedaban un escritorio y un armario de madera repleto de antiguos informes cotidianos, sumamente tediosos. Saffy tiró del cordón que encendía la bombilla y se apoyó en el escritorio. Sus dedos intentaron vanamente abrir el sobre. Sin su abrecartas, guardado en el escritorio de su habitación, se vio obligada a rasgarlo. Lo hizo con gran cuidado, disfrutando casi de la prolongada agonía que imponía un tratamiento tan minucioso. Finalmente logró desprender la hoja doblada —un papel muy fino, de fibra de algodón, de color ahuesado— y, suspirando, lo abrió. Sus ojos absorbieron rápidamente el significado de la carta. Luego empezó de nuevo, obligándose a leer con más lentitud para confirmar que era cierto, mientras una maravillosa y alegre ligereza le inundaba el cuerpo, de los pies a la cabeza, convirtiéndolo en polvo de estrellas.
Hojeando la página de anuncios, había encontrado el anuncio en el Times: «Se busca señorita institutriz para acompañar a lady Dartington y sus tres hijos en su viaje a América durante la guerra. Educada, soltera, culta, experiencia con niños». Parecía escrito pensando en ella. Si no tenía hijos, ciertamente no era por decisión propia. En otro tiempo sus ideas sobre el futuro —al igual que las de tantas mujeres— estuvieron colmadas de niños. Sin embargo, no podía tenerlos sin un marido, y ahí residía el problema. En lo concerniente a las restantes condiciones, Saffy podía afirmar sin presumir que era educada, tanto como culta. Se dispuso a conseguir el puesto sin demora. Redactó una carta de presentación que incluía espléndidas referencias y la adjuntó a una solicitud cuyos datos demostraban que Seraphina Blythe era la candidata ideal. Después esperó, esmerándose por mantener en secreto sus ilusiones con respecto a Nueva York. Había aprendido hacía mucho tiempo que no tenía sentido alborotar innecesariamente a su hermana, de modo que no le había comentado nada sobre el asunto. Se entregó a soñar en privado, vívidamente, todas las posibilidades. Imaginó el viaje hasta el más mínimo detalle, se vio a sí misma como una especie de moderna Molly Brown que animaba a los niños Dartington mientras eludían a los submarinos alemanes rumbo al gran puerto americano.
Lo más difícil sería decírselo a Percy. No se alegraría, y solo Dios sabía qué haría luego. Recorrería los pasillos vacíos, remendaría las paredes, cortaría leña, y entretanto se olvidaría de bañarse, lavar la ropa o cocinar. No quería ni pensarlo. Pero la carta, la oferta de empleo que Saffy tenía en sus manos, era su oportunidad y no permitiría que el sentimentalismo la frustrara. Como Adele en su novela, «aferraría la vida por el cuello y la obligaría a mirarla a los ojos». Saffy se sentía muy orgullosa de esa frase.
Salió de la despensa, y al cerrar la puerta se dio cuenta de que el horno echaba humo. Había olvidado el pastel. ¡Qué horror! Sería cuestión de suerte que la masa no se hubiera carbonizado.
Saffy buscó la manopla y abrió el horno entrecerrando los ojos. Soltó un profundo suspiro de alivio al ver que la cubierta del pastel, aunque dorada, aún no se había quemado. Lo puso en la parte inferior, donde la temperatura era más baja y no lo arruinaría. Luego se incorporó, dispuesta a marcharse.
Entonces vio el uniforme manchado de Percy junto a su delantal, sobre la mesa. Seguramente su hermana lo había dejado allí mientras ella se encontraba en la despensa. Por fortuna, no la había descubierto leyendo la carta.
Saffy comenzó a sacudir los pantalones. Su día oficial de lavado era el lunes, pero no era mala idea dejar la ropa en remojo, especialmente el uniforme de Percy; si no hubiera resultado tan difícil quitarlas, la cantidad y variedad de manchas habrían sido motivo de admiración. Pero para Saffy el asunto era un desafío. Metió las manos en los bolsillos en busca de reliquias que pudieran estropear el lavado. Y no se equivocó al tomar esa precaución.
Comenzó a sacar los innumerables trozos de papel y los puso en la mesa. Sacudió la cabeza, con un gesto cansino. Ya no recordaba cuántas veces había pedido a Percy que vaciara los bolsillos antes de dejar su ropa para lavar.
Mientras sus dedos palpaban el papel, distinguió un sello. Aquello había sido una carta, ahora destrozada. ¿Por qué Percy la había destruido? ¿Quién la había enviado?
Arriba se oyó un portazo. La mirada de Saffy se dirigió inmediatamente al techo. Ruido de pasos, otra vez la puerta.
¡La puerta de entrada! Juniper había llegado. Y tal vez con el muchacho de Londres.
Mordisqueándose el labio, Saffy miró otra vez el papel destrozado: un misterio que debía ser resuelto. Pero no en aquel momento; simplemente, no había tiempo. Tenía que subir, reencontrarse con Juniper y recibir al invitado. Solo Dios sabía en qué estado se encontraba Percy. Quizás la carta arrojara alguna luz sobre el reciente malhumor de su hermana.
Saffy asintió con decisión. Escondió cuidadosamente su propia carta en el sujetador y ocultó bajo la tapa de una cacerola los pedazos de papel que había encontrado en el pantalón de su hermana. Más tarde investigaría debidamente.
Echó un último vistazo al pastel de conejo, se alisó el vestido a la altura del pecho intentando que no se pegara al cuerpo y se dirigió a la escalera.
* * *
Quizás el mal olor era solo producto de su imaginación. En los últimos tiempos Percy tenía esa desagradable impresión. Algunas cosas, una vez olidas, no podían olvidarse. Habían pasado seis meses desde el funeral de su padre, y desde entonces no habían utilizado el salón principal. Pese al esfuerzo de su hermana, persistía cierto olor rancio. La mesa se encontraba en el centro, sobre la alfombra de Besarabia, con la mejor vajilla de la abuela, cuatro copas para cada persona y un menú cuidadosamente impreso en cada sitio. Percy levantó uno para examinarlo de cerca, observó que la velada incluía juegos de salón y lo puso de nuevo en su lugar.
De pronto recordó el refugio donde se había resguardado durante los primeros bombardeos aéreos, cuando los aviones de Hitler frustraron el plan de visitar al abogado de su padre en Folkestone. Recordó la alegría forzada, las canciones, el olor acre del miedo.
Cerró los ojos y entonces la vio. La figura vestida de negro que había aparecido en medio del bombardeo para apoyarse en la pared, sin llamar la atención, sin hablar con nadie, con la cabeza gacha bajo el oscuro sombrero. Percy la había observado, fascinada por el modo en que permanecía ajena a los demás. Había levantado la vista solo una vez, antes de echarse el abrigo sobre los hombros y salir hacia la oscuridad en llamas. Sus miradas se habían encontrado, un instante, pero en sus ojos no había compasión, miedo o determinación: solo un vacío helado. Entonces supo que era la Muerte y desde entonces pensaba mucho en ella. Durante su turno de trabajo voluntario, mientras trepaba por los cráteres que dejaban las bombas y arrastraba cuerpos, recordaba aquella calma espectral, de otro mundo, con que había abandonado el refugio en dirección al caos. Percy comenzó a colaborar con el Servicio de Ambulancias poco después de aquel encuentro. No lo hizo por valentía: simplemente era más fácil enfrentarse a la Muerte sobre la superficie en llamas que permanecer atrapada bajo la tierra que temblaba y gemía, teniendo por compañía una alegría desesperada y un miedo impotente.
En el fondo de la licorera vio unos centímetros de un líquido ámbar y se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Seguramente, muchos años —ahora utilizaban las botellas del salón amarillo—, pero apenas tenía importancia, las bebidas mejoran con el paso del tiempo. Mirando por encima del hombro, Percy sirvió un poco de licor en un vaso, luego un poco más. Volvió a colocar el tapón de cristal mientras bebía un sorbo. Y luego otro. Algo en el centro de su pecho comenzó a arder. Recibió el dolor con alegría: era vívido y real y ella, allí de pie, lo sentía.
Se oyeron pasos. Tacones altos. Lejanos. Pero se acercaban golpeando rítmicamente el suelo. Saffy.
Meses de ansiedad cayeron como un plomo en el estómago de Percy. Debía dominarse. No ganaría nada arruinándole la velada a su hermana; era consciente de que tenía muy pocas oportunidades de mostrar su encanto de anfitriona. No obstante, al pensar con qué facilidad podía lograrlo, una sensación vertiginosa la invadió: semejante a la que surge al borde de un precipicio, a gran altura, cuando de pronto la negativa a dar el salto es tan fuerte que una extraña compulsión susurra que es lo único que queda por hacer.
Por Dios, era un caso perdido. Había algo esencialmente roto en el corazón de Percy Blythe, algo anormal y defectuoso y realmente antipático. De otro modo, no habría podido considerar ni siquiera un instante la posibilidad de privar de tal felicidad a su hermana, a su exasperante y amada gemela. Se preguntó si la perversidad había sido una constante en su vida. Percy dejó escapar un profundo suspiro. Estaba enferma, sin lugar a dudas, y su condición no era reciente. Durante toda la vida, cuanto más entusiasmo mostraba Saffy por una persona, un objeto, una idea, menos lo sentía Percy. Como si fueran las dos partes de un ser, y la cantidad de sentimiento compartido tuviera un límite. En algún momento, por alguna razón, Percy había decidido que debía mantener el equilibrio: si Saffy se angustiaba, Percy optaba por una moderada alegría; si su hermana se emocionaba, ella hacía lo posible por aplacarla con un poco de sarcasmo. No era más que una maldita infeliz.
Junto al gramófono, brillante y abierto, se veía un montón de discos. Percy levantó un nuevo álbum que Juniper había enviado desde Londres. A saber con qué medios lo habría conseguido. Aunque ella sabía cómo conseguir las cosas. La música seguramente serviría de ayuda. Dejó caer la aguja y Billie Holiday comenzó a cantar suavemente. Percy lanzó un suspiro, cálido de whisky. Era lo más aconsejable: música contemporánea, sin asociaciones previas. Años, décadas atrás, durante una de aquellas jornadas familiares de los Blythe, su padre había incluido la palabra «nostalgia» en uno de los desafíos. Había leído la definición, «profunda añoranza del pasado», y con la torpe seguridad de la juventud, Percy lo había considerado un concepto muy peculiar. No podía imaginar por qué alguien querría volver a vivir el pasado cuando le aguardaba el gran misterio del futuro.
Vació su vaso, lo inclinó distraída de un lado a otro, observó las gotas que se fundían en una. El encuentro con Lucy era el motivo de su irritación, lo sabía. A pesar de todo, el abatimiento había caracterizado todos los hechos de esa tarde. Recordó a la señora Potts. Sus sospechas, bastante insistentes, acerca del compromiso de Juniper. Aunque su hermana pequeña era centro habitual de habladurías, a juzgar por la experiencia de Percy, donde anidaba un rumor siempre había algo de verdad. Esperaba que no fuera así en este caso.
A sus espaldas la puerta rechinó y, al abrirse, una corriente de aire frío entró desde el pasillo.
—Y bien, ¿dónde está? He oído la puerta —dijo la voz jadeante de su hermana.
«Si Juniper quisiera hablar de asuntos personales, lo haría con Saffy», reflexionó Percy dando unos golpecitos en la montura de sus gafas.
—¿Está arriba? —Saffy bajó la voz hasta convertirla en un susurro antes de continuar—: ¿O era él? ¿Cómo es? ¿Dónde está?
Percy se irguió. Para conseguir la colaboración de su hermana debía ofrecerle un mea culpa sin reservas.
—Aún no han llegado —respondió, volviéndose hacia Saffy, e intentó esbozar una sonrisa cándida.
—Llegan con retraso.
—Solo un poco.
Saffy tenía aquella expresión nerviosa y transparente, la misma que en la infancia aparecía cuando a punto de interpretar una obra de teatro para los amigos de su padre la platea estaba vacía.
—¿Estás segura? —preguntó—. Habría jurado que oí la puerta.
—Puedes buscar debajo de las sillas, aquí no hay nadie —dijo Percy con despreocupación—. Lo que oíste fue solo el postigo de aquella ventana. Se descolgó con la tormenta, pero ya lo he arreglado —agregó, señalando con la cabeza la llave inglesa sobre el alféizar.
Su hermana gemela vio, alarmada, las manchas húmedas en el vestido de Percy.
—Es una cena especial. Juniper…
—No lo verá ni le importará —interrumpió Percy—. Olvida mi vestido. Tú estás estupenda por las dos. Siéntate, por favor. Prepararé una copa mientras esperamos.